Brooks aprovecha la oportunidad. La actividad sospechosa de la llamada no está lejos de su zona, unos ochocientos metros en línea recta. Está seguro de que son chavales, sea lo que sea. No pueden mantenerse fuera de las rutas para bicicleta, incluso con este tiempo. Se ha pasado todo el otoño con llamadas para parar fiestas de botellón y espantar a los gamberros con las minimotos. Brooks no sabe en qué estarían pensando los de la brigada de parques cuando decidieron hacer aquello. Es el lugar perfecto para espiar las casas ajenas si quieres cometer un delito, el camino comunica con cientos de jardines traseros. No hay posibilidad de que te vean desde la calle. Hay que saltar una valla, reventar una ventana y ya estás dentro.
Podría ir por Old Farms, pero no lo hace y elige el camino más corto: West Avon pasando por la granja de pavos y girando a la izquierda por el cementerio (a Brooks le resulta deprimente, a nosotros nos resulta sorprendente cuántos de allí son de la ciudad). Luego, de nuevo por la izquierda para subir Country Club rodeando el hoyo 18 del campo de golf. El club de tribuna está a tope, el bajo aporrea las cuerdas, suena por los altavoces, aguantando bajo la lluvia. La gente ya está abandonando la fiesta, una corriente continua de coches. Un Beamer enorme avanza, arranca para largarse a toda velocidad y reduce al darse cuenta del coche que tienen detrás. Van bajando uno tras otro, girando en las curvas, justo al límite. Brooks piensa en alumbrar con las luces y simplemente quedarse enfrente.
No hay prisa, si está en lo cierto. Tim no saldrá en al menos una hora, más o menos. Brooks no está seguro de lo que el chico pretende, puede que nos rinda tributo, un misterioso homenaje, pero necesita estar allí. Puede que todo aquello sea por él. (Ya te lo había dicho, no es tonto).
Deja que el Beamer se ponga nervioso, se pega a su parachoques antes de cambiar de dirección, dando un volantazo a la izquierda y tomando Widing Lane sin señalizar. Sigue por la circunvalación hasta el final, deslizándose bajo las farolas mientras la lluvia cae fina y persistente. Las casas por esta zona son como la suya: fincas anchas y bajas de tres dormitorios, de los años cincuenta, rellenas de amianto y terrenos de apenas cien hectáreas, demasiado pequeños para poder construir. Un par de carteles caseros de «SE VENDE» colgados de los buzones: la competencia. Se pregunta cuál de todas habrá enseñado Charity a los compradores. Se le ocurre, de pronto, como si no tuviera importancia, que debería aceptar la oferta y largarse mientras pueda (demasiado tarde, tío).
Suspira y olvida la idea. No es solo por Gram. Esta es su ciudad; conoce cada calle de mala muerte. De Stony Way a Stony Corners Circle y Stony Corners Road. La mayoría de las casas duermen, cajas en la oscuridad. Comprueba la dirección y ve que va bien encaminado, debe de ser casi al final de la calle sin salida, donde hay un acceso a la ruta de bicicletas. Memoriza el nombre del reclamante mientras avanza por el camino, como un actor que practica su papel, se pone derecho antes de llegar al timbre de la puerta. Es la parte de marine que hay en él, si sigue al pie de la letra los procedimientos puede que el jefe no le pida la placa.
Es un tipo viejo con un chándal granate que debe ser de los años setenta. Se oye la televisión por toda la casa (una visión de su futuro: barriga cervecera y solitarias comidas congeladas).
—Buenas tardes, señor —empieza diciendo Brooks como un novato, postura de poli al mando, contacto ocular directo, tal y como dice el libro. Luego, pregunta por la queja del tipo como si de verdad le interesara.
Hace una hora aproximadamente el hombre había visto un coche justo abajo, al principio de la calle por detrás de su jardín. No lo ha vuelto a ver, lo habría visto si hubiera vuelto a pasar. Dice que no es la primera vez que llama para dar el aviso, como si fuera culpa de Brooks. Se ha convertido en una calle de esas donde van a darse el lote. Debería haber una farola, pero cada vez que la reparan los chavales la vuelven a romper. No sabe qué hacer para que alguien se ocupe del asunto. Ha llamado ya al ayuntamiento, pero solo le toman el pelo.
Brooks asiente con la cabeza, su mente pasa por el Stop’n’Shop y busca a Tim, luego regresa. Aquella noche, ¿dónde estaba?, puede que en alguna de estas llamadas sin sentido. Probablemente ni siquiera era feliz, solo que no lo sabía. Parece como si hiciera años desde entonces, otra vida.
Brooks deja que el viejo acabe, asintiendo punto tras punto, moviendo la cabeza por la injusticia del acto, compartiendo su frustración, el atentado contra un contribuyente.
—Yo me encargo de sacarlos de aquí —promete Brooks, en plan agente de la ley simpático—. Y pondré una solicitud para que el personal del parque repare las farolas.
—Antes había varias farolas a lo largo de la calle. No sé que ha pasado con ellas.
—Haré que alguien les llamé mañana a primera hora, eso es todo lo que puedo hacer por el momento.
La típica rutina del policía simpático no satisface al tipo, no es suficiente, pero es bastante como para conseguir un gracias a regañadientes por su parte.
En el Vic, Brooks informa por radio, anota los detalles en un informe sobre el incidente, inclina su bloc de notas bajo el haz de fibra óptica que brilla en la consola como si fuera un radar para la pesca en alta mar. Seguramente el coche ya se habrá ido hace tiempo, habrá pasado al lado del tipo mientras estaba mirando la televisión. O puede que sean unos críos espiando, empapando de vapor las ventanas, sin saber la hora que es. Brooks no tiene opción, está fuera de la circulación.
Se abrocha el cinturón antes de virar al final de la calle, colocando las dos ruedas delanteras por encima del bordillo bajo. El parachoques sesga la maleza alta como una guadaña. Tiene que alejarse al menos unos doscientos metros de las luces de la casa del tipo, hasta que la valla que rodea la ruta para bicicletas desaparece a la luz de su linterna, como en las películas sobre prisiones, dominada por las enredaderas. Avanza hacia ella y en el último segundo tuerce a la derecha y pasa entre los pilares de la entrada, dejando que la transmisión empuje el coche hacia delante. La carretera no es más que un par de surcos cubiertos de barro hechos por los cuatro por cuatro de la compañía y que las motos de cross han hecho todavía más hondos. El Vic se mete y da varias sacudidas por los agujeros, empujando a Brooks contra el apoyabrazos. El suelo es arenoso y existe el peligro de quedarse hundido y tener que llamar a un remolque, otra humillación y lo que es peor, piensa, la posibilidad de perder a Tim.
Estira el cuello por encima del volante, adivinando el camino que debe tomar entre los charcos, pegándose al montículo. La valla se extiende a su lado, una pared de pinos cierra el otro lado del camino, la lluvia hace que las ramas sean más pesadas y choquen contra el techo del Vic como los cepillos de un túnel de lavado de coches. Pasa por el corte donde las líneas de la corriente bajan, el cielo se despeja por un momento, luego atraviesa un barranco, un riachuelo corre bajo sus pies. A estas alturas ya está más que convencido de que no hay nada por allí. La carretera no llega mucho más lejos, muere en una rotonda y se acabó. Más adelante, Brooks puede ver el montón de vigas abandonadas que marcan el punto, el montículo de suciedad y deshechos. Llega al claro e intenta decidir el mejor modo para maniobrar, justo cuando gira a su derecha, al final del haz de luz de los focos del coche, metida entre los árboles, aparece una sombra vaga desde la oscuridad, como si saliera de debajo del agua. Un coche blanco. Un Volkswagen Cabriolet.
Brooks detiene el volante y lo centra para poder verlo, gira y se detiene, bloqueando la carretera y apuntando directamente al coche: un Golf, lo mismo da. Es el mismo coche de la otra noche, la matrícula está oculta tras un plástico ahumado. No hay señales del propietario, solo se ven los reposacabezas, pero puede que estén haciéndose los dormidos. Llama para pedir una descripción desde su posición, sin arriesgarse. Quiere hacerlo bien, sobre todo si son críos.
Coge rápidamente la barra de control, por si no le hubieran visto, sin la sirena. Las luces rojas y azules giran sobre los árboles como un calidoscopio. Abre la puerta y saca la cabeza, utiliza el altavoz:
—Conductor —dice, su voz llena por completo el claro del bosque—. Ponga las manos donde yo pueda verlas.
El único movimiento es el de las hojas inclinándose por la lluvia.
Brooks apaga el retroproyector y saca la linterna del soporte, el acero trabajado y frío sobre su palma. La coge con la mano izquierda, manteniéndola a la altura de los ojos, con su otra mano sobre la cadera. Una vez salga de detrás de la puerta es un blanco. Mantiene el haz de luz firme en la parte del conductor mientras atraviesa el claro a lo largo, con paso decidido (¡Semper fi!), luego se desliza detrás del coche, utilizando su propia geometría como escudo. Incluso desde tan cerca, la placa de la matrícula resulta difícil de leer. La luna trasera es lo bastante translucida como para ver que no hay nadie en el asiento trasero. Avanza agachado por el lateral derecho, corta por el punto ciego del copiloto hacia la parte delantera, inspeccionando el interior, examinando los asientos, listo para salir pitando del morro del coche.
(«¡Yaaaaa!», grita Toe.)
Brooks mira hacia la manivela de la puerta, está vacío. Y cerrado. En el asiento de atrás ve un bate de béisbol entre los restos de una docena de latas de cerveza abolladas, se pregunta si serán los punkies que le han destrozado el buzón de cartas
(«¡Oh Dios!», exclama Danielle. «Despierta. No me extraña que vayas a morir.»)
Se pone de cuclillas en la hierba para leer la matrícula y llama desde la radio que lleva enganchada preguntando para saber si tiene alguna orden judicial pendiente, el registro o cualquier otra cosa. Podría encargarse él mismo de todo, vaciando los neumáticos bastaría, pero quiere este coche fuera de circulación de forma legal. Quiere que el propietario deba aparecer mañana en el depósito municipal y un registro en toda regla. No puede pillarlo por lo de la noche pasada, pero ya lo tiene pillado por entrada en propiedad ajena, comportamiento ilegal, perturbación de la paz y una larga lista más de cargos por alteración del orden público.
Parece hasta demasiado fácil. Cuanto más espera para recibir el parte y largarse, más seguro está de que el coche es robado, utilizado y abandonado aquí, el conductor se habrá ido hace tiempo. Seguramente las matrículas son falsas, una razón más para ocultarlas.
A su alrededor el bosque huele a mantillo, al olor de las agujas de los pinos, troncos podridos y hojas fermentadas. Estando allí de pie, bajo el resplandor de su propia linterna y el frío aire de la noche, Brooks recuerda cómo bajó del Vic y corrió hacia el árbol y el Camry, sin poder creerlo. Y entonces se detuvo al llegar, su entrenamiento se evaporó al vernos. (El coche era pequeño y nosotros no estábamos muy guapos). Su primer instinto fue mirar a su alrededor en busca de alguien más a quien pudiera ayudar. En el asiento trasero la voz de un chico intentaba pronunciar el mismo sonido vocálico de dolor una y otra vez, como un gato maullando. Una puerta había salido despedida y estaba sobre la hierba. Por detrás de ella, en la oscuridad, creyó ver una cara iluminarse por un segundo, alguien que escapaba entre los árboles.
—232 —chilla la radio— no hay órdenes contra ese 10-44. El vehículo está inscrito a nombre de Travis Fowler, 383 Highgate Drive, sin número de teléfono.
El nombre no le resulta familiar, una dirección en un barrio rico.
—Entendido —responde Brooks pensando—. ¿Puedes darme el número del inmueble registrado?
—Déjame ver —se oye el repiqueteo del teclado—, 6-22-86.
—86 —repite Brooks—. Entendido.
Va hasta el lado del copiloto y vuelve a mirar con la linterna. El lector de cedé está allí y el sistema de encendido no ha sido arrancado, no es robado, son solo críos armando líos. El bate y las latas de cerveza son prácticamente causa suficiente. Tiene una pequeña palanca en el Vic, pero sabe que va en contra de los procedimientos, el registro no sería admisible. Redactarían un informe al respecto y le suspenderían. Lo mejor que puede hacer es pegar un adhesivo en el coche y pedir una grúa, dejar que los chicos lo lleven al depósito y que pase allí toda la noche, una solución que tiene la ventaja de que los padres se verán involucrados.
En el despacho tienen que comprobarlo con McDonald’s. No pueden prometerle nada; llevan una noche de locos con la lluvia, muchas llamadas triple-A. Tardarán como mínimo una hora.
—¿Está bien?
—De acuerdo, tendrá que valer —responde Brooks—. Este coche no va a quedarse aquí.
Ya ha perdido bastante tiempo. Abre el maletero y busca una pegatina naranja brillante que pone «NO MOVER POR ORDEN DEL DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE AVON» en el cubo junto al botiquín de primeros auxilios (que también estuvo con él en su camino hacia el árbol y que resultó totalmente inútil). En el asiento delantero, escribe con rotulador imborrable la matrícula del Golf en el espacio en blanco y añade con números claros el de citación. El producto acabado le encanta, una pequeña venganza, una forma de darse el gustazo.
Si Brooks fuera realmente un poli simpático, lo pondría en una de las ventanillas laterales de la parte trasera, pero no, va hasta la parte del conductor y se inclina sobre la capota, saca brillo a un trozo del parabrisas con la manga. Pliega la pegatina por la mitad y luego intenta varias veces levantar la parte de atrás hasta que consigue deslizar la uña del pulgar entre las capas y retirar el papel. Es una escena patética: el coche abandonado en la calle encharcada donde los críos se pegan el lote, el policía confiado que tarda demasiado en hacer su trabajo. Este es el momento en que Jason, el monstruo de los pantanos o algún robot monstruoso (o Kyle) surge de las sombras y lo ataca mientras está de espaldas.
Frota el trozo de cristal de nuevo para quitar varias gotas de lluvia aisladas, luego pega el adhesivo justo a la altura de los ojos. Una de las esquinas está arrugada, intenta alisarla, está doblada, pero da lo mismo. Sabe que no debería sentirse bien, pero lo hace.
En el Vic, el papeleo le demora más de lo que querría. Anota los puntos principales, se decanta por la sugerencia de poner una rejilla de protección en las farolas y las señales como agente que cubre el caso y eso es todo, misión cumplida. Llama para comunicarlo y está listo, 232 vuelve al coche.
—Tim.
—Tim —intenta de nuevo Kyle, como un niño que necesita de cierta atención.
—Te estoy oyendo y la respuesta sigue siendo no.
Ahora que ha acabado de cenar, Kyle quiere el postre. Tim le da largas con algunas promesas, diciéndole que es demasiado pronto. Lo es. Están en el pasillo con los productos especiales para el día, en medio de la tienda. Reagrupan las linternas de plástico con dibujos de calabaza y las mismas tarjetas viejas con fantasmas y gatos negros que la señora McVeigh colgaba con cinta adhesiva cuando iban a tercero, recogen los artículos de Halloween hasta el próximo año. Un intervalo en medio de la noche en el que Tim intenta no mirar el reloj y se alegra de tener algo que hacer.
La floristería está cerrada, también el restaurante especializado en ensaladas y la farmacia. El chico del marisco está tirando el hielo ensangrentado a la basura. Los borrachos van dando tropiezos, preocupados porque la cerveza esté bien escondida. Dos niños juegan al tirarse una bolsa de patatas fritas, simulan jugar al rugby y se hacen placajes entre risas.
(«Idiotas», dice Toe.)
Una mujer con esmoquin y la cara pintada de blanco compra una botella grande de leche. Por lo demás, está tranquilo, la constante música ambiental, la música dulzona de los Beatles y U2 que Kyle tararea, desafinando. Darryl para y dice que intentará que puedan salir un poco antes esta noche; ya ha empezado a decirles a las cajeras que vayan saliendo de una en una, como si fueran rehenes. Tim intenta ocultar su desagrado, no quiere salir tan pronto.
—No tenéis que montar todo lo de Acción de Gracias, basta con lo más básico —dice Darryl.
Lo que quiere decir es que se olviden de los banderines marrones y naranjas para los postes por el momento. Quiere que cuelguen los pavos, de papel liso, que se abren en acordeón, formando figuras enormes, de las barras del tejado, y que metan las calabazas que han quedado fuera sin vender. Las gavillas deshechas de maíz y el maíz indio pueden quedarse. Dejan que Karen se encargue mañana de recoger los productos empaquetados y los botes de salsa de arándano. Nadie va a comprar ya nada de esto.
—Pero primero necesito que os ocupéis de hacer el pan, dejad esto y empezad con aquello.
(«¡Joder, mierda!», dice Danielle. El pan, sabes lo que eso significa.)
Es el último día del mes, cumple la fecha de caducidad. Antes del amanecer una flota entera de camiones pondrán la marcha atrás y aparcarán en el muelle de carga: Pepperidge Farm, Thomas’s, Hostess, Nissen, Entenmann’s. Tim no quiere saber dónde va a parar el pan duro, pero lo tendrá listo para ellos.
Tener dos cosas para hacer es aún mejor. Cogen un carrito y empiezan por las donas, leyendo la fecha en las cajas. Bajo las ventanitas de celofán, las donas están colocadas en filas como los neumáticos y como cada mes durante el último año, Tim se detiene y las contempla como si fueran un gran misterio: círculos de masa frita. La forma parece tan al azar, ¿por qué no cuadrados? Encajarían mejor en la caja. Parecen raros por sí mismos, extraños, simplemente porque fueron lo último que comimos.
La combinación para por completo a Tim, incapaz de unificar todos sus pensamientos. Siente un escalofrío con una de las cajas entre las manos, como si pudieran confiscársela. Está de nuevo en el coche con nosotros. Puede oler las donas que acabamos de comernos, saborear la manteca y el azúcar que cubren su lengua. En el exterior, la noche pasa volando. Ella está en su regazo, sus brazos la rodean. Circulan por una carretera de sentido único. Es como en sus sueños; nada es diferente, lleva el cinturón, incapaz de cambiar una sola cosa. Mientras permanece allí, el resto del mundo se mueve en su interior como su propia sangre.
(«Odio este puto lugar», dice Danielle.)
Suben en fila india, con los perros detrás de ellos, a su derecha. Travis va en cabeza. La linterna ya no alumbra y va con las dos manos por delante de él, como los ciegos, sus pies remueven las hojas. Las ramas le raspan la cara, telarañas mojadas. Resbala en una roca y está a punto de caerse, se recupera y se ríe, Greg se ríe con él.
—Pensaba que al final iban a cogernos.
—No —contesta Greg— son unos gallinas de mierda. Lo único que hacen es ladrar.
La colina es más alta de lo que Travis recordaba, probablemente porque están subiendo. Intenta caminar en línea recta. Desearía haber comprado una brújula, a pesar de que nunca haya utilizado una en toda su vida. Levanta las rodillas, avanzando a grandes pasos por rocas imaginarias. Deben estar casi en la cima, pero la pendiente sigue y sigue, cada vez más empinada, obstaculizada por arbustos que pinchan y que se agarran a su poncho. Más piedras, troncos, es como una carrera de obstáculos. La respiración le quema la garganta y puede oír cómo Greg jadea por detrás de él. Los perros ya han parado, o no; no podría decirlo y, además, le da igual.
Y entonces, a una docena de pasos, la subida termina y llegan a nivel plano. Sí, los perros se han parado, demasiado lejos para oírlos.
—Espera —dice mirando alrededor, con la esperanza de estar lo bastante alto como para ver alguna luz en alguna casa cercana.
Nada, solo árboles. (Lo siento, no podemos ayudarles. Danielle ni siquiera lo haría, aunque pudiera; piensa que han sido mezquinos, siente una cierta debilidad por Brooks.
—Yo no —protesta ella—. Es solo que se han comportado como unos gilipollas.
—Lo que tú digas —replica Toe.)
En la oscuridad, Greg abre la mochila.
—Toma —dice, cogiendo un objeto sólido con las manos— una cerveza. Travis la coge y olvida la sensación de que alguien está siguiéndoles. Ya están bastante lejos y necesitan un descanso. Mete la uña bajo la anilla y empuja.
—Por Toe —dice Greg, levantándola.
—Por Toe.
Y brindan con las latas.
La cerveza está caliente, pero solo porque fuera hace mucho frío. Travis se la traga como si fuera un refresco, un sorbo efervescente y piensa que se han ganado esta celebración. Lo han hecho, los dos solos, todo lo que habían planeado desde hacía tiempo, empezando por el buzón. La parte más dura del trabajo ya está hecha, pero en lugar de sentirse aliviado, está más nervioso, como si la hubieran cagado y alguien viniera a por ellos. No hay nadie. Lo que han hecho estaba bien, aunque la situación se les haya escapado de las manos. Piensa que les llevará algún tiempo apreciar de verdad lo que han hecho, que el miedo se desvanecerá de forma gradual y se sentirá orgulloso. Por el momento, está borracho de éxito, se siente confuso, desconectado. Uno debe sentirse así cuando gana algún premio gordo. Deberían estar bebiendo champán.
Brooks sintoniza la radio, mientras corre por Avon. Piensa en dejarse caer por casa, copiar el informe, poner agua a los perros y volver a la calle antes de la próxima llamada. Todo lo que necesita son cinco minutos. Coge Scoville a través del bosque (no muy lejos de donde estamos nosotros), circula al límite, abrigado por el resplandor de las luces que vienen en dirección contraria y apura en las curvas. Conduce como lo que es: todo un profesional, abriéndose en los estrechos puentes de piedra, cerrándose en las curvas, concentrado, recortando segundos a su mejor marca personal; cualquier ciudadano que lo viese pensaría que está loco, pero él sabe lo que el Vic puede hacer con este tiempo. Y conocer las carreteras es de gran ayuda.
Ese fue nuestro problema, es lo que piensa Brooks, y el suyo, por pensar que sí que las conocíamos. Se supone que un coche pequeño se adhiere mejor a la carretera, si nos dejaba ir, nos perdería. Nos veía desaparecer en cada pendiente, en cada cambio de rasante. Ahora nos encuentra con mucha facilidad. Ve el Camry frente a él. Sus luces iluminan nuestras caras en la ventana (la de Tim y Danielle son un doble, la de Kyle en el lateral) y reduce, confundido por la visión.
Solía decirle a Melissa que soñaba con nosotros, pero era su memoria, recuerdos objetivos y poco dramáticos, la típica tortura.
—No puedes seguir haciendo estas cosas —le rogaba ella cuando lo pillaba en el sótano, mirando otra vez las fotos. Lo decía como si él tuviera elección, como si un mes de terapia le hubiera ayudado a olvidar.
Está conduciendo como un autómata, con la mente en el pasado, y trata de centrarse. No está lejos. A la derecha, a la izquierda y llega a su calle. Casi no reconoce su entrada sin el buzón y se pasa, pisa el freno y gira bruscamente hacia el espacio vacío. Los neumáticos responden a la tracción, se deslizan y se inclina hacia delante, tiene que retroceder.
Tras la pared de pinos el jardín está despejado, la casa parece un pastel blanco derritiéndose en el parabrisas. Está pensando en el informe, se sentará en el escritorio al lado del ordenador, y la sección que necesita: la declaración voluntaria de Tim (no hicimos nada de forma voluntaria y Kyle ya se había pasado de la raya). Hasta que no entra por el camino y el parabrisas despeja el agua del cristal, no se da cuenta de que algo no va bien.
El corazón le late a toda máquina; se le pone la carne de gallina. Alguien ha estado en su casa. Las pintadas se mezclan con las sombras negras en el porche, unas letras enormes desde el suelo hasta el techo en pintura densa de aerosol, una única palabra entrecortada por la puerta de entrada. Puede leerlo desde la otra parte del jardín y comprende, con un sentimiento de admisión, que se dirige a él: «MENTIROSO».
Lo primero que piensa es que puede haber sido Tim, estaría justificado.
Lo segundo en Ginger y Skip. Las ventanas están rotas, quien lo ha hecho puede haberles hecho algo.
Probablemente han lanzado las piedras y han echado a correr, un comando de asalto como en Orchard View Estates. Críos que nos conocen. Recuerda el Golf, puede que a unos ochocientos metros en medio del bosque.
—Hijos de puta —suelta Brooks. Avanza con el coche hasta el garaje y lo deja en el jardín, coge el micrófono de forma automática y de repente se detiene, retira la mano lentamente. No va a informar sobre esto.
Cuando sale, los perros están ladrando. Se siente aliviado, pero no quiere relajarse. Nuestros amigos podrían estar aún en el bosque, esperando a que cometa un error. Se apresura por el camino y sube los escalones como un jefe de los agentes especiales, girando la cabeza en cada movimiento. Piedras y cáscaras de huevo desperdigadas en el suelo del porche, manchas de yema goteando en el revestimiento exterior. La puerta está cerrada
—Está bien —chilla a los perros—, soy yo.
Pero no le creen (y están en lo cierto; como siempre, estamos justo a su lado). Tiene que buscar las llaves, se siente observado y entonces, como el chico que intenta arrancar el coche mientras el monstruo se acerca a la ventanilla, las deja caer de entre sus manos con un ruido seco y tiene que recogerlas de nuevo.
No pasa nada. No aparece ningún hombre lobo. Ninguna mano atraviesa la puerta de un puñetazo y le agarra por la garganta. Abre la puerta y Ginger y Skip están allí, esperando, vigilando.
—No pasa nada —les dice Brooks y se le acercan para darle la bienvenida. Ginger inclina la cabeza y se frota contra su rodilla, su versión de un abrazo. Brooks se arrodilla y los acerca hacia él, tienen la nariz húmeda, siente su aliento caliente en la cara.
—Lo sé —les dice.
Hay cristales por todos lados y piedras en la alfombra. La televisión todavía está aquí. Les mira las patas y luego deja que vuelvan detrás. Husmean y bajan los escalones de la cubierta, ladrando hasta llegar al jardín trasero; cuando llegan, atraviesan olisqueando todo el perímetro. Skip muestra interés en el cobertizo; Brooks sale para investigarlo, pero está cerrado. Cuando regresan, les da unos mimos, unas palabras dulces en el baño del piso inferior, la única habitación cuyas ventanas no están rotas. Ha atendido una de estas llamadas cientos de veces, ahora entiende cómo se siente uno, la rabia y la impotencia después del hecho.
—Hijos de puta —vuelve a decir, como si siguiera sorprendido de lo que han hecho.
El policía que lleva dentro apunta al Golf. Dará unas cuantas vueltas y lo cazará, ya no le importa. Sinceramente, ¿qué puede perder?
Lleva a los perros los cuencos con agua.
—Portaos bien —les dice y luego cierra la puerta.
Se dirige hacia el sótano y cuando está bajando las escaleras oye su radio móvil, emite un sonido de campanilla doble como el de un teléfono móvil.
—232.
Brooks responde sin parar de andar.
El informe esta donde lo dejó, la lata de cerveza también, la prueba de otro crimen. «MENTIROSO».
—232, 577 solicita refuerzos para un control de tráfico en los alrededores del 1189 de Country Club ¿Nos lo confirmas?
Es Saintangelo con algunos borrachos que salen del club. Cuestión de suerte, está demasiado cerca para saltárselo. Se pone el informe bajo el brazo y se dirige hacia las escaleras y le da un manotazo a los interruptores de la luz.
—¿Puedes darme una hora aproximada de llegada?
Calcula unos cinco minutos, le revienta tener que ir.
La única razón por la que está aquí es Tim. Todo lo demás es una puta mierda.
Y es verdad, es un mentiroso. No es ningún secreto. Los periódicos lo publicaron desde el principio, pero no pudieron demostrar sus acusaciones. Tiene la prueba en sus manos, la verdad, y cuanto más tiempo pasa, más dura se hace la carga.
No se preocupa en cerrar la puerta de entrada. ¿Por qué? Su casa está destrozada. No va a poder quitar esta mierda del vinilo. Debería llamar ahora mismo a Charity para aceptar la oferta de los compradores, salir de una vez de esta maldita ciudad, pero no tiene ningún sitio donde ir, nunca ha habido ninguno. Brooks sabe que salir corriendo no tiene sentido. Ha sentido nuestras protestas durante mucho tiempo, el peso de una deuda impagada que crece con el tiempo. Como nosotros, está anclado en Avon.
Ella desearía que él le quitase la ropa lentamente a la luz de la llama de una vela, que la besara tierna y lentamente.
(«No sé, no sé», dice Toe «esto se va a poner caliente».)
Pero cuando sale del baño, él ya ha apagado la luz. Demasiado para la ropa interior tan sexi que se ha puesto. Tiene que encontrar a oscuras el cesto, levanta la tapa de mimbre haciéndola crujir. El vestido tiene que lavarlo en seco, lo deja extendido encima de una silla, se quita las medias, dobla un pie, luego el otro. Como hace habitualmente masajea la carne pellizcada en la cintura mientras camina hacia la cama.
(«Lo que os había dicho», dice Toe.)
El padre de Kyle abre el edredón para que pueda meterse a su lado, las piernas frías de él junto a las suyas. Da un pequeño respingo cuando la toca.
—Tienes las manos congeladas.
—Lo sé. Caliéntalas.
Lo hace, envolviéndolas entre las suyas como si fuera un niño y recuerda cuando iban a pasear con el trineo los domingos por la tarde en la colina, Kyle estaba en secundaria y un día acabó hecho polvo y con el labio partido; entonces vuelve a ponerse en tensión cuando él la toca de nuevo. Él se desliza hasta que su cuerpo está medio encima de su torso. Su primer beso es indeciso, como si ella fuera a quitárselo de encima, pero ella le empuja hacia arriba, demostrándole la pasión que necesita. Él sabe a enjuague bucal.
(¿Cuánto más necesitamos ver? Lo peor de ser un fantasma es no tener control. Es como Mr. Magoo: «No me enseñes más, Espíritu». Salvo que aquí es justo lo contrario, los muertos están a merced de los vivos. Puede que por eso estemos tan cabreados. Lo que quiero decir es que queremos a la madre de Kyle, pero ya vale. Ya es bastante fuerte tener que ver a nuestros propios padres.
Por supuesto, el verdadero Kyle está aquí, de pie junto a las cortinas de al lado del vestidor, como si estuviera intentando esconderse, nuestro propio Michael Myers.)
La madre de Kyle intenta perderse en la oscuridad, en sus besos, entre las yemas de sus dedos. Desearía haber pedido más vino. Ella le quiere, pero el amor no es suficiente; necesita esta unión para olvidar lo sola que ha estado. Los labios de él se deslizan por su cuello, su cuerpo responde, se siente flojear, pero en su mente tiene que hacer un esfuerzo, incluso cuando llega al momento decisivo, desconcertada por la fuerza, a punto de explotar, sigue ahogada por la culpabilidad, ve la corona en el árbol, le recuerda. Acaricia la cabeza de él, la dirige, su pelo fino y el suave cuero cabelludo entre sus dedos desencadena una visión de Kyle, el tubo que sobresale de su cráneo afeitado, los restos apenas visibles del rotulador púrpura que utilizó el cirujano para la craneotomía. Hablaron con ellos poco después en la sala de espera contigua, todavía iba vestido con el uniforme de médico, sentados en la mesa, alineada con periódicos a la vista. La noche se hizo eterna, él desprendía un olor fuerte, como si viniera del gimnasio.
—No voy a andarme por las ramas —les dijo el médico—. Su hijo ha sufrido una operación muy grave.
Le entraron ganas de reírse en su cara. ¿Acaso le parecía estúpida? Claro que era una operación muy grave, tenía la cara destrozada. El doctor les hablaba tranquilamente, explicando las posibles complicaciones. La probabilidad de una pérdida permanente de memoria era alta en un caso así. No quería emitir hipótesis sobre las habilidades motoras de Kyle hasta que no volviera a estar consciente. Había una pequeña posibilidad de que no pudiera moverse, mínima, pero una posibilidad, quería dejarlo claro. Durante todo ese tiempo, Mark la cogía de la mano, sus cuatro manos entrelazadas, apretando con firmeza como respuesta a cada movimiento del otro, una especie de plegaria doble.
Bajo él, ella se gira, culpable y molesta consigo misma. Le gustaría decirle que parase, pero no lo hace. La oscuridad la oculta y tras años de experiencia sabe que puede darle placer aún sin estar presente. Los dos no tienen por qué sentirse así.
—Te quiero —le dice él después, ella lo repite con sentimiento.
Ella lo siente de verdad, pero no es ese el problema. Se quedan acostados en silencio, intentando no leer la mente del otro. Un avión sobrevuela la casa, rozando las nubes, los motores silban mientras desciende. Él la abraza durante un buen rato hasta que ella va a limpiarse. Mientras camina por la habitación, lo oye cogiendo pañuelos de papel de la caja.
Sola en la taza, oye la lluvia golpeando la ventana y piensa que el turno de Kyle debe estar a punto de acabar, que pronto llegará a casa. Piensa en prepararse una taza de café y esperarlo, intentar aparentar que esta noche no es especial, su aniversario. Kyle no se dará cuenta.
El padre de Kyle levanta el edredón para que ella se meta. No está enfadada con él; él se siente tan impotente como ella, se da cuenta de que siente un cierto resentimiento, como si él hubiera escapado, haberse escabullido de alguna manera de la responsabilidad de compartir su matrimonio. Él también sufre, tiene su corazoncito. Entiende que está asustado, que la perspectiva de que Kyle sea así para siempre le aterroriza, que él no prefiera tener que afrontar este hecho. Pero alguien tiene que hacerlo.
Él quiere un beso de buenas noches, un ritual con más años que Kyle o Kelly, ella se lo da. En la oscuridad, él no puede ver que ella está alterada y ya es demasiado tarde para abordar el tema, no es la noche ideal. Antes solían hablar en la cama, discutían y luego se reconciliaban. Tomaban las decisiones importantes juntos mientras los niños dormían. Ahora comparan sus horarios en el desayuno y con suerte pueden hacer el amor una vez al mes.
Se queda acostada, muerta de cansancio e intentando mantenerse despierta, un agotamiento familiar. Ha sido un día largo. El ruido del reloj de su mesa se mezcla con la lluvia. Otro avión atraviesa el aire, FedEx o ups, es demasiado tarde para que sean pasajeros que lleguen a Bradley. A su lado, el padre de Kyle duerme. Envidia la facilidad con la que puede dormirse, como algo no natural, insensible, todo un talento. Ella no tiene ese lujo, pero cierra los ojos, durante un minuto. La cama está caliente, el edredón resulta cómodo y acogedor, como los pétalos de una flor. Es peligroso relajarse así. Tiene que levantarse para abrir a Kyle. Mañana es el primer día del mes y tiene que rellenar el cheque para su leche. Se imagina a Peggy parando, el autobús lleno de críos, un día soleado y el césped verde de verano.
(Justo entonces, Kyle avanza y sale de la oscuridad, se arrodilla junto a ella y levanta una mano sobre su cara, como si fuera a asfixiarla. La pone sobre la frente de ella como si quisiera comprobar si tiene fiebre y la deja descansar, su propia cabeza se inclina caballerosamente, como símbolo de devoción o de disculpa. Permanecen así hasta que ella se queda dormida y nos tenemos que ir.)
Al final llegan a un arroyo demasiado profundo y que corre en dirección contraria. No van en buena dirección, piensa Travis. Todos los riachuelos van a morir al río.
—¿Qué camino seguimos? —pregunta Greg.
El agua baja con fuerza y el arroyo es demasiado ancho para saltarlo. En contra de sus instintos, Travis va hacia la izquierda, río abajo, pensando que el riachuelo debe conectar con algo. No pueden perderse más de lo que ya lo están.
Aquí es más fácil caminar, sin marañas ni pinchos con los que engancharse, casi ninguna piedra. El terreno baja en pendiente, se suaviza a medida que siguen el curso del arroyo hasta llegar a un claro abierto cubierto de basura y deshechos. Sus pies se hunden en el barro, cada vez más hondo hasta que llegan a un brazo de agua estancada. Es una ciénaga, por eso no hay arbustos.
—Esto es una mierda —dice Greg.
—Probablemente estemos en la otra parte del estanque de los castores —dice Travis—. Tenemos que encontrar pronto algo. El bosque no es tan grande.
Tienen que rodear el estanque y encontrar la salida por la otra orilla. No es el estanque de los castores, es más pequeño, por lo menos lo que él puede ver. Se le pasa por la cabeza verter el líquido de su mechero en el agua y prender la superficie, solo para ver donde están. Un avión pasa volando a su derecha, invisible, no sirve de ayuda. Tras su estela puede oír como corre el agua haciendo ruido en algún lugar por delante de ellos. Se detiene e inclina la cabeza para localizarlo, lo hace. Teme que pueda ser una alcantarilla, pero no se lo dice a Greg.
No lo es, una victoria. El nuevo arroyo es mayor, lo que significa que van por el buen camino.
—Esto es como Supervivientes, ¡joder! —dice Greg—. Solo que sin tías.
—Te aseguro que no te gustaría estar con esas tías —contesta Travis, contento—. Esas pivas te joden primero y luego se te meriendan.
(—¡Por favor! —interrumpe Danielle—, que me maten.
—¿Qué pasa? —protesta Toe.)
El arroyo va haciendo eses junto ala maleza y atraviesa una hondonada con dos pequeños montículos que lo dividen en dos partes. El camino es bastante bueno y al rodear la parte más baja de la colina, consiguen ver una luz que cae en picado detrás de los troncos de los árboles a su derecha: un ovni que se transforma en un coche que cruza un pequeño puente de piedra y se dirige directamente hacia ellos. Sus luces alcanzan los árboles al pasar. Travis reconoce la curva que el coche deja atrás, los viejos guardarraíles, el coche sube y luego desaparece. La carretera de Scoville.
En el Country Club, Saintangelo ha parado a un lado a un Lincoln grande, el conductor responde ante sus faros. Es la abuela de alguien, lleva un conjunto de los años veinte y una tiara como complemento. A Brooks le parece que no necesita refuerzos, pero acude, deja el Vic un poco hacia fuera para protegerle del tráfico. Antes de salir, esconde el informe bajo el asiento.
La mujer está intentando caminar por encima de una línea invisible y delgada, pero no tiene mucha suerte. Da tres pasos y retrocede. Sandy tiene que cogerla por la muñeca para sostenerla de pie.
—¿Puedo intentarlo solo una vez más? —pregunta.
—¿Qué pasa? —interrumpe Brooks.
—Tengo a otros tres en el coche, todos peor que ella. —Saintangelo señala con la cabeza la ventanilla trasera, (por un segundo parece que fuésemos nosotros—.) Necesitaré que los lleves. Eso o la empapelamos a ella, tú eliges.
No hay elección posible. Brooks espera que sean de la ciudad.
Lo son, pero de la otra punta de la ciudad, pensionistas de Farmington Woods.
Primero tiene que sacarles del coche. Están confusos ¿Por qué no puede Ellie llevarles? No está borracha. ¿Por qué la han arrestado? Y entonces, ¿por qué no puede conducir uno de ellos? No pueden dejar el coche allí.
Mientras ayuda a uno de los hombres que lleva esmoquin a levantarse del asiento trasero, Brooks recuerda a Tim, medio escondido en el hueco que dejó la puerta que salió despedida, cómo desabrochó su cinturón para liberarlo. No le salvó la vida, como aseguraban los periódicos; el coche no iba a explotar. Nunca se sintió como un héroe, nunca se engañó a sí mismo para llegar a creérselo. Brooks cree que eso es peor, pecado por omisión, su silencio es la peor de las mentiras.
—Cuidado con la cabeza —le dice al anciano, ayudándole a sentarse en el Vic.
Saintangelo le ayuda con los otros dos. Empieza a formarse cola a la salida de la fiesta, contemplan su mala suerte. La conductora se niega a hacer la prueba del alcoholímetro, suspensión automática del permiso. El castigo inmediato le resulta a Brooks sorprendentemente satisfactorio. Todavía está pensando en el Golf, en Ginger y Skip aterrorizados mientras las ventanas explotaban por toda la casa. Habrá durado menos de una hora, piensa. Seguro que la grúa todavía no ha llegado.
Dejan el Lincoln sobre la hierba y le pegan un adhesivo, más trabajo para McDonald’s.
—¿Puedes ocuparte de ella tú solo? —pregunta Brooks.
—Sí —responde Sandy—. Gracias.
Se comporta como si tuviese algo más que decir. A Brooks le gustaría decirle que no le culpa en absoluto por lo del Consejo de revisión, pero en realidad lo hace. Un día, él también necesitará un respiro, entonces sabrá lo que se siente.
—Solo hago mi trabajo —le contesta Brooks.
—Atención, señores clientes —anuncia Darryl por la megafonía—. El establecimiento cerrará en diez minutos. Por favor, diríjanse a las primeras cajas con los productos que desean comprar.
Tim y Kyle dejan los adornos de Acción de Gracias. Quiere que recojan los carritos, así que se ponen los ponchos de vinilo, huelen a pegamento para maquetas de aviones, y los chalecos reflectantes y salen al frío de la noche. No es tan temprano, pero después de esperar toda la noche, todo el verano, su vida entera, Tim está impaciente. Está a la espera, en cualquier momento, de que aparezca Brooks causando un gran revuelo a través del aparcamiento. Al otro lado, espera el jeep, sus fotos de Danielle en la guantera. Su mente está como la tienda: llena y vacía al mismo tiempo. Se pregunta si no es que está loco. La gente lo creerá de todos modos.
Kyle camina hacia un carrito más alejado (el verdadero Kyle le sigue justo detrás, pisándole los talones), mirando cómo cae la lluvia con la luz de las farolas de fondo y Tim vuelve a pensar que la gente no lo entenderá.
Es demasiado tarde para explicárselo, incluso a él mismo. Si está inseguro es porque está asustado y no hay razón para estarlo. No tendrá que levantarse y fingir nunca más. No tendrá que sonreír e inventarse algo que decir.
Detrás de él, Darryl deja salir a un cliente, el último, teniendo en cuenta los coches. El padre de alguien en una furgoneta revestida con madera, el coche desaparece tras la señal de stop junto al invernadero, frena en la luz roja intermitente durante un segundo y luego sale en dirección a la 44. Y como al cambiar de canal, los faros van apagándose, el vestigio púrpura que queda tras la imagen, se desvanece bajo la noche.
Kyle vuelve caminando todo lo rápido que puede y deja el carrito en la oscuridad, fuera de la zona iluminada por el resplandor de los escaparates.
—Alguien ha apagado las luces —explica agitado. Tim tiene que calmarlo.
Juntos recogen los otros carritos perdidos y empujan el tren hacia la puerta, no hay muchos; ha sido una noche tranquila.
Los cajeros están fichando, pero a ellos todavía les queda el suelo. Darryl les dice que solo frieguen la entrada.
—Debería haceros limpiar también los pasillos —dice, como si debieran estarle agradecidos. Tim casi se lo está. Acabarán saliendo a la hora correcta.
¿Qué más está abierto a estas horas de la noche?
No mucho. El Mobil y su supermercado, pero no la Shell de enfrente. El McDonald’s está cerrando, el Staples ya hace rato que cerró. Dunkin’ Donuts y unos ochocientos metros calle abajo el Friendly’s y justo al lado el Blockbuster, estos dos están abiertos hasta medianoche. En el centro de la ciudad está el Double Down Grill y esto es todo, el resto de la antigua zona comercial está apagado. El tráfico que circula puede ver el campanario iluminado con el reloj parado y las lustrosas filas del O’Neill Chevrolet, pero ningún movimiento. El expositor giratorio de la lavandería en el escaparate de Battiston está congelado, los maniquíes de Victoria’s Secret abandonados.
De vuelta a las colinas, Halloween ya ha terminado, excepto en la televisión, el resplandor azul se filtra en los jardines como si fuera algo tóxico. La mayoría de las casas están a oscuras. Aquellos que trabajan por la mañana están ya en la cama, las alarmas conectadas. Las farolas forman sombras de ramas en las intersecciones vacías; los buzones y las paredes de piedra son los guardianes de cientos de calles en silencio.
La lluvia ha ocupado aquellos lugares en tierra de nadie en los que antes pasábamos el tiempo: el puente de la vía de tren detrás del lavadero, la última fila de la tribuna en el Sperry Park. Hasta la zona de picnic del Fisher Meadows está desierta, igual que el pequeño refugio del campo de golf. Nadie hace nada salvo Travis y Greg. Es lo que siempre hemos odiado de Avon. Es una puta ciudad fantasma.
No puede estar durmiendo, es lo primero que piensa y lucha por despertarse. Tiene encima el edredón y es como un peso. Dobla un brazo, lo saca y se gira para ver el reloj. Gracias a Dios, apenas han pasado unos minutos de las once. Puede imaginárselo de pie en la entrada, esperando a que le abra la puerta.
Sale de la cama y mete los brazos en la bata, tan silenciosa como una espía. La luz exterior le basta para guiarse, un retazo pálido en el techo. Con cuidado tantea el pomo de la puerta, lo empuja justo por detrás de ella para que el pasillo esté completamente a oscuras, a ciegas le da al interruptor de encima de las escaleras.
Enciende solo lo que necesita: el pasillo y una lámpara de mesa en la sala de la televisión (Y ahí está el verdadero Kyle, justo detrás de ella, fiel como su sombra). Están dando las noticias, los desastres del día que esperan a ser olvidados. Tres muertos, dos heridos graves en Meriden, un SUV que ha volcado y ha cortado el tráfico. A veces piensa que no puede ser solo una coincidencia, que el mundo está diseñado para recordarle su vida. Está acostumbrada al avance informativo: los coches destrozados en mitad de la carretera y la entrevista al agente. La forma en que pasan por alto la parte más dura no debería importarle, conociendo tan de cerca el resto de la historia, las horribles semanas y luego los meses a su lado, leyendo en voz alta, inclinada sobre la barra de seguridad de la cama para susurrar en su oído con la esperanza de que su voz pudiera romper aquel hechizo. No puede imaginarse con las cámaras encima como en esos programas de televisión, todo su sufrimiento convertido en un entretenimiento.
La audiencia habría adorado a Kyle, el drama de su regreso. Cuando al fin dio señales de vida ni siquiera la reconoció. El médico dijo que era normal. Tendrían que empezar desde cero. La profesora que lleva dentro pensó de inmediato en las tarjetas pedagógicas, nombres y etiquetas para todo, los libros de imágenes de Richard Scarry, los dos rescatando el mundo palabra por palabra, solo que no podía leer. Nunca conseguiría ese tipo de adquisición lingüística. La clave era la repetición, se lo había dicho el terapeuta, que le dio una lista con frases que debía trabajar en los días de visita. «Mi nombre es Kyle Sorenson», repetía como un niño. «Vivo en Indian Pipe, en el 53.» Día tras día hasta que fue capaz de repetir su número de teléfono y luego su nombre.
Le llamaba Kyle, su nombre, a pesar de que le sonaba extraño. La madre de Kyle dio por sentado que él volvería a ser la misma persona cuando se recuperase. No lo fue. Su nueva cara era una máscara de cicatrices, su cuerpo estaba vacío; incluso su voz había cambiado, sus gustos, su manera de andar y su postura. Ya no lo reconocía.
Un año después, cree haber conseguido quererle, si es que alguna vez dejó de hacerlo. Es su madre, así es como la gente la conoce ahora; son una pareja. Pero echa de menos al otro Kyle: aquel chico huraño que escuchaba death metal y escondía droga en su habitación. Su Kyle. Ha dejado de buscar indicios de él en sus ojos y ha conseguido admitir la posibilidad, aquí, con la despiadada televisión como único testigo, de que él se haya ido.
Cambia de cadena para escapar, un reflejo mecánico de su dedo en el mando (el verdadero Kyle le aparta la mano y permanece de pie, rodea la mesita de café mientras se difumina y se gira hacia la puerta para echar un último vistazo). Escucha el crujido de un paso en el pasillo y pone en silencio la televisión, espera a volverlo a oír. Sus ojos alcanzan a ver un destello de movimiento, pero solo es su reflejo en la ventana, una mujer en bata en un sofá. La madre de Kyle.
El último pasajero le ha dado una dirección equivocada y Brooks tiene que llamar al puesto de guardia para encontrar la correcta. El viejo está cocido y no puede ver bien, encima, todas las calles por aquí suenan igual: Millwood, Millbrook, Woodbridge. El lugar parece de mentira, filas y filas de casas unifamiliares idénticas descendiendo de forma suave por las curvas. Vive solo, así que Brooks se asegura de que entra en casa sano y salvo. Da un golpecito a la consola y saca el informe de debajo del asiento, adelanta hasta la sección en cuestión mientras pasan los faros por la carretera.
El sargento Sylvester fue el tercer oficial en llegar al escenario y declara haber asistido a los oficiales que se encontraban en el escenario y más tarde ayudar en la identificación de los cadáveres.
Neg. 01. Vista desde el oeste del escenario de la colisión mostrando las marcas del neumático derecho saliendo por el arcén norte.
Neg. 02. Vista desde el oeste del escenario de la colisión, el vehículo en reposo y las marcas de contacto con el árbol.
Neg. 03. Vista desde el noroeste del vehículo en reposo. Marcas de tiza indicando la posición en reposo de los pasajeros expulsados. («Esa debes ser tú», le dice Toe a Danielle.)
Todo lo que quiere es la hora precisa y cuando la encuentra, la estudia como si fuera la combinación para la salvación. Está el McDonald’s y el aparcamiento del Dunkin’ Donuts, tal y como lo recordaba. Los números del año pasado concuerdan exactamente, los movimientos. Podría ser una casualidad, un tributo, pero la precisión le preocupa. Se pregunta si Tim le esperaría si él llegara tarde, ¿qué pasaría si no aparece?
Las luces del pasillo del edificio parpadean y Brooks deja el informe en el asiento vacío. Toma el camino de regreso, pero no lo comunica, deja la radio en silencio mientras circula por una urbanización que él nunca podrá permitirse, parando al llegar a la caseta del guardia al que saluda con un gesto.
Ya es la hora, lo sabe, pero se ve a sí mismo apresurado. Su destino está a menos de dos kilómetros, cinco minutos como máximo y, sin embargo, acelera el Vic, arriesga con la luz intermitente en ámbar en el parque de bomberos (una luz encendida en el interior, como si los camiones estuvieran en venta). Tiene combustible, eso es bueno; no quiere parar, está preocupado por si se queda atrapado en la arena.
—359 —en la radio llaman a Eisenmann. Una alarma en el instituto, probablemente falsa. Ha estado teniendo problemas con el sistema nuevo. Brooks casi está en Stony Corners cuando oye al chaval lo verifica, apesta.
Cuando vuelve a la calle sin salida, el tipo que se quejó todavía está despierto, Brooks mete el morro encima del bordillo y toma su propio camino, un tramo de vegetación en pendiente. Aprieta demasiado el pedal de aceleración y se desliza lateralmente, los neumáticos giran sobre el césped mojado. La valla se alza iluminada, la curva y los postes sin nada en medio. Se balancea sobre la calzada, demasiado rápido, salpicando en los charcos mientras el morro del coche da bandazos. Inconscientemente, le pide disculpas al Vic. El coche patrulla le iría mejor para estos casos: herramienta equivocada para el trabajo.
Las ramas de los pinos rozan el tejado, sigue avanzando, frena en el claro hacia el barranco. La radio está en silencio, solo los golpes del parabrisas. Repasa el tiempo que ha perdido en casa, reforzando a Sandy y llevando al viejo a su casa. No le sorprendería que el coche ya no estuviera allí, luego borra el pensamiento de su mente. No pueden haber sido más de cuarenta minutos y McDonald’s nunca es tan rápido, ni siquiera en su mejor noche.
Frente a él, los árboles se abren a un espacio pavimentado de hojas muertas. Al acercarse, el montículo de suciedad y el montón de desechos adquieren una forma que surge de la oscuridad, claramente definida. Si los chicos están aquí, ya les ha dado el debido aviso, así que no necesita ser diplomático. Avanza con el Vic hasta el claro y pone las largas, inmediatamente encuentra el coche bajo los árboles al final de la valla, justo donde lo dejó.
Por costumbre, siente la necesidad de dar aviso, una especie de dolor fantasma; en cambio, aparca el Vic y se acerca rodeándolo hasta llegar al maletero, saca la pequeña palanca.
Sería más fácil cortar la capota de tela, pero cuando se da cuenta ya está entrando por el hueco de la ventanilla (le vemos desde el asiento trasero, una película muda, su cara apretada por la concentración). Luego un pequeño truco de lobo de mar con la muñeca y ya está dentro.
No le interesan las latas de cerveza o el contenido del cenicero. Esto no sería considerado como una causa probable. Pasa entre los asientos y agarra el bate.
(«No lo hagas», dice Danielle.)
No se engaña a sí mismo convenciéndose de que actúa como un ciudadano cualquiera, que esta noche, sobre todas las noches, existen circunstancias atenuantes, sus personas queridas en peligro. No duda, sabe que esto acabará con su carrera, se olvida del Consejo de revisión del jefe. Cierra la puerta, adopta la posición adecuada junto al faro derecho y golpea, luego pasa al izquierdo y batea. El bate hace un ruido hueco poco satisfactorio contra el portalámparas, el cristal se rompe, pero no se hace añicos, no como en los antiguos con las finas estructuras plateadas. Va hasta la parte trasera y destroza las luces traseras, un golpe bien calculado para cada faro. Brooks no va de Mad Max, es más bien como el tipo de la fiesta de carnaval del parque de bomberos, un dólar por golpe, para una buena causa. Se toma su tiempo, hace que cada golpe cuente. Incluso cuando revienta el parabrisas está tranquilo, deja caer el bate como un eje en medio del adhesivo hasta que el cristal se comba. Deja solo las ventanas y la carrocería, vuelve a colocar el bate donde lo encontró y cierra de nuevo la puerta. Luego se pone de rodillas junto al neumático delantero, desenrosca el tapón de la válvula y deja salir el aire que huele a humedad apretando con el pulgar. Con esto basta, ha quedado inutilizable (como si esto fuese todo lo que quería). Mientras se aleja, se da cuenta de que lleva el tapón de la válvula en la mano, como un sonámbulo que se despierta de repente, se queda mirándolo por un segundo y lo tira entre la hierba.
Dos minutos y estarán perfectos, se entretiene y ayuda a Kyle a quitarse el mandil. Los pasillos están oscuros, únicamente se ve la luz roja de la señal de salida atrapada en el suelo sin brillo. Darryl está en el piso de arriba, cerrando las oficinas y encendiendo el vídeo de vigilancia. Tim ha visto alguna vez el panel de control con las pantallas y se imagina a él y a Kyle moviéndose como ratas en un laberinto por todo el aparcamiento. La cinta será una prueba, como sus tarjetas de fichar, una historia inútil.
Hay algo sólido en el bolsillo del delantal de Kyle, una barrita de Snickers.
—¿Qué es esto? —le pregunta Tim.
Kyle mira hacia otro lado y Tim se da cuenta de que ha sido demasiado duro con él.
—Está bien —le dice—. Es Halloween,
La mete en su chaqueta, pensando en que más tarde tiene que acordarse de dársela, entonces vuelve a preocuparse, pensando que quizá se equivoque al incluirle en su plan. Siempre fuimos cinco, pero ayudar a Kyle ha sido lo único bueno que ha hecho desde el accidente. Podría pedirle a Darryl que le llevara a casa, a pesar de que nunca antes se ha ofrecido voluntario, seguramente ni siquiera sabe donde vive Kyle.
El reloj da un golpecito y los números giran, perfectos; Tim mete su tarjeta en la ranura, la perforadora la golpea como una grapadora, pasa también la de Kyle y la coloca en el estante junto a la suya. Son un equipo ¿Cómo podría Kyle arreglárselas en el trabajo sin él? ¿Qué haría?
(«No seas tan egoísta», le dice Danielle dándole un pellizco en el cuello como hacía antes. No le hace nada. Pensaba que seríamos más fuertes a medida que se acercara la medianoche, pero no.)
Comienzan a andar hacia la puerta bajo el ojo infrarrojo de la cámara, Kyle muy pegado a él.
—Señores —dice Darryl como cada noche, luego les deja ir. Tim ha estado jugando limpio tanto tiempo que le gustaría decirle que no irán a trabajar mañana, inventarse alguna excusa tonta.
—Buenas noches Darryl —dice Kyle, la respuesta correcta, se separan y cada uno va hacia su coche. Tim mira a su alrededor buscando a Brooks, pero no ve a nadie, solo el foco que ilumina el invernadero.
Dentro del jeep hace frío y lo primero que hace Tim es encender la calefacción. Cuando empiezan a cruzar el aparcamiento, pone el cedé con las canciones y empieza a sonar la de Black Crows y Jimmy Page de Toe: Since I’ve been loving you, un blues tristón para acabar la noche que Toe canturreaba. Kyle no muestra reacción alguna, como si antes nunca la hubiera oído (Kyle odiaba todo tipo de rock anticuado, especialmente los Zeppelin). Tim le ignora, se sumerge en lo más profundo de la canción, un lugar al que ha viajado en su habitación muchas otras noches, colocado y soñando con esta noche, los auriculares le conectan con otro mundo. «Working seven, seven, seven… to eleve, leve, leven, makes… life-a-drag… drag, drag, Draaaag. Brump, brump, ¡tsshhh!» El difunto John Bonham hace retumbar un platillo en el original. La calle y las farolas parecen parte de la música, el resplandeciente túnel de lavado del Walgreen’s, la neblina dorada tóxica encima del Staples. «But since I been loving… dunt, dunt, dah… I’m about to lose, whymaboutalose, whymaboutaloowhose, my worried mind.» Tim mueve la cabeza al ritmo lento del bajo mientras se va apagando, en total consonancia, la conexión física y religiosa (porque es verdadera, esa sensación, le sorprende que alguien llegue a entenderlo) y entonces (como es habitual en Avon) les toca parar y esperar en el único semáforo que queda en toda la ciudad.
Todo el tiempo han estado caminando hacia el lado equivocado. Tendrían que haber cortado por detrás de Old Farms, están en la parte más alejada del árbol, la parte con más curvas, más allá del campo de fútbol, donde la gente va a pescar en el arroyo. En coche no parece nada, pero andando es un infierno.
—¿Llevas otra cerveza ahí? —pregunta Greg.
—¿Tú qué piensas?
—Pues entonces sácala, Bruce.
—Las estoy reservando —lo dice en serio y Travis lo respeta. Esta parte de la misión es tan importante como las otras.
—¡Eh! —exclama Greg—. ¿Crees en todo esto: la ouija y toda esa mierda?
—No, cuando te vas, te vas.
—Supongo —pero lo dice como si no lo supiera—. Me pregunto dónde estará ahora Toe.
(«Todavía en esta puta ciudad», dice Toe «y aquí seguiremos todos si no os dais prisa, chicos».)
—¿No hemos ido a visitarle esta mañana?
—Eso no era él —responde Greg—. Tiene que haber una parte de ti que va a alguna parte, un espíritu, un alma o algo así.
—Cuando me enseñes uno, me lo creeré.
(Y nos hubiera encantado materializarnos justo frente a él como ángeles, suspendidos en el aire y con un resplandor por detrás de ellos, cargados de buenas nuevas. Lo más que podemos hacer es asustar a algún mapache para que corra hacia ellos, levantar un montón de hojas y hacer saltar un cortocircuito al otro lado de la carretera.)
—¿Qué ha sido eso? —pregunta Greg.
—Quizá tu espíritu.
—No bromees con eso, tío.
—Vale —contesta Travis, hoy es la noche de Toe. Travis desearía poder acabar con esto de una vez, dejarlo estar o darlo por terminado para todo el invierno, acabar con los cotilleos, convertirlo en serrín y cagarse encima.
Alrededor de ellos, ven flotar entre los árboles un resplandor tenue. Travis se gira para buscar la fuente y ve una luz que se avecina tras una pendiente a lo lejos.
—¡Coche! —grita y se adentran en el bosque, saltan a la cuneta por encima de las hojas blandas, su mochila traquetea. Travis se lanza hacia el árbol más cercano y llega hasta la corteza del tronco, apretándose contra ella. Greg se pega al árbol de al lado. Los dos están empapados y tiritando. Se miran como si fuera divertido.
La luz de un faro corta el horizonte seguida de la otra, como si el coche fuera asimétrico. Mientras desciende la pendiente, pueden ver entre los troncos el alcance de la luz por delante y por detrás, por todas partes. El ruido de los neumáticos crece y luego el motor. Han tenido que sudar tinta para bajar por estas mismas curvas hasta el puente y luego han subido otra vez, rompiéndose la espalda, el coche recorre esta distancia en un minuto. Las sombras se mueven y se desdoblan, se cazan entre sí al pasar entre los árboles y tienen que moverse para permanecer ocultos. Mientras pasa ante ellos, rápido como un avión, Travis puede ver que por el tubo de luz en la oscuridad y la banda reflectante del adhesivo en la puerta se trata de un coche de la policía. No consigue leer la matrícula (AV 36, nuestro número de la suerte), pero sabe quién es.
—Tío —cuando están solos de nuevo—, tenemos la suerte de cara.
El Dunkin’ Donuts está cerrado. Sin razón, lo está y punto.
(«El señor Arnold no está», dice Danielle, «esa es la razón. Es de los tipos que suelen irse pronto.»)
En el interior, en la penumbra, una máquina de plástico transparente vierte una cascada eterna de refresco de naranja. Tim mira el reloj del salpicadero como si hubiera perdido quince minutos sentado bajo la luz. Es la hora, se supone que no debería cerrar hasta dentro de diez minutos. El plan se precipita en su cabeza, ininteligible, no es ninguna ayuda. Ha llegado muy lejos. ¿Es eso? Se siente como si alguien estuviera gastándole una broma. Tiene a Kyle al lado y no sabe qué hacer. (Ahora mismo nos tiene a los cinco en el coche, Danielle justo detrás de él, el verdadero Kyle dentro de Kyle, nos pone muy nerviosos.)
Se siente al descubierto, el único coche en el aparcamiento, pero piensa que todavía llamaría más la atención si intentara esconderse tras el túnel de lavado. Todo lo que Brooks tendría que hacer es bloquearle y todo acabaría. Se preocupa porque una parte de él desea que esto ocurra, ser rescatado de nuevo, salvado de como se siente. Intentarían curarle con drogas, como la madre de Kyle, le convertiría en un zombi.
Y como siempre que tiene dudas, piensa en nosotros. Desabrocha su cinturón y pasa sobre los dos Kyles, abre la guantera y saca el montón de fotografías, la de Danielle está la primera. Deja la puerta abierta para la luz, inclina las fotos para que no deslumbren. Kyle lo mira con las manos vacías y Tim recuerda los Snickers.
—Gracias Tim —dice Kyle.
Ahí está ella, en el autobús con el jersey rojo.
Y aquí están en el telesilla, levanta el pulgar con los guantes (el señor Kulwicki hizo la foto).
En esta otra foto estamos todos en el Six Flags para la Rocktoberfest, borrachos, con el brazo encima del hombro del compañero, el verdadero Kyle en medio. Danielle tiene una bola de algodón dulce rosa, se acuerda de cómo la besaba en el Skyride, mientras se burlaban de la gente que pasaba bajo ellos.
Tras él, el Kyle vivo absorbe el chocolate, mirando enfrente, como si estuvieran circulando. Tim le enseña la fotografía, no parece reconocerlos.
—¿Sabes quién es este?
Kyle mordisquea, rumiando, luego señala con un dedo:
—Tim.
—Exacto ¿A quién más ves?
Se mete el último bocado en la boca. Mi canción está sonando ahora. Everclear: «I don’t believe you when you say, everything will be wonderful someday». Tim no escucha, ya la ha oído un millón de veces. Espera a que Kyle nombre al menos a alguno de nosotros, como si eso pudiera salvarles.
—¿Quién es este? —le pregunta Tim, señalando a Kyle con su perilla de tonto y la cadena de plata—. Mira —le acerca la fotografía y Kyle retrocede asustado.
—No lo sé.
Tim cambia a una mía y de Toe en la galería de tiro:
—Este es Marco —dice— y este Toe.
Cambia de foto.
—Esta es Danielle.
Kyle sigue sentado con el envoltorio de los Snickers en la mano, los mira como si pensara que es demasiado difícil. (¿Y qué pasa con el verdadero Kyle? ¿Por qué no lo ayuda? ¿Es que se supone que todo esto se lo pone más fácil a Tim?)
Aquí hay otra de Kyle en la cola del Demon Drop, cruzando los dedos y con un pincho de salchicha pegado a la boca como un cigarrillo. Luego tiró el palo desde arriba como si fuéramos ingrávidos para ver si nos alcanzaba. Por un segundo flotó con nosotros y luego caímos en picado. No vimos cómo cayó.
—¿Quién es éste?
Kyle no lo sabe.
—Es Kyle —le dice Tim, pero luego piensa que ha ido demasiado lejos—. Es otro amigo mío que se llama Kyle. Los dos tenéis el mismo nombre.
¿Por qué Kyle tendría que saber qué contestar a esto? Se chupa los dedos. Tim pone la fotografía de Danielle en el autobús en el bolsillo, sobre su corazón, envuelve de nuevo el montón de fotos y lo vuelve a dejar en la guantera. Coge el envoltorio de Kyle y lo mete en el cenicero encima de las colillas quemadas.
«Please don’t tell me everything is wonderful now. Please don’t tell me everything is wonderful now.»
Sigue sin creerse que el Dunkin’ Donuts esté cerrado. Recuerda cuando recogimos a Danielle y gritó:
—¡Gilipollas el último!
Era un juego, el primero que gritaba «Gillipollas» ocupaba el asiento del copiloto, Tim lo hizo para que ella pudiera sentarse sobre sus piernas, de este modo, se sentó donde yo estaba y yo habría sobrevivido. Puede.
Le gustaría que estuviese abierto para pedir una dona, es todo lo que quería. No le parece tanto.
Bromeaban con el señor Arnold, disgustado con Danielle por su uniforme: «Bonito traje».
Luego subieron al coche.
El cedé es como una cuenta atrás. Negative Influence de Zero Tolerance para Kyle, que no se da ni cuenta. No sabe por qué están allí. Tim mira a su alrededor en busca de Brooks y piensa que ya le ha dado demasiadas oportunidades. Ya no puede esperar más tiempo. Es hora de irse. Si Kyle tiene que mostrarse, tendrá que ser ahora.
(Y entonces es cuando el verdadero Kyle hace su movimiento. Se gira, se le acerca, pone la palma de su mano en medio del pecho de Tim y cierra los ojos, concentrado, como si estuviera drenando la vida de Tim fuera de él.
«Para», grita Danielle, intentando agarrarle por el pecho, pero la mano, su mano, pasa a través de él.
Lo intentamos todos juntos —1, 2, 3— pero es demasiado fuerte. Por un segundo él es todo en lo que Tim puede pensar, nosotros estamos cada vez más lejos.)
—Tío —cuando están solos de nuevo—, tenemos la suerte de cara.
Brooks no necesita revisar el informe de nuevo. Coloca el Vic en la salida más alejada del aparcamiento del Battiston, orientado hacia la 44 y con las luces de estacionamiento encendidas, pero sin instalarse. Deja el ordenador apagado, ve pasar un Eclipse plateado a unos noventa, demasiado rápido para las condiciones. Es el tipo de coche que pararía, oficialmente está relegado de sus funciones, ¿pero qué pueden hacerle? Ha decidido que este será su último turno.
Hace un año estaba aquí, aparcado sobre las mismas manchas de aceite. No puede acordarse de lo que estaba pensando cuando nos vio, unos críos a toda pastilla, una posible infracción por no llevar los cinturones abrochados. Era final de mes, o el principio del mes siguiente, no importa, por alguna razón desconocida nos eligió. El coche no tenía nada de especial, inofensivo, no era uno de esos descapotables biplaza de chasis bajo o un sedán cromado en dorado. Puede que fuera la forma de acelerar, una invitación a la persecución. No lo dudó, una simple decisión en apenas medio segundo como las que había tomado millones de veces. Fichó el coche y se lanzó. En apenas un minuto circulaba en nuestro punto ciego, lo bastante cerca para anotar la matrícula. Brooks pensó que sería una parada fácil, chavales de la zona, pero cuando encendió las luces, el idiota aceleró para alejarse.
(«Que te jodan», dice Toe.)
Es demasiado tarde para volver atrás y corregir su error, cambiar la historia. Puede que esté aquí para disculparse o para pagar un tributo como Tim. Si él es responsable, Melissa le habría dicho que no, pero ella ya no está, entonces tendrá que enmendarlo. (Está loco).
—232 —desde central le llaman, Ravitch está de turno de noche.
Una furgoneta Buick pasa con uno de esos cerramientos de imitación madera.
—232, contesta por favor —pide Ravitch, las letras van pasando automáticamente por la pantalla.
Brooks cierra lentamente el ordenador, el resplandor queda atrapado dentro del armazón de plástico.
—232, ¿me recibes, por favor?
En la oscuridad, los instrumentos confieren un tinte verdoso a su piel. Brooks mira la carretera, pero la radio necesita su atención de nuevo, pronuncia su nombre como un sos. Acerca la mano verde al interruptor y la apaga.
Se dice a sí misma que debe esperar cinco minutos más antes de llamar, pero no se siente convencida. Es tan fácil; el número está en la lista junto al teléfono. En la tienda la conocen, la madre sobreprotectora de Kyle, pero ya debería estar en casa. Tim no se lo llevaría por ahí, no esta noche.
Las noticias le han asustado, las típicas historias terroríficas de Halloween de los alrededores, leyendas urbanas que se hacen realidad: cuchillas de afeitar en las manzanas, alfileres en las barritas dulces, niños con disfraces de gato negro atropellados al cruzar la calle. Han puesto un vídeo de un escáner de rayos X que enseñaba el botín de un niño, los padres a la espera. ¿Hay que tener tanto cuidado? Por experiencia sabe que no se puede controlar todo. Ahora mismo, la imaginación le traiciona, como cada noche, y piensa en lo peor que puede pasar, los árboles y los postes de teléfono tirados en medio de la resbaladiza carretera, la piel cosida de su hijo separada de la carne de nuevo, el policía camino de su casa para comunicarle la noticia.
Aparta la manta a un lado y se pone de pie (Kyle no está, se encuentra totalmente sola). Hace frío en la casa y eso le sirve de excusa para ir hasta el comedor y encender el termostato. Va hasta la puerta de entrada y mira a través de la ventana las piedras del jardín, el camino y la oscuridad de más allá y piensa en que ya deben haber pasado al menos cinco minutos.
Puede que se hayan quedado a trabajar hasta tarde, puede que sea tan simple como eso. Quizá estén descargando un envío o algo así en la parte de atrás.
No necesita el listín, sabe el número de memoria. El suelo de la cocina está frío así que se queda de pie en la alfombrilla delante del fregadero mientras escucha los tonos al otro extremo de la línea (estamos todos, salvo Kyle, acurrucados alrededor del teléfono a oscuras). Dos, tres. A veces no lo cogen a la primera.
Un nuevo tono interrumpe de repente, lo que significa que le responderá un contestador automático. Se oye un clic, le explican que ha llamado al súper Stop’n’Shop, recitan el horario de apertura y le piden que deje un mensaje después de la señal. Si desea oír más opciones… sabe que eso no le servirá de gran ayuda.
Se oye un pitido. No está segura de si debe dejar un mensaje, está preocupada porque puede perder la poca credibilidad que tiene allí. No quiere parecer una histérica, su mayor miedo. Mira detenidamente el reloj encima de la nevera y piensa que tiene motivos suficientes.
—Hola —dice dándose prisa, intentando no parecer desesperada—. Soy la señora Sorenson. Sé que está cerrado, pero si Kyle está todavía ahí, me gustaría que alguien llame para avisar. Gracias.
Luego desearía haberse acordado de decir «Feliz Halloween».
(Mirando desde el pasillo, por detrás del cristal de una cara oímos cómo cuelga. La cinta se para y vuelve al principio. El número rojo en la parte superior del contestador parpadea. En el sector de comida para animales, aparece en una de las pantallas una señal luminosa corriendo por el suelo como un misil: un ratón.
—Corre, colega —dice Toe, los dos nos echamos a reír.
—Esto no está bien —interrumpe Danielle—, yo debería estar con Tim. Y desaparece.
Toe y yo nos miramos, medio sorprendidos medio pensando: somos todo lo que tenemos. No es nada nuevo. Suele ocurrir con los tipos como nosotros.)
Salen de detrás del árbol. Están tan cansados que prácticamente deambulan en la oscuridad. Travis va mirando abajo y ve por el rabillo del ojo una flecha blanca y luego el ramillete de rosas, todas juntas y amarillas, para recordarnos (del señor Stone, para Danielle). La base del árbol está abarrotada como un altar en la parte donde chocamos; todo el mundo sabe hacia donde íbamos. Travis enciende el mechero para ver las nuevas ofrendas que la gente nos ha llevado: los globos de plástico en forma de corazón, las velas perfumadas y las letras de canciones plastificadas. El tronco está cubierto de tarjetas empapadas, por encima de todas sobresale la corona de la madre de Kyle, un elemento decorativo permanente, nuestras caras lacadas sonriendo eternamente. Se agachan y la leen como se hace en los museos.
—¡Dios! —exclama Greg—, esto da escalofríos.
—No jodas.
—¿Qué hora es?
Travis mira la lluvia y duda:
—No lo sé. Casi la hora.
Se quita la mochila y se arrodilla para abrirla, rebusca y encuentra el bulto sólido del quemador de carbón, el metal de la lata se dobla al cogerlo.
Greg aparta de una patada los ositos de peluche empapados y los amontona. Travis los rocía con líquido. Deja que sea Greg quien rocíe el árbol y luego vuelve a empapar el montón. Huele como una comida al aire libre.
Les parece oír un coche acercarse y se quedan paralizados, pero solo es el viento.
—De acuerdo —dice Travis— échate atrás.
Acerca el mechero a un muñeco de un gnomo empapado.
El fuego se extiende en olas azules, nada espectacular. Solo se quema la superficie, el pelo de los animales rellenos se chamusca. Travis vuelca la lata y con un rugido se forma una llamarada que le calienta las mejillas.
—Guay —dice Greg.
El tronco se prende, y la corona, las fotografías se llenan de ampollas y se doblan. Las llamas del fuego alumbran durante unos minutos, iluminando las ramas estiradas por encima de sus cabezas, luego mueren en olas temblorosas. Travis acerca de nuevo el mechero, pero lo único que consigue es ahogar los últimos rastros que asomaban.
—Está demasiado mojado —apunta Greg.
—Solo hay que echarle más —insiste Travis y agita la lata para enseñarle que todavía queda mucho—. ¡Eh! Nadie va a irse hasta que me beba otra cerveza.
Aquí está, aquí está. Brooks apenas puede creerlo, el jeep rojo, el mismo que ha estado siguiendo todo el año en sus sueños y aquí está, pasa salpicando a pocos metros de donde está sentado, con la capota curtida, la cubierta de los neumáticos Wangler y la matrícula memorizada. Es él. Se siente satisfecho, no olvidado, pero indultado hasta hoy (no nosotros, que estamos jodidos). Tener su misión justo delante de él, después de todo un año de fantasmas agresores es un alivio. Arranca el Vic y empieza a conducir, se asegura de que el carril está vacío y avanza, enciende las luces mientras sale.
Delante, el jeep acelera cuando Brooks intenta aumentar la velocidad. Está mojado, se recuerda a sí mismo, su pie aprieta poco a poco el pedal mientras gira para entrar en el carril izquierdo. Son los únicos coches en la carretera. Brooks sigue recto, la transmisión golpea el engranaje, el potente V8 le empuja contra el asiento. Pasan por el Friendly’s y el Blockbuster, sombras de figuras humanas congeladas en los escaparates. Alcanza al coche, si fuera una carrera, no le daría ni una oportunidad.
Pasan volando colina abajo por el Walmart, el Fleet Bank y por la ensenada del D’Angelo y el Boston Chicken. Brooks acorta la distancia, puede que vaya demasiado rápido. Tim circula a unos setenta por hora. Brooks no quiere cometer los mismos errores que la última vez y reduce. Cuando lo hace, el jeep se aleja de nuevo.
Aquella noche corrió tras nosotros pisándonos los talones con la barra de luces encendida. Era el procedimiento, pero el chaval se asustó.
(«Exacto», dice Toe «¿Quién necesita ir a la autoescuela?»)
Esta vez les deja alejarse un poco, pero les sigue de cerca, a una distancia de seguridad, calculando su tiempo de reacción por segundos desde el poste de teléfono. Tim baja a toda velocidad la recta del Stub Pond y Brooks se le pega. La noche les rodea y recuerda la sensación de un túnel de visión en la persecución, su campo de visión se va estrechando hacia los dos puntos que tiene enfrente, bloqueado como un piloto de un caza. De repente se da cuenta de que mantiene la respiración, está apretando los labios, abre de forma consciente la boca y traga saliva.
Va a parar al chico y hablará con él, le pedirá disculpas, admitirá todo lo que el departamento de abogados dijo que no podía hacer público, como si eso le importara. Brooks podría decirle cualquier cosa y nada cambiaría. Sus amigos están muertos, su novia ¿Cuántos años tiene?, ¿diecisiete?
Las luces de freno se iluminan ante él, viran bruscamente haciendo eses. La capota del jeep es pesada y está carcomida en las esquinas. Es todo lo que puede hacer Brooks, no ceder y mantener su ventaja. Piensa en cortarle el paso, echarse a su derecha y bloquearlo para que no pueda girar en Old Farms, pero podría intentar parar antes y huir. Brooks se pregunta si estará asustado o si, como él, está listo para cumplir su destino común. (Ya os lo había dicho, el tío está chiflado, le falta un tornillo desde esa noche; todo el mundo lo dice).
Sobreviven a las curvas y pasan a toda prisa por la comisaría, donde Ravitch seguramente todavía está llamándolo. Pasan volando por la oficina del parque y el quiosco de música del jardín municipal, corriendo y dejando atrás el resplandor naranja del centro de Avon, el campanario blanco y las flamantes hileras del O’Neill’s. Brooks podría alcanzarlo aquí, pero se echa atrás y frena cuando él lo hace, para dejarle que se prepare para la curva. Va demasiado rápido y la parte trasera del jeep derrapa, amenazando con dar un trompo. Brooks se agarra por empatía con fuerza al volante. El chaval frena.
—¡No! —exclama Brooks.
El jeep derrapa hacia un lado, se pone a dos ruedas y vira bruscamente hacia el carril contrario antes de caer sobre las cuatro ruedas, corregir la dirección y salir de nuevo disparado.
—¡Dios! —dice Brooks, moviendo la cabeza, se desliza con suavidad para coger la curva tras él. Acelera el Vic e intenta cogerlo, luego tiene que desviarse a la izquierda para evitar a una persona saliendo de la parte de atrás de O’Neill’s.
Pasa a muy poco del morro del otro coche, evitando a duras penas la colisión y ver por detrás de él en plena persecución un coche patrulla de la policía. Pone las luces y como si fuera un adolescente pisa a fondo el acelerador.
Tim ya está muy cerca y sigue acelerando, a punto de pasarlo, la cabeza a punto de estallar. No entiende qué está haciendo Brooks, por qué se queda atrás, preferiría que no estuviese allí. Él es el único que está siguiendo el plan, pero siente que es algo que le está pasando, la pesadilla de otra persona en la que él participa. Le gustaría pararlo, despertarse y encontrarnos vivos.
Acaban de pasar por la carretera de Arch, por el paso elevado del ferrocarril. Intenta no mirar hacia atrás, pero no puede perder de vista las luces rojas y azules, el resplandor luminiscente como el del fuego, la sirena tras él. Tiene el coche marcado y se siente como si no fuera a ninguna parte. El hormigón de la carretera se extiende ante él hacia el infinito, tanques sépticos y el alcantarillado por donde corre la mierda de toda la ciudad. Estará bien cuando pase la última farola, piensa, pero al hacerlo la noche sigue sin parecerle bastante oscura. Quiere desaparecer bajo la tierra, adentrarse en el bosque y seguir hacia abajo por la ruta para bicicletas hasta aquellos lugares ocultos que solo nosotros conocemos. Quiere regresar a casa.
Puede sentir cómo se le acerca Brooks, recortando en la curva de los edificios de Towpath, invadiendo todo el tiempo el carril contrario.
Está sonando la canción de Danielle, Natalie Merchant: «I may know the word, but not say it. I may know the truth, but not fay-hayce it.» (Danielle está justo a su lado, en el asiento vacío del copiloto, le dice que no sea estúpido. Estábamos preocupados por el verdadero Kyle, pero se ha desvanecido, se ha esfumado, como el Kyle vivo, ya ha cumplido su misión.)
Tim se plantea todas las opciones, pero de todos modos ya es demasiado tarde. Las fuerzas que le rodean son mucho mayores de lo que puede llegar a entender. No es capaz de pensar en alguna razón por la que no hacerlo, le enviarán lejos; sus padres irán a visitarlo y se sentarán con él. Tendrán que hablar con los médicos. Ya ha contestado a bastantes preguntas en toda su vida. Su madre le ha estado preguntando una y otra vez durante todo el año lo mismo:
—¿Estás bien?
«If I’m on my knees I’m, begging now. If I’m on my knees, groping in the dark.»
Qué fácil es dejar que el coche hable por uno mismo, que extremadamente complicado es dar una respuesta.
Se acuerda de cómo era cuando vivíamos. Le parece que hace años, aquellos últimos momentos, su nariz junto al pelo de Danielle, mientras le decía a Toe que aminorase. Lo que más miedo nos daba era meternos en líos, que llamasen a nuestros padres para que nos llevaran a casa. Esto es diferente.
La carretera de Country Club, la última oportunidad para salvarse. Mira por el retrovisor y ve a Brooks aproximarse rápidamente y alguien más tras él, otro poli, el tipo con las luces. No reduce en la intersección, se dirige en línea recta y pasa la caseta de la entrada y las columnas.
Natalie ha acabado. Pasa de pista y llega Billy y los Smashing Pumpkins, la tronadora caja de sorpresas se abre y suenan los apabullantes acordes, el vertiginoso carnaval de las guitarras, se pone a cantar: «Today is the greatest, day Yve ever known. Can’t live for tomorrow, tomorrow is much too long.» Al menos algo del plan está saliendo bien. La victoria le da fuerza, hace que coja las curvas más rápido. Son las 23:57 y esta es su canción.
Hay un teléfono público en la esquina delantera del aparcamiento del Dunkin’ Donuts. Kyle coge la moneda de veinticinco centavos que Tim le dio (un talismán que, a diferencia de nosotros, sobrevivió al accidente) y la empuja con el pulgar en la ranura derecha a la primera. Se inclina para leer los números y aprieta solo tres de forma rápida, nada típico de Kyle. Se pone derecho con el auricular, con un dedo en la oreja cuando ve que un coche baja la colina, a la altura del autolavado, se gira al oír que alguien contesta.
—¡Eh! —dice—. ¡Sí! —La voz suena como la del Kyle que conocíamos—. Quiero informar de un accidente.
Cuando acaba, cruza la 44 y corta por la pista panorámica del McDonald’s, va directamente a la ventanilla para coches y busca alguna moneda por el suelo.
Avanza recortando las curvas, dando volantazos e intentando mantener las luces a la vista. Brooks tiene que atraparle; va demasiado rápido. Querría que el Tahoe se largara, como si ese fuese el problema, la sirena y las luces le distraen, horadando su cerebro. No puede arriesgarse con la radio, necesita las manos para conducir. La carretera desciende entre las cunetas, se abre camino a través de la niebla que enturbia la noche y le ciega.
Brooks tiene un coche más rápido, es mejor conductor. Tras cada viraje de la carretera, se acerca más al jeep, se convence más de que puede sobrepasar a Tim, es peligroso a tanta velocidad. Es exactamente lo que pasó la última vez, parece que haya caído en la misma trampa. Y, sin embargo, el informe en el asiento de al lado cuenta una historia diferente: respetó la velocidad y una distancia razonable, pero así es como sucedió. Iba besándole el culo a Toe cuando empezamos a subir la última cuesta. («¡Más despacio!», gritó Tim desde atrás.)
Brooks se sorprendió tanto de ver nuestras luces traseras brillando que se puso nervioso y pisó a fondo el acelerador queriendo pisar el freno, golpeándonos.
Recuerda el Camry, cómo dio un tremendo bandazo delante de él y volando hacia un lado fuera de la carretera, volando por los aires. El informe da datos más exactos de todo esto: la velocidad precisa a la que chocamos contra el árbol, el ángulo exacto de impacto, pero es demasiado tarde para borrar las mentiras. Avon es una ciudad pequeña y los rumores acaban volviéndose verdades. (Otra razón por la que adoramos a Brooks, el tipo no ha intentado ni una sola vez negárselo a sí mismo. Todo este año ha estado amargándose la vida, persiguiéndose a sí mismo, no creas que no lo hemos apreciado. Brooks, tío, eres la hostia, no importa lo que los demás digan.)
Pero lo que no sabe nadie, ni su jefe, ni Melissa, ni Tim, es que les vio chocar. Nos golpeó y luego recuperó el control, pasó de largo mientras nosotros salimos girando hacia el árbol, un carrusel misterioso despidiendo piezas. Vio a Danielle cuando salía despedida mientras frenaba. No había visto nunca a nadie salir despedido, solo había leído sobre el tema; sabe que la gente sobrevive o muere según la suerte que tenga. Danielle salió volando y chocó contra otro árbol, dio volteretas sin fuerzas y aterrizó. Brooks paró, retrocedió y salió corriendo. Estaba tirada boca arriba con la parte superior de la cabeza por fuera; no estaba viva. Él había hecho aquello, no paraba de pensarlo. Él lo había provocado. Alguien gritaba en el asiento trasero, cuando se agachó para asomarse, el coche olía a sangre. (¡Oh, Espíritu!).
Brooks tiene que olvidar el pasado. Tiene a Tim al alcance, necesita interponerse entre él y el árbol. Tiene el coche, conoce la carretera; es como si hubiese estado toda su vida preparándose para esto, nuestro propio Flying Dutchman.
Deja serpentear el Vic mientras bajan por una ensenada y lo alcanza a poca distancia, se pone justo detrás de él al entrar en la curva, sus luces se reflejan en el logotipo Wrangler de los neumáticos. No quiere golpearle, como sucedió con nosotros, para no sacarlo fuera de la carretera, así que se abre y pasa hacia delante, corre, no para sobrepasarlo, sino para comprobar si derrapa y puede bloquearlo, un movimiento de idiotas. Lo hace y Brooks aminora apenas un segundo, se cruza repentinamente a su derecha y aprieta el acelerador, intentado mantener a Tim en la parte interior. Ha conseguido la posición, avanza a la altura del guardabarros trasero, por la puerta y luego el neumático delantero. Y cuando pensaba que ya estaba consiguiéndolo, el jeep se le acerca y lo golpea.
El Vic hace eses, pierde el control de la parte trasera del coche. Sujeta con firmeza el volante, hacia la izquierda y hacia la derecha, y el peso pasa de uno a otro lado, acelera para enderezar el morro, luchando por mantenerse fuera de las hojas. Teme que el jeep esté coleando, aún peor que él, dando volantazos y sin control. Luego lo ve delante de él en medio de la carretera, alejándose.
El teléfono le da un sobresalto de muerte cuando suena cerca de la nevera. Lo coge antes de que suene la segunda vez, pero nadie contesta, una broma o una llamada obscena.
—¿Hola? —pregunta—. ¿Hola?
—Hola —repite Kyle.
—¿Dónde estás? ¿Tim está contigo? —Debería estarlo; Kyle no sabe utilizar el teléfono por sí solo—. Kyle, contéstame.
¿Acaso le ha colgado?
—Kyle.
Oye cómo el auricular da un golpe contra algo, como si lo hubiera dejado y acabara de cogerlo de nuevo.
—McDonald’s —contesta.
—¿Dónde está Tim?
—Tim.
—Se supone que estaba ahí contigo.
Kyle no responde.
—Quédate ahí y ya está —le ordena—. No te muevas, ¿me oyes?
Sus zapatillas de jardinería viejas están en el armario. Se pone una chaqueta por encima de la bata. Agarra las llaves y jura que matará a Tim.
Sigue mirando hacia atrás, espera que Brooks deje de seguirlo, pero no lo hace. Si simplemente le dejara solo, piensa Tim. Está tan cansado que solo quiere cerrar los ojos. Por alguna parte, cerca de allí, está la vieja mansión de Scoville. Se imagina a sí mismo en una de sus camas con dosel, con sus pesadas sábanas dándole la bienvenida, un reloj en el recibidor marcando la media noche.
«I tried so hard», canta Billy, «to cleanse these regrets…»
Nadie le perdonará, lo sabe. Se ha convertido en un experto en leer el silencio de las personas. Lo siente por su madre y su padre, eso es todo (Danielle está sentada junto a él con los brazos cruzados, cabreada. El verdadero Kyle está de nuevo con nosotros, sentado en el asiento trasero. Es como una reunión; incluso hay música).
«Today is, today is…»
Debería estar aquí de un momento a otro; la canción se acaba. No puede quedar mucho.
Por detrás de él, Brooks es implacable. Si parase…, pero sigue persiguiéndolo. ¿Qué es lo que quiere? Ya se lo ha robado todo. No puede quitarle esta última cosa, lo único que le queda.
—No —dice finalmente Tim, se reconcilia consigo mismo. No está asustado.
(Ven, adéntrate en la noche.)
El jeep sube la cuesta y ve, justo allí, al otro lado de una ensenada poco profunda, un fuego encendido: el árbol, como una almenara en la noche, una señal. Las llamas le atraen, son todo lo que puede ver. Se dirige derecho hacia ellas.
(¡Vamos! —dice Toe. Y todos ponemos las manos sobre Tim, incluso el verdadero Kyle, incluso Danielle.)
Brooks no tiene suficiente espacio para alcanzarlo limpiamente por detrás en el último instante y prefiere no intentarlo. Su única oportunidad es avanzar hasta colocarse a su lado, darle un pequeño golpe y esperar que ninguno de los dos choque contra el árbol. Lo golpea y consigue hacerse bastante espacio en el claro para alcanzarle de nuevo y darle justo en la parte trasera.
Tim endereza, pero se le bloquea un neumático, el jeep se inclina de forma peligrosa y vuelca. Brooks intenta ir hacia la derecha, pero derrapa contra él y piensa: Oh, mierda. Los dos vuelan fuera de la carretera, dando varias vueltas sobre las hojas, el Vic atrapa al jeep contra el árbol.
No hay repetición a cámara lenta. Travis y Greg tiran las cervezas, corren a toda leche y consiguen dar algunos pasos antes de lanzarse cuando el coche se les viene encima. El jeep rueda y vuela por los aires, chocando justo en el centro del árbol. El techo se doblega, lanzando una lluvia de cristales. Antes de que el jeep aterrice, el coche patrulla justo detrás de él lo atraviesa por la mitad, empotrándose de lleno, la parte trasera se desplaza hacia delante dando golpes hasta que el tren de aterrizaje se estampa contra la copa del árbol, cortando las ramas, luego vuelca y cae, aplastando el techo.
Todo se queda tranquilo, el silencio se adueña del lugar. El árbol todavía está ardiendo, aunque poco, pequeñas chispas chisporrotean en la corteza carbonizada.
—¡Mierda! —grita Greg—. ¡Mi-er-da!
Travis no puede mantenerse de pie. Greg lo sujeta por el brazo.
Llega un policía con un Tahoe con la sirena encendida. Corre hasta donde ellos están.
—¡Al suelo! —grita—. Al suelo ¡Ahora!
El gilipollas se arrodilla tirándolos al suelo como en Corrupción en Miami, empuja su cara contra las hojas. No pueden explicar qué están haciendo allí y el poli les obliga a levantarse y colocar las manos sobre el techo del coche patrulla.
El poli va primero hasta el jeep. Está sobre un lateral y se tiene que poner de puntillas para poder ver el interior.
(Nosotros podemos verlo. Una nube de polvo en el aire, el lubricante seco del airbag, reventado y colgando del volante. Tim está tirado en el suelo, con un brazo atrapado bajo su cuerpo. El poli ilumina su cara con la linterna. No hay ninguna esperanza.
—No puedo creerte —dice Danielle—. Eres un gilipollas.
—Ya está mejor —dice Toe, como si hubiera estado enfermo.
—Lo hemos intentado —apunto yo.
—Mierda —exclama Danielle.)
El Vic está sobre el techo con los neumáticos al aire. El poli corre hasta él y se arrodilla para mirar. Necesita romper el cristal con el culo de la linterna.
(Y por supuesto que vamos con él. Es justo por lo que estamos aquí.
El airbag de Brooks también ha saltado y ha llenado el interior de brillante polvo mágico, como cuando agitas uno de esos pisapapeles. Está colgado por fuera del cinturón con el cuello inclinado hacia atrás, en un ángulo tal, que su cara queda aplastada contra el techo, por las orejas sale sangre que moja a nuestro protagonista de la peli. Extiende una de las manos hacia la puerta, como si en el último momento hubiera intentado escapar.
—Trágate toda tu mierda y muérete —dice Toe, regodeándose.
—¡Cállate! —exclama Danielle y sale corriendo hacia el jeep.
Brooks pierde sangre, besando el techo; yo desearía que todo hubiese sido diferente desde el principio, que no hubiéramos necesitado este sacrificio. Pero lo hicimos. Tú también lo hubieras hecho, créeme ¿No has visto nunca El hombre de mimbre?
El policía se acerca para tomarle el pulso, más que nada es una formalidad. Justo cuando aprieta con los dedos la muñeca, suena el reloj de Brooks, el mismo doble bip de siempre. Es medianoche y tenemos que dejaros.)