SARA LINTON SE RECOSTÓ EN SU SILLA, murmurando con voz suave por el móvil: «Sí, mamá». Se preguntó si algún día eso volvería a parecerle normal, si volvería a sentir la misma alegría de antes al recibir una llamada de su madre, en lugar de ese dolor intenso que sentía ahora.
—Cariño —dijo Cathy con dulzura—, no pasa nada. Te estás cuidando y eso es todo lo que papá y yo necesitamos saber.
Sara notó que las lágrimas le escocían en los ojos. No era ni mucho menos la primera vez que lloraba en la sala de médicos del hospital Grady, pero estaba harta de hacerlo; harta de sentir, en realidad. ¿No era precisamente por eso por lo que se había trasladado a Atlanta dos años antes, dejando atrás la vida rural y a su familia, para no tener que recordar constantemente todo lo que había vivido?
—Prométeme que irás a la iglesia la semana que viene.
Sara murmuró algo que podía sonar como una promesa. Su madre no era tonta, y ambas sabían que era muy poco probable que Sara acudiera a misa aquel domingo de Pascua, pero Cathy no insistió.
Miró la pila de expedientes que tenía delante. Estaba terminando su turno y aún tenía que redactar los informes.
—Mamá, perdona, pero tengo que irme.
Cathy la obligó a prometer que volvería a llamar la semana siguiente antes de colgar. Sara se quedó unos minutos con el móvil en la mano, mirando el número en la pantalla hasta que empezó a desvanecerse; a continuación marcó el siete y el cinco con el pulgar, pero no pulsó la tecla de llamada. Dejó caer el teléfono en el bolsillo y la carta rozó el dorso de su mano.
La Carta. Pensaba en ella como si tuviera entidad propia.
Sara miraba el buzón al volver a casa para no ir cargando con las cartas de un lado a otro, pero una mañana, sin saber muy bien por qué, lo miró al salir. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al ver el nombre del remitente escrito en el blanco sobre. Guardó la carta sin abrir en el bolsillo de su bata de médico, con la idea de leerla a la hora de la comida. Pero pasó la hora de comer y siguió sin abrirla, y tampoco lo hizo al llegar a casa, ni al día siguiente. Fueron pasando los meses y la carta iba con Sara a todas partes, unas veces en su bata, otras en el bolso de la compra. Se había convertido en una especie de talismán, y de vez en cuando metía la mano en el bolsillo para tocarla, sólo para asegurarse de que seguía estando allí.
Con el tiempo, las esquinas del sobre se doblaron y el matasellos del condado de Grant empezó a difuminarse. Y cuanto más tiempo pasaba, más se resistía Sara a abrir la carta y descubrir qué podía tener que decirle la esposa del hombre que mató a su marido.
—¿Doctora Linton? —preguntó al llamar a la puerta Mary Schroder, una de las enfermeras—. Tenemos a una mujer que ha ingresado inconsciente, treinta y tres años, pulso filiforme, parece muy débil.
Sara miró las gráficas y a continuación, el reloj. El diagnóstico de una mujer de treinta y tres años con ese cuadro le llevaría un buen rato. Ya eran casi las siete y le quedaban sólo diez minutos para acabar el turno.
—¿No puede encargarse Krakauer?
—Ya la ha examinado. Ha pedido una analítica completa y se ha ido a tomar un café con la rubia de turno —replicó Mary, visiblemente irritada por esto último—. La paciente es policía.
Mary estaba casada con un policía, cosa que no era de extrañar teniendo en cuenta que llevaba casi veinte años en el servicio de urgencias del Grady. Pero aunque no fuese así, existe una ley no escrita según la cual, en cualquier hospital del mundo, los agentes de la ley reciben siempre la mejor atención y de forma inmediata. Por lo visto Otto Krakauer no conocía dicha ley.
Sara no tuvo más remedio que ceder.
—¿Cuánto tiempo ha estado inconsciente?
—Según ella, un minuto —respondió Mary meneando la cabeza; sabía que, en lo referente a su propia salud, el testimonio de los pacientes solía ser poco fiable—. Parece bastante desorientada.
Esta última frase fue la que hizo que Sara se levantara de la silla. El del Grady era el único servicio de urgencias de Nivel 1 de toda la región, además de uno de los pocos hospitales públicos que quedaban en Georgia. Las enfermeras atendían a diario a víctimas de accidentes de tráfico, tiroteos, apuñalamientos, sobredosis y toda clase de tragedias. Tenían una especie de sexto sentido para detectar a simple vista los casos más graves. Y, desde luego, un policía no ingresaba en un hospital a menos que estuviera a las puertas de la muerte.
Sara hojeó el historial de la mujer mientras atravesaba el servicio de urgencias. Otto Krakauer se había limitado a recopilar los datos para el historial y a pedir los análisis de sangre de rutina, pero aquello no le permitía aventurar ningún diagnóstico. Por lo demás, Faith Mitchell era una mujer de treinta y tres años perfectamente sana, sin enfermedades ni traumatismos previos al ingreso. Con un poco de suerte, los resultados de los análisis le darían más pistas.
Sara se tropezó con una cama en el pasillo y murmuró una disculpa. Como siempre, estaban al completo y había pacientes por los pasillos, unos en camas, otros en sillas de ruedas, pero todos con peor aspecto del que seguramente tenían cuando llegaron. Probablemente la mayoría no podían permitirse perder el sueldo de un día y habían venido al hospital al terminar su jornada laboral. Algunos la llamaron al ver su bata blanca, pero Sara los ignoró y siguió estudiando la historia.
—Enseguida la alcanzo. Está en la tres —dijo Mary, antes de dejarse arrastrar por una anciana que esperaba en una camilla.
Sara dio unos golpes en la puerta abierta de la consulta número tres; otro privilegio más de los policías: la privacidad. Una mujer rubia y muy menuda estaba sentada en el borde de la cama, completamente vestida y visiblemente enfadada. Mary era muy buena en su trabajo, pero hasta un ciego se habría dado cuenta de que Faith Mitchell no se encontraba nada bien. Estaba tan pálida como las sábanas de la cama, y aun a esa distancia su piel parecía fría y húmeda.
El hombre que la acompañaba no ayudaba mucho, paseando de un lado a otro de la habitación. Era atractivo, con el cabello dorado cortado al uno, y debía de medir más de un metro ochenta. Tenía una cicatriz en la mandíbula, seguramente recuerdo de algún accidente de la infancia, con la bicicleta o jugando al béisbol. Era delgado y fibroso, probablemente practicaba el atletismo y su terno delataba el torso musculoso de quien pasa muchas horas en el gimnasio.
El hombre se detuvo y miró alternativamente a Sara y a su compañera.
—¿Y el otro médico?
—Ha tenido que atender una urgencia —dijo Sara, dirigiéndose hacia el lavabo para lavarse las manos—. Soy la doctora Linton. ¿Le importaría ponerme brevemente al corriente? ¿Qué le ha pasado?
—Se desmayó —dijo el hombre, jugando nervioso con la alianza. Debió de pensar que parecía histérico, así que moderó un poco el tono—. No le había pasado nunca.
El nerviosismo de su compañero exasperaba aún más a Faith Mitchell.
—Estoy bien —insistió. Y dirigiéndose a Sara—: Ya se lo he dicho al otro médico. Estoy destemplada, como si hubiera pillado un catarro. Eso es todo.
Sara le cogió la muñeca para tomarle el pulso.
—¿Qué tal se encuentra ahora?
Faith miró a su acompañante.
—De los nervios.
Sara sonrió. Observó los ojos de Faith con la linterna, luego la garganta y realizó todo el examen físico de rutina, pero no encontró ninguna anomalía. Estaba de acuerdo con la evaluación preliminar de Krakauer: lo más probable era que estuviera un poco deshidratada. El corazón sonaba bien y no parecía haber sufrido ningún tipo de crisis.
—¿Se golpeó la cabeza al caer?
Faith iba a responder cuando el hombre la interrumpió.
—Fue en el aparcamiento. Se dio un golpe contra el asfalto.
Sara preguntó a Faith.
—¿Ha tenido algún otro síntoma?
—Alguna que otra jaqueca. —Parecía estar ocultando algo, pese a que a continuación añadió—: La verdad es que llevo todo el día prácticamente en ayunas. Esta mañana me he levantado con el estómago un poco revuelto. Y ayer también.
Sara abrió uno de los cajones para coger un martillo y comprobar sus reflejos, pero no vio nada anormal.
—¿Ha ganado o perdido peso últimamente?
—No —dijo Faith.
—Sí —respondió él al mismo tiempo. Con aire compungido, intentó arreglarlo—. A mí me parece que te sienta muy bien.
Faith aspiró hondo y luego exhaló lentamente el aire. Sara estudió al hombre de nuevo, y pensó que debía de ser economista o abogado. Tenía la cabeza vuelta hacia la paciente, y Sara detectó una segunda cicatriz, menos marcada, que bordeaba su labio superior y que obviamente no se trataba de una incisión quirúrgica. No se la habían cosido con demasiado cuidado, y el extremo que ascendía hasta la nariz tenía un aspecto algo irregular. Probablemente fue boxeador en la universidad, o quizá simplemente se había golpeado la cabeza muchas veces, porque era obvio que no sabía que la única manera de salir de un hoyo es dejar de cavar.
—Faith, yo creo que esos kilos de más te sientan de maravilla. Tú puedes permitirte…
Ella lo fulminó con la mirada.
—Muy bien —dijo Sara, abriendo el historial para hacer unas anotaciones—. Le vamos a hacer una radiografía de cráneo, y también me gustaría realizar algunas pruebas más. Pero no se preocupe, con las muestras de sangre que le hemos extraído bastará; no más agujas de momento. —Anotó un par de cosas y marcó varias casillas antes de alzar la vista para mirar a Faith—. Le prometo que tardaremos lo menos posible, aunque ya habrá visto que hoy estamos saturados. Tendremos que esperar al menos una hora para las radiografías. Intentaré meterles prisa, pero quizá quieran bajar a comprar un libro o una revista para entretener la espera.
Faith no respondió, pero algo en la expresión de su cara había cambiado. Miró a su acompañante y luego a Sara.
—¿Necesita que le firme eso? —preguntó, señalando el historial.
No había nada que firmar, pero Sara le pasó el documento de todos modos. Faith escribió algo en el margen inferior y se lo devolvió. Había escrito: «Estoy embarazada».
Sara asintió y tachó el volante de la radiografía. Evidentemente, Faith aún no se lo había comunicado al hombre, pero ahora mismo tenía otras preguntas que hacerle y no podía formularlas sin levantar la liebre.
—¿Cuándo le hicieron la última citología?
Faith lo entendió a la primera.
—El año pasado.
—Pues vamos a aprovechar ahora que está aquí —dijo, y dirigiéndose al hombre—. ¿Le importa esperar fuera?
—Oh —replicó él, algo sorprendido—, claro. Estaré en la sala de espera si me necesitas.
—Vale —dijo Faith, que se quedó mirándole mientras se marchaba y se relajó visiblemente cuando cerró la puerta. Luego le preguntó a Sara—. ¿Le importa si me tumbo?
—Claro que no.
La ayudó a acomodarse en la cama, pensando que Faith aparentaba menos de treinta y tres años. Tenía la actitud propia de un policía, esa especie de firmeza en los hombros que parecía advertir «nada de tonterías». Ella y su marido abogado hacían una pareja extraña, pero Sara había conocido a parejas mucho más extrañas que ésa.
—¿De cuánto está? —le preguntó.
—Unas nueve semanas.
Sara lo anotó y continuó preguntando.
—¿Ha hecho el cálculo usted misma o la ha visto ya el ginecólogo?
—Compré un test en la farmacia. —Enseguida se corrigió—. Bueno, en realidad me he hecho tres. Soy muy regular.
Sara añadió un test de embarazo al resto de pruebas.
—¿Y cuánto peso ha ganado?
—Casi dos kilos y medio —admitió Faith—. Desde que me enteré no he parado de comer como una loca.
Según la experiencia de Sara, si confesaba dos kilos y medio de más probablemente habría engordado cinco.
—¿Tiene usted más hijos?
—Uno… Jeremy… Dieciocho.
Sara lo anotó en su expediente y murmuró:
—Uy, la compadezco. Los niños a los dos años se ponen insoportables.
—Será más bien a los veinte. Jeremy tiene dieciocho años.
Desconcertada, Sara se puso a hojear el historial de Faith.
—Le ahorraré la cuenta —dijo Faith—. Me quedé embarazada con catorce años. Tenía quince cuando di a luz a Jeremy.
Resultaba difícil sorprender a Sara a esas alturas, pero Faith Mitchell lo había conseguido.
—¿Tuvo algún problema en su primer embarazo?
—¿Quiere decir aparte de convertirme en la candidata perfecta para protagonizar uno de esos dramones adolescentes para la televisión? —Faith meneó la cabeza—. No, ningún problema.
—Muy bien —replicó Sara, cerrando el historial para centrar su atención en Faith—. Cuénteme qué ha pasado esta noche.
—Iba a coger el coche y de pronto sentí que me mareaba. Lo siguiente que recuerdo es a Will conduciendo para traerme aquí.
—¿Cuando dice que se mareó se refiere a que todo le daba vueltas, o simplemente sintió que se desvanecía?
Faith se quedó pensando un momento antes de contestar.
—Más bien sentí que me desvanecía.
—¿Vio usted luces o notó un sabor extraño en la boca?
—No.
—¿Will es su marido?
Faith estalló en una risotada.
—Dios santo, no. Will es mi compañero… Will Trent.
—¿Sigue aquí el detective Trent? Me gustaría hablar con él.
—En realidad es agente especial. Y ya ha hablado usted con él. Acaba de salir de la habitación.
Sara tuvo la impresión de que se había perdido algo.
—¿El hombre que venía con usted es policía?
Faith se echó a reír otra vez.
—Es por el traje. No es usted la primera persona que lo toma por un enterrador.
—La verdad es que creí que era abogado —admitió Sara, pensando que en su vida había conocido a nadie con menos aspecto de policía.
—Tendré que decirle que lo ha confundido usted con un abogado, seguro que se siente muy complacido.
Sara reparó de repente en que Faith no llevaba alianza.
—Así que el padre es…
—No forma parte de mi vida —Faith lo reconoció sin el menor sonrojo, aunque Sara imaginó que habiéndose quedado embarazada con catorce años, pocas cosas podían sonrojarla ya—. Preferiría que Will no supiera nada de esto, es muy…
La mujer no terminó la frase. Cerró los ojos y apretó los labios. Su frente brillaba como si estuviera rompiendo a sudar.
Sara le cogió la muñeca para tomarle el pulso de nuevo.
—¿Qué pasa?
Faith apretó las mandíbulas, pero no respondió.
A Sara le habían vomitado encima demasiadas veces como para no reconocer las señales. Fue hacia la pila para empapar una toallita de papel.
—Aspire hondo y espire poco a poco.
Faith obedeció con los labios temblorosos.
—¿Tiene usted cambios de humor últimamente?
Pese al malestar, Faith respondió con cierta ironía.
—¿Quiere decir más de los habituales? —De pronto se llevó la mano al estómago y se puso seria otra vez—. Sí. Estoy nerviosa, irritable. —Tragó saliva—. Tengo como un zumbido en la cabeza, como si tuviera el cerebro lleno de abejas.
Sara le presionó la frente con la toallita húmeda.
—¿Ha tenido náuseas?
—Por las mañanas, sí —respondió Faith con dificultad—. Imaginé que era cosa del embarazo, pero…
—¿Y qué me dice de esas jaquecas?
—Son bastante fuertes, y casi siempre me dan a primera hora de la tarde.
—¿Se ha fijado en si tiene más sed de lo habitual? ¿Orina mucho?
—Sí. No. No lo sé. —Haciendo un esfuerzo, logró abrir los ojos y preguntó—: ¿Qué es lo que tengo? ¿Es gripe, un tumor cerebral, o qué?
Sara se sentó en el borde de la cama y le cogió la mano.
—Oh, Dios, ¿tan malo es? Los médicos y los policías sólo se sientan cuando tienen que dar malas noticias.
Sara se preguntó cómo era que nunca se había fijado en eso. Creía que después de tantos años con Jeffrey Tolliver conocía todos sus tics, pero por lo visto había pasado por alto ése.
—Estuve casada quince años con un policía. Y no me había dado cuenta de eso, pero tiene usted razón… Mi marido siempre se sentaba cuando traía malas noticias.
—Yo soy policía desde hace quince años —replicó Faith—. ¿Le puso los cuernos, o se convirtió en un alcohólico?
Sara sintió un nudo en la garganta.
—Lo mataron hace tres años y medio.
—Oh, no —exclamó Faith, y se llevó la mano al pecho—. Lo siento mucho.
—No importa —dijo Sara, preguntándose por qué le habría contado a aquella mujer algo tan personal. Se había pasado los últimos años evitando hablar de Jeffrey y, de repente, se ponía a contarle cosas a una desconocida. Para quitarle hierro al asunto, añadió—: Pero acierta usted. Además, me puso los cuernos.
Era cierto, al menos la primera vez que se casó con él.
—Lo siento mucho —repitió Faith—. ¿Murió en acto de servicio?
Sara no quería responder a esa pregunta. De repente sintió náuseas, probablemente igual que Faith antes de perder el conocimiento. Ésta se dio cuenta.
—No tiene por qué…
—Gracias.
—Espero que cogieran a ese hijo de puta.
Sara metió la mano en el bolsillo y envolvió el sobre con los dedos. Ésa era la pregunta que todos le hacían: «¿Lo cogieron? ¿Pillaron al hijo de puta que mató a tu marido?». Como si eso importara. Como si la detención del asesino de Jeffrey pudiera aliviar en modo alguno el dolor que le había causado su muerte.
Afortunadamente, Mary entró en la habitación en ese mismo momento.
—Perdón —se disculpó la enfermera—. Los hijos de esa anciana la han dejado aquí tirada. He tenido que llamar a los servicios sociales. —Le pasó un papel a Sara—. Los resultados de la analítica.
La doctora frunció el ceño al leer los resultados.
—¿Llevas encima el glucómetro?
Mary metió la mano en el bolsillo y le pasó el medidor de glucosa. Sara limpió la yema del dedo de Faith con un poco de alcohol. La analítica estaba perfectamente, pero el Grady era un hospital muy grande y no sería la primera vez que confundían las muestras de sangre.
—¿Cuándo comió por última vez? —le preguntó.
—Hemos estado todo el día en el juzgado. ¡Dios! —murmuró al notar el pinchazo, y continuó—: A eso de las doce me comí un bollito bastante pringoso que Will sacó de la máquina.
Sara insistió.
—Me refiero a su última comida «de verdad».
—Anoche, a eso de las ocho.
Por la expresión de culpa en la cara de Faith, Sara imaginó que había tirado de comida rápida.
—¿Ha tomado café está mañana?
—Sólo media taza. Ni siquiera podía soportar el olor.
—¿Con leche y azúcar?
—Solo. Normalmente desayuno bastante bien: yogur, algo de fruta. Siempre lo hago cuando vuelvo de correr. ¿Hay algún problema con mis niveles de azúcar?
—Ahora lo veremos —le dijo Sara, presionándole el dedo para que la sangre impregnara la tira.
Mary alzó una ceja, como preguntando si quería apostar a ver qué salía. Sara meneó la cabeza: nada de apuestas. Mary insistió y usó los dedos para indicarle uno-cinco-cero.
—Creía que el test se hacía al final —dijo Faith, con voz insegura—, después de beber esa cosa azucarada.
—¿Ha tenido problemas con los niveles de azúcar alguna vez? ¿Hay antecedentes de diabetes en su familia?
—No y no, que yo sepa.
El glucómetro emitió un pitido y acto seguido apareció en la pantalla el 152.
Mary silbó, sorprendida de lo mucho que se había acercado. En una ocasión, Sara le había preguntado por qué no estudió medicina, a lo que le respondió que las enfermeras eran las que realmente sabían de medicina.
—Tiene usted diabetes —le dijo Sara a Faith.
Faith vaciló un momento antes de preguntar:
—¿Qué?
—Yo diría que seguramente hace ya un tiempo que es usted prediabética. Tiene el colesterol y los triglicéridos muy altos. Y la tensión también está un poco alta. El embarazo y esos kilos que ha cogido de repente (cinco kilos es mucho para nueve semanas de embarazo), sumados a los malos hábitos dietéticos, han sido la gota que ha colmado el vaso.
—Pero en mi primer embarazo todo fue perfectamente.
—Entonces era usted muy joven. —Sara le dio una gasa para detener la sangre—. Quiero que vaya a ver a su médico mañana a primera hora. Tenemos que asegurarnos de no pasar por alto ninguna otra cosa. Mientras tanto, procure controlar sus niveles de azúcar. De lo contrario, desmayarse en un aparcamiento no es lo peor que le podría suceder.
—¿Y no será simplemente…? Últimamente no estoy comiendo como Dios manda, en eso tiene razón, y…
Sara cortó en seco sus divagaciones.
—Cualquier cifra por encima de 140 se considera síntoma indiscutible de diabetes. De hecho, en el primer análisis la cifra no era tan alta.
Faith se tomó un tiempo para asimilar la información.
—¿Y es crónica?
Era un endocrino quien debía responder a esa pregunta.
—Tendrá que hablar con su médico para que le siga haciendo pruebas.
No obstante, en su opinión, y según su experiencia, el pronóstico de Faith no era muy alentador. Siempre podía ser gestacional, pero no le parecía el caso.
Sara miró su reloj.
—Yo la dejaría esta noche en observación, pero para cuando terminemos de hacer el ingreso y de buscarle una habitación, su médico ya estará pasando consulta. De todos modos, algo me dice que usted no quiere quedarse aquí. —Había pasado suficiente tiempo entre policías como para saber que, a la menor oportunidad, Faith saldría pitando del hospital. Continuó hablando—: Tiene que prometerme que llamará a su médico a primera hora… y a primera hora quiere decir exactamente eso. Una de nuestras enfermeras le enseñará cómo utilizar el glucómetro y cuándo debe usted inyectarse, pero mañana mismo tiene que ver a su médico.
—¿Tendré que pincharme yo misma? —preguntó, bastante alarmada.
—La medicación oral está contraindicada durante el embarazo. Precisamente por eso debe usted ver a su doctor cuanto antes. Hay mucho de ensayo y error en esto. Su peso y sus niveles hormonales sufrirán cambios a lo largo del embarazo. Su médico será su mejor amigo durante los próximos ocho meses, al menos.
Faith parecía avergonzada.
—La verdad es que no tengo médico de cabecera.
Sara sacó su cuadernillo de recetas y escribió el nombre de la doctora con la que había hecho las prácticas.
—Delia Wallace pasa consulta en las afueras de Emory. Tiene una doble especialidad en ginecología y endocrinología. La llamaré esta noche para que le hagan un hueco mañana.
Faith no parecía muy convencida.
—¿Cómo es posible que me haya pasado esto así, de repente? Sé que he cogido algunos kilos, pero no estoy gorda.
—No es necesario que esté gorda —le explicó Sara—. Ahora es usted mayor. El embarazo afecta a su sistema hormonal y a su capacidad para producir insulina. Además, últimamente no ha comido usted bien. Todos estos factores han precipitado la aparición de la enfermedad.
—Es por culpa de Will —masculló Sara—. Come como si tuviera doce años. Donuts, pizza, hamburguesas. Siempre que para en una gasolinera tiene que comprar unos nachos o un perrito caliente.
Sara volvió a sentarse en el borde de la cama.
—Faith, esto no es el fin del mundo. Está usted en buena forma. Y tiene un buen seguro médico. Se las arreglará perfectamente.
—Pero ¿y si…? —Faith se puso pálida y bajó la mirada—. ¿Y si no estuviera embarazada?
—No estamos hablando de una diabetes gestacional, sino de una diabetes en toda regla, de tipo dos. Un aborto no haría que desapareciera como por arte de magia. Mire, probablemente hace tiempo que empezó a desarrollarla; el embarazo simplemente ha hecho que se le declare antes. Al principio será todo un poco más complicado, pero nada más.
—Yo sólo… —Faith no parecía capaz de terminar una sola frase.
Sara le dio unos golpecitos en la mano y se puso en pie.
—La doctora Wallace es una excelente profesional. Y sé que trabaja con el seguro médico municipal.
—Estatal —la corrigió Faith—. Pertenezco al DIG.
Sara imaginó que el seguro del Departamento de Investigación de Georgia sería muy parecido, pero aceptó la corrección. Era evidente que a Faith le estaba costando asimilar la noticia, y ella no se lo había puesto precisamente fácil. Pero lo hecho, hecho está. Le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo:
—Mary le pondrá una inyección. Se sentirá usted mejor enseguida. —Se dispuso a marcharse, no sin antes recordarle—: Hablaba en serio con lo de la doctora Wallace. Quiero que llame a su consulta mañana a primera hora, y tiene que dejar de alimentarse a base de bollitos pringosos. Una dieta baja en hidratos, sin grasas, y cinco comidas sanas al día, ¿estamos?
Faith asintió, un poco aturdida aún, y Sara salió de la habitación sintiéndose como una bruja. Sin duda, en los últimos años había perdido la costumbre de tratar a los pacientes, pero esta vez había sido especialmente torpe. ¿No era precisamente el anonimato lo que la había llevado a aceptar ese puesto en el Grady? Excepto por algunos vagabundos y prostitutas, raras veces veía al mismo enfermo dos veces. Eso era lo que realmente le atraía de aquel trabajo, que no tenía ocasión de involucrarse personalmente con los pacientes. En ese punto de su vida no quería establecer vínculos con nadie. Cada caso era una oportunidad para empezar de nuevo. Si tenía suerte —y si Faith se cuidaba un poco—, probablemente nunca volvería a verla.
En lugar de ir hacia la sala de médicos para terminar sus informes, Sara pasó por el puesto de enfermeras, atravesó la puerta de doble hoja, la sala de espera abarrotada de gente y, por fin, salió a la calle.
Había un par de terapeutas cardiorrespiratorios fumando un cigarrillo junto a la salida, así que Sara siguió caminando hacia la parte trasera del edificio. Se sentía culpable por no haber sabido comunicarle la noticia a Faith Mitchell como es debido, y buscó el número de Delia Wallace en su móvil antes de que se le olvidara. Dejó un mensaje en el contestador exponiéndole brevemente el caso de Faith y, al colgar, se sintió más tranquila.
Se había encontrado con Delia Wallace hacía un par de meses, cuando vino a visitar a uno de sus pacientes ricos, ingresado en el Grady tras un grave accidente de tráfico. Delia y Sara se habían graduado juntas en la facultad de medicina de Emory, y fueron las únicas mujeres incluidas en el cinco por ciento de los estudiantes que obtuvieron las mejores calificaciones. En aquella época existía una ley no escrita según la cual las mujeres que terminaban medicina sólo tenían dos opciones: ginecología o pediatría. Delia se había inclinado por la primera, Sara por la segunda. A ambas les faltaba un año para cumplir los cuarenta. Delia parecía tenerlo todo; Sara la sensación de que no tenía nada.
La mayoría de los médicos —incluida Sara— eran arrogantes en mayor o menor medida, pero Delia siempre había sabido venderse muy bien. Mientras tomaban café en la sala común, Delia la había puesto al corriente de su vida: tenía una próspera consulta con dos despachos, un marido bróker y tres niños que sobresalían en casi todo. Le había enseñado a Sara algunas fotos, y parecían la familia perfecta, como sacados de un catálogo de Ralph Lauren.
Sara no le había contado nada de lo que había hecho al acabar la carrera; no le había dicho que regresó al condado de Grant, a su casa, para trabajar como pediatra rural. No le habló de Jeffrey, ni de por qué se había mudado a Atlanta o por qué trabajaba en el Grady cuando podía haber abierto su propia consulta y tener una vida más o menos normal. Se había limitado a encogerse de hombros y a decir: «Al final acabé volviendo aquí», y Delia la había mirado con una mezcla de decepción y solidaridad. Ambas emociones tenían que ver con el hecho de que Sara siempre había ido por delante de Delia en Emory.
Se metió las manos en los bolsillos y tiró de su fino abrigo hacia adelante para protegerse del intenso frío. Sintió la carta contra el dorso de su mano al pasar por la entrada de ambulancias. Se había presentado voluntaria para hacer un turno extra esa misma mañana, y había trabajado dieciséis horas seguidas para poder tomarse el día siguiente libre. El frío de la noche le hizo reparar en que estaba agotada, y se quedó allí, con las manos metidas en los bolsillos, inspirando con deleite aquel aire frío y relativamente limpio. Podía distinguir el olor de la lluvia entre el tufo de los coches y el de lo que fuera que hubiera en el contenedor. Quizá esa noche lograra dormir. Siempre dormía mejor cuando llovía.
Miró los coches que pasaban por la Interestatal. Ya casi había pasado la hora punta; hombres y mujeres regresaban a casa con su familia después del trabajo. Sara estaba en lo que se conocía como la «curva del Grady», la que los reporteros utilizaban como referencia cuando tenían que hablar de retenciones en la desviación que pasaba por el centro de Atlanta. La carretera estaba iluminada por las rojas luces de freno esa noche, pues una grúa estaba retirando un todoterreno del arcén de la izquierda. Había coches de policía bloqueando la zona, con las sirenas encendidas iluminando la oscuridad con su fantasmagórica luz. Aquello le recordó la noche en que murió Jeffrey: la policía irrumpiendo en la escena del crimen, los de la estatal poniéndose al mando y varias docenas de hombres vestidos con trajes blancos peinando la zona para recoger las pruebas.
—¿Sara?
Se volvió. Mary estaba en la puerta y le hacía señas para que volviera al hospital.
—¡Deprisa, ven!
Sara corrió hacia la puerta mientras la enfermera le iba enumerando datos.
—AT, accidente de tráfico de un solo vehículo y un peatón. Krakauer está con el conductor, que presenta posible infarto de miocardio, y su acompañante. Tú te ocupas de la mujer atropellada: fractura abierta en brazo y pierna derechos, pérdida de consciencia en el lugar del accidente. Posible agresión sexual y tortura. Un TES, técnico de emergencias sanitarias, pasaba por allí e hizo lo que pudo, pero está muy mal.
Sara pensó que la había entendido mal.
—¿Fue violada y atropellada?
Mary no se lo aclaró y se limitó a apretarle el brazo muy fuerte mientras corrían por el pasillo. La puerta de la sala de urgencias estaba abierta. Sara vio la camilla y a tres médicos en torno a ella. Todos los allí presentes eran hombres, incluido Will Trent, que estaba inclinado sobre la mujer.
—¿Puede decirme su nombre? —le preguntaba.
Sara no dejó de correr hasta que estuvo al pie de la camilla, y la mano de Mary seguía agarrándole el brazo. La paciente estaba tumbada sobre un costado, en posición fetal. Su cuerpo iba sujeto a la camilla con esparadrapo, y le habían puesto sendas férulas neumáticas en el brazo y la pierna derechos. Estaba despierta, le castañeteaban los dientes y murmuraba algo que resultaba ininteligible. Tenía una chaqueta doblada bajo la cabeza, y un collarín alrededor del cuello. Un lado de su cara estaba cubierto por una costra de sangre y suciedad; un trozo de cinta aislante colgaba de su mejilla y se pegaba a su oscuro cabello. Tenía la boca abierta y los labios cortados y llenos de sangre. Habían retirado la sábana que la cubría, dejando al descubierto un corte en el costado, a la altura de uno de sus pechos; era tan profundo que se podía distinguir perfectamente la amarilla capa de grasa.
—Señora —preguntó Will—, ¿sabe dónde está?
—Apártese —le ordenó Sara, empujándole con más fuerza de la que pretendía.
Will Trent perdió momentáneamente el equilibrio y se tambaleó. Sara continuó a lo suyo. Había visto la pequeña grabadora digital que tenía en la mano y no le gustaba nada lo que estaba haciendo. Se puso unos guantes mientras se arrodillaba y hablaba a la paciente.
—Soy la doctora Linton. Está usted en el hospital Grady. No se preocupe, la vamos a cuidar muy bien.
—Ayúdeme… Ayúdeme… —repetía la mujer, y su cuerpo temblaba con tal violencia que hacía traquetear la estructura metálica de la camilla. Miraba fijamente al frente, pero sin enfocar. Estaba demacrada y tenía la piel descamada y seca—. Ayúdeme…
Sara le apartó el cabello de la cara con la mayor delicadeza que pudo.
—Hay muchos médicos aquí y todos vamos a ayudarla. Usted quédese conmigo, ¿de acuerdo? Ahora ya está a salvo.
Se puso de pie y apoyó la mano sobre el hombro de la mujer para que supiera que no estaba sola. Dos enfermeras más se habían incorporado al equipo y esperaban instrucciones.
—Que alguien me ponga al día.
Se dirigió a los técnicos de emergencias, pero fue el hombre que estaba al otro lado de la camilla el que empezó a hablar, recitando a toda velocidad las constantes vitales de la paciente y los primeros auxilios que habían realizado por el camino. El hombre iba vestido de calle y sus ropas estaban manchadas de sangre; debía de ser el TES que la había socorrido en el lugar del accidente.
—Herida penetrante entre las costillas once y doce. Fracturas abiertas en brazo y pierna derechos. Contusión en la cabeza. Estaba inconsciente cuando llegamos, pero recuperó la conciencia cuando empecé a atenderla. No pudimos tumbarla de espaldas —explicó con creciente pánico—; no dejaba de gritar. Teníamos que meterla en la ambulancia, así que la inmovilizamos con esparadrapo. No sé por qué no… No sé qué…
El hombre intentaba contener las lágrimas. Su angustia era contagiosa. El aire de la sala estaba cargado de adrenalina; no era de extrañar, teniendo en cuenta el estado de la víctima. Sara tuvo también un momento de pánico, le costaba asimilar los terribles daños que había sufrido aquel cuerpo, las múltiples heridas, los evidentes signos de tortura. Más de uno en aquella sala tenía los ojos llenos de lágrimas. Intentó serenarse para rebajar la histeria a un nivel más asumible.
—Muchas gracias, caballeros. Han hecho ustedes cuanto han podido para traerla viva hasta aquí, pero ahora es mejor que despejemos un poco la sala para poder atenderla como es debido —dijo para despedir a los TES. A continuación, dirigiéndose a Mary—: Ponle suero intravenoso y prepara una vía central, por si acaso. —Y a otras dos enfermeras—: Trae un aparato de rayos, pide un TAC y llama al cirujano de guardia. Haz una gasometría, prueba de tóxicos, análisis metabólico completo, CSC y panel de coagulación.
Con mucho cuidado Sara auscultó a la mujer, tratando de ignorar las quemaduras y los cortes en forma de cruz. Escuchó los pulmones de la paciente, percibiendo el marcado relieve de las costillas bajo sus dedos. La respiración era regular, pero no tan fuerte como a Sara le hubiese gustado, probablemente a causa de la alta dosis de morfina que le habían puesto en la ambulancia. El pánico suele difuminar la frontera entre lo que ayuda y lo que estorba.
Se arrodilló de nuevo. Los ojos de la mujer seguían abiertos y le castañeteaban los dientes.
—Si le cuesta respirar, dígamelo y la ayudaré inmediatamente, ¿de acuerdo? ¿Cree que podrá hacerlo? —La mujer no respondió, pero Sara continuó hablándole de todas formas, explicándole paso a paso lo que iba haciendo y por qué—. Estoy comprobando sus vías respiratorias, quiero asegurarme de que respire bien. —Le abrió la boca con suavidad.
La mujer tenía los dientes de color rosado, lo que indicaba que tenía alguna herida abierta en la boca, pero Sara imaginó que se habría mordido la lengua. Su rostro estaba lleno de arañazos, como si le hubieran dado un zarpazo. Pensó que quizá tuviera que intubarla e inmovilizarla, por lo que ésta sería su última oportunidad de hablar.
Ésa era la razón de que Will Trent no quisiera marcharse. Le había preguntado a la víctima cómo estaba para sentar las bases para una declaración in articulo mortis. La víctima tenía que ser consciente de que se estaba muriendo para que su declaración fuera admitida como prueba ante un tribunal. Incluso ahora, Trent seguía allí, apoyado contra la pared, observándolo todo por si tenía que declarar en el juicio.
—Señora, ¿puede decirme cómo se llama? —le preguntó Sara. Al ver que la mujer movía los labios esperó unos segundos, pero de su boca no salía ningún sonido—. Empecemos con algo más fácil. Dígame sólo cuál es su nombre de pila, ¿de acuerdo?
—Aa… Aa…
—¿Anne?
—Na… Na…
—¿Anna?
La mujer cerró los ojos y asintió levemente con la cabeza. Su respiración se había acelerado a consecuencia del esfuerzo.
—Y ahora su apellido —la animó Sara.
La mujer no respondió.
—Muy bien, Anna. Lo está haciendo muy bien. Quédese conmigo —dijo Sara mirando a Will Trent, que se lo agradeció con un gesto de la cabeza.
Volvió a centrarse en su paciente; examinó sus pupilas y le palpó el cráneo para ver si había alguna fractura.
—Tiene sangre en los oídos, Anna. Se ha dado un golpe muy fuerte en la cabeza. —Cogió una torunda húmeda y limpió la sangre seca de su rostro—. Sé que sigue usted ahí, Anna. Aguante un poco más, quédese conmigo.
Con mucho cuidado, Sara pasó los dedos por el cuello y el hombro y notó que la clavícula se movía. Siguió examinando la parte inferior de los hombros por delante y por detrás, y continuó con las vértebras. La mujer presentaba signos evidentes de desnutrición; sus huesos sobresalían de tal manera que prácticamente se le veía el esqueleto entero. La piel estaba desgarrada, como si le hubieran clavado anzuelos o ganchos y se los hubieran arrancado después. Tenía cortes superficiales por todo el cuerpo, y la larga y profunda incisión en el pecho seguía oliendo a infección; llevaba así varios días.
—La vía ya está lista y le he abierto del todo la llave del salino —dijo Mary.
Sara se volvió hacia Will Trent.
—¿Ve el directorio que hay junto al teléfono? —Él asintió—. Llame a Phil Sanderson. Dígale que le necesitamos aquí abajo de inmediato.
Will vaciló un momento.
—Mejor voy a buscarlo.
—Será más rápido llamarle al busca. Su extensión es la 392 —dijo Mary mientras fijaba la vía con esparadrapo en el dorso de la mano. Le preguntó a Sara—: ¿Vas a pautarle más morfina?
—Vamos a terminar con el diagnóstico primero.
Intentó examinar el torso de la mujer; no quería mover el cuerpo hasta saber exactamente lo que tenía entre manos. Presentaba un agujero en el costado izquierdo, entre las costillas once y doce, lo que explicaba por qué la mujer gritó de esa manera cuando intentaron enderezarla: con el músculo y el cartílago desgarrados, el dolor debía de ser insoportable.
El TES le había puesto un torniquete y una férula neumática en la pierna y el brazo derechos. Sara retiró el vendaje estéril de la pierna, y vio que el hueso asomaba por la herida. La pelvis parecía algo inestable también. Eran heridas recientes. El coche debía de haberla golpeado por el lado derecho, doblándola por la mitad.
Sacó unas tijeras del bolsillo, cortó el esparadrapo que la sujetaba a la camilla, y le explicó:
—Anna, voy a tumbarte sobre la espalda. —Sujetó a la mujer por los hombros y el cuello, mientras Mary le sujetaba la pelvis y las piernas—. Mantendremos las piernas dobladas, pero tenemos que…
—¡No-no-no! —suplicó Anna—. ¡No, por favor! ¡No, por favor!
Sara y Mary continuaron con la maniobra, y Anna profirió tales gritos que Sara sintió escalofríos. No había oído nada tan aterrador en su vida.
—¡No! —aullaba la mujer—. ¡No! ¡Por favor! ¡Nooooo!
Empezó a sufrir violentas convulsiones. Rápidamente, Sara se inclinó sobre la camilla para sujetar a Anna y que no se cayera al suelo. La oía resoplar entre convulsión y convulsión, pues cada vez que se movía era como si le clavaran un cuchillo en el costado.
—Cinco miligramos de Ativan —ordenó, esperando poder controlar así los ataques—. Quédate conmigo, Anna. No te me vayas.
De nada sirvieron las palabras de Sara. La mujer había perdido la conciencia a consecuencia de los ataques o del mismo dolor. Un rato después de que el calmante surtiera su efecto, los músculos seguían espásticos y su cabeza y sus piernas se convulsionaban de forma sincopada.
—Aquí viene la máquina de rayos —anunció Mary, urgiendo al técnico para que entrara en la sala—. Voy a ortopedia, a buscar a Sanderson.
—Macon —se presentó el técnico de rayos.
—Sara —respondió ella—. Yo te ayudo.
El técnico le dio un delantal de plomo y luego se puso a preparar la máquina. Sara acariciaba la frente de Anna, apartándole el oscuro cabello de la cara. La mujer seguía convulsionando cuando Sara y Macon la tumbaron de espaldas, con las rodillas flexionadas para hacerle el menor daño posible. Sara se dio cuenta entonces de que Will Trent seguía en la sala.
—Tengo que pedirle que salga mientras hacemos esto.
Sara ayudó a Macon a sacar las placas; los dos se movieron lo más rápido que podían. Rezó para que la paciente no despertara y se pusiera a gritar de nuevo. Seguía oyendo aquellos alaridos, como los de un animal que hubiera caído en una trampa. Aquello bastaría para establecer que la mujer era perfectamente consciente de que iba a morir. Nadie podía gritar así a menos que hubiera perdido hasta la última esperanza.
Macon ayudó a Sara a poner a Anna de costado y, a continuación, se fue para revelar las placas. Ella se quitó los guantes, se arrodilló junto a la camilla una vez más y acarició la mejilla de Anna.
—Siento haberle empujado —le dijo a Will Trent.
Al volverse lo vio a los pies de la camilla, mirando fijamente las piernas de la víctima, las plantas de sus pies. Tenía la mandíbula apretada, pero Sara no sabía si era de espanto, de rabia o de ambas cosas a la vez.
—Los dos tenemos un trabajo que hacer —replicó Trent.
—Aun así lo siento.
Trent se inclinó y tocó suavemente la planta del pie derecho de Anna, probablemente convencido de que era lo único que podía tocar sin hacerle daño. A la doctora le sorprendió el gesto, casi tierno.
—¿Sara? —dijo Phil Sanderson desde la puerta, con sus guantes de cirujano recién lavados.
Se incorporó y, apoyando suavemente los dedos en el hombro de Anna, le dijo:
—Tenemos dos fracturas abiertas y una pelvis destrozada. Hay una profunda incisión junto a la mama derecha y una herida penetrante en el costado izquierdo. Desde el punto de vista neurológico, no sé muy bien qué decirte: las pupilas no están reactivas, pero ha hablado de forma coherente.
Phil se acercó a la paciente y comenzó a examinarla. No hizo comentario alguno sobre el estado en que se encontraba, totalmente concentrado en lo que podía arreglar: las fracturas abiertas y la pelvis destrozada.
—¿No la has intubado?
—Las vías respiratorias están despejadas.
Era evidente que Phil no estaba de acuerdo con su decisión; en realidad, a los cirujanos ortopédicos les importaba muy poco que sus pacientes pudieran hablar o no.
—Y el corazón, ¿qué tal?
—Bien. La presión arterial es normal. Está estable.
En ese momento llegó el equipo de Phil y se pusieron a preparar el traslado de la paciente. Mary volvió con las placas ya reveladas y se las dio a Sara.
—Sólo la anestesia podría matarla —advirtió Phil.
Sara colocó las placas en el panel luminoso.
—No habría llegado hasta aquí si no fuese una luchadora.
—La herida de la mama está infectada. Yo diría…
—Lo sé —interrumpió ella, poniéndose las gafas para examinar las placas.
—La herida del costado es bastante limpia. —Sanderson ordenó a su equipo que parara un momento y se inclinó para verla más de cerca—. ¿Sabes si el coche la arrastró? ¿Se cortó con alguna pieza metálica?
—Por lo que sabemos, le dieron de frente. Estaba de pie en mitad de la carretera —respondió Will Trent.
—¿Había algo en el lugar del accidente con lo que pudiera haberse hecho este corte? Es muy limpio.
Will vaciló; probablemente preguntándose si el cirujano se habría dado cuenta de lo que había pasado aquella mujer antes de ser atropellada.
—Había muchos árboles, era una zona rural. Todavía no he hablado con los testigos. El conductor tenía un fuerte dolor en el pecho.
Sara volvió a concentrarse en las placas de rayos: o no habían salido bien o estaba más cansada de lo que creía. Contó las costillas, pensando que sus ojos podían estar jugándole una mala pasada.
Will parecía haber percibido su confusión.
—¿Qué pasa?
—La undécima costilla —respondió Sara—. Se la han arrancado.
—¿Cómo arrancado?
—Sí, no se la han extirpado quirúrgicamente.
—Eso es absurdo —exclamó Phil, dirigiéndose hacia el panel para examinar la placa—. Será que…
Phil colocó la segunda placa, la antero-posterior, y luego la lateral. Se acercó un poco más, con los ojos entornados.
—¿Y dónde coño está? Una costilla no sale sola del cuerpo.
—Mira. —Sara recorrió con el dedo la línea dentada donde había estado el cartílago que antes sujetaba el hueso—. No es que falte: se la han arrancado.