Capítulo dos

WILL CONDUJO CON LOS HOMBROS CAÍDOS y la cabeza apretada contra el techo del Mini de Faith hasta donde se había producido el atropello. No había querido perder tiempo ajustando el asiento antes, cuando llevó a Faith al hospital, ni mucho menos cuando se dirigía a la escena del crimen más aterrador que había visto en su vida. El coche no iba del todo mal por las carreteras secundarias que conducían hasta la autopista 316, pese a que circulaba a mayor velocidad de la permitida. La amplia batalla del Mini se adaptaba mal a las curvas, pero Will fue aminorando a medida que se alejaba de la ciudad. Cada vez había más árboles, y la carretera se estrechaba más, y de pronto se encontró en una zona en la que no era raro que ciervos y zarigüeyas la cruzaran.

Iba pensando en la víctima; en la piel arañada, la sangre, las heridas por todo el cuerpo. En el mismo momento en que vio a los de la ambulancia empujando la camilla a toda prisa por el pasillo del hospital supo que aquello era obra de una mente muy enferma. La mujer había sido torturada. Alguien muy experimentado en el arte de infligir dolor le había dedicado mucho tiempo.

No podía haberse materializado en mitad de la carretera sin más. Las heridas en las plantas de sus pies eran recientes, por lo que debía de llevar un buen rato caminando por el bosque. Tenía una aguja de pino clavada en el puente, y las plantas llenas de tierra. Seguramente la habían retenido en alguna parte y, en un momento dado, había logrado huir de allí. El lugar tenía que estar cerca de la carretera, y Will iba a encontrarlo aunque tardara toda la vida.

Reparó en que estaba pensando en «ella» aunque la víctima tenía un nombre, Anna, que se parecía mucho a Angie, el de su esposa. Como Angie, la mujer tenía el cabello y los ojos oscuros, la piel morena y un lunar justo debajo de la corva. Will se preguntó si aquel lunar sería algo frecuente en las mujeres de piel morena; a lo mejor era algo genético, algo asociado con el color de los ojos y el cabello. Seguro que la doctora Linton lo sabía.

Le vino a la mente lo que dijo Sara Linton mientras examinaba su piel magullada y los arañazos en torno a la herida del costado: «Debía de estar consciente cuando le arrancaron la costilla». Se estremeció al recordarlo. A lo largo de su carrera se las había tenido que ver con muchos sádicos, pero ninguno tan cruel como éste.

Sonó el móvil y trató de sacarlo del bolsillo sin perder el control del volante. Lo abrió con mucho cuidado: la carcasa de plástico llevaba meses rota, pero había conseguido arreglarla con pegamento, cinta aislante y cinco trozos de cordel que hacían las veces de bisagra. Aun así tenía que manejar el aparato con sumo cuidado para que no se le descuajeringara en la mano.

—Will Trent.

—Soy Lola, cielo.

Frunció el ceño. Su voz tenía la aspereza propia de alguien que fumaba dos cajetillas diarias.

—¿Quién?

—Eres el hermano de Angie, ¿no?

—Soy su marido —la corrigió Will—. ¿Con quién hablo?

—Con Lola, una de sus chicas.

Angie trabajaba ahora como freelance para varias agencias de detectives, pero había sido agente de antivicio durante diez años. De vez en cuando Will recibía la llamada de alguna de las prostitutas con las que había trabajado. Todas necesitaban ayuda, y todas acababan volviendo a la cárcel, desde donde llamaban.

—¿Qué quieres?

—No hace falta que seas tan borde conmigo, cielo.

—Mira, llevo ocho meses sin hablar con Angie. —Casualidades de la vida, su relación se había roto casi al mismo tiempo que el móvil—. No puedo ayudarte.

—Soy inocente. —Lola rio su propia gracia y sufrió un ataque de tos—. Me pillaron con una sustancia blanca, no sé lo que era, un amigo me pidió que se la guardara.

Esa clase de chicas sabían más de leyes que muchos policías, y se mostraban especialmente cautelosas cuando utilizaban el teléfono público de la cárcel.

—Búscate un abogado —le aconsejó Will, mientras aceleraba para adelantar al coche que tenía delante. Un relámpago estalló en el cielo e iluminó la carretera—. No puedo hacer nada por ti.

—Podría ofrecerte cierta información.

—Pues cuéntaselo a tu abogado. —Will oyó un pitido en la línea y reconoció el número de su jefa—. Tengo que dejarte.

Colgó sin darle tiempo a Lola para decir nada más.

—Will Trent.

Amanda Wagner tomó aire, y Will se preparó para un discurso torrencial.

—¿Cómo demonios se te ocurre dejar a tu compañera en el hospital y marcharte en plan quijote a trabajar en un caso que está fuera de nuestra jurisdicción y en el que nadie nos ha pedido ayuda? Y para más inri, en un condado con el que no tenemos lo que se dice una buena relación.

—Nos pedirán ayuda —le aseguró Will.

—Tu intuición femenina no me impresiona nada esta noche, Will.

—Cuanto más tiempo dejemos esto en manos de la policía local, más se enfriará el rastro. No se trata de un secuestrador novato, Amanda. Esto no es ningún juego.

—La policía de Rockdale lo tiene todo bajo control —replicó ella—. Saben muy bien lo que se hacen.

—¿Están controlando las carreteras y buscando coches robados?

—No son idiotas.

—Sí que lo son —insistió Will—. No la han dejado tirada en la carretera, ha estado retenida en algún lugar cerca de la carretera y ha logrado escapar por su propio pie.

Amanda guardó silencio unos instantes, probablemente esperando a que dejara de salirle humo por las orejas. Un segundo relámpago azotó el cielo, y el trueno que vino a continuación impidió a Will oír lo que le decían al otro lado de la línea.

—¿Cómo? —preguntó.

—¿En qué estado está la víctima? —repitió en tono cortante.

Will no pensó en Anna, sino en la mirada que había visto en los ojos de Sara Linton cuando subieron a la víctima al quirófano.

—La cosa pinta muy mal.

Amanda dejó escapar un hondo suspiro.

—Hazme un resumen.

Will le explicó el caso en líneas generales; el aspecto que tenía la mujer, los signos de tortura.

—Seguramente venía del bosque. Tiene que haber una casa en alguna parte, una cabaña o algo. No parecía que hubiera estado a la intemperie. Alguien la tuvo secuestrada durante un tiempo, la mató de hambre, la violó, la torturó.

—¿Crees que algún paleto se la llevó?

—Creo que fue secuestrada —replicó Will—. Lleva un buen corte de pelo y tiene los dientes blanqueados. No hay marcas de pinchazos, ni cicatrices. Tenía dos pequeñas cicatrices en la espalda, probablemente de una liposucción.

—Así que no es una vagabunda ni una prostituta.

—Había sangre en las muñecas y en los tobillos, como si hubiera estado maniatada. Algunas heridas habían empezado a cicatrizar, otras eran recientes. Estaba flaca, mucho. Debía de llevar bastantes días secuestrada; una semana, quizá, a lo sumo dos.

Amanda maldijo entre dientes. El papeleo empezaba a ser excesivo. El DIG era a nivel estatal lo que el FBI al nacional: se coordinaba con los cuerpos de policía locales cuando los delitos traspasaban los límites de un condado, y su cometido era centrarse en la investigación más allá de las disputas territoriales. El estado disponía de ocho laboratorios forenses, de cientos de agentes especiales y de la policía científica, todos ellos dispuestos a colaborar con cualquier otro cuerpo de policía que lo solicitase. El problema era que la petición debía presentarse por escrito. Había formas de asegurarse de que la cumplimentaran, pero para eso había que pedir favores, y por razones que no sería de buena educación discutir en público, Amanda había perdido toda su influencia en Rockdale unos meses atrás por un caso relacionado con un padre mentalmente desequilibrado que había secuestrado y asesinado a sus propios hijos.

Will volvió a intentarlo:

—Amanda…

—Deja que haga algunas llamadas.

—Antes de nada, ¿podrías llamar a Barry Fielding? —preguntó, refiriéndose al responsable de la brigada canina del DIG—. No estoy muy seguro de que la policía local sepa exactamente a qué se enfrenta. No han visto a la víctima, ni han hablado con los testigos. Su detective ni siquiera había llegado al hospital cuando me fui. —Amanda no respondió, así que Will continuó—: Barry vive en el condado de Rockdale.

Al otro lado de la línea se oyó un tercer suspiro aún más profundo, y tras una pausa Amanda respondió.

—Vale. Pero intenta no tocarle los huevos a nadie más de lo estrictamente necesario. Llámame cuando descubras algo más. —Colgó.

Will cerró el móvil y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta; en ese preciso instante, un relámpago iluminó el cielo y un trueno retumbó en sus oídos. Will aminoró la velocidad; tenía las rodillas pegadas al plástico del salpicadero. El plan era llegar hasta la autopista 316, al lugar en que se había producido el accidente y, una vez allí, pedir muy educadamente que le dejaran entrar en la escena. Lo que no había previsto era el control de tráfico. Había dos patrulleros de la policía de Rockdale atravesados en mitad de la carretera, cortando ambos sentidos, y dos recios agentes plantados justo delante. Unos quince metros más allá, unas gigantescas lámparas de xenón iluminaban un Buick con el morro aplastado. Los agentes de la policía científica estaban por todas partes, enfrascados en la pesada tarea de recoger cada mota de polvo, piedra y cristal para llevarlo todo a analizar al laboratorio.

Uno de los agentes se acercó al Mini. Will buscó el interruptor para bajar el cristal de la ventanilla, olvidando por un momento que estaba en el salpicadero. Para cuando logró bajar el cristal, el otro agente había venido a reunirse con su compañero y ambos le sonreían. Will cayó entonces en que debía de resultar bastante cómico verle metido en ese coche tan pequeño, pero eso ya no tenía solución. Cuando Faith se desmayó en el aparcamiento, lo único que pensó fue que el coche de ella estaba más cerca que el suyo y que tardaría menos en llegar al hospital si lo cogía.

—El circo está por ahí —le dijo el segundo agente, señalando hacia Atlanta con el dedo.

Will sabía que no debía intentar sacar la cartera mientras estuviera dentro del coche, de modo que abrió la puerta y salió del vehículo lo más dignamente que pudo. Un trueno retumbó por todo el cielo y los tres miraron hacia arriba.

—Agente especial Will Trent —les dijo, al tiempo que les mostraba su identificación.

Ambos adoptaron una actitud cautelosa. Uno de ellos se alejó, hablando por la radio que llevaba en el hombro, seguramente para consultar a su jefe (a veces la policía local se alegraba de poder contar con el DIG; otras preferían pegarles un tiro). El otro agente le preguntó:

—¿Adónde vas tan elegante, si puede saberse? ¿O es que vienes de un funeral?

Will se limitó a ignorar la pulla.

—Estaba en el hospital cuando ingresaron a la víctima.

—Tenemos varias víctimas —respondió el agente, claramente dispuesto a ponerle las cosas difíciles.

—La mujer —especificó Will—. La que se cruzó en la carretera y fue atropellada por un Buick conducido por un matrimonio mayor. Creemos que se llama Anna.

El segundo agente ya estaba de vuelta.

—Voy a tener que pedirle que vuelva a su coche, caballero. Según mi superior, esto está fuera de su jurisdicción.

—¿Puedo hablar con su superior?

—Ya imaginaba que diría eso —replicó el agente, con una aviesa sonrisa—. Me dijo que podía llamarle por la mañana, alrededor de las diez o diez y media.

Will miró hacia la escena del crimen.

—¿Puede decirme su nombre?

El policía se tomó su tiempo y, con mucha parsimonia, sacó su libreta, después el bolígrafo y, por fin, anotó el nombre. Arrancó la hoja con sumo cuidado y se la dio a Will, que miró fijamente los garabatos que había encima del número.

—¿Está en inglés?

—¿Es usted idiota? Fierro. Es italiano. —El hombre miró el papel y añadió—. Está bien clarito.

Will dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo del chaleco.

—Gracias.

No era tan tonto como para creer que los dos agentes regresarían tranquilamente a sus puestos mientras él volvía a entrar en el Mini. Pero ahora ya no tenía ninguna prisa. Se agachó, vio la palanca que servía para ajustar el asiento del conductor y la empujó hacia atrás todo lo que pudo. Se metió en el coche y se despidió de los agentes con la mano mientras daba media vuelta y se alejaba.

La 316 no había sido siempre una carretera secundaria. Antes de que se construyera la I-20, era la autopista que conectaba Rockdale con Atlanta. Actualmente, la mayoría de los conductores preferían la interestatal, pero todavía quedaba gente que la utilizaba como atajo. A finales de los años noventa, Will había participado en una operación encubierta para erradicar la prostitución de la zona y sabía que incluso entonces no era una carretera con mucho tráfico. Que aquellos dos coches hubieran pasado por allí al mismo tiempo que la mujer era casi milagroso. Y que ésta hubiera logrado cruzarse en el camino de uno de ellos era todavía más sorprendente.

A menos que Anna los estuviera esperando. Quizá se puso delante del Buick a propósito. Will había descubierto hacía mucho tiempo que escapar es más fácil que sobrevivir.

Siguió conduciendo despacio, buscando una desviación donde dar la vuelta: la encontró a unos cuatrocientos metros. El asfalto estaba muy deteriorado, y sentado al volante de un Mini no había bache pequeño. Un relámpago iluminó el bosque como un fogonazo. Desde la carretera no se veían casas, ni cabañas ni establos, tampoco ningún cobertizo de aquéllos que antiguamente se utilizaban para esconder alambiques. Continuó hacia delante, utilizando como referencia los potentes focos de la escena del crimen, y se detuvo justo enfrente. Echó el freno de mano y sonrió. El lugar del accidente estaba a menos de doscientos metros, y con las luces y el ajetreo parecía un campo de fútbol en mitad del bosque.

Cogió la linterna de la guantera y se bajó del coche. La temperatura empezaba a descender. Esa misma mañana, el hombre del tiempo había anticipado que el cielo estaría parcialmente cubierto, pero a Will le daba la impresión de que se avecinaba el diluvio.

Se internó en el bosque, examinando el terreno a la luz de la linterna, buscando cualquier cosa que pareciera fuera de lugar. Puede que Anna hubiera pasado por allí, pero también era posible que hubiera llegado por el otro lado de la carretera. La cuestión es que la escena del crimen no debería limitarse sólo a ésta: deberían estar peinando el bosque en un radio de al menos un kilómetro. No sería tarea fácil: el bosque era bastante espeso, los arbustos y las ramas bajas entorpecían el paso y los árboles caídos y los hoyos lo hacían aún más peligroso de noche. Will intentó ubicarse y se preguntó en qué dirección estaría la I-20, la zona más habitada, pero su sentido de la orientación se volvió loco y dejó de intentarlo.

El terreno se inclinaba ahora hacia abajo. Aunque aún estaba lejos, Will oía los ruidos típicos de una escena del crimen: el zumbido eléctrico del generador, el de los focos, el clic de los flashes, el murmullo de los policías y los técnicos y, de vez en cuando, alguna carcajada de sorpresa.

En el cielo las nubes se abrían, dejando pasar de tanto en tanto un rayo de luna que multiplicaba las sombras sobre el terreno. Por el rabillo del ojo vio un montón de hojas que parecía haber sido removido. Se agachó para examinarlo, pero la luz de la luna no ayudaba mucho. Las hojas parecían muy oscuras, pero era difícil saber si eran manchas de sangre o de lluvia. Lo que sí parecía seguro era que algo había estado sobre ellas; pero la cuestión era si se trataba de un animal o de una mujer.

Intentó ubicarse de nuevo. Estaba a mitad de camino entre el Mini de Faith y el Buick accidentado. Las nubes volvieron a cubrir el cielo y la oscuridad reinó otra vez. La linterna que llevaba en la mano eligió ese preciso instante para agotarse: la bombilla adquirió primero un tono marrón amarillento y a continuación se volvió negra. Will le dio un golpe con la palma de la mano, intentando sacarle algo más de jugo a las pilas.

De pronto, el brillante foco de una linterna Maglite lo iluminó todo en un radio de dos metros.

—Usted debe de ser el agente Trent —dijo un hombre.

Will se llevó la mano a los ojos para proteger sus retinas. El hombre tardó unos segundos en enfocar la linterna hacia el pecho de Will. Con los potentes focos de la escena del crimen iluminándole desde la distancia, el desconocido parecía un globo de ésos que se utilizan en el desfile anual de los grandes almacenes Macy’s: abullonado en la parte superior y muy estrecho en la inferior. Su pequeña cabeza flotaba sobre sus hombros, y el cuello se le derramaba por encima del cuello de la camisa. Teniendo en cuenta su perímetro, el hombre se movía con sorprendente ligereza. Will no le había oído llegar.

—¿Detective Fierro? —aventuró Will.

El hombre enfocó su cara para que Will pudiera verla.

—Puede llamarme simplemente Capullo, porque así es como me va a llamar mientras conduce usted solito de vuelta a Atlanta.

Will, que seguía agachado, alzó la vista hacia la escena del crimen.

—¿Por qué no me deja echar un vistazo primero?

Fierro volvió a dirigir el foco hacia sus ojos.

—Además de un tocapelotas es muy terco, ¿no?

—Usted cree que la dejaron allí, pero se equivoca.

—¿También lee la mente?

—Ha dado aviso a todas las unidades para que estén atentos a cualquier vehículo que resulte sospechoso, y tiene a la brigada científica examinando el Buick milímetro a milímetro.

—Si fuera un policía de verdad sabría que lo que he comunicado a todas las unidades es un 10-38, y la casa más cercana es la de un abuelo en silla de ruedas que vive unos tres kilómetros más arriba —Fierro hablaba con un desdén que a Will no le resultaba desconocido—. No pienso ponerme a discutir el caso contigo. Lárgate de mi escena.

—He visto lo que le han hecho a esa mujer —insistió Will—. No la metieron en un coche y la arrojaron a la cuneta: sangraba por todas partes. El que le hizo eso es un tipo listo; no la metería en un coche, ni se arriesgaría a dejar un rastro. Y estoy completamente seguro de que en ningún caso la habría dejado con vida.

—Tienes dos opciones —dijo Fierro, estirando dos de sus rechonchos dedos—: O te vas por tu propio pie o te sacan a rastras.

Will se incorporó y enderezó los hombros para que el hombre pudiera apreciarlo en toda su estatura.

—Vamos a ver si nos entendemos —contestó, mirando a Fierro con determinación—. Estoy aquí para ayudar.

—No necesito tu ayuda, Gómez. Te sugiero que des media vuelta, te metas en el coche de tu hermanita pequeña y te vuelvas por donde has venido. ¿Quieres saber lo que está pasando aquí? Pues léelo en el periódico.

—Seguramente quieres decir Lurch, el mayordomo de los Addams. Gómez era el padre —corrigió Will. Fierro frunció el ceño—. Mira, probablemente Anna, la víctima, estuvo tendida aquí. —Señaló el montón de hojas alborotadas—. Oyó que se acercaba un coche y caminó hacia la carretera para pedir ayuda. —Fierro no le interrumpió, de modo que Will continuó hablando—: Los perros están de camino. El rastro es reciente, pero la lluvia podría borrarlo.

En ese mismo instante, un relámpago seguido de un trueno vinieron a confirmar las palabras de Will. Fierro dio un paso al frente.

—Creo que no me estás escuchando, Gómez —dijo Fierro y, clavando la parte trasera de su linterna en el pecho de Will le obligó a retroceder. Continuó haciéndolo mientras añadía, subrayando cada palabra con un golpe—. Lárgate de aquí con tu traje de enterrador, señor DIG. Mete tu culo en ese cochecito de juguete y quítate de mi…

Los talones de Will chocaron contra algo duro. Ambos lo oyeron y se detuvieron.

Fierro abrió la boca, pero Will le indicó que guardara silencio y, a continuación, se arrodilló en el suelo. Will apartó las hojas con las manos y palpó el contorno de un tablero de contrachapado. Dos rocas colocadas a ambos lados de una esquina parecían señalar el lugar.

Se oía un ruido muy leve, una especie de murmullo. Will se inclinó un poco más y empezó a reconocer las palabras. Fierro también lo oía. Sacó su revólver y colocó la linterna a la altura del cañón para ver el objetivo. De repente, el detective ya no parecía molesto por la presencia de Will; de hecho, prefirió que fuera él quien levantara la trampilla de contrachapado y pusiera su cara en la línea de fuego.

Cuando Will alzó la vista para mirarle, Fierro se encogió de hombros, como diciendo: «Eras tú el que quería entrar en el caso».

Trent se había pasado todo el día en los juzgados, por lo que había dejado el arma en casa, en el cajón de la mesilla de noche. Fierro tenía un bulto en el tobillo, seguramente una segunda arma. El detective no se la ofreció, y Will tampoco se la pidió. Iba a necesitar las dos manos para retirar la trampilla y apartarse a tiempo. Contuvo el aliento mientras apartaba las rocas y despejó el perímetro de tierra para poder agarrar bien los bordes de la trampilla. Medía aproximadamente dos por uno, y tenía poco más de un centímetro de grosor. La tierra estaba húmeda y, por lo tanto, levantarla le iba a costar un poco más.

Will miró a Fierro para asegurarse de que estaba preparado. A continuación, con un rápido movimiento, retiró la trampilla y se apartó, entre una nube de polvo y tierra.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Fierro, en un susurro—. ¿Ves algo?

Will alargó el cuello para ver lo que había descubierto. La fosa era profunda y había sido excavada de forma rudimentaria; la abertura medía unos setenta y cinco centímetros de lado. Se acercó a la fosa andando a gatas. Consciente de que, una vez más, se arriesgaba a que alguien le volara los sesos, se asomó rápidamente al interior para ver a qué se enfrentaban exactamente. No podía ver el fondo. Lo que sí descubrió fue una escalera de mano de fabricación casera que terminaba a poco más de un metro de la entrada.

Otro relámpago inflamó el cielo, iluminando aquel retablo en todo su esplendor. Era como una viñeta: la escalera del infierno.

—Deme la linterna —le dijo a Fierro en un susurro.

El detective se mostraba ahora más que dispuesto a colaborar, y le pasó la linterna de inmediato. Will volvió la cabeza: Fierro tenía las piernas muy separadas y apuntaba a la entrada de la fosa con los ojos desorbitados a causa del miedo.

Dirigió el foco de la linterna hacia el interior de la fosa. Abajo había una cueva en forma de L cuyo primer tramo medía aproximadamente un metro y medio y luego se desviaba hacia lo que debía de ser el espacio principal. El techo estaba apuntalado con vigas de madera. Al pie de la escalera se veían algunas provisiones: latas de comida, cuerdas, cadenas, ganchos. Will oyó un ruido procedente de la cueva y el corazón le dio un vuelco. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartarse de un salto.

—¿Es…? —preguntó Fierro.

Will se llevó un dedo a los labios, aunque dudaba de que a esas alturas pudieran contar con el elemento sorpresa. Quien estuviera allá abajo ya debía de haber visto el haz de la linterna moviéndose de un lado a otro. Casi a modo de confirmación, Will oyó un sonido gutural que procedía de abajo, algo así como un gemido. ¿Había otra víctima allí? Pensó en la mujer que estaba ingresada en el hospital, Anna. Will sabía perfectamente qué aspecto tenían las quemaduras eléctricas: dejan bajo la piel un polvillo oscuro que no desaparece nunca. Te acompañan durante el resto de tu vida, si es que aún te resta vida, claro está.

Se quitó la chaqueta y la tiró al suelo. Alargó la mano hacia el tobillo de Fierro y sacó el revólver de su funda. Antes de que éste pudiera detenerle entró en la cueva de un salto.

—Por Dios santo —susurró Fierro. Miró por encima de su hombro a los policías de la escena del crimen, a unos treinta metros; sin duda pensaba que había un modo mejor de hacer aquello.

Will volvió a oír el gemido. Tal vez no fuese más que un animal, o quizá se trataba de un ser humano. Apagó la linterna y se la guardó en la cinturilla del pantalón. Debería haber dicho algo —«Dile a mi mujer que la quiero», por ejemplo—, pero no quería darle ese disgusto o esa satisfacción a Angie.

—Espera —susurró Fierro. Quería pedir refuerzos.

Will le ignoró y se metió el revólver en el bolsillo delantero. Tuvo la precaución de probar si la endeble escalera aguantaba su peso; apoyó los talones en los travesaños, de modo que pudiera ver el interior de la cueva mientras descendía. El hueco era estrecho y sus hombros muy anchos, así que tuvo que estirar un brazo hacia arriba para poder entrar. A su alrededor continuaba cayendo tierra y las raíces le arañaban la cara y el cuello. La pared del hueco estaba a escasos centímetros de su nariz, produciéndole una claustrofobia que Will no había experimentado hasta ese momento. Notaba el sabor del barro en la parte posterior de la boca cada vez que respiraba. No podía mirar hacia abajo, porque no había nada que ver, y no quería hacerlo hacia arriba para no caer en la tentación de escapar de allí.

A cada paso que daba, el olor se hacía más insoportable: a heces, orina, sudor, miedo. Quizá fuera su propio miedo lo que olía. Anna había huido de aquella cueva. A lo mejor había tenido que enfrentarse a su secuestrador. A lo mejor el hombre estaba esperándole allá abajo, con una pistola o una navaja.

El corazón le latía con tal fuerza que le faltaba el aire. El sudor le caía a chorros y le temblaban las rodillas mientras bajaba por aquella interminable escalera. Por fin sintió la blanda tierra bajo sus pies. Tanteando el suelo con la punta del pie, detectó la cuerda y las cadenas. Para entrar en la cueva tenía que agacharse; una vez más estaría a merced de quien estuviera allá abajo.

Will oyó un jadeo y otro murmullo. Tenía el revólver de Fierro en la mano, pero no estaba muy seguro de cómo había llegado hasta allí. Había muy poco espacio y no podía sacar la linterna, que de todos modos se le había caído dentro del pantalón. Intentó flexionar las rodillas, pero su cuerpo no le obedecía. El jadeo se oía cada vez más alto, y entonces se dio cuenta de que procedía de su propia boca. Miró hacia arriba y no vio más que oscuridad. El sudor le nublaba la vista. Contuvo el aliento y se agachó.

No hubo disparos. Nadie le rajó el cuello. Nadie le clavó ganchos en los ojos. Una suave brisa le llegó desde el hueco, ¿o era algo que tenía delante? ¿Había alguien ante él? ¿Había agitado alguien una mano delante de su cara? Volvió a oír algo que se movía, dientes que castañeteaban.

—No se mueva —dijo Will por fin.

Apuntaba al frente con el revólver, y lo movió de un lado a otro por si había alguien. Con mano temblorosa metió la mano en su pantalón para sacar la linterna. El jadeo había vuelto, un ruido embarazoso que retumbaba entre las paredes de la cueva.

—Nunca… —murmuró una voz masculina.

Will tenía la mano empapada en sudor, pero sostenía con firmeza la linterna. Apretó con fuerza el botón y la luz se encendió.

Tres grandes ratas negras, con la barriga hinchada y garras afiladas, salieron corriendo. Dos de ellas fueron directas hacia Will, que instintivamente retrocedió, se empotró en la escalera y sus pies se enredaron en la cuerda. Se cubrió la cara con los brazos y las ratas treparon por su cuerpo, clavándole las garras. Will fue presa del pánico, y notó que la linterna se le caía al suelo; la recuperó de inmediato y escudriñó la cueva para comprobar si había alguien más.

Nadie.

—Mierda… —exclamó. Se dejó caer al suelo exhalando un suspiro.

El sudor le empañaba los ojos. Las ratas le habían dejado los brazos llenos de arañazos y tuvo que vencer el impulso de huir por el mismo camino.

Recorrió la cueva con el haz de la linterna, espantando a las cucarachas y demás insectos. No sabía por dónde se había ido la otra rata, pero tampoco iba a ponerse a buscarla. El espacio principal de la cueva estaba en desnivel, el suelo era unos noventa centímetros más bajo. Aquella depresión le daba cierta ventaja.

Se agachó lentamente, enfocando hacia delante la linterna para evitar más sorpresas. El espacio era más grande de lo que esperaba. Debían de haber tardado semanas en excavarlo, sacando la tierra en cubos y bajando vigas de madera para poder sujetar el techo. Calculó que debía de tener al menos tres metros de profundidad y uno ochenta de anchura. El techo tenía una altura de casi dos metros; lo suficiente como para que pudiera ponerse de pie, aunque en ese momento no se fiaba mucho de sus rodillas. El haz de la linterna no podía iluminarlo todo de una vez, así que el espacio parecía aún más opresivo. Si a aquella atmósfera inquietante le añadías la repugnante mezcla de olores del barro de Georgia, la sangre y los excrementos, todo parecía aún más pequeño y oscuro.

Pegado a una de las paredes había un catre hecho a base de madera reciclada. Encima, un estante con provisiones: jarras de agua, latas de sopa y varios instrumentos de tortura que Will sólo había visto en libros. El colchón era fino, y por las rajas de la funda negra sobresalía el relleno de espuma manchado de sangre. Había pegotes de carne pegados a la funda, algunos en proceso de putrefacción. Los gusanos se amontonaban alrededor formando una especie de remolino. Había cabos de cuerda tirados en el suelo, al lado de la cama, y cuerda suficiente como para maniatar a cualquiera de pies a cabeza, casi como una momia. Los laterales de la cama estaban llenos de arañazos. Había agujas de coser, anzuelos, cerillas. En el mugriento suelo se veía un charco de sangre que se extendía por debajo de la cama como un lento goteo producido por un grifo.

—Dicho… —comenzó a decir una voz que enseguida se perdió entre el ruido de las interferencias.

Había un radiotelevisor portátil sobre una silla de plástico blanco situada en la parte posterior de la caverna. Will avanzó a gatas hasta ella. Se quedó mirando los botones y tuvo que pulsar varios antes de dar con el que apagaba la radio; se dio cuenta demasiado tarde de que debería haberse puesto los guantes.

Siguió el cable del televisor con la vista hasta una batería náutica a la que habían cortado el enchufe y empalmado el cable directamente a los polos. Había más cables con los extremos pelados que estaban ennegrecidos, y Will percibió el olor característico de las quemaduras eléctricas.

—Eh, Gómez —gritó Fierro. Su voz denotaba un exacerbado nerviosismo.

—No hay nadie —replicó Will.

El policía no se fiaba.

—De verdad —repitió Will, y volvió junto a la escalera para asomarse por el agujero—. No hay nadie.

—Dios.

Fierro salió de su campo de visión, pero antes Will lo vio santiguarse. Él también tendría que ponerse a rezar si no salía de allí de inmediato. Dirigió el haz de la linterna hacia la escalera y vio las marcas que habían dejado sus pies sobre las huellas ensangrentadas de los travesaños. Miró las suelas rayadas de sus zapatos y el sucio suelo y descubrió más huellas ensangrentadas que había alterado con sus pisadas. Con la espalda apretada contra la pared empezó a subir por la escalera, tratando de no estropear nada más. Los de la científica le iban a echar la bronca, pero ya no había nada que pudiera hacer al respecto salvo pedir disculpas.

Se paró en seco. Anna tenía cortes en los pies pero eran superficiales, la clase de cortes que se hacen al andar sobre agujas de pino, abrojos, cardos. Eso era lo que le había inducido a pensar que había estado caminando por el bosque. No sangraba lo suficiente como para dejar esas huellas tan marcadas en un suelo tan sucio. Se quedó allí, con el brazo estirado hacia arriba y un pie en la escalera, pensando.

Respiró hondo, volvió a agacharse y recorrió cada rincón de la cueva con el haz de la linterna. Había algo en la cuerda que no le cuadraba, el modo en que la habían enrollado a la cama. Le vino a la mente la imagen de Anna atada a la cama, con la cuerda enrollada por debajo de la estructura. Sacó uno de los trozos de cuerda de allí. El extremo presentaba un corte limpio, igual que los demás trozos. Echó un vistazo a su alrededor. ¿Dónde estaría el cuchillo?

Probablemente había ido a parar al mismo sitio que la tercera rata.

Will retiró el colchón, tapándose la nariz y la boca y tratando de no pensar en lo que estaban tocando sus manos desnudas. Continuó tapándose la nariz con la muñeca mientras quitaba las lamas de madera que sujetaban el colchón y rezaba para que la rata no le saltara encima y le sacara los ojos. Por si acaso, fue tirándolas al suelo con gran estrépito. Oyó un chillido a su espalda y se volvió. La rata estaba en un rincón, y sus diminutos ojos reflejaron la luz de la linterna. Will tenía una lama en la mano y, por un momento, pensó en lanzarla contra la rata, pero dado lo reducido del espacio no estaba seguro de poder acertar. Y tampoco quería arriesgarse a cabrearla.

Dejó el trozo de madera junto a los demás, mirando con cautela al roedor. Pero descubrió algo que le llamó la atención: había unos arañazos debajo de las lamas, unas muescas profundas con manchas de sangre que no parecían obra de ningún animal. Examinó el hueco que había debajo de la cama a la luz de la linterna: habían rebajado el suelo de debajo unos quince centímetros. Will introdujo la mano y sacó un trozo de cuerda que también había sido cortado pero, a diferencia de los demás trozos, tenía un nudo intacto.

Will quitó las lamas que faltaban. Había cuatro cerrojos de metal bajo el somier, uno en cada esquina, y un trozo de cuerda atado a uno de ellos que estaba manchado de sangre. Palpó la cuerda con los dedos y la notó mojada. Una esquirla le arañó el pulgar: pellizcó las fibras con las uñas para extraerla y examinarla a la luz de la linterna. Cuando supo lo que tenía en la mano sintió el amargo sabor de la bilis en la garganta.

—¡Eh! —gritó Fierro—. ¡Gómez! ¿Subes ya o qué?

—¡Llama a la científica! —dijo Will en tono perentorio.

—Pero ¿qué…?

Will miró el trozo de diente que tenía en la mano.

—¡Hay otra víctima!