La noche de Halloween

Ha llegado la hora. La hora de alumbrar las calabazas, la hora de ponerse los disfraces y pintarse la cara, la hora de rasgar las bolsas de plástico para meter los Blow Pops, las barritas Tootsie y los Crunches de Nestlé en el cuenco grande. Se supone que así conseguís engatusarnos para que dejemos vuestras almas mortales descansar. Para mantenernos lejos, pero ya nadie se acuerda de todo lo que se hacía antes: los druidas, las hogueras, los sacrificios a los dioses de la cosecha. Ya nadie se lo toma tan en serio, sobre todo aquí. ¿Cómo puede uno asustarse de Charlie Brown y un muerto viviente cutre? Es pura diversión, una excusa para disfrazarse y olvidarse de la vida real por una noche, un juego en el que nos permitimos aparentar lo que no somos. Así que permitámonoslo.

Permitámonos creer que nadie ha muerto.

Permitámonos creer que nadie quiere morir.

El anochecer cae rápidamente. El gris se intensifica todavía más, la noche se adueña de los árboles. Las luces de los coches se encienden, las ventanas brillan. Aún no son ni las cinco y la anticipación es mortal. El tráfico es complicado; aquellos padres que trabajan en la ciudad acaban de llegar a sus casas, se están cambiando, poniéndose los vaqueros. La cena es simple: perritos calientes con patatas gratinadas, puede que comida para llevar; nadie se siente hoy con ganas de cenar, todo el mundo está acelerado. Dejad los platos y venga, los pequeños ya esperan fuera. Los padres cargan las baterías de las linternas. Adelante, estamos listos, aún no, la madre quiere que todos nos estemos quietecitos para la foto.

En el colegio, los niños pintaban unos mapas como los de los campos de batalla, reclamando su territorio, apostando a ver quien batía el récord de golosinas y caramelos. (¿Cómo podríamos odiar un día así, un sitio así? Es todo lo que amamos).

En el último minuto, en la puerta, una bomba de nerviosismo y prisas parece que esté a punto de explotar. Los paraguas están en la parte de abajo del armario. ¿Alguien necesita guantes?

Y las advertencias: Cuidado con las escaleras. Cuidado al cruzar la calle. Cuidado no te pises el disfraz. ¿Puedes verte los pies? Sé educado. No te olvides de decir gracias. No pises el césped del jardín de la gente. No te cueles. No comas nada sin envoltorio.

El aire es bastante frío como para que la respiración se convierta en vapor y el suelo del porche está resbaladizo, el viento empuja la lluvia entre los pilares. La parte de arriba de la calabaza está ya chamuscada, la pequeña y gruesa vela arde con una encantadora luz que parpadea sin cesar, una cerilla negra y reseca en un charco transparente de cera. El anochecer difumina el contorno del camino, las luces de los coches crean sombras en los arbustos. En el Indian Pipe, grupos de niños van de casa en casa, intentando decidir de quién es cada casa. Las bolsas, aún ligeras, hacen ruido cuando las agitan por el camino. Al final de la calle, dos coches vigilan con las luces de estacionamiento encendidas, padres al cuidado de la carga, como si pudieran hacer que fuera más seguro y, por el momento, es cierto, lo consiguen. La noche es joven y hay golosinas para todos.

No es de extrañar que nos encante Halloween; por una noche nos permiten pensar que conseguiremos todo lo que queramos.

Así que permitámonos pensar que podemos parar aquí mismo.

Permitámonos pensar que nada malo puede pasar.

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Tim reduce y gira por el Indian Pipe, sigue hasta media calle, se aleja de los paraguas, los tubos fluorescentes verdes y las linternas con siluetas pegadas de calabazas fantasmagóricas. A la luz de los faros de su coche, los niños parecen enanos andando con sus chaquetas y sus disfraces anchos, encorvados por la lluvia. Piensa en Kyle, el Kyle que sigue vivo, cómo la gente lo mira y lo considera un bicho raro. Se pregunta si acaso él también lo hace, si por eso piensa que Kyle debe acompañarle esta noche. ¿Y si Kyle estuviera bien?

No tiene por qué decidirlo ahora. Tendrá tiempo después de acabar su turno. No es que tenga que ceñirse necesariamente al plan.

La luz del porche de Kyle está encendida, el agua forma un riachuelo hasta por el camino, un canal de desagüe. Tim espera a que pase un grupo de niños mayores y luego para el coche, pone el freno de emergencia y coge las llaves. No hay ninguna calabaza en el porche, ningún adorno, justo como en su casa (justo como en todas nuestras casas; a las hermanas de Danielle ni siquiera les dejan salir). No se siente cómodo bajo la luz, por si alguien pudiera verlo. Toca el timbre y mira hacia atrás, hacia la calle, para ver si se acerca alguien.

Se abre la puerta y aparece la madre de Kyle con un cuenco lleno de golosinas.

—Tim, pasa. Coge un Snickers ¡Kyle, cariño!

—No, gracias.

Le gustaría disculparse, se queda de pie y se limpia los zapatos, seguro de que ella le dirá que algo no funciona.

—¿Está tan mal? —pregunta la madre de Kyle.

Por un momento, Tim no lo entiende.

—Un poco de frío, eso es todo.

—Los niños llegan temblando. Es de locos.

Tim no sabe qué contestar a esto. Hoy ha estado ya demasiado tiempo solo.

Kyle le salva, distrayendo su atención. Se mete la camisa del uniforme por dentro, da una vuelta a su alrededor como si fuera un sastre y agarra la chaqueta.

Tim cree que debería decirle algo importante a la madre de Kyle, como esta mañana con sus padres, pero está ocupada dándole el número del restaurante donde estarán, por si hubiera una emergencia.

—Y luego directamente a casa —dice ella—, ¿de acuerdo? Me llamas si vas a llegar más tarde de medianoche. No quiero preocuparme.

Sujeta la puerta y un puñado de pequeños en busca de sus golosinas se acercan por el camino. Es la última oportunidad de Tim (en realidad no).

—Sin problemas —dice él.

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Brooks está de pie bajo la lluvia como un idiota. Las luces del techo del Vic giran encendidas, los conductores reducen y lo miran, preguntándose por qué le tienen que pagar con los dólares de sus impuestos que tanto les ha costado ganar. La furgoneta de la compañía telefónica que está en mitad de la calzada con la luz amarilla encendida, deja el espacio justo para dos carriles, mientras que la cubeta forrada de lona del técnico lo cobija entre los cables. Brooks estará aquí plantado hasta que acaben. No hay nada que pueda hacer salvo quedarse dentro de los conos y pensar en enfrentarse al Consejo de revisión, lo que puede decirles.

Mueve ambas manos con las palmas hacia abajo para advertir a la gente de que vaya con cuidado, pero todo el mundo tiene prisa por llegar a casa. Su impermeable amarillo pesa y está frío, la lluvia se ha abierto camino a través de una grieta en la parte trasera de la capucha. Tiene que sacudir el cuello para que las gotas dejen de colarse por debajo del impermeable, desde los hombros hasta la cintura.

Nunca antes ha estado frente al Consejo. El simple hecho de que le llamen ya significa que está jodido. Su mundo está patas arriba; ahora lo mejor que le puede pasar es una simple reprimenda. No le van a despedir, no ha hecho nada tan grave (intenta recordar, buscando en su memoria, inseguro). Pueden suspenderle sin sueldo y hacerle pasar por una evaluación psíquica, eso sería lo peor. Es lo que siempre quiso Melissa, que fuera a hablar con alguien profesional. No cree que eso hubiera cambiado nada y de todas formas, ya es demasiado tarde. Nada puede resucitar a aquellos chavales.

(Nadie, salvo tú, mi querido Brooks, nuestro pobre avaro solitario. Tus pequeñas fotografías y los diagramas nos mantienen vivos, encadenados en el sótano como un experimento de laboratorio fallido.)

Los coches siguen pasando, los neumáticos salpican. Hace un frío que pela y quiere sentarse en el Vic, lo haría si no creyese que van a verle. No es supersticioso, pero últimamente no ha tenido mucha suerte. Se pregunta qué habrá dicho Sandy en el informe. La verdad sería suficiente. No le culpa.

Camina, enjaulado, piensa en un final feliz: vende la casa, deja el trabajo, deja la ciudad (nos deja a nosotros). Tendrá que volver para visitar a Gram, a pesar de que ya no le reconozca. Le da vueltas a los pros y los contras cuando reconoce el coche que pasa justo por su lado, apenas a tres metros de él, a toda velocidad, blanco con una capota oscura: el Cabriolet de la noche pasada.

Se gira y lo ve hacer eses subiendo por Lovely, la placa de la matrícula tapada por parte de la línea. Una gota de agua recorre su espalda y le da un escalofrío. Solo es un coche, piensa, puede que ni siquiera el que él cree, pero no puede olvidarse de ese mal presentimiento, como si hubiera visto un fantasma.

(Mientras tanto, en el interior del Golf, Travis y Greg se miran con cara de: ¡Joder!

—Eh, tío —dice Greg—. Tenías que haberle dado, joder.)

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—Tim —dice Kyle con su tono constante de lelo—, ¿crees que mañana nevará?

—No lo sé, puede —responde Tim, porque el jeep está congelado, a pesar de la calefacción—. Pero apuesto lo que sea a que tenemos clase de todos modos.

Eso le tranquiliza, Tim mira a su alrededor. Kyle agarra la barra de protección fijada en el salpicadero con ambas manos, como si estuviera conduciendo. Están entrando en la 44, la luz roja recorre el parabrisas. Para el jeep y deja el motor en marcha, solo sus manos se ven, fuera de la sombra, cortadas a nivel del pecho, asesinos incorpóreos. El Staples está abierto y el McDonald’s donde van a cenar está enfrente. Lleva el dinero en el bolsillo.

—Es Halloween —dice Kyle en la oscuridad, Tim apaga la radio.

—¿Qué? —pregunta Tim, sin poder ver su cara, solo el resplandor de una de las lentes de sus gafas (¿Cuál de los Kyle es? No vemos al verdadero Kyle).

—Es Halloween —repite Kyle con tono inocente.

La luz es verde, Tim le pregunta:

—¿Y qué pasa con Halloween?

—Me gusta Halloween.

—¿Qué es lo que te gusta de Halloween?

—Me gusta que me den golosinas.

—¿Te acuerdas del Halloween del año pasado?

—Sí, conseguí un montón de golosinas. Era un hombre «lopo».

—Lobo —responde Tim aliviado.

—Lobo —repite Kyle.

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El padre de Kyle llega tarde y cansado del viaje. Entra desde el garaje, farfulla algo sobre el tráfico y la construcción en West Hartford. Los detalles no son importantes, es solo un indicio de su humor, algo que no tiene nada que ver con ella. Se dan un beso, un abrazo en medio de la cocina, formal como un minueto. La madre de Kyle se ocupa de su maletín y coge su abrigo, como si así pudiera descargarle del peso de su día de trabajo. Teme que haya podido cambiar de idea, que use eso como excusa o quizá esté esperando a que lo suspenda. Todavía lleva puesto lo mismo que esta mañana.

—¿Para cuándo tenemos la reserva? —pregunta él, hojeando las facturas.

—A las siete y media. Tienes tiempo.

—Bien.

Se toca los ojos, se frota la cara con las dos manos y se acerca tambaleándose al recibidor como un anciano. La madre de Kyle lleva el maletín a su despacho y, a oscuras, lo deja tumbado sobre el escritorio impecable, para que pueda abrirlo cuando lleguen a casa, justo lo que ella no quiere. Esta noche necesita que su marido se olvide de todo y se concentre en ella.

—No sabía que hoy daríamos golosinas —grita desde la entrada de la casa.

—¿Por qué no? —responde también gritando, pero él ya está subiendo las escaleras.

Se queda junto al ordenador, el salvapantallas viaja por el espacio y escucha. A veces parece que siempre estén hablándose desde habitaciones diferentes, uno u otro siempre escapando. ¿De qué hablarán durante la cena, cuando no haya escapatoria?

El timbre suena dándole un susto terrible, la madre de Kyle se había olvidado del resto del mundo, otra vez (el gran peligro de vivir aquí, escondida en esta madriguera pequeña e íntima).

—Yo voy —dice recogiendo el cuenco de encima de la mesa y poniendo una sonrisa de las de Betty Crocker.

Hay un policía en la puerta, ve el uniforme azul y comprende en un abrir y cerrar de ojos que le ha pasado algo a Kyle, otro accidente, de no ser porque el policía es apenas un crío, escoltado por una bruja y una momia.

—¡Truco o trato! —chillan.

Se recupera y disimula la confusión con una sonrisa.

—Coged dos —dice y los tres meten la mano en el cuenco, mientras la momia se levanta la máscara para poder ver algo. La madre de Kyle no reconoce a ninguno de los niños, pero no es de extrañar, son mucho más pequeños.

—Gracias —le dicen—. ¡Feliz Halloween!

Y desaparecen saltando de piedra en piedra por el camino, sombras en la calzada.

Cierra la puerta y deja el cuenco encima de la mesa, se mira la cara en el espejo y se recompone antes de ir al piso de arriba. Esta noche, sobre todas las noches, no quiere parecer demasiado seria.

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Todo lo demás en el centro comercial está cerrado por la noche, las luces apagadas, los sistemas de alarma conectados y parpadeando. A lo lejos, un poco apartado de la calzada, el Stop’n’Shop parece aislado del mundo, una isla completamente rodeada de oscuridad, como una fortaleza contra una armada de zombis. Y aquí llegan, uno a uno, a toda velocidad, atravesando el aparcamiento hacia la puerta de entrada, ignorando las señales de stop y las isletas de líneas, dejando el Explorer medio torcido en una plaza para minusválidos. No, sin carrito, están aquí para una sola cosa, ávidos como los drogatas, hambrientos como los vivos.

Como cualquier monstruo decente, son insaciables. Necesitan golosinas, pero la clase de golosina que quieren, no unas Heath Bars o unas Mallo Cups. Han saqueado los estantes, vacíos, solo queda el metal desnudo. El suelo está resbaladizo y se ven las pisadas, un peligro, así que llaman a Tim para pasar la fregona. Tim coloca los conos amarillos.

Aquí, bajo la luz apagada pero inagotable de los fluorescentes, anónimo en su horrendo uniforme verde pino, se siente seguro. El lugar está vacío y Kyle está ocupado en la bodega con el cartón, rompiendo las cajas para los chicos del reciclaje. Tim desliza la fregona de punta a punta, al estilo de la marina, retorciéndola luego con atención, sacudiendo el mocho al final de cada pasada, la enjuaga y la escurre en el cubo, una vez limpia. Su madre no para de decir que lo hace tan bien que también tendría que hacerlo en casa, una broma que se toma como un elogio. (Ahora está preparando la cena, habla consigo misma mientras calienta el pegote de pasta en el microondas y pasa por el rayador el trozo de parmesano).

Siempre hay alguien que llega y pisa el suelo húmedo justo cuando Tim está acabando, el padre de alguien («Disculpe»), pasando de puntillas, como si fuera diferente. Tim va hasta las pisadas y vuelve a pasar la fregona por toda la superficie, las baldosas se secan dejando rayas continuas al poco de pasar la fregona. Deja los conos porque sabe que tendrá que volver, empuja el cubo, utilizando la fregona para dirigirlo.

Las estanterías son lo bastantes altas como para tapar el reloj, pero el tiempo pasa, los segundos suenan, tic, tic, como en la cuenta atrás del final de un juego, una secuencia de autodestrucción. Todo lo que hace le acerca a nosotros, a Danielle, su cara en el viaje de esquí en el bolsillo de los vaqueros de Tim, bajo el mandil.

(«No soy yo», dice Danielle, «solo es una foto».)

¿Será posible que nadie vaya a pararle los pies? No puede creerlo, se siente fuera de control y luego totalmente tranquilo, como si fuera un ciclo repetitivo.

Comprueba con Darryl qué le toca después. Normalmente deberían estar metiendo los productos en las bolsas, pero el lugar está desierto, apenas un par de tíos en el pasillo de la cerveza, gente que necesita cigarrillos; la cola rápida está tranquila, el lector emite un pip espástico, el único alivio contra la feliz melodía del hilo musical.

—Hay unos yogures que puedes guardar en el almacén —le dice Darryl. Tras estos, hay también una plataforma de Pop-Tarts, tarros pesados de vinagreta que todavía están fríos por la temperatura del camión. Tim casi tira uno, lo atrapa contra el borde de la nevera de la panceta y los perritos calientes con la cadera.

—¡Qué paradón! —se dice.

Kyle ha acabado en la bodega y ahora están ordenándola, un trabajo que a Kyle se le da sorprendentemente bien: colocar las latas y las cajas como en la fotografía de enfrente. La única cosa con la que no puede son las sopas. (El verdadero Kyle no les ayuda, está quieto al final del pasillo como un pistolero, con la misma ropa que llevaba. Una mujer mayor lo atraviesa caminando y de repente se detiene, como si hubiera olvidado algo, luego sigue.

Danielle se pega a Tim, se inclina junto a él como si estuviera oyéndole, le toca con la mano en mitad de la espalda mientras él trabaja. Toe está a punto de irse, cansado de estar esperando todo el día. Yo no. Yo quiero andar por la tienda, coger las cosas, seguir a todo el mundo a sus casas. Quiero ser uno de los vivos.)

Ordenar, es el trabajo más aburrido del mundo y absorbe por completo a Kyle. Su cara rota y cosida solo muestra concentración mientras pone en fila recta un tren de latas grandes de macarrones con queso. Tim se ocupa de los Spaghetti Os y los Beefaroni, preguntándose que se le pasará por la cabeza. ¿Qué es lo que sabe? ¿De qué se acuerda? Puede que sea más fácil. Si Tim no nos recordara, ¿estaría bien? La vida simplemente seguiría. Se levantaría y no sentiría nada. Pasaría un día y otro, como en Atrapado en el tiempo. Podría vivir así. Antes solía jugar a imaginarse aventuras mientras estaba ordenando: ¿qué pasaría si se quedara atrapado en la tienda durante un terremoto?, ¿o una guerra nuclear? ¿Cuánto tiempo podrían vivir? Abriría las latas de cacahuetes y de judías con tomate y decidiría el mejor modo de organizar sus recursos, dónde instalarían su campamento y cómo defender las puertas de los forajidos, como si fuera una película. Eso era antes. Ahora, mientras limpia los estantes solo se pregunta cuánto tiempo habrá pasado desde su marcha cuando una madre saque esta lata del armario para dar de comer a su hijo.

—¿Por qué no os tomáis un descanso? —les dice Darryl al acercarse. Kyle tiene que acabar la fila que estaba haciendo y luego los dos van hacia fuera para que Kyle pueda coger una barrita de caramelo. Es ridículo pagar por una en Halloween, pero Tim mete la mano en el bolsillo correcto (el dinero que sobrevivió la noche del accidente, sagrado, intocable), busca las monedas de 25 céntimos y le da a Kyle su Nutrageous.

—Gracias, Tim.

—De nada, Kyle —responde Tim, una rutina ante la que Luisa, la cajera, sonríe.

Recorren todo el camino hasta la parte trasera de la tienda, esquivan la cortina de plástico, pasan por la sección de carne y luego por una sala con cajas apiladas en palés de tres alturas, el torito está aparcado durante toda la noche. Hay una puerta de las corrientes entre las dos cortinas enrollables de los garajes del muelle de carga, abierta y debidamente bloqueada con un cajón de leche.

Fuera hace frío y la lluvia salpica. Se deslizan a la sombra del saliente de una de las grandes puertas para no mojarse, un hedor a leche cortada y verdura podrida proviene del contenedor industrial de resortes, largo como un furgón (se rumorea que aplastó a un borracho que buscaba latas). Tim saca el mechero negro y se aprovisiona de un Marlboro, echa el humo fuera, hacia las finas gotas. Tim mastica su Nutrageous. El aparcamiento está vacío, presidido por una farola alta como la de la fachada, un sol débil que brilla en lo alto de un poste. Se supone que los empleados tienen que aparcar aquí detrás, pero nadie lo hace; los camioneros están chiflados y la gente utiliza el espacio como un atajo desde la parte antigua del bulevar y pasan volando a ochenta. (Pasamos lista y estamos todos aquí: el verdadero Kyle, yo, Danielle y Toe, todos acurrucados bajo el voladizo. Somos como el equipo de rodaje de una película, siguiendo a las estrellas allá donde van.)

—Fumar es malo para tu salud —dice Kyle por enésima vez.

—Lo sé —dice Tim—. Voy a dejarlo pronto.

—¿Me lo prometes?

—Lo prometo.

¿Pero qué es lo que le está prometiendo?

Se ha prometido a sí mismo lo de esta noche desde hace tiempo; ahora que ha llegado el momento se siente vacío, como si todavía estuviera esperando, retrocediendo, olvidando la razón de todo esto. Pero no la ha olvidado. Está con él todo el tiempo, parte de él, como su piel. Para quitar de en medio a uno, tienes que quitar de en medio al otro. El problema no es la decisión, ha estado pensando en las razones durante meses, más bien cómo se siente; la respuesta es siempre la misma y sólida: debe mantenerse fiel al plan, debe creer en sí mismo. Necesita tener fe.

(«No lo hagas», dice Danielle, poniendo la mano sobre el hombro de él. «Es un error. Fue un accidente.»

Nosotros no la detenemos, no le decimos que, en realidad, es inútil, que parece una loca, la típica novia lapa. Ella ya lo sabe. Ya llevamos así un año, todos nosotros, con él hemos llegado a la conclusión de lo evidente, los tópicos cursis de siempre: la vida es mejor que la muerte. A veces es difícil no abandonar, incluso cuando no hay nada que puedas hacer. Que le pregunten a la madre de Kyle sobre eso.

Y luego está el Kyle verdadero en la esquina, con pantalones negros, camiseta y sus Doc Martens, la cartera de Harley con cadena y mirada de chico duro, igualito que en la vida real. La gente que no lo conocía pensaba que era algo escalofriante y puede que por eso, ahora mismo nos dé miedo, no sabemos qué es lo que se propone.)

Un coche que Tim no reconoce cruza por el aparcamiento, salpicando en los charcos y con las luces volando por la valla del final hasta quedar atrapadas en las ramas desnudas de los árboles. Tim y Kyle están quietos, de pie, como nosotros, mientras lo vemos pasar volando, invisible y disfrutando de la sensación (a veces desearía ser como nosotros, estar sin estar, flotando en el aire en su propio funeral, luego visitaría a sus padres para decirles que todo está bien). El coche gira en la esquina, las luces de detrás brillan. Cuando ha desaparecido, vuelve la calma de la noche. Ya casi ha parado de llover, a la luz de la farola se ve caer una suave neblina, fina y lentamente, como la nieve.

Kyle está muy ocupado con su barra de chocolate como para notarlo. Tim se inclina y coloca una mano en su hombro, mientras señala con su cigarrillo.

—¡Eh! Kyle —dice Tim—. ¿Qué te parece que es eso?

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Brooks está calentándose. Está a dos semáforos del Stop’n’Shop donde recibió la llamada: MVA con múltiples víctimas, Carretera 44 y Deer Cliff. Código 3. Todavía conserva los reflejos de poli. Le sube la adrenalina, la presión aumenta y aprieta a fondo el acelerador incluso antes de haber procesado todos los datos. Es un lugar de la montaña conocido por los choques frontales, una curva poco peraltada en la que la carretera rodea un saliente de la montaña. Siempre el mismo lugar y siempre con mal tiempo. Nadie de por aquí sabe cómo conducir. Ha vaciado al menos una caja de bengalas durante todos estos años, una valla de protección mocha a lo largo de la banda puntiaguda elástica con clavos oxidados y base de chapa de antiguos accidentes.

La gente tarda en echarse a un lado. La hora punta ha pasado, pero viene bastante tráfico de frente. Enciende las luces a toda potencia y se desliza al carril de giro vacío, buscando un lugar por donde volver a meterse. Es como una carrera, una especie de visión de túnel, tiene que detectar todo aquello que se mueva por delante de él, cualquier persona que pudiera meterse en su camino. Al llegar al semáforo del Mobil, los cinco carriles están abarrotados y prácticamente tiene que parar, enchufa la sirena para poder serpentear entre los coches.

Un choque frontal se traduce en cuerpos despedidos, pérdida facial, heridas en el torso de gravedad. Lleva un collarín detrás por si es el primero en llegar a la escena (probablemente no, el que esté en la zona 1 se le adelantará, quizá Sandy, patrullando por los alrededores). Espera encontrarse una eyección, en el peor de los casos, un niño sin cinturón. Dos. Bebés en sillas de coche baratas, cuerpos en la carretera. Sea lo que sea, estará listo y actuará como un profesional. Mientras avanza por el Walmart, revisa los procedimientos médicotécnicos, separándolos paso por paso por si los necesita. Comprobar si las pupilas están dilatadas, estabilizar el cuello de los pacientes, abrir las vías respiratorias. (Os lo dije, es nuestro héroe; así se gana la vida.) Está tan concentrado en lo que tiene frente a él y en lo que podría encontrarse que, por un instante, se siente completamente eufórico y recuerda el porqué: durante mucho tiempo fue adicto a esto, la prisa por socorrer a la gente. Pero solo al pasar por Stub Pond, se da cuenta de que va en nuestra dirección.

Se acuerda de cómo frenó al ver el Camry en el lado equivocado del árbol con la puerta abierta y Danielle tirada en la carretera. Alguien estaba gritando, atrapado en el asiento de atrás.

Los recuerdos pesan en su memoria y le hacen levantar el pie del acelerador, el Vic reduce la velocidad, por un segundo parece flotar a punto de perder el control hasta que lo recupera.

—Cuidado —se dice y la adrenalina se enfría y se disipa, dejándole confuso y demasiado prudente, asustado por la idea de provocar otro accidente al intentar llegar a uno. Se muestra indeciso en la siguiente intersección y mira en ambas direcciones antes de cruzar Old Farms, como en el Halloween pasado y entonces aparece el Cabriolet, justo antes de dejarnos atrás.

La recta de la 44 está vacía desde el pie de la montaña, los carriles en dirección oeste vacíos. Deben estar desviando el tráfico, lo que significa que es de los malos. No hará mucho que ha ocurrido, si no habría alguien bajo la farola junto a la taberna parando a la gente en dirección este, no hay ningún hombro que apretar. Brooks pasa junto a la farola a una velocidad razonable, ciento cinco kilómetros por hora, luego acelera mientras sube la colina y vuelve a concentrarse.

«TRÁFICO LENTO, CIRCULEN POR LA DERECHA», una señal a medio camino. El Vic se pone automáticamente en superdirecta, luchando contra la pendiente de la colina. En las dos primeras curvas no encuentra a nadie, solo las farolas y los árboles oscuros, agua residual corriendo por las cunetas, de repente, al girar para coger la recta que llega hasta el saliente de la montaña, ve la escena a lo lejos, frente a él, una cola doble en dirección este que alcanza unos cien metros, las luces blancas y azules recorriendo los pinos y luego, al pasar, en el carril en dirección contraria y ante los mirones, reduce y ve el círculo de coches patrulla y Tahoes; en el centro, tal y como se detuvieron, los coches involucrados, ninguno de ellos es un jeep rojo, como había temido.

Choque frontal. Malo, la parte delantera de uno de ellos totalmente destrozada y plana.

Aparta el coche en el parque, deja la barra girando y las llaves puestas. El aire resulta inquietante con el chirrido de una docena de radios encendidas. Incluso antes de que pueda ver si hay alguien herido, observa las posiciones finales de los dos coches: un Acura y algo más que se llevó la peor parte en el accidente. El choque es de manual, probablemente lo habrá tenido en el ordenador. El vehículo que baja se abre, el vehículo que sube se cierra en la curva, uno de ellos frena, probablemente el que desciende la colina, acercándose a la izquierda y bam.

Le llega un olor, una mezcla picante de líquido anticongelante humeante y gasolina. Trozos de cristal debajo de los pies, trozos de plástico de la rejilla y el parachoques moldeado. No hay nadie en los coches. Han puesto a los conductores tendidos sobre el pavimento, están ya trabajando con ellos, la cara de una mujer en un enmarañado de piernas. Brooks se da la vuelta antes de ver algo más y busca a la persona responsable.

Una ambulancia avanza desde la otra parte con la sirena sonando no muy alto. Los de la ambulancia, con guantes de goma, se apresuran con una camilla. West Hartford está aquí, echando una mano en las afueras, Brooks busca a Saintangelo, su Tahoe está parado en mitad de la carretera y en su lugar encuentra a Eisenmann, que le adelanta y se dirige hacia el supervisor del turno de tarde: Mason, a quien concedieron los galones de sargento de Brooks cuando se destapó toda aquella mierda. Mason no está mal, Brooks no tiene queja de él, es solo mala suerte, agua pasada. Está de rodillas, alumbrando con una luz el interior del Acura destrozado.

—¿Qué tenemos?

—Parece que el chico está bastante perjudicado.

—¿Se pondrán bien?

—Sí, es solo un montón de sangre.

Mason dirige la luz al asiento del conductor y a la esterilla del suelo para enseñárselo y Brooks lo puede ver. Ha recreado accidentes que provocarían pesadillas al más pintado: atropellos, decapitaciones, empalamientos. Múltiples tipos. Lo que no explica por qué está de repente tan enfadado con Mason, como si fuera su culpa, o por qué siente unas ganas repentinas de echar a correr.

—¿Dónde quieres que me ponga? —pregunta Brooks, es trabajo, mientras una de las plataformas del garaje de McDonald se abre haciendo ruido.

Mason señala hacia el tráfico parado.

—Quiero a toda esa gente fuera de aquí, luego cierra esta cara de la colina.

Al principio Brooks siente un cierto alivio en secreto, pero cuando acaba de limpiar la escena de civiles, aparca el Vic entre los dos carriles al pie de la montaña e instala una línea de luces de emergencia, se siente profundamente ofendido y Mason se convierte en un gilipollas. La adrenalina está a punto de hacerle explotar, los nervios a flor de piel. No ha ayudado a nadie y se siente hundido, pero así es el trabajo. Le resulta raro pensar que antes se emocionara tanto, como si entonces estuviera enfermo, confuso. ¿O está enfermo ahora?

Una ambulancia baja volando por la pendiente con las luces encendidas, tiene que salir y bloquear la intersección para dejarla pasar. Es su buena acción del día (demasiado tarde). La ve coger la recta hacia la ciudad cortando por Exxon y el Sunoco antes de abandonar su puesto. En un minuto ha desaparecido, el tráfico vuelve a llenar los carriles.

No todos los conductores parecen entender que la carretera está cortada. Bajan las ventanillas y quieren saber por qué, como un chaval vestido de león, Brooks agota la última pizca de su paciencia, intenta ser amable (intenta que no le despidan antes de medianoche).

—Un accidente —dice, maravillándose de como una palabra puede tener un efecto tan potente. Sabe que es mejor no pensarlo muy profundamente, teme volver a recordarnos (mejor pensar en Gram, la casa, el Consejo de revisión). Se queda bajo la lluvia con el impermeable, haciendo señales a la gente para que siga, para que no paren, venga, sigan avanzando.

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—Estás guapa —dice el padre de Kyle en el coche, en la oscuridad, con la mirada clavada en la carretera. Es su elogio de siempre, lo utiliza siempre que ella se viste y a pesar de saberlo, la madre de Kyle no le culpa por ello. Ha estado preparándose para esta noche, incluso su ropa interior (¡así se hace, mamá de Kyle!) y se merece todo lo que pueda decirle.

—Tú también.

—Y entonces, ¿dónde está ese sitio? —pregunta él.

—Está justo en Farmington, a la orilla del río. El Advocate le ha concedido tres estrellas.

Y es nuevo, una excusa lo bastante buena. Todavía está preocupada, su estrategia es transparente: un lugar fuera de la ciudad, un sitio donde no hayan estado nunca, como si así pudieran escapar de su historia. Pero incluso aquí, al otro lado de la ventana, las luces de neón del restaurante chino le hacen recordar cuánto les gustaba a los niños no hace mucho, los dos intentando pillar la última albóndiga de la sopa, luchando con los tenedores como si fueran espadas, al final, Kelly siempre se la dejaba a Kyle porque era más pequeño. Parece tan lejano en el tiempo que es como si no hubiera pasado nunca, un falso recuerdo en el que necesita creer, su familia feliz, disfrutando de una comida como cada día. No es lo que quiere ahora, no necesita un milagro, simplemente salir una noche, una pocas horas fuera de casa, una conversación entre adultos que suponga un cambio, alguien que cocine para ella.

El mero hecho de no conducir ya es un placer, ve cosas que se pierde cuando es ella la que conduce. En su lado, la calle es un carnaval, la licorería nueva al lado del Pizza King está haciendo su agosto, en el otro lado, la oscuridad se cierne sobre los campos de golf como sumergiéndolo todo. Mira la cara de su marido, su perfil brilla como a la luz de la luna con las luces de los coches que vienen de frente, empieza a tener entradas y piensa que sigue siendo el hombre con quien se casó. Está haciendo esto por ella. Preferiría estar en casa con los vaqueros y su camisa de franela, entretenido con el correo electrónico o plantado frente a la televisión.

—Gracias por salir conmigo —le dice.

—Te he invitado.

—Técnicamente sí.

—No es verdad —dice él bromeando y la mira para que tenga que admitir que ha sido idea de él, al menos en parte. Ha sido idea de los dos, por separado, está contenta. Pone su mano encima de su pierna y él la cubre con la suya.

Cruzan el río, que corre rápido y negro bajo sus pies, y da un volantazo para evitar la alcantarilla de desagüe hundida en el carril derecho.

—Bien —dice ella—, yo siempre me la como.

Deja pasar una de esas flechas azules que indican un hospital cercano sin hacer ningún comentario y espera que él no las haya visto.

—Está aquí, a la derecha —dice señalando hacia la fachada y los escaparates de estilo colonial de la bollería y la inmobiliaria, una señal a la altura de la cintura del restaurante y del camino. Retira su mano para que pueda reducir de marcha.

El aparcamiento de atrás está lleno, una sorpresa que les da tema de conversación mientras llegan. Ya casi ha parado de llover, la parte baja de los canalones gotea. Le abre la puerta para que ella salga, parodiando un gesto de formalidad y ella le da las gracias del mismo modo, una pareja de vodevil.

Dentro el ambiente es cálido y se oyen las conversaciones en voz alta, todo el suelo es de madera noble, las mesas son negras y hay una ligera iluminación en el camino de entrada hasta la puerta.

—Muy chic —le susurra al oído.

Desde la cocina abierta al fondo llega el ir y venir de la actividad. Tiene demasiada clase para los adornos de la festividad y cuando el metre les acompaña hasta su mesa, se alegra de ver que el resto de la gente ronda su edad, puede que algo más mayores, la mayoría en pareja.

(—Esto es aburrido —dice Toe—, ¿podemos largarnos?

—No. No hasta que ella nos lo permita. Ya conoces las reglas.)

Los platos ya están puestos, unas fuentes repletas de dibujos hechos a mano, son solo un adorno. Hay una vela votiva alumbrando a través del vasito de cristal azul zafiro y una única violeta en un jarrón fino del mismo color.

—Me gustan los servilleteros —dice la madre de Kyle—. Muy modernos.

La carta es una lista de cosas que los niños nunca se comerían y que a ella le encantan: morillas y alcaparras con aceite de trufa, guarnición de escarola con setas asadas. El metre le trae al padre de Kyle la carta de vinos, un camarero justo detrás de él les sirve un plato con olivas marinadas. (Aburrido, aburrido, aburrido, aburrido.

—A mí me parece muy bonito —dice Danielle—, tienen una cita.)

—Tiene todo muy buena pinta —dice la madre de Kyle, inclinándose junto a la vela, como si fuera un secreto—. ¿Podemos pedir un vino?

—¿De qué clase?

—Tinto, por favor.

—¿Una botella?

—Por mí sí, si a ti te parece bien —contesta.

A él también le apetece, así que elige uno que no han probado nunca, encogiéndose de hombros, como si fuera una aventura salvaje. Mientras esperan, el camarero les sirve una cabeza de ajo asada para untar en rebanadas de pan de Foccacia salado que todavía está caliente del horno.

—No voy a tener que pedir la cena —protesta ella.

Qué lujo poder estar aquí. La madre de Kyle prácticamente se ha olvidado de todo lo demás. Es una ocasión especial y desearía tener alguna gran noticia que anunciar. Llega el camarero, abre la botella y les deja ver el corcho para que lo revisen. El padre de Kyle deja a su mujer probar el primer sorbo.

—Excelente —apunta, y lo es: rico y con un toque a ciruela, hace que la sala parezca aún más cálida, las voces más boyantes, como si estuvieran en una fiesta. Cuando han bebido media copa, los pies de ella se tropiezan con los de él y roza su pantorrilla con su tobillo.

—Atención, señorita —dice bromeando.

(Y nosotros nos vamos.)

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No hay nadie en las rutas de bicicleta a estas horas, nada excepto la oscuridad y la cascada de gotas de lluvia que caen de los árboles, hojas que cubren el asfalto y se reflejan en los faros como una diana mientras se sostiene en el aire, frente a su Timberlands.

(—Mucho mejor —dice Toe.)

Greg y Travis caminan cargados con las mochilas, llevan ponchos de camuflaje para no acabar empapados. Han recorrido agazapados todo el camino desde Stony Corners en la oscuridad y están sudando; la salida no puede estar muy lejos.

—Huelo a mofeta —dice Greg deteniéndose—. Para.

Es imposible oír algo con la lluvia. Travis alumbra con la linterna hacia un lado y sigue avanzando, silencioso como un ninja. Greg se da prisa para alcanzarlo.

—¿Sabes lo que estaría bien? —interrumpe Greg—. Si pudiéramos atrapar a una mofeta y reventarla contra su ventana.

Travis no puede evitar reírse por lo estúpido que eso suena. Desde esta mañana están medio borrachos y puede imaginarse la cara de sorpresa de los perros al ver la mofeta y el cristal roto directos hacia ellos. Como un dibujo animado, con signos de exclamación encima de sus cabezas.

—Eres un puto chiflado —dice—, ¿lo sabías?

—Estaría guay, admítelo.

Y tiene que estar jodido, porque en lugar de acordarse de Toe y de los momentos tan buenos que pasaron juntos (Monstro, Broham), se pregunta si los perros saltarían sobre la mofeta y la matarían, o si podría apestarles y esconderse bajo algún mueble. De una forma u otra, se liaría la de Dios. Estaría guay.

—No puedo creerme que me hagas pensar en eso —contesta Travis.

—Te lo estoy diciendo —añade Greg—. Ojalá tuviéramos una de esas trampas.

Están discutiendo la posibilidad de que la mofeta no fuera lo bastante pesada como para romper la ventana, puede que tengan que tirar una piedra y luego lanzar la mofeta dentro como una granada, cuando la linterna se apaga.

Oscuridad total. Espacio sideral.

—¡Mierda! —dice Greg. Su voz proviene de ninguna parte.

Se detienen, sin saber dónde están (nosotros tres justo detrás de ellos) y Travis sacude la linterna.

Vuelve a encenderse, pero con una luz muy tenue, del color del té helado.

Greg le pregunta si tiene más pilas.

—No —le responde Travis en tono desafiante—, ¿y tú? Venga, es ahí delante.

Avanzan poco a poco y pasan junto al estanque de los castores, de color negro profundo, y sobre el arroyo, el haz de luz de la linterna saltando, las correas de las mochilas sueltas a su alrededor. La lata del quemador de carbón es como un ladrillo. Travis teme haberse pasado la salida, pero entonces ven la caseta con la señal de la antigua vía del ferrocarril, con la puerta abierta y el interior patas arriba; giran a la derecha, el corte arenoso de la ruta para bicicletas de montaña adentrándose en el bosque. El suelo es blando y cuando acaban de subir, apenas si pueden respirar.

—Esto es como ir de campamento —dice Greg.

Vuelven a coger la ruta para bicicletas hasta una valla de alambrada con carteles de «NO PASAR» colocados por Avon en Old Farms, luego, cuando la ruta vira y vuelve a unirse con el asfalto, siguen por la alambrada hasta el final. En la esquina siguen recto, los helechos sobresalen, mojando sus manos. Tras pocos metros, el estrecho camino acaba por desaparecer. En fila india, siguen avanzando hacia el bosque, retorciéndose los tobillos con las piedras y las ramas caídas.

(—Joder! —gruñe Greg tras él.)

Siguen avanzando, resbalando en el musgo, pasando por encima de las piedras y los troncos podridos. Luego comienzan a bajar la ladera, está resbaladizo y es difícil mantener el equilibrio con la mochila y tienen que dar pasitos cortos.

Se supone que tienen que seguir unos cien metros más y luego girar a la derecha otros cien más, después a la izquierda hasta llegar al jardín. De los cien primeros está seguro, en los cien siguientes se equivoca porque acaban en un estercolero, hundidos hasta los tobillos, una marisma de col podrida que no recordaba.

—Sigue avanzando —le dice, pero luego, cuando empieza a hundirse le chilla:

—Atrás, atrás.

La linterna se mantiene, firme. Es lo único que va bien. El haz de luz encuentra una vieja pared de piedra, como una pila de calaveras, una bolsa blanca de la basura partida por la mitad, un puñado de setas grises en un abedul. Va contando los pasos por si tuvieran que volver marcha atrás.

Greg se cae.

—¡Joder, mierda! —y vuelve a levantarse limpiándose las manos en el poncho.

—¿Estás bien?

—Sí.

—Vamos a seguir recto unos veinte metros, luego giraremos a la izquierda. Deberíamos estar viendo algunas luces.

Pero no las ven. Travis piensa que es imposible, si siguen recto acabarán por encontrarse con algo. Esto es Avon, no Vietnam.

Ninguno de los dos reconoce que se han perdido, incluso cuando llegan al arroyo. Es ancho y profundo, borbotea a sus pies. Debería desembocar en el río, pero eso es en la otra punta de Old Farms. No tendrían que haber llegado tan lejos.

Dan la vuelta. Travis intenta volver a trazar el camino recorrido por sus pies de forma exacta, pero todo le parece igual, hojas húmedas y naturaleza muerta. Su mochila pesa, la cara y las manos se le están congelando. La linterna no tiene pinta de durar mucho más. Giran a la derecha y avanzan unos cien pasos. Ni rastro de algún abedul, alguna bolsa de basura o pared de piedra. Giran a la izquierda.

(—Vaya par de perdedores —dice Danielle.

—¡Claro! —exclama Toe—. Pues yo no veo a ninguno de tus amigos ayudando.

—Como si estuvieran ayudando.

—Van a conseguirlo —digo yo.

—Bueno, yo no les voy a ayudar —contesta Danielle.

—No tienes por qué.

—Sí, no tienes por qué hacerlo —suelta Toe—. Puedes culpar a Tim por todo, como me culpas a mí.

—¿He dicho alguna vez que era culpa tuya? No, así que cállate.

—Dejad de pelearos —les digo—. ¡Joder!

Al final, como siempre, me toca a mí.

El foco en el rincón del porche trasero está encendido, ilumina la hierba plateada del camino, pasa por el tendedero hasta el arcón metálico. Atravieso el patio y subo los escalones, Skip y Ginger comienzan a correr hacia mí desde la parte delantera de la casa, enseñando los dientes.)

Travis se para, Greg hace lo mismo.

—¿Qué? —pregunta Greg.

Travis apunta con la linterna, a punto de apagarse, en línea recta.

—Escucha.

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—232, desde central.

El tráfico vuelve a circular, los conductores se arman de valor, la carretera se abre de nuevo; cada uno a su casa por esta noche. El viento ha hecho saltar varias alarmas, los niños tiran huevos a las ventanas, llamadas de mierda poco importantes de las que Brooks se tiene que ocupar, de todas. Localizar al propietario para el código. Es lo más bajo que puedes caer, la última posición en la lista del jefe, hacer de refuerzo al turno de otro poli y conducir a las nuevas direcciones, lo que le deja tiempo para pensar lo que eso significa. Todavía le está dando vueltas al accidente de la montaña, el subidón de adrenalina en su interior. Es peligroso pensar así, porque todo eso le recuerda a nosotros.

Porque Brooks no es tonto. Sabe lo que está pasando, lo siente, misteriosamente, la parte de policía que tiene dentro dedicada a la justicia de su propia ruina. Puede que se lo merezca. Puede que se haya estado acusando a sí mismo todo este tiempo, como decía Melissa.

(Puede que esté siendo la presa de una caza por alguna razón ¡Dímelo, Espíritu!)

La alarma por la que le han llamado no es de un comercio, sino de una obra. Una de las casas enormes de la urbanización en la cima de la colina llamada Orchard View Estates. Cuando Brooks era apenas un crío, allí solo había una granja de productos lácteos medio derruida construida en la cresta de la montaña. Incluso en aquel entonces, el huerto estaba abandonado, la fruta caída de los árboles era para los cerdos. La familia dejó en un rincón del prado una colección de camiones oxidados en los que los niños jugaban, ahora el terreno debe valer al menos un par de millones.

No hay farolas, es como conducir por Marte. La urbanización está a medio hacer, marcos esqueléticos que parecen jaulas gigantescas en medio de casas ya acabadas decoradas como un castillo, feas: todo en imitación a ladrillo y ventanales. Los promotores han limpiado los terrenos para permitir unas vistas mejores y no han plantado aún el césped, así que los terrenos están llenos de desniveles, barro y rocas que le dan un cierto aire a New Britain. En las losas de hormigón de los lindes, como sarcófagos, están encerrados los conductos eléctricos y pueden verse adhesivos enormes con la palabra «PRECAUCIÓN». Brooks gira la mano con la que maneja su foco para poder leer los buzones, entonces, un par de calles más abajo, ve a una mujer bajar de un Volvo y abrir un paraguas, haciéndole llegar un mensaje: Aquí estoy.

Es la agente de la inmobiliaria, Tammy Nosequé, una versión más joven y cara de Charity, con el bolso al hombro.

—Gracias por venir —le dice, como si él fuera un comprador potencial—. No he tocado nada.

Actúan como si estuvieran en televisión.

—Bien —contesta Brooks.

La casa está a oscuras, acabada. Tammy le explica que allí no ha vivido nadie desde que los primeros propietarios se mudaron a Virginia. Pasaron una mala época, solo estuvieron viviendo tres meses. Como siempre, Brooks intenta relacionar eso con su situación, pero el dinero lo hace imposible. Ese era el tipo de personas que había hecho que la vida fuera tan cara como para tener que abandonar su ciudad natal.

Pasea la luz de la linterna por la fachada, no hay huellas de zapatillas con barro, ella le sigue detrás. La puerta de entrada es como la suya, con un candado de latón colgando del asa. Pone la combinación y saca la llave, se la da a ella y pasa en primer lugar, se queda de pie y dirige la linterna hacia el recibidor, las luces inundan su alrededor.

No hay muebles, solo el suelo pulido de madera noble, las paredes semimate desnudas hacen resonar sus pasos. La sensación de vacío le sorprende, parece un fallo: una casa de ensueño nueva abandonada por su familia. Se pregunta qué vieron los compradores cuando miraban su casa. ¿Qué habrá dicho Charity sobre él o sobre los motivos del vendedor?

Dos piedras del tamaño de una patata están en medio del salón, junto a un montón de cristales húmedos esparcidos. Los dos ventanales tienen un agujero del que salen grietas irregulares que dejan pasar el frío.

—Perfecto —dice Tammy.

Lo mismo en la cocina, cristales en el fregadero y en la encimera, una piedra cubierta de musgo en el suelo, cerca del lavaplatos.

Andan por las habitaciones, sin sorprenderse.

—Todas y cada una —dice con amargura—, como si un par no hubiera sido suficiente.

En el piso de arriba, iluminado por las ventanas del piso de abajo, se pueden ver huellas rodeando la casa, atravesando el césped del jardín. Podría haberlo hecho un chico o una docena.

(Nadie que conozcamos. Esto es como la mierda de la escuela secundaria.)

Brooks tiene que escuchar sus quejas sobre la inseguridad mientras vuelven a pasar por las habitaciones, contando las ventanas rotas. Hace que firme el formulario y luego arranca una copia para dársela, Tammy la dobla y la guarda en el bolso. En la puerta de entrada, reinicia la alarma, marcando los números escritos en un trozo de papel.

—¿Por qué la gente hace estas cosas? —pregunta fuera de la casa, más enfadada que desconcertada.

Brooks lo sabe y sabe por qué ella no puede entenderlo. Hasta él ha sentido a veces el impulso. Le gustaría preguntarle qué comisión se llevaría por una casa como esta, ¿y por una de segunda mano? Le gustaría preguntarle si sabe a quién pertenecía la propiedad o lo que era. Le gustaría preguntarle de dónde es, porque no es de Avon. Conoce a todo el mundo en Avon.

—Son solo niños —dice Brooks—. Es la época del año.

Espera a que dé marcha atrás, luego la sigue colina abajo hasta la calle Lovely, donde ella gira a la derecha. Brooks gira a la izquierda y se dirige al norte hacia la 44, con la esperanza de que la radio siga en silencio. Tiene que controlar a Tim.

Hay algo en la casa que no le cuadra, pero no sabe qué. Hay alguna conexión personal más allá de la granja obsoleta, la familia infeliz. Sin importancia, piensa, si hay algo más, ya lo recordará mientras conduce.

Orchard View Estates es el futuro de Avon, puede que lo sea. Mientras que él es el pasado. Se lo habría explicado a Melissa si ella le hubiera escuchado.

Ha habido momentos durante este año pasado en los que pensó que podía arreglar las cosas con ella, como si ella pudiera perdonarle todo. Pero no puede. Tampoco él. Ha tardado más en entenderlo que en admitirlo. Hay algo en él, puede que la Marina, que no le deja abandonar, a pesar de saber que está perdido. (Semper fi,[6] hazlo o muere).

Se muerde el labio mientras conduce el Vic por las curvas, piensa en su casa sin nada en el interior, esperando a sus nuevos propietarios. ¿Dónde estará él? ¿Y Gram?

Él estará en alguna parte, ella estará muerta.

Ambos pensamientos resultan inconcebibles y al mismo tiempo un alivio, todo esto se habrá acabado, una carga menos sobre sus hombros. Por un momento, mientras desciende el oscuro y largo tramo antes de llegar al almacén de madera y las farolas pasan zumbando como cometas a su alrededor, se siente libre, la realidad del volante en sus manos y el coche bajo él, le hacen sentir mucho más fuerte que cualquier pregunta. ¿Qué hay que temer cuando lo peor ya ha pasado?

(¡Exacto!)

El buen humor se disipa cuando llega al semáforo de la 44 y tiene que esperar al lado de la funeraria Vincent, cuando vuelve a acelerar el Vic, nota que le cuesta. Le ha venido muy bien olvidarse de controlar a Tim (a nosotros, en realidad. Pero eso es para lo que estamos aquí).

La 44, una recta rápida, la carretera que ha conducido durante toda su vida. Llega a la altura del antiguo bulevar, pasa por el concesionario de Acura y el Cape Cod Fence Company, La Trattoria, el lavadero de coches Valley y el Dunkin’ Donuts. (Eh, Sr. Arnold.) Ve el Subway, el Staples y el McDonald’s. Pone las luces al pasar junto al Mobil y el Shell, luego vuelve hacia el Stop’n’Shop. Cruza lentamente por el muelle de carga, donde a veces ha visto a Tim y a Kyle en los descansos, se desliza a lo largo del edificio, echando un vistazo rápido a la última fila de coches aparcados en busca de su jeep. No está.

En la parte delantera, bajo el resplandor rojo de la señal, tampoco hay nadie. Gira y pasa por delante de la puerta principal y da una vuelta para asegurarse, salpica al echar hacia atrás. Tim dijo que estarían trabajando.

Brooks para y mira hacia el muelle, mantiene la mirada mientras el limpiaparabrisas se desplaza de un lado a otro (lo que le da a Toe la oportunidad de pasar una mano por el ordenador, el resplandor verde reaparece por un instante), luego gira con el Vic en un estrecho círculo que rodea una farola y se dirige a la parte delantera. Cree que sabe dónde está Tim, dónde están ellos. Es la hora correcta, si recuerda bien el informe y debería, ha leído bastante veces el maldito documento. Se sorprendería si se equivocara, pero como tantas otras cosas en su vida, espera estar equivocado.

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Salen del bosque, pasan por el campo lleno de desechos para preparar abono y cerca del cobertizo y cruzan por el almacén medio cegados por el foco. Si hubiera alguien en la cubierta con una pistola, no lo verían hasta que fuera demasiado tarde. Los perros no paran de ladrar con todas sus fuerzas: una buena señal. Travis cree que a Greg le gustaría hacerles algo, pero quiere que sea lo más rápido posible, entrar y salir, como en Misión imposible, además, los perros son inocentes.

Greg llega al porche y pega la espalda a la pared, como un poli que acecha a un sospechoso. No hablan. Una mirada y Travis toma la delantera, rodea la casa bajo las sombras. El césped está húmedo y la lluvia que cae entre los árboles cubre sus pisadas. Los perros les han perdido por el momento, siguen en las ventanas traseras, pero no por mucho tiempo.

Desde la esquina de la parte delantera del porche puede ver la carretera, solo el inicio del camino, el resto lo tapan los árboles. Con la luz encendida, cualquiera que pase los puede ver.

Travis escucha. El frío y todo el rato que han estado perdidos le ha bajado el subidón y está cansado, empapado, se le cierran los ojos, pero ya están aquí y van a hacer esto por Toe. Baja una pierna, se arrodilla y deja caer la mochila, busca a tientas el mechero y llega hasta el acero liso del bote, entre las hueveras. Greg saca el suyo. Copia los movimientos de Travis mientras retira el tapón de plástico y lo guarda, mete los brazos en los tirantes a cámara lenta, prestando atención para no tocar nada con la boquilla.

De repente, una de las farolas de la calle se enciende, alargando las sombras de los árboles como lazos. Se activa mediante movimiento, pero no ven ningún coche, ningún grupo de niños alborotados a última hora exigiendo sus caramelos.

Esperan a que se apague de nuevo. Los perros dejan de ladrar. Luego solo se oye algún aviso de exploración.

Nada, aparte del viento empujando los arbustos, la lluvia, incesante, mojando todo su alrededor.

La carretera está desierta, Travis decide que ha llegado el momento.

Greg asiente con la cabeza, está listo.

Travis levanta el puño, levanta tres dedos y Greg le entiende.

¡Uno. Dos. Tres!

Salen hacia las escaleras y suben golpeando los peldaños, con los botes en la mano. Resulta difícil mantener el equilibrio al pasar de los escalones mojados a la cubierta seca del porche. Los perros les han detectado de alguna manera, ladran furiosos tras la puerta de entrada. Travis se dirige a la izquierda, Greg a la derecha, prestando atención a las sillas del jardín. Deciden por dónde van a empezar, pero Travis no puede evitar mirar hacia atrás, paranoico, seguro de que alguien está acercándose.

Solo está el jardín y las gotas a través de la luz.

Oye a Greg agitando el bote y hace lo mismo. Los perros están como locos. Está asustado, podrían salir a través de la ventana y echársele encima.

Greg ya está pintando con el spray, el aerosol silba y Travis recuerda las letras que le tocan a él, retrocede y empieza a pintar el revestimiento exterior de vinilo; la pintada tiene un aspecto raro, mal, como si moviera el bote arriba y abajo, haciendo más gruesa la línea. Quiere hacerlo más grande y tiene que estirarse y ponerse de puntillas, luego mira para ver lo alto que Greg lo está haciendo. Tiene que ser legible.

Hay bastante espacio. Tiene que recortar por una ventana y la línea empieza a gotear, que le jodan. Va por la segunda letra, pero le parece no acabar nunca. Los perros siguen rugiendo, a punto de enronquecer. Mira hacia atrás, a la calle, la farola está encendida.

(«Daos prisa», grita Toe.)

Greg casi ha acabado, se agacha para acabar la «O». En un abrir y cerrar de ojos está en el lado de Travis, agarra su mochila y tira de él para sacarlo de allí.

—¡Ya basta!

Travis cae al bajar las escaleras resbaladizas, se golpea la muñeca con fuerza y pierde el aerosol. Tantea en el césped intentando encontrarlo, pero es Greg quien lo coge finalmente. Corren hacia la sombra y alrededor de la casa, los perros no dejan de seguirlos, por fin, paran, respiran y exhalan vapor.

Ninguno de los dos dice una palabra, como si estuvieran escondidos, perseguidos. No se acerca nadie. La farola de la carretera se ha apagado.

Tiene la muñeca bastante bien, solo le duele al girar la mano.

Greg se agita en la oscuridad, justo detrás de él, intentando no echarse a reír.

—Lo hemos hecho, joder —susurra.

—Lo hemos hecho.

—Parte dos y nos largamos cagando leches de aquí.

—Venga, vamos a hacerlo —dice Travis, orgulloso por su éxito.

Ahora ya no están en silencio, mientras vacían las mochilas. Ahora son inmunes a los perros. Podrían quedarse allí toda la noche si quisieran.

Cada uno lleva dos docenas de huevos. Esta vez no se dividen, simplemente se quedan en el jardín de delante de la casa y la bombardean con toda la mierda que llevan. No siente nada en la muñeca, apenas unas punzadas. Los huevos se rompen y se esparcen, las yemas se extienden por las ventanas y las líneas del revestimiento. Travis los lanza con todas sus fuerzas, recordando cómo se sintió cuando su madre le habló del accidente y de la muerte de Toe. Entonces estaba furioso, pero no sabía a quién culpar. Ahora se siente bien.

Falla el tiro, no acierta en la fachada y golpea un poste, luego acierta en una ventana y vuelve a cargar para darle a otra, le gustaría que alguien llegara y les pillara. Mira lo que Greg y él le han hecho a la casa de Brooks, y se siente orgulloso. Incluso antes de quedarse sin huevos, permanece inmóvil, mirando a Greg, animándolo.

—Sí —grita lanzando sobre los perros—. ¡Jodeos! ¡Jodeos!

Sus manos están vacías y necesita algo para llenarlas, algo que lanzar, para que esta sensación no se acabe. No le da tiempo ni a pensarlo, de forma mecánica se agacha y busca en el suelo alguna piedra.

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En el interior, los tubos con los colores del arco iris de la zona de juegos están desiertos; es demasiado tarde para los niños pequeños, hay gente sentada en las casetas, gente que va de un escaparate a otro por la luz amarilla, como peces en un acuario. Tim les observa mientras hablan, comen patatas fritas y hamburguesas y beben con pajita. Sus labios se abren y cierran sin sonido, solo la radio suena de fondo: Staind. Piensa que le gustaría ir y unirse a ellos, ser menos sensato y sentirse libre, escapar como la víctima de un secuestro, escapar de Kyle, de Danielle y de todos nosotros en su jeep, solo que es él quien tiene las llaves. (Es su plan, no el nuestro.)

A través del aparcamiento, la cola de la ventanilla para coches avanza, no hay mucho movimiento esta noche, pero el reloj del salpicadero todavía no indica la hora correcta. A su lado, Kyle no entiende por qué están allí sentados con el motor apagado y Tim no puede explicárselo, en vez de eso le distrae hurgando en su fiambrera, juntando lo que tiene que tirar. El bocadillo está aplastado, la mermelada se ha esparcido por el pan como una venda densa y húmeda.

—Venga, nos quedamos con los Snickers —dice—. Y las patatas fritas. ¿Qué hacemos con los palitos de zanahoria?, ¿los quieres?

Porque a veces sí que los quiere.

—Quiero una hamburguesa con queso —dice Kyle.

—Vas a tener tu hamburguesa con queso, pero ¿quieres los palitos de zanahoria o no?

—No.

—Gracias —contesta Tim.

Coge las bolsitas de plástico y la servilleta que la madre de Kyle ha doblado por la mitad y sale fuera, bajo la lluvia, va hasta el bordillo y empuja todo por la boca de una papelera. Las luces brillantes crean sombras entre los coches, el aire tiene un agradable olor a grasa de cocina y por la 44 llega el tráfico con prisas. Mirando la silueta de Kyle a través de las lunas traseras de plástico, piensa en echar a correr, adentrarse en la oscuridad del bosque, convertirlo en su escondite, pero solo durante un mero instante. Sabe lo que tiene que hacer y cómo los días le han conducido hasta aquí, al filo de lo que durante tanto tiempo ha deseado: las horas despierto en la cama en la oscuridad, el verano entero sintiéndose mal por culpa de las casas cuidadas con su césped perfecto, odiando a los árboles por estar vivos, al sol por brillar. Ha llegado demasiado lejos como para joderlo ahora.

Dos minutos. Un minuto. Calcula lo que le queda de cola, para llegar justo. En poco estará libre; el esfuerzo es lo que importa. Arranca el jeep, la radio emite un corto sonido, enciende las luces y avanza bajo la barra de paso hasta la vía de acceso.

—Tim —dice Kyle.

—¿Qué?

—¿Qué vas a comer?

—Voy a pedir un número cuatro.

Es una prueba: el menú con los precios está justo a su lado, con fotografías de cada combinación.

—¿Qué es eso? —pregunta Kyle.

—Doble de cien gramos con queso.

—La última vez tomaste un tres.

—¿Seguro? —pregunta Tim, a pesar de que sabe que es verdad. Kyle recuerda cosas inútiles como eso y luego olvida abrocharse la cremallera.

El coche delante de ellos avanza hasta el tablón, piensa que llegarán a tiempo. Los precios han subido este último año, si no, la cuenta sería igual.

—Prepárate —le dice—. ¿Sabes lo que quieres para beber?

—Root beer.

El otro coche acaba y Tim avanza hasta el altavoz. Tiene que abrir la ventana.

—Bienvenido a McDonald’s, ¿qué desea tomar? —dice una chica con acento dominicano, no debe ser de aquí, probablemente de Hartford o New Britain.

—Sí —dice Tim—, queremos un número cuatro con cola y un número dos con Root beer, por favor.

—Yo quiero una hamburguesa con queso —interrumpe Kyle, haciendo que Tim no pueda acabar de oír lo que la chica le está diciendo sobre el tamaño de los menús.

—No gracias —responde Tim y luego se gira hacia Kyle—, un número dos es una hamburguesa con queso.

Debería saberlo, es lo que pide siempre, pero bien, es Kyle.

Por un instante no se oye nada, la radio está en silencio, el chirrido de una espátula en la parrilla.

—¿Eso es todo? —pregunta la chica.

—Sí, gracias.

—Su pedido son siete con ochenta y siete. Por favor, avance hasta la primera ventanilla.

Lo hace, pero para poco antes del voladizo. El otro coche sigue allí, lo que le da tiempo para comprobar que va a utilizar el dinero correcto. Luego, al recoger el puñado de cambio se da cuenta que da lo mismo que lo guarde en un bolsillo o en otro.

Las patatas fritas están calientes, dentro de la bolsa, llenan el aire del jeep con un olor grasiento. Los vasos van en el soporte para vasos.

—Gracias por haber elegido McDonald’s, buenas noches.

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Brooks está sentado dentro del coche en el aparcamiento del Staples al otro lado de la calle, con las luces apagadas, sus ojos no les pierde de vista durante un segundo. Cree que sabe dónde va Tim y deja que el jeep desaparezca al girar la esquina, debe estar en la ventanilla de recogida, ocupada por un Blazer con cristales tintados. Solo hay una salida, si está equivocado, no tardará mucho en volver a localizarlos.

No es fácil dejarlos salir. Es la primera vez que Brooks les ve desde ayer y se siente aliviado. Se siente como si hubiera estado toda la noche intentando encontrarlo, ahora que lo ha hecho, una sensación de intranquilidad y ansiedad se apodera de él, un padre que espía a su hijo, asustado por lo que pueda descubrir.

El jeep vuelve a aparecer en la parte más alejada del McDonald’s, se dirige a la salida. En la señal de stop, Tim pone el intermitente a pesar de que no hay nadie y luego de nuevo en el semáforo para entrar en la 44. Brooks avanza para poder ver a través del montículo, los árboles jóvenes y bien cuidados le tapan. El Dunkin’ Donuts queda a un lado, pero tres tiendas más abajo, se esconde tras una fila de contenedores del Ejército de Salvación. Ha redactado informes sobre gente que rebusca en ellos en busca de ropa desechada por los diseñadores de Avon, algunos de la ciudad.

Casi todos los coches pasan con exceso de velocidad, no necesita llevar pistola para saberlo.

Por fin, la luz cambia y el jeep gira en la 44. Coge el carril izquierdo, lentamente, y avanza apenas unos treinta metros cuando pone el intermitente. No se equivocaba.

Brooks trata de rememorar, intenta recordar la historia. El coche es diferente, los pasajeros, Danielle no estará allí (el Sr. Arnold ya se ha ido a casa, le ha dejado las llaves al encargado de noche). Y esta no es la primera vez que vienen aquí. Tuvieron que volver más tarde para recogerla, fue la última parada antes de que él entrara en escena. Iban de camino a una fiesta.

El jeep bordea el aparcamiento y va hasta la ventanilla para coches, como él suponía. Lo sigue mientras están echando una ojeada a la carta y luego se dirigen a la ventanilla de recogida. Aquella noche, los dos estaban charlando, Brooks lo sabe, compró una dona para poder verla, un hecho que Brooks considera una herida abierta. Su conversación es un espacio en blanco en su informe, una laguna.

(«No me acuerdo», dice Danielle, encogiendo los hombros sin interés. «Seguramente intentaban decidir a qué fiesta iríamos primero.»)

El jeep se detiene en el aparcamiento, apaga las luces y el limpiaparabrisas. No puede ver sus caras, pero sabe que están comiendo. Se ven los envoltorios en algunas fotografías, papel amarillo enrollado en el suelo, una bolsa marrón bajo la zapatilla de alguno de ellos, aplastada y con algo parecido a aceite.

Brooks está sentado en la oscuridad, al acecho, como un cazador. Escucha su respiración bajo el repiqueteo constante del motor del Vic, el desempañador del cristal le irrita los ojos. El cursor de la pantalla parpadea, le preguntan si necesita algo. Desearía poder estar frente a su ordenador y acceder al informe. Está hambriento y le duele la espalda, encorvada para adaptarse mejor al asiento. Estira la espalda y levanta los codos colocando las manos por detrás del cuello, como las alas de un pollo, luego vuelve a sentarse. Comienza a formarse cola en el semáforo. La cola del McDonald’s deja de avanzar, solo hay una chica en la ventanilla. Se sientan y esperan, están en un punto muerto, le gusta. Si pudiera hacer que permaneciera allí, a la vista, todo saldría bien.

Por supuesto que cabe la posibilidad, lo sabe, está paranoico, de que no haya nadie en el coche, que le hayan visto, hayan salido por la ventanilla trasera y hayan atravesado corriendo el aparcamiento, utilizando los coches aparcados para cubrirse. Podrían estar gateando al otro lado del montículo, rodeándolo y aporreando el maletero, jodiéndole.

La radio rompe el encanto del momento, como siempre. Una ligera interferencia y luego el vacío eléctrico del espacio, un pitido molesto.

—232, 232, ¿me recibes?

—Te recibo —responde, apretando con el pulgar el botón del micrófono, justo cuando se encienden las luces del jeep. Comienzan a moverse. Se acabó el intermedio.

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Una botella es suficiente, la mitad de una copa para cada uno mientras el camarero retira los platos principales, luego recoge las migas de la mesa. La madre de Kyle puede sentir el calorcito del vino en la cara, un brillo como el de la vela entre los dos.

—¿Puedo tentarles con nuestra carta de postres?

—Creo que sí —responde el padre de Kyle, tomando la iniciativa.

—Les doy un minuto para que decidan —les dice el camarero y desaparece.

—Querido —dice ella, viendo una créme brulée de calabaza, un zabaglione de limón o una torta de ricota de chocolate—. Creo que necesitaré más de un minuto.

—Tienen expreso —dice él, porque es el favorito de ella y raramente tiene la ocasión de tomarlo.

—¿Te has decidido por algo?

Hacen estrategias, planes para compartir. El lugar está abarrotado, la conversación proviene de todas partes, hace que el espacio que les rodea parezca íntimo. Hablar no resulta incómodo siempre que haya cosas de las que hablar. Las elecciones municipales se acercan, con un referéndum muy reñido sobre los condominios, hay una nueva exposición de Mondrian en el Wadsworth. El vino rellena todos los silencios.

—¿Has hablado con Kelly sobre el día de Acción de Gracias? —pregunta él, han tenido algunas discusiones porque ella quiere pasar el día en el viñedo con la familia de su novio.

—Aún no.

—Espero que esté bien.

—Seguro que lo está.

Piensa en sacar el tema del día de puertas abiertas del centro de Kyle, luego lo deja estar. Sabe que el padre de Kyle odia ir a estos sitios, le horroriza sentarse con los otros padres mientras los profesores pululan con sus programas. Las obras de Kyle están colgadas en la pared como en el jardín de infancia, firmadas por una cuidadosa mano femenina.

—Esto está bien, los dos solitos —dice él, rescatándola—. Deberíamos hacerlo más a menudo.

Está de acuerdo, aunque no sabe exactamente lo que eso puede suponer, si es una oportunidad para ella o una reivindicación por parte de él para no implicarse. De nuevo, intenta olvidar esta idea, pasa el brazo por encima de la mesa y coge la mano de él. No puede perder esta conexión. De repente, siente que él es lo único que le queda.

—Creo que ya he tomado bastante vino —dice él bromeando.

—Veo que mi plan está funcionando.

—No si me paso de la raya.

—Mejor que el expreso sea doble.

Es divertido, pero por debajo de sus bromas facilonas, solo hay una realidad: no han dormido juntos desde hace semanas. ¿Qué más pueden fingir que nunca ha pasado?

Cuando regresa el camarero para tomar nota de los postres, retiran las manos, como si fuera una carabina, él revolotea alrededor y ella extiende la mano otra vez. El padre de Kyle se sorprende, pero se muestra contento. Esta noche no va a perder la oportunidad, no va a ceder ante el dolor. Ha habido muchas noches en las que estaba demasiado cansada, pero hoy es demasiado importante. Piensa en la corona en el árbol, en la gente que la verá. (Sí, muchísimas gracias, madre de Kyle.) No sabe por qué la idea no le resulta muy agradable. Puede que sea su forma de dejar atrás esa parte de su vida, enterrarla para siempre, si es que es posible. (Y aquí está el verdadero Kyle, de pie junto a ella, con la mano en el hombro de su madre.) Quizá no sea posible. Quizá no crea que es posible.

Hablan de su trabajo en la oficina, del próximo fin de semana. Él no le pregunta si ha ido allí hoy, ella lo entiende. Necesitan tener cuidado.

Finalmente, sus postres llegan. Se inclinan hacia atrás para dejar espacio para que el camarero deje los platos y los tenedores limpios. Su expreso es denso como la pintura en una tacita de porcelana blanca, un gajo de limón y un cuadradito de chocolate al lado. A ella le parece simple y completo, un placer separado del resto del mundo, como si pudiera pedir tiempo muerto, parar lo que está sintiendo para apreciarlo mejor, incluso cuando toma el primer sorbo amargo, el sabor se mezcla con el día, el árbol, la corona y se da cuenta de que las cosas nunca cambiarán, que, a pesar de sus esfuerzos, ella siempre será así, una persona herida que no le gusta y por la que siente compasión.

—¿Cómo está? —pregunta él.

Por un segundo, atrapada en sus pensamientos, no le entiende, luego le sonríe y bromea sobre su ingenuidad, usando el vino como excusa. Empuja el platito hacia él y le dice:

—Prueba un poco.

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Hay momentos que no te mostramos, cosas que dejamos fuera por nuestras propias razones. (¡Gracias Espíritu, por no mostrarme más!) Las hermanas de Danielle han estado todo el día llamándola, nuestros padres y abuelos nos han evocado uno a uno. No hay nada que podamos hacer por ellos. A estas alturas, ya te lo habrás imaginado: somos visitantes, nuestros poderes tienen sus límites. Como Tim, como el verdadero Kyle, como Brooks, aunque él no lo sabe; todos tenemos una misión. Hemos escogido nuestros héroes, con la esperanza de que sean capaces (asustados por si fallan) y ahora dependemos de ellos.

Toe tiene razón, son aburridos, algunos de ellos. La vida es aburrida.

(«¿Comparada con qué?», interrumpe Danielle.)

En estos momentos Tim y Kyle están apilando Kleenex, construyendo una pared de cajas. Brooks conduce hacia su llamada, preguntándose si les habrá dejado bastante agua a los perros. El padre de Kyle está pensando en la propina. La cocina está cerrando, el lavaplatos trabaja con la última carga.

En el club social la fiesta de disfraces está muy animada, una banda bastante decente toca Superfreak para gente que no puede bailar y un tipo disfrazado de colonizador vomita en el campo de golf. Por lo demás, Avon va apagándose a medida que cae la noche, apareciendo las aceras inexistentes hasta ahora. La oscuridad ha caído sobre los surtidores de la Mrs. M. Un temporizador activa el interruptor y el foco de la cafetería de comida rápida empieza a parpadear con luz amarilla. Nadie se da cuenta. En las colinas, las calles están mojadas y vacías, las luces de los garajes están apagadas, las calabazas apagadas. Los últimos pequeños en busca de caramelos ya han acabado, sus dedos están entumecidos tras pasar toda la noche fuera.

Aquí, en el interior, bajo la luz brillante, tiene lugar lo mejor de Halloween, la parte más dulce del pastel, dándole la vuelta a la bolsa y esparciendo todo el botín sobre la alfombra con la mano, como si fuera un tesoro. Esto nunca es aburrido, incluso a los adultos les interesa, husmeando alrededor como sabuesos. Cuentan cuantas piezas han conseguido y las comparan con las del año pasado, ¿han batido el reto? Luego las clasifican en montones, uno para las Reese’ Cup, uno para los Kit Kat, Twizzler, M&M y todos los chupachup juntos. ¿De cuál has conseguido más? ¿Qué pasó con todas aquellas barritas Mr. Goorbar del año pasado? Para de maravillarte con las más raras y de burlarte. ¿Alguien debió repartirlos: las bolas de palomitas en bolsas, los Payday tamaño grande, los Crunch blancos individuales y el Grand 100? Los Mound y los Almond Joy son siempre un problema, separados enseguida del resto de las golosinas. Y luego los que se quedan en medio: Goober, Jujube y Black Jack, en las próximas semanas serán los últimos que perduren. ¿A quién le gustan los Milk Duds? ¿A quién le gustan los cacahuetes? Cámbialos o tira los que no te gusten, hay ya bastante, no los echarás de menos.

Además, hemos estado zampando todo el día, la fiesta ya ha empezado en clase. El chocolate le encanta a todo el mundo, una explosión de energía que se mezcla con el agotamiento causado por demasiada diversión y que nos atonta. No tardamos en lanzarnos caramelos entre nosotros, armando un jaleo tremendo, luchando encima de nuestro botín como los piratas.

«Puedes coger tres cosas» se convierte en: «Ya está, la última».

Y luego, de forma ridícula, llega la hora de irse a la cama.

Recoge las golosinas, no puedes dejarlas tiradas en el suelo. No preguntes por qué, solo vuélvelas a meter en la bolsa a puñados. Vamos, date prisa. No te olvides la máscara y lávate los dientes, por favor.

Pero aún no estás cansado y echan una película buena con la que te has entretenido de tanto en tanto, una película que te hará tener pesadillas, unos jóvenes en un pueblecito, rodeados de vampiros, el tipo de película de la que todo el mundo hablará en el instituto mañana. Mejor no dormirse y verla, aunque sepas que no va a servir de nada.

«Buenas noches.» «¡Por favor! Diez minutos más. Casi ha terminado.» «No discutas. Es tarde y mañana hay clase.»

Su lógica es imposible de refutar. Luego, cuando te rindes pero no te vas, gastan alguna broma al respecto y te mandan al piso de arriba para no dejarte verla mejor parte, la música amenazante y los gritos.

«¿Qué ha pasado?» «Nada», contestan. «Quiero verlo.» «No te preocupes», dicen. «Ya te contaremos cómo acaba.»