Conduciendo con todos nosotros metidos en el jeep, la primera cosa que ve es el poste de la portería y el marcador apagado detrás de la diagonal, las líneas pintadas de la pista y la construcción desértica de la tribuna descubierta con la torre de control y la zona reservada a la prensa donde solíamos fumar. No hay indicios de vida, solo el tabaco picado de hierba amarilla pisoteada en el barro entre las marcas de las bandas centrales. En la parte más alejada, una explanada enorme llena de coches aparcados. Con la planta cuadrada, aquellas ventanas estrechas y el laberinto de vallas metálicas, el instituto parecía una fábrica, una prisión de ladrillo. Dos banderas ondean en lo alto de los postes en medio del círculo frente a las puertas de entrada. Los autobuses no están, el aparcamiento recogido, hasta las barras separadoras están levantadas al final, protestando por los coches de tracción a cuatro ruedas. Tiene que dar varias vueltas buscando un sitio vacío, justo como Toe hizo, pero el que él encuentra está más cerca del bosque que del campo de béisbol. Todo no va a ser exacto, piensa, pero en silencio se culpa a sí mismo.
Ya es bastante tarde, los árboles grises forman un cuadro en el parabrisas, enviándole un mensaje. Algunas cosas del mundo, ¿o son visiones?, tienen todavía una densidad táctil. Pensaba que dejar a sus padres sería la parte más dura del día, pero ahora se da cuenta de que cada paso será más duro que el anterior. No quiere tener que vérselas con la gente. El plan parece estúpido, innecesario. Podría conducir y estrellarse contra el árbol ahora mismo. Es Halloween y eso es todo lo que importa.
Al mismo tiempo, quiere honrar las promesas que nos hizo (a Danielle, a sí mismo, en realidad). ¿Qué prisa tiene? Ha pasado ya cinco meses así, fingiendo que se interesa; ahora que por fin ha llegado el día, quiere relajarse y disfrutar de lo que solo él sabe y que le hace estar por encima de todo. Y lo hará; será como ir a clase colocado. Además, él es como nosotros. Quiere verlo todo una vez más, por última vez.
Aquel día, Kyle se quedó detrás. Dijo que tenía que ver a alguien (lo que significaba que tenía que pasar algo de hierba) y se salió en el bosque, en la valla que separa las praderas y que sigue por la ruta. Es lo que estará haciendo ahora, probablemente se dirigirá hacia la gasolinera de Mrs. M para hacer la entrega. (Su padre encontró el resto del alijo que escondía y lo tiró a la basura para que su madre no viese la cantidad que almacenaba). Así que sabemos que ahora mismo juega a lo mismo que Tim, recuerda aquel día. Es casi un alivio, nos concede algo de tiempo (como si el tiempo importara).
Estaría bien si alguien pudiera echarle un vistazo a Kyle, pero todos estamos con Tim, que camina alrededor del edificio, somos su séquito. Jamie Weeks pasa cerca con su Blazer e inmediatamente volamos a través de los coches aparcados y nos colamos en su interior, es como un salto en el tiempo, en un abrir y cerrar de ojos, mirando a Tim mientras volamos hacia él y de repente, regresamos, de nuevo con Tim.
Siempre pasa lo mismo, todo el mundo cuando ve a Tim nos recuerda. Los únicos que no lo saben son los novatos de primer año e incluso algunos de ellos nos evocan, somos tan famosos. La entrada no ha cambiado nada, el recibidor con las vitrinas de cristal llenas de obras de arte inservibles de los estudiantes, pero esta vez es Tim el que está en escena, un estudiante marcado. La gente le mira desde sus taquillas. No está paranoico, le miran de verdad, como si le hicieran una radiografía, examinando todas las cicatrices de su corazón. Ha sido así desde el accidente. Tim normalmente se da cuenta y lo resiste, sea lo que sea: ¿piedad?, ¿miedo?, ¿envidia no merecida? Pero hoy siente una satisfacción depravada, sabiendo que este momento permanecerá con todos ellos, pasarán años y seguirán viendo su cara y preguntándose, adivinando, lo que nunca sabrán. Es su venganza, inesperada y dulce, que alcanza a todos, arrasando el instituto por completo.
(Porque aún no logra entender cómo el mundo puede seguir, cómo el instituto seguirá estando aquí mañana y cómo pasará el invierno y luego la primavera, la graduación y el curso siguiente. Espera que todo desaparezca con él.)
La campana de entrada ya ha sonado porque cuando suena la campanada de aviso, un único bing como cuando un avión llega a la puerta de embarque, los pasillos se quedan vacíos. Todo el mundo cierra las taquillas y sale corriendo. Sus cálculos van bien, necesita un permiso para llegar tarde y tiene que ser valiente y dirigirse a la oficina.
Tras pasar la entrada, todo está en calma y el ambiente es cálido, la pared con los casilleros de los profesores, el correo sobresale en las casillas. La madera barnizada del mostrador está llena de palabras grabadas. Por detrás de los pupitres y de los ordenadores encendidos, en un estante en la pared del fondo está, encima de un amplificador, el micrófono de cromo que Garfio utiliza para dirigirse a los estudiantes, se imagina a sí mismo saltando encima del amplificador y encendiendo el micrófono.
¿Qué diría?
—¿Tienes una nota? —le pregunta la señora Camilleri.
—No —responde Tim, responde Toe—. Mi alarma no ha sonado.
Lo dice con un gesto de provocación, pero ya es mayor y ella no le va a echar un sermón.
(«Voy a tener que marcarla como injustificada», le respondió a Toe.)
Sale de la secretaría con la nota, molesto, a través de la pesada puerta al pasillo sin ventanas, vacío como en un sueño, un eco de pisadas se pierde tras él. En la pared, alguna chica ha pegado un dibujo de voleibol: ¡Adelante JV, a por Simsbury! Pasa por delante de las ventanas llenas de filas, caras que se abren y cierran, risas que le desconciertan. Todos están en clase y él es la última persona en la Tierra.
Por eso está aquí, esa sensación vaga de ser un fantasma (tío, ni te lo imaginas). Se siente ilegal, libre. Espera que algún profesor de vigilancia gire la esquina o baje las escaleras y lo pille, su permiso para llegar tarde es una burda excusa. En el rellano, entre los dos pisos, un rayo de luz solar intenta detenerlo, cortando sus piernas, tiras brillantes torcidas justo por delante de sus pasos, motas de polvo a la deriva como peces en un acuario.
Tiene que pasar por delante del señor Kunkel, que está de vigilancia, sentado como un centinela regordete entre las puertas del recibidor principal, clasificando papeles. No se acuerda de quién estaba ese día (era la señora Pistorio con su pelo teñido), pero sabe que no es lo mismo.
—Vamos a ver, señor Morgan —le dice Kunkel, ignorándonos. (Toe le da un golpe en la barriga, el grande y viejo soldado de infantería.
«Para», le dice Danielle, pero es divertido.)
¿Qué más ha cambiado? Su taquilla este año es nueva y su combinación, y al abrir la puerta no encuentra la foto de Danielle y de él en el Six Flags, a la altura de sus ojos, se la sacaron en el Superman, con el pelo hacia atrás por la velocidad trepidante. La tiene en casa, en un sobre con las demás, nada ha ocupado su lugar, ningún espejo o un calendario, sin pegatinas ni pósteres. No hay ropa colgando de la percha, ni chaquetas ni barritas Snickers o botellas de agua apiladas en el fondo de los estantes, ni basura ni papeles abarrotando el fondo. En el estante superior están sus libros y libretas para la mañana; en el estante de abajo están los libros y libretas para la tarde.
Las libretas las tirará, los libros, el instituto se los dará a alguien. No ha escrito su nombre en ellos, así que no hay nada que borrar.
¿Qué harán con sus deberes? No se los devolverán a sus padres (algunos se quedarán allí por algún tiempo, luego los tirarán y se sentirán como una mierda durante un minuto).
Mete los libros en la mochila y se dirige a clase, pasa por delante del señor Kunkel de nuevo, quien esta vez no le dice nada. Sus pisadas rebotan escaleras abajo. El sol ha desaparecido, está nublado, del color de la nieve sucia. El Capitán Garfio empieza con los comunicados, su voz sale de todas partes, como si el edificio hablase. En el recibidor Tim saca fotos rápidas de las demás clases, brillantes tras el cristal.
Y entonces llega el momento que tanto teme, delante de la puerta de la clase de la señora Alpert, sabiendo lo que le espera al otro lado. Duda, piensa que todavía puede darse la vuelta, que las cosas son tan diferentes ahora que eso no significaría nada. Y luego, ¿qué?, ¿debe hacerlo sin Kyle y ya está? Piensa en la policía notificándoselo a su madre en la oficina, y en su padre, las preguntas que se harán. ¿Qué hacía Tim conduciendo por los alrededores? ¿Por qué no estaba en el instituto? Lo sabrían enseguida. Lo sabrían de todas formas, pero hay una diferencia. Puede hacerlo un día más.
Avanza, coge el pomo de la puerta y empuja, gira y deja que la pesada puerta se deslice por delante de él. Pasa un segundo antes de que entre, durante el cual nadie puede ver quién es, solo la puerta, y luego cruza el umbral y es centro de todas las miradas en la clase, lo miran por un instante y nosotros nos mostramos ante todos ellos, completando el circuito. Porque todos ellos saben qué día es hoy. Y es verdad, lo que piensa Tim, perforado por la mirada de veinte pares de ojos, no es su imaginación. Han estado esperándolo.
Las fotos del pelo de Danielle pegado en los pilares convence a Brooks de que necesita una segunda cerveza para irse a dormir y no hay nadie que pueda decirle que no. Rompe la lata vacía, la espuma le hace cosquillas en la nariz, luego deja que los perros salgan fuera y espera en la antepuerta, viéndolos buscar en un hueco entre los árboles. Acaba de rastrillar el patio este fin de semana y ya necesita otra pasada. Junto al cobertizo, una pila de macetas de plástico de Melissa, otra cosa de la que ocuparse. ¿Cuánto cuesta un buzón de cartas? Bebe, la cerveza burbujea en su lengua, le refresca la garganta, pero no consigue librarse de nosotros. La guantera está rota, abierta, los mapas están esparcidos como pañuelos. Él mismo hizo las fotografías, entonces, ¿por qué le sorprenden tanto?
Lo que más recuerda no es el desagradable primer plano de nuestros cuerpos, con una regla insertada para mostrar la escala de las heridas lívidas; sino una fotografía tomada desde lejos, del Camry y el árbol, y un poco más lejos, en las hojas, su propia gabardina amarilla extendida sobre Danielle. Y ni siquiera esto es tan grave; es la iluminación, la oscuridad absoluta del fondo, el flash iluminando hasta donde alcanza y la falta de contraste, el mundo de la noche reducido a un coche, un árbol y un cuerpo, causa y efecto, solo que él no está en la foto, es el que la saca.
Ginger es rápido, se revuelve y mira por encima del hombro; Skip se las tiene que arreglar como puede para cubrirse. Llegan saltando por el patio, esperando una caricia y se conmueve, como siempre, al percibir la fe que depositan en él.
—Vale —dice—, sujetad a los caballos.
Su plato está casi vacío. Les manda sentarse y que esperen, luego lo coge con cuidado. Se acaba la cerveza, mientras les ve comer, el reloj sobre el fregadero, dándole prisa. Enjuaga la lata y la mete en la papelera de reciclaje. Tiene que estar todo limpio para los compradores.
La máquina está encendida, el sonido en posición de apagado. Va a la puerta de entrada y echa el pestillo. Los perros saben lo que eso significa y le conducen hacia su habitación. Baja la persiana para que no entre luz, aún no ha amanecido. Se quita la camiseta interior y nota los golpes que le dieron aquellos dos imbéciles. En el baño, se mira los golpes en el espejo, la piel empieza a cambiar de color, pero lo que más duele es el recuerdo de Saintangelo y saber que tiene razón.
Parece que cada noche se acuesta con una pregunta: ¿qué vas a hacer? Y no ve una respuesta posible, ningún plan de acción que pueda cambiar lo que le ha ocurrido a su vida. Tiene cincuenta y tres años, tiene deudas, está solo, es un desastre y necesita empezar otra vez desde cero. La imposibilidad de que eso ocurra hace que todo le dé vueltas. La única cosa que puede conservar es su próximo turno, la rutina de fichar, el motor del coche patrulla; un vistazo al informe de Saintangelo y el jefe acabará con todo eso. No pueden suspenderlo, pero pueden obligarle a tomarse un tiempo, como a Manos después del tiroteo. Aquello fue obligatorio, la política del departamento; esto sería una baja por enfermedad voluntaria, una confesión más seria.
Sabe que quieren que se vaya. Él es una vergüenza para ellos, a pesar de que ninguna de nuestras familias presentó una demanda, una responsabilidad legal enorme. Diecisiete años, más o menos, y ahora está en clara desventaja. Tiene que tener cuidado, se siente tentado de mandarlo todo a la mierda, reventar y simplemente empotrar el Vic contra las puertas de entrada de la comisaría: «¡me voy!»
(«¿Ves por qué nos gusta tanto este tío?»)
Al mismo tiempo piensa si puede aguantarlo, tragarse toda esta mierda con sumo cuidado, los días pasarán y luego los meses. Venderá la casa. Todo acabará funcionando.
Sabe que solo son dos fantasías, pero no se le ocurre nada con lo que ir tirando. Abandonar y encontrar otro trabajo, pero solo la idea le hace temblar y niega con la cabeza. Es un poli. ¿Qué otra cosa podría hacer?
En el exterior los pájaros charlan entre sí. Ginger y Skip se han tumbado y respiran ruidosamente. Cuando Brooks se retira, la cama está fría. Tiene demasiado sitio, demasiadas almohadas. Prueba un lado de la cama y luego el otro, boca arriba, boca abajo. Las manecillas del reloj saltan de un minuto al otro, luego diez; le cansa pensar en despertarse.
Finalmente, Danielle se inclina sobre él, toca su frente como una madre y él se duerme. Nos quedamos a su alrededor, como médicos, como ángeles, esperando a que empiece a soñar: el ruido de las sirenas y los neumáticos, la ciudad de noche volando ante sus faros mientras le cazamos, corriendo hacia el árbol. Podría parecer una venganza, pero no es la nuestra. Brooks es una pieza fácil de cazar. No tenemos que sugerirle las pesadillas, él tiene las suyas.
—Allá vamos, tío —dice Greg, tirando la lata de cerveza encima de la lápida de Toe y formando un charco de espuma sobre la hierba a sus pies. Toma un sorbo y se la pasa a Travis. Travis coloca en equilibrio un paquete de Malboro sobre la piedra, solo le queda uno, el afortunado, el que se te suele caer la primera vez que lo abres. Le suma una caja de cerillas, a la que también solo le queda una, pero la combinación es demasiado ligera y el viento lo tira al suelo. Caen justo en las manos de Toe y aterrizan detrás de él. Por reflejo, Toe se agacha como si quisiera cogerlo.
Travis se pone a buscar alguna piedra que esté cerca, la mete en el paquete junto con las cerillas y lo coloca encima de la lápida de Toe otra vez. Los dos se quedan de pie y se pasan la lata de cerveza, Toe se pone a mirar con ellos, por encima de sus hombros. Ya no hay ramos viejos o velas como las de Danielle, solo la hierba fría, desigual y con grietas. La madre de Toe traerá algo más tarde y hablará con su padre biológico por teléfono.
—Todavía no acabo de creérmelo —dice Greg, sin saber a quién se dirige, a la lápida, a Toe o a Travis.
Travis no dice nada.
—Tío, te echamos de menos —añade Greg.
(«No empecéis a llorar ahora, joder», interrumpe Toe.) Porque, por un momento, parece que están a punto: Greg agacha la cabeza, temblando. Luego Travis le releva, da un paso adelante y deja la cerveza a medias al lado de las colillas.
Vuelve a dar un paso atrás y se coloca de nuevo en su sitio, como si fuera una ceremonia, se quedan los dos en silencio, la guardia de honor. La parte trasera del cementerio limita con el campo de golf de Farmington Woods, a poca distancia, se oye el suave rugido de alguna máquina de mantenimiento del césped. Los pocos árboles que han dejado como separación se inclinan con el viento y las hojas dan vueltas entre ellos.
Lo consideran como una señal y se abren camino hacia el Golf de Travis. En el asiento trasero hay un bate de béisbol Louisville Slugger algo roído, choca con una nevera y con lo que queda del paquete de las doce cervezas. (Toe podría irse con ellos, pero no lo hace, se queda observando cómo giran en la estrecha carretera y pasan por el arco de hierro forjado. Le esperamos al lado de un ángel sin ojos, cuando vuelve, nos mira haciéndonos comprender que habría preferido irse con ellos, pero que tenemos trabajo que hacer.)
Vuelve a colocar en las estanterías los libros que devolvieron ayer depositados en el carrito, va de una fila a otra con los brazos llenos de libros, coloca los números escritos a máquina en el lomo de cada libro con un dedo y hace espacio para dejarlos.
Los libros de consulta sobre el sistema circulatorio han sido muy solicitados, un proyecto de sanidad para la enseñanza media. No necesita acordarse de las veces que traía a Kyle aquí para documentarse, acepta que ya no le asustará en cualquier parte como antes. Mejor aquí, donde puede distraerse que en casa.
Su problema es cómo pasar el tiempo, justo lo contrario que le ocurría en su otra vida. Antes (¿no es una forma bonita de decirlo?), siempre estaba ocupada en la escuela o cuidando de su familia, tener que desplazarse era un fastidio. Pedían comida para llevar tres noches a la semana y no podía ni ver la televisión para poder acabar sus lecturas. Ahora, arregla su horario, contenta por poder pasar estas horas en la biblioteca, toda una voluntaria.
Por la mañana es cuando los ancianos de The Mews y Sunrise Village aprovechan para leer el periódico. Algunos días el autobús llega temprano y están esperándola fuera, en un corrillo, como corredores numerados con sus chaquetas de poliéster y sus sombreros. Ella se queda con ellos bajo el tejadillo, un anciano honorario. Le dicen que debería tener su propia llave, ella también lo piensa. Incluso a veces parece que está aquí más que el personal contratado.
Hay una especie de conciencia silenciosa en la biblioteca, una claridad, la ventana arqueada deja pasar el sol, la práctica alfombra y las placas del techo que suavizan hasta el mínimo sonido. Todas las superficies son del color moreno del turrón, la única nota colorista la ponen los libros. No hay mucho espacio entre las estanterías, con casillas como las de un panal de abejas. Se siente protegida entre tantas páginas, a salvo del pensamiento de los demás. La precisión y lo repetitivo del trabajo la tranquilizan, es como una especie de terapia. Todo lo que hace tiene que ver con poner las cosas en orden, ayudar a los demás a encontrar lo que desean. Los días más tranquilos, habla consigo misma diciéndose que el amor que siente por este sitio es sencillo y dulce, en lugar de necesario y desesperado, un fugitivo que corre a refugiarse. De un modo u otro lo hará.
Se queda de pie en un escabel de metal, como un cubo del revés, para dejar un estudio sobre el cáncer de mama en el estante superior. De esto se ha librado, gracias a Dios, la enfermedad no se merece una persona como ella. En casa no hay libros de Kyle, solo una carpeta de anillas que utilizó en rehabilitación en Denver y solo trata del aspecto físico, cosas como cambiarse de ropa, darse una ducha. Baja y coge el siguiente libro, comprueba el número. Las carátulas en celofán de las nuevas entradas en la cubierta están lisas y claras, cuando las devuelven, están manchadas y agrietadas, atraen el polvo. El lomo de los libros está torcido y combado, las páginas dobladas hacia dentro. Los relacionados con el campo médico están más que anticuados, es preocupante. Los menos apreciados son al final seleccionados para la venta, ayudó a Alice a ir buscando por los estantes con un carrito, cogiendo todo lo que no había sido leído en cinco años. Le parece un desperdicio, a veces ha cogido algún libro y se lo ha llevado a casa para salvarlo, con aire de culpabilidad lo ha devuelto más tarde sin haberlo leído.
De acuerdo con el sistema decimal Dewey, en el 92, las biografías, demasiado fácil, separadas del resto y ordenadas alfabéticamente. Billie Holiday, Vivien Leigh, Golda Meir. Sus compactas y heroicas vidas la transportan fuera de sí misma, como la promesa de los pósteres en el hueco de la escalera, un barco pirata lleno de niños en los que se lee: «LA LECTURA ES TODA UNA AVENTURA». Aquí se siente inagotable, rodeada de un mundo concentrado. El mero hecho de sujetar los libros hace que lo note.
(Y mientras se siente aliviada no piensa en nosotros, así que aquí estamos en la reserva. La acechamos desde la distancia, en la sección de Ficción, observando por los agujeros entre los estantes, jugando al escondite como hacíamos antes, Toe está tonteando con Danielle, ella gira la esquina y de repente se detiene, de pie, justo enfrente de ella, un tío alto de pies grandes, es Kyle.
Toe es como un héroe, agarra a Danielle y la lleva hacia el otro lado, abriéndose camino entre una anciana que mira por encima de su libro y luego sigue leyendo.
Es el mismo Kyle, con su camiseta y la cartera con una cadena. No nos ve, simplemente sigue a su madre entre las hileras, mirándola a través de los libros como nosotros lo hacíamos. No sabemos qué pensar, por qué se nos aparece. Pensábamos que estaba en el Mrs. M., pero quizá sea como nosotros y vuele sobre todo Avon, como un alma salvaje. Puede que esté viendo roncar a Brooks, o como aquella noche, rondando por el bosque.
La sigue alrededor del mostrador curvo de préstamos y por la puertecilla de la parte trasera. Toe me mira, también Danielle; los veo cogidos de la mano. Me encojo de hombros, ¿cómo voy a saber yo lo que está pasando? No hay nada que podamos hacer, salvo ir tras él.)
La madre de Kyle tiene su rutina. Su tercera taza de café la está esperando en la sala de descanso, en la taza del NPR que se ha traído de casa. Esta salita luminosa es el silencioso corazón de la biblioteca, oculta de los clientes. La vieja cafetera para treinta tazas hace café bajo el tablón de anuncios, la mesa parece una tienda de galletas y dulces. Como son vacaciones, hay más comida de lo normal: magdalenas glaseadas, galletas de azúcar de naranja, una docena de rosquillas de la pastelería Luke. «PROHIBIDO INTRODUCIR COMIDA Y BEBIDA A LA BIBLIOTECA», pone en un cartel en la puerta. Pasa de las palomitas dulces y la cesta de minibarritas Hershey porque está a dieta. Es una pena, antes eran sus fiestas favoritas.
(—También las mías —dice Danielle metiendo la mano en las palomitas dulces.
—Siguen siendo mis preferidas —dice Toe en tono rebelde—. Y tú, ¿qué dices, Kyle?)
Pero Kyle está pegado a su madre, encorvado sobre ella, susurrando mientras ella se sirve el café, haciéndola girarse como si pudiera oírle, llevándose la mano a la garganta. Mira fijamente el café antes de dar el último sorbo, como si todavía quedara algo. Lo deja en la mesa y se arregla el pelo, metiéndoselo por detrás de las orejas, ya está otra vez lista para enfrentarse al público.
Se pone a trabajar en el mostrador circular, sonriendo a las madres que llegan temprano para el cuentacuentos, hacen pasar a los niños disfrazados al piso de arriba (un vagabundo, un dragón, Obi Wan Kenobi). Hoy les toca a los de cuatro y cinco años. Aún no ha decidido qué leerá. Ayer era la sesión de los niños de dos y tres años y les leyó Go Away, Big Green Monster!, fue un éxito lo de la pizarra de franela. Los pequeños de cuatro a cinco son más sofisticados, conocen la ironía y el juego de palabras, grandes aficionados a los chistes fáciles y a las frases con doble sentido.
Está sopesando The Hallo-weiner (demasiado soso) y The Scary Party (demasiada acción), cuando una de las madres, más joven que las demás, deja una pila de guías de viaje en el mostrador. La mujer está muy maquillada y viste un traje negro que le queda muy bien, como si hubiera parado de camino a un almuerzo de recaudación de fondos. Su nariz es tan puntiaguda que tiene que ser producto del bisturí y lleva un par de guantes de conducir en una mano.
—París —dice la madre de Kyle—. Muy bonito.
—Gracias —contesta la mujer, sin mostrar interés. Deja su bolsito sobre el ordenador para buscar la cartera. Cuando encuentra el carné, la madre de Kyle ya tiene la contraportada del libro abierta para escanearla. Da la vuelta al carné y pasa la luz roja sobre el código de barras. Normalmente el ordenador responde con un bip como en el supermercado, pero esta vez suena como un xilófono.
Se supone que este tono debe ponerle en alerta. El cliente ha sacado un libro que hace tiempo no ha devuelto, o un préstamo interno, puede tener algo reservado. Un vistazo a la pantalla y la madre de Kyle ve que el carné está bloqueado.
—¿Hay algún problema? —pregunta la mujer.
—Pone que tiene una multa impagada, ¿puede ser?
—No creo.
—¿Hot Air Henry? Pone que se registró como perdido.
—Mi hija —explica la mujer, como si eso lo solucionara todo.
—Lo siento pero su carné está bloqueado debido a la multa.
—Seguramente lo devolvió en la biblioteca de la escuela. A veces le pasa.
—Si lo hubiera hecho, nos lo habrían enviado directamente a nosotros.
La mujer mira al techo y suspira, la madre de Kyle se da cuenta de que está intentando no explotar. ¿Está mal que disfrute de su poder? (Lo que nos preocupa en estos momentos es que Kyle ha saltado el mostrador y está de pie al lado de la mujer, inclinado por encima de ella, mirándola con los ojos llenos de rabia.)
—Esto es estúpido. No voy a pagar la multa. Encontraremos el libro.
—Lo siento —repite la madre de Kyle, haciendo lo más cruel que puedas imaginar en este momento: le devuelve el carné a la mujer.
—Mire —dice la mujer, devolviéndole al carné con un gesto—. Necesito arreglar esto ahora mismo. ¿Cuánto es la multa?
La madre de Kyle se toma su tiempo con la pantalla, le hace esperar, incluso cuando ya lo tiene.
—Dieciocho con noventa y cinco.
—Dieciocho con noventa y cinco —repite la mujer para sí misma, perjurando a regañadientes mientras busca su monedero, moviendo la cabeza. Encuentra un billete de veinte y lo tira sobre el mostrador. (Kyle le da un golpecito y lo tira fuera, elevado por una corriente invisible, cayendo a la alfombra.
«Vaya, ¡mierda!», suelta Danielle.)
La mujer tiene que agacharse para recogerlo y empieza a ponerse roja. La madre de Kyle la deja un momento para ir a por cambio a la caja con candado que hay bajo el mostrador principal. Lo cuenta frente a la mujer, liquida la deuda y escanea los libros, finalmente, el ordenador emite un bip. Estampa la fecha de devolución mientras la mujer tira de los guantes. Nadie dice una sola palabra.
—Debe devolverlos el 20 de noviembre —le recuerda la madre de Kyle, pero la mujer ya se está largando con los brazos llenos de libros, empujando la puerta como si llegara tarde (Kyle la sigue justo detrás, haciéndole un gesto con el dedo). El siguiente cliente que entra en la biblioteca levanta sus ojos marrones y le hace un gesto de comprensión. Por un segundo, ella y la madre de Kyle, toda la biblioteca, se sienten en el mismo bando.
(Toe todavía no puede creérselo, ha movido un objeto inanimado. ¿Qué más podrá hacer que nosotros ni nos imaginemos?)
En la sala de descanso, la madre de Kyle se ríe con Alice.
—No te lo tomes en serio —le dice Alice, mientras coge una magdalena—. De vez en cuando ocurre algo así.
—Se enfadó tanto por una tontería —dice, como si estuviera sorprendida, divertida.
No puede contarle a Alice la verdad. Todo el mundo la ha tratado tan bien que este arrebato de odio ha sido un alivio. Esa mujer no la consideraba patética y especial, era simplemente otra persona. Es justo por lo que ha estado luchando, ahora que lo ha conseguido, no puede compartirlo con nadie. Piensa en llamar a Mark al trabajo, pero puede que ni siquiera él lo entienda. Y pensar en la corona y en lo que ha disfrutado torturando a la mujer, puede que sea un poco de locos.
Quedan cinco minutos para el cuentacuentos y todavía tiene que elegir. ¿Five Little Pumpkins? ¿The Haunting Dollhouse? Tiene que elegir uno con el que puedan utilizar la pizarra de franela para que los niños se levanten a pegar los recortables de fieltro, algo divertido. (Tiene que elegir también dónde van a ir a cenar esta noche, pero eso puede esperar).
Alice conoce el tema y sabe de qué habla.
—¿Qué piensas? —pregunta la madre de Kyle, levantando los dos finalistas para dejar que Alice tome la decisión.
—By the Light of the Halloween Moon.
(¿Deberíamos preocuparnos? Kyle elige el mismo.)
Arriba, el taller de manualidades está empapelado de esqueletos de hisopo y brujas con el pelo de lana. Hay un público considerable, los niños se sientan en los pupitres: ángeles, vaqueros, jugadores de hockey y gatos negros. La esperan en silencio y algunas de las madres van yéndose poco a poco hacia abajo. Coloca la pizarra de franela, extiende las patas encadenadas del caballete, abre la bolsita y saca los recortables antes de tomar asiento con el libro encima de sus piernas. Espera mientras los niños hacen algo de ruido, clavados en la silla, con los brazos cruzados. La miran como si fuera parte de la función, y lo es, un truco que aprendió de uno de sus profesores.
(Kyle está sentado en la primera fila, con los niños pequeños, a sus pies. Nosotros nos quedamos de pie en el umbral de la puerta, como si fuéramos guardias, como si pudiéramos impedir que se fuera.)
Ella reacciona con lentitud, con control, una persona diferente, la forma en que una actriz cambia cuando sube al escenario.
—By the Light of the Halloween Moon —anuncia, levantando la portada para que todos puedan verla.
Comienza a leer, evocando a demonios y hadas con un movimiento mágico del dedo para pegar los recortables en la pizarra. Espera para empezar con la historia, mira las máscaras y las caras pintadas, los ojos de los niños que la miran fijamente, y por primera vez desde hace más tiempo del que puede recordar, desea que fueran sus hijos, estos niños perfectos, sin marcas. Durante esos pocos, simples minutos, ella les pertenece.
Sueña que está jugando al wiffleball en el recibidor de un hotel elegante con el quaterback ganador de la última Super Bowl cuando el teléfono suena al lado de su cabeza. ¿Qué coño pasa? Es un reflejo; a pesar de que el contestador está encendido, se despierta para cogerlo.
Podría tratarse de Gram, deben de llamar siempre que tengan que llevarla a emergencias debido a sus mareos. Podría ser el jefe, para decirle que hoy no vaya, o Melissa, para preguntarle dónde está el cheque de este mes, o Charity, intentando fijar una hora para ir a enseñar la casa. Ha estado durmiendo de lado, con la mano aplastada bajo la mejilla y tiene los dedos como porras. Tiene que rodar hacia el otro lado para sacar el brazo de entre las sábanas.
—¿Hola?
La línea está en silencio, ni una mosca, luego un clic que corta la conexión. Ya se la han vuelto a jugar. (No es Kyle, como piensa Toe. Son solo Greg y Travis desde el teléfono móvil de Greg, piensan que algo así nos gustaría).
—Jódete —grita Brooks al aire, dejándose caer de nuevo en la cama, exhausto.
No se preocupa por Star-69, ni mira el reloj, temiéndose la hora que debe ser. Bajo los párpados, las pupilas no paran de moverse enrojecidas. Se tapa la cabeza y se estira. Se siente como si una apisonadora le hubiera pasado por encima y recuerda la noche anterior, un zapato que alcanza su cara, los muy hijos de puta; pero medio grogui, no puede estar enfadado, se palpa suavemente, casi se alegra de acordarse, un último acierto por casualidad, sobre una cuestión desconcertante.
Gruñe, gira, se restriega la nariz, se rasca el culo con los ojos cerrados, mueve la cabeza de lado a lado, luego se queda quieto, esperando dormirse. Estaba soñando algo, puertas y largos pasillos, una escalera con alfombra y un pasamanos curvo dorado. Se vacía por dentro para volver a entrar en el sueño, su mente retrocede hacia el pasado y luego se detiene (nos damos cuenta por como se aflojan los labios, sus ojos se mueven sin cesar bajo los párpados. Finalmente su respiración se calma).
Y luego el teléfono suena.
Tim se da cuenta de que nada es lo mismo. No puede serlo, un año más tarde; su horario es diferente y sus amigos están muertos. El mero hecho de estar aquí en el recibidor es como viajar en el tiempo, como visitar un museo. Entre una clase y la otra, mirando cómo la gente se precipita en desbandada entre los armarios, siente que ha sido tomado como rehén en su propio beneficio, una recreación, como el rodaje de una película. Todo ha sido colocado de este modo, todo es falso. Si abriera la puerta equivocada, encontraría una sala llena de extras retocándose el maquillaje. Y luego piensa que la verdad es justo lo contrario: él es el único que es irreal, un fantasma errando entre ellos, un monstruo con disfraz, I was a Teenage Frankenstein.
Se sintió del mismo modo el día después del accidente y esta sospecha nunca lo ha abandonado. Es como en Destino Final. Cometieron un fallo, debía haber muerto aquella noche, como uno de nosotros.
Sabe que la mayoría de la gente piensa eso en secreto. No parece muy justo que él ande por ahí sano y salvo (lo admito, también nosotros lo pensamos, deberíamos estar todos juntos, somos un equipo). Ha oído los peores rumores: que estaba borracho y cambió el cuerpo de Toe al asiento del conductor después de que tuvieran el accidente, que utilizó a Danielle como escudo.
(«Sé quien empezó ese rumor», dice Danielle, como si ya se hubiera encargado ella del tema.)
Al principio le dolía, pero ahora les entiende; la gente necesita un chivo expiatorio y él es el único que está a mano. Esto es lo que hace que el plan sea perfecto, completa las cosas para la gente y le concede a Tim la revancha. Todo el mundo será feliz menos sus padres.
No hay nada que él pueda hacer por ellos, ninguna disculpa les convencerá de que no ha sido culpa suya, eso le preocupa. Quiere que las cosas salgan bien. Quiere lo imposible: que esto solo le ataña a él.
Se deja llevar por la corriente, manteniendo el mismo ritmo que la mochila que tiene delante. Es enfermizo lo fácil que resulta simular que todo va bien, es como si todos fueran sonámbulos. Pero al mismo tiempo les envidia, especialmente a los novatos; desearía poder volver a ser tan inocente, tan anónimo, pasando por la escuela sin ninguna marca o etiqueta, caminando hacia algún futuro incierto y lejano, ser alguien diferente a quien es.
Llega a tiempo para la clase de biología y toma asiento en su mesa de laboratorio, al fondo, cambia la herramienta poco estable por una buena. Fuera, el día se está oscureciendo, las nubes bajas se apoderan del bosque y la sala parece tener iluminación artificial. Los cajones están cerrados, las boquillas del gas apagadas. Enfrente, la señora Blaustein, con guantes de goma, apila montones de bandejas de aluminio para hornear. Tim nota la peste a vinagre del formol y siente pánico. Se había olvidado por completo: hoy tienen las prácticas de laboratorio y no ha estudiado nada. Todo el curso haciendo los deberes para nada. ¿Qué más habrá pasado por alto?
Su compañero es Sean Campbell, un jugador de lacrosse[4] que utiliza espuma para ponerse el pelo de punta y que lleva una camiseta desgastada de Dave Matthews. Es un principiante y apenas habla con Tim fuera de clase, cosa que Tim prefiere. No quiere hacer nuevos amigos, los perderá de todos modos.
La señora Blaustein coloca las bandejas en medio de ambos, el gusano rosa sujeto con alfileres en los extremos. Compartirán un escalpelo y unas pinzas, y una docena de banderitas numeradas para los órganos. Mientras la señora Blaustein pasa repartiendo las hojas (boca abajo, por favor), avisa a la clase de que ha hecho tres exámenes diferentes, así que mirar al vecino no les servirá de mucho.
—De acuerdo —dice la profesora, en el mismo lugar donde empezó—, podéis volver las hojas.
Tim querría que Sean comenzara, pero ninguno de los dos coge la hoja. Al final, es Tim quien tiene que darle la vuelta, descubriendo una lista de cosas que tienen que encontrar, una terrible caza carroñera.
—¿Quieres cortar tú? —le pregunta Sean.
—Lo que sea —contesta Tim.
—¿Por qué no cortas tú? Eres mejor cortando.
Lo que significa que tampoco él ha estudiado.
Tim coge la cuchilla pequeña y se acerca la bandeja, intentado ignorar el hedor. El bloque amarillento está agujereado y picado, un centenar de viejos agujeros de tantos otros bichos muertos. (No puede evitarlo, nos imagina acostados en una mesa de acero inoxidable, la sala de las autopsias de El silencio de los corderos.) Sean sujeta la bandeja mientras él corta el gusano con suavidad, desplaza el brazo en línea recta hacia abajo y la piel húmeda va abriéndose alrededor de la incisión como unos labios, como una cremallera que muestra en el interior una vena oscura y los bultos color seta de algunos órganos. El formol empieza a salir a borbotones como si fuera sidra, rellenando los agujeros del ladrillo.
—Sujétalo bien abierto —dice Tim.
Sean estira de la piel, tensándola por ambos lados y dejando ver los conductos del gusano, una línea delgada que va desde la boca hasta el ano, los órganos entrelaza dos alrededor de los cinco arcos que forman el corazón. Por lo menos eso sí lo sabe (cinco corazones, como si pudiera tener cuatro oportunidades más).
—¿Eso es el hígado? —pregunta Sean señalándolo.
—Sigue sujetando.
Tim marca el corazón (número 1, un regalo) y mira la hoja para ver lo que deben buscar: cerebro, buche, molleja, intestino. Un par son de sentido común, con el resto es cuestión de pura intuición. No tendría por qué importarle, pero una parte de él no quiere suspender este último examen, prueba de que sabe lo que está haciendo.
Arponea el clítelo y lo tacha en la lista.
—¿Cuáles son los ovarios? —pregunta Sean, acercándose.
Los nódulos rosas brillan, piensa en nosotros, cortados y unidos de nuevo (en realidad, solo Toe). Se imagina a Danielle acostada sobre una mesa con la frente partida por la mitad y abierta de par en par como dos puertas, su cara mirándole desde arriba. El hedor a muerto asciende desde la bandeja y oye como alguien se asfixia, siente náuseas. Se cae uno de los bancos metálicos y con el escalpelo todavía en la mano, se da la vuelta para ver a Tracy Paley corriendo hacia la puerta con una mano tapándose la boca y la otra justo por delante de ella, como cuando hacen un half back en rugby. Sean empieza a reírse, como el resto de la clase, su salida pitando provoca una explosión de risas (una buena oportunidad para mirar en la hoja del vecino). Tracy les hace callar, evitándolo a toda costa, de repente se para justo delante de la puerta y se dobla, el primer vómito sale a borbotones, se cuela entre los dedos y cae sobre sus pies. La señora Blaustein retrocede y luego la empuja al pasillo. La puerta se cierra lentamente, pero antes vomita de nuevo dentro de la clase. Luego nada.
—¡Eso ha sido un puto asco! —dice Sean, triunfante.
—Pues espera a que comencemos con los fetos de los cerdos.
El vómito se queda ahí, un regalito para el conserje. Todo el mundo se ríe, representando la escena, copiando descaradamente las respuestas. Tracy les ha salvado y Tim querría salvarla, devolvérsela, que lo que va a hacer hiciera que todos se olvidaran de lo que acaba de pasar. Sabe que no lo hará. Ambos serán recordados, pero con una diferencia: Tracy tendrá que aprender a olvidarse de su incidente, ¿y cómo puede hacerse eso? Él lo ha intentado. La gente, las cosas, no te dejan.
Tim y Sean marcan los órganos, pasando por todos de uno en uno, aprendiendo. Aquí hay un cordón nervioso, este es el vaso subneural. Tiene su lógica. Cuando acaban y el desfile de banderitas ya está en su sitio, Tim se da cuenta de que a él le cortarán así, y a Kyle, pero por lo que a él respecta, no le importa mucho. Todo lo que quiere ahora mismo es aprobar y eso está hecho. Ahora puede volver al mundo de los sonámbulos, esperando el momento oportuno, manteniendo su secreto, que late con fuerza en su interior, hasta que sea demasiado tarde para que puedan fastidiarlo.
Es el chico que se dio de bruces en el autobús, se sienta junto a Kyle a la hora del almuerzo. Zack. Tiene unos doce años, delgado, con una amplia frente y la boca abierta como si estuviera drogado, y puede que lo esté, atiborrado de Ritalin. Le han aseado y le han puesto una tirita cuadrada debajo del ojo, pero Kyle reconoce el trozo de costra marrón en el labio inferior, una línea de color chocolate que separa la parte seca de la húmeda, a la que casi podría llegar con la lengua y probar de nuevo esa marca de sangre otra vez.
(Aquella noche estábamos en la sala con sus padres cuando la enfermera se fue. Estaba vivo, dormido bajo un montón de tubos, ambos llenos de esperanzas y dudas, intentado leer la mente de los demás para obtener alguna respuesta que resultara creíble. Por la mañana, ¿dónde podrían ir? A casa no, eso sería una trampa. Kyle había vuelto a su mundo, para cada operación tuvieron que firmar una cláusula por si moría. Se quedaron allí, temblorosos y asustados, perdonándoselo todo mientras nuestros padres llamaban al Vincent y hablaban de nuestros ataúdes, el horario de visita y el número de ramilletes de flores. Hasta que no nos enterraron, Tim no le visitó, le cogió la mano tocando sus dedos inmóviles, teniendo cuidado con el gotero. La mente de Kyle era como un estanque durante una tormenta de nieve, la de Tim, un microondas funcionando vacío, un carrusel vacío girando con luz intermitente. A cada minuto le llega una ráfaga de Danielle, como una descarga de una pistola eléctrica; en cambio, las señales del cerebro de Kyle formaban infinitas líneas rectas. Todos querían que mejorara, todos querían que muriera.)
—¿Te duele la cabeza? —pregunta Kyle.
—No —responde Zack, fijando toda su atención en la galleta, cogiéndola con ambas manos como si fuera un bocadillo.
Kyle coge la suya y ambos están totalmente ocupados. (¿Son felices? ¿Por qué tenemos todos que serlo? Es la hora del almuerzo, están comiendo galletas y bebiendo leche con cacao con sus pajitas flexibles, esto debería ser suficiente. ¿Sabes lo que daríamos nosotros por poder hacer eso?)
—Se acabó —dice la profesora en prácticas, Libby, y de repente empezamos a disiparnos, a desintegrarnos, nuestro contorno parpadea con efectos cutres tipo Star Trek. Aquí nadie se acuerda de nosotros, así que nos vamos.
Nos encontramos en el bosque, detrás del marcador, el Capitán Garfio merodea por los alrededores. Es un tipo alto, lleva un traje y una corbata brillante, va acechando por el aparcamiento, llamando a la gente por su nombre para que sepan que les ha visto. Es la tercera pausa para el almuerzo, así que nadie está oficialmente haciendo pellas hasta que suene la campana. Los chavales tiran los cigarrillos bajo los coches, esconden las pipas de marihuana en la guantera. En el jeep, Tim ve trozos de él moviéndose en las ventanas de otros coches, es como un calidoscopio, le sigue la pista hasta pasar la chimenea y le pierde, decide esperar un minuto. Tiene tiempo. Aparecen puntitos brillantes en el parabrisas, cada uno de ellos contiene el mundo entero, luego se juntan y caen rodando con los demás.
El timbre de aviso suena, la señal. La acera se ha oscurecido y ya no hay señal del Capitán Garfio. Tim gira para ver a través de la ventana de plástico trasera, comprobando su vía de escape sinuosa.
El aire es como un suspiro frío. No llovía aquel día, pero contra eso no puede hacer nada.
Coge el mismo camino gris a lo largo de la valla que delimita las praderas que siguió entonces, corta por el arroyo por el mismo lugar y se adentra en el bosque, a salvo ahora, protegido de la lluvia. Él estaba con Danielle, ambos caminaban en fila india junto a los arbustos, sin embargo, no puede acordarse de qué hablaban, como si el accidente lo hubiera borrado de su mente.
(«Yo tampoco me acuerdo», dice Danielle. Pero dice siempre lo mismo, así que no hay mucho más de lo que hablar. Ella no cree en lo que estamos haciendo; solo está aquí por Tim, algo que Toe no debería olvidar.)
Los demás ya estábamos ya en el claro del bosque. Greg y Travis acababan de largarse, iban hacia la casa de Greg para jugar al billar. Kyle estaba hambriento y quería pasar a coger varios burritos y a pasear por el río, era muy bonito. Toe dijo que también le apetecía, así que no había modo de decir que no.
¿Qué hubiera pasado si hubiera estado lloviendo? Tim vuelve a tomar la decisión de ir con ellos, como si eso significara algo, un vínculo necesario en una cadena, se queda quieto mirando los mismo árboles como hizo un año antes, el dobladillo de los pantalones empieza a estar húmedo a causa de la hierba. Él y Danielle se cogían de la mano. Ella llevaba su chaqueta de ante con el bolsillo descosido y su pelo olía a peras. Se queda esperando, alguien debe verlo inmóvil bajo la lluvia como un psicópata, luego cuando suena el timbre para ir a clase, vuelve hacia el aparcamiento.
Cuando se va, pasa por delante de un 4x4 parado en el círculo frente a las puertas de entrada, tienen que recoger a alguien, piensa en su madre en la oficina y en la foto escolar suya que tiene en el marco al lado del ordenador. Está sonriendo y lleva corbata, le han borrado los granos con un rotulador. Siempre ha pensado que la persona de la foto no era él, ahora lo sabe. Le tienta la idea de ir hasta su oficina para verla por última vez, para despedirse como Dios manda.
Solo hay una salida, vigilada por un guardia de seguridad contratado, un viejo con un cortavientos con parches dorados en los hombros y un walkie-talkie, otra inútil precaución más tras lo de Columbine. El guardia está en la calle, junto a su camioneta de hace cien años, vigilando a todo aquel que entra o sale, como si nadie pudiera simplemente pasar corriendo ante sus ojos. Se agacha para ver el permiso de aparcamiento de Tim y la tarjeta en el salpicadero que le permite abandonar la escuela, luego saluda con un gesto.
Apenas llueve, el parabrisas espera impaciente, chirría contra el cristal. En la señal de stop tiene que detenerse y esperar a que pase una fila de coches, vuelve a pensar en su madre en la oficina, se pregunta qué estará haciendo ahora. (Está haciendo cola en el Bruegger’s Bagels, decidiendo qué ingredientes quiere en su bocadillo Santa Fe, se prohibe pedir una bolsa de patatas. Han envuelto con papel crepé naranja y negro las soperas, el día es ineludible, nosotros somos ineludibles.) Tim piensa por enésima vez, piensa en escribir una nota, luego se cabrea consigo mismo. Tiene que seguir el plan. Sale de su estado de trance y se concentra en el tráfico, vaciando la mente, justo a tiempo para ver un Pathfinder dorado que le resulta familiar dándole las largas. La mujer al volante le saluda, es la madre de Kyle.
Le devuelve con un gesto el saludo sin pensar, un golpecito indeciso de su mano, luego lo deja pasar. Por suerte hay otro coche en medio, así que no tiene que ponerse justo detrás de ella.
Kyle sí que tendrá la oportunidad de despedirse.
En realidad, no.
Hay un hueco y coge la carretera con el intermitente puesto. El coche de la madre de Kyle va tres coches por delante de él. (Podemos volar de uno al otro. La madre de Kyle está contenta de haber visto a Tim; como la biblioteca, es algo que le conecta con el mundo, que le hace sentir que pertenece a este lugar, que su vida en Avon continuará de uno y otro modo). El coche que va delante de Tim pone el intermitente para girar hacia Hollister, piensa en girar también para no tener que encontrarse con ella. Pero el plan es más fuerte que él, toda su voluntad está dominada por el plan y sigue recto.
Ella va dos coches por delante de él cuando se acercan a Thompson Road. La entrada de la carretera se abre mucho hacia la izquierda y los dos lo notan enseguida, ambos conocen cada descenso y cada curva de la carretera que les conduce a los campos abandonados y que pasa por la fábrica de M. H. Rhodes por la ruta para bicicletas que cruza el arroyo y llega al altar del que somos rehenes. La carretera es una invitación a una nueva visita, otra oportunidad de rendirnos homenaje y admitir aquello que domina sus vidas. Por eso tienen que pasar, dejarse caer por el lugar como si no significara nada. Tim cree que después de esta noche no sentirá nada, resulta un alivio. En secreto, la madre de Kyle también lo piensa, esta vez será capaz de olvidar. (Los dos están equivocados, ¿pero cómo van a saberlo? Nada cambia, no importan cuánto lo desees. Tú sigues siendo siempre tú).
Es ridículo pensar que ella le está siguiendo cuando en realidad va por delante de él. Tim teme que la madre de Kyle siga con él durante todo el camino hasta Brickyard, pero cuando frenan al llegar al stop en el triple cruce, ve cómo ella pone el intermitente. No hay saludo esta vez, el Pathfinder desaparece. Tim se echa a un lado y espera. La madre de Kyle se había alegrado de verle, Tim vuelve a dudar de sí mismo, ¿cómo podría explicárselo? Si pudiera abandonar aquí y empezar todo desde cero, pero sería lo mismo, estaría fingiendo.
Escuchábamos uno de los cedés de Toe (Best of the Box de Alice in Chains, me dice Toe), pero Tim deja que el silencio perdure. Necesita tener la mente clara. Está seguro de lo que está haciendo solo cuando piensa en nosotros.
Entonces se siente libre, como si huyera, dejando a todos en clase. Sigue de forma automática, gira a la derecha en The Keg, corta por el viejo puente de la vía de ferrocarril con las pintadas con frases pasadas de moda, («FELICES DIECISÉIS CLAIRE BEAR, AVON JAYCEES HUNTED HAYRIDE»). Gira en el Dairy Mart y aparca justo donde nosotros lo hicimos, va y pilla dos burritos con ternera y frijoles, junto con un Mountain Dew de medio kilo.
Está en el guión. En lugar de volver por la 4, gira a la izquierda, pasando las casas abandonadas hasta la señal de «CAMINO SIN SALIDA». Sigue conduciendo y pasa junto a los túneles vacíos del lavadero de coches y los campos de juego salpicados de hojas hasta la rotonda sin frenar, la atraviesa y va dando botes sobre la capa de asfalto hasta la carretera sucia que antes utilizaban los pescadores. Sigue durante todo el camino hasta el final, pensando en que la lluvia mantendrá a todo el mundo lejos de allí, pero encuentra un Cherokee blanco, aparcado entre la maleza.
El río está oscuro como el aceite de un motor, el sonido es constante, la lluvia en el hormigón. Llega a los bancos como un agente de la brigada de estupefacientes y no ve a nadie, solo el armazón patas arriba de un carrito de supermercado en las rocas poco profundas.
Vuelve a coger el camino para adentrarse de nuevo en el bosque y sube por el desnivel, sujetando con fuerza la bolsa con los burritos con una mano. La colina está resbaladiza, se agarra a las raíces ensuciándose la otra mano con el lodo. En la parte más alta, las piedras del viejo sendero resbalan a cada paso, pero tampoco allí ve a nadie. La ciudad quería utilizar el puente para una de las rutas con bicicleta hasta que se quedaron sin dinero. Hace algunos años pusieron una verja para que la gente no caminara por el puente de caballete (no ha habido tragedias que lamentar ni saltadores paralíticos, simplemente era obvio), ahora mismo ya es historia, partido por la mitad, la valla metálica medio caída es como las dos partes de un acordeón desafiándole a entrar y caminar por las cuerdas. Desde aquí puede ver el curso del río, cómo se hace estrecho hasta la presa bajo el puente, el oleaje suave y oscuro que se forma justo antes de que el agua caiga produciendo una espuma que cae sobre el saliente. La lluvia hace círculos concéntricos, las hojas navegan corriente abajo, se precipitan en el estrecho y desaparecen, más tarde reaparecen y giran, atrapadas en el agua estancada.
Mira sus dedos en la valla y aprieta el paso. Las cuerdas están resbaladizas, la creosota es como un betún azul con un ligero toque grasoso de arco iris. El río se oye con más fuerza aquí. Bajo sus pies, las golondrinas se cazan unas a otras entre las vigas. Aun está sobre la tierra cuando se da cuenta de lo obvio: si se cayera, ¿se mataría? Mira hacia abajo entre las cuerdas abiertas el enrejado lleno de mierda de pájaro, piensa que es una posibilidad, no un hecho seguro. Lo jodería todo, así que avanza lentamente, agachándose para no perder el equilibrio, moviendo los pies antes incluso de mover el cuerpo, sujetando la bolsa con los burritos a un lado, como si fuera una bomba de relojería.
(Había un juego al que solíamos jugar cuando cruzábamos las cuerdas. Tenías que concentrarte y no mirar abajo, de repente alguien por detrás te agarraba por los hombros, dándote un susto de cojones. «Salvado», decíamos.)
Justo en el medio, a contracorriente, hay una cuerda con un agujero con el tamaño justo para colocar una botella de cerveza, era el sitio favorito de Kyle. Tim no cree que pudiera traer a Kyle aquí ahora, pero le guarda el sitio de todas formas, mete el Dew en la fresquera improvisada. Todavía no ha visto al marinero por allí. Se agacha lentamente, se sienta, las piernas colgando en el borde. El viento tira las servilletas fuera de la bolsa, no hay mucho que pueda hacer más que verlas revolotear y caer luego en picado, espásticas como pájaros. Y qué, nada es perfecto. Desenrolla el primer burrito y empieza a comérselo.
El río forma un claro entre los árboles, se abre hacia el cielo, dejando ver las colinas lejanas de Burlington. Caen algunas gotas de lluvia y no está seguro de si quiere que empiece a diluviar y que algún relámpago caiga y le dé una sacudida. El primer sorbo de Dew le produce hipo, y no solo una vez, le ha dado fuerte.
—De puta madre —dice Tim.
La madre de Kyle llega tarde y ni siquiera se quita la chaqueta, simplemente se seca los zapatos en la esterilla para no dejar pisadas en el suelo de la cocina. Lanza las llaves y el bolso a la encimera y se abre paso esquivando la esquina para llegar al salón, dándole a la mesita de café un golpecito, se dirige a toda prisa al recibidor, pasando por delante de su reflejo en el espejo y llega a la sala de estar. Los mandos a distancia están en la otomana. Los coge y se gira, deja caer su trasero en el sofá mientras apunta, con una jugada a dos manos a lo John Woo. ENCENDIDO, CANAL, VOLUMEN. La televisión responde, no ha llegado tarde, no se lo ha perdido, llega justo cuando Blair está quitándose la camisa para excitar a Max. La escena se interrumpe estratégicamente justo en la mitad y empieza a sonar el tema musical, reconfortante como una nana, los créditos alborotados de las estrellas, tranquilizantes como un álbum de familia. Vuelve a Llanview y nosotros estamos en ninguna parte, como dice la canción, porque solo tenemos Una vida que vivir.
Ginger es la más extraña. Incluso cuando duerme puede oír como nos acercamos por el bosque, levanta una oreja y abre lentamente el ojo, la membrana oscura retrocediendo como una sombra en la retina blanca ensangrentada. Ladra con fuerza y despierta a Skip, que se le une antes de saber qué está pasando y luego aparece Brooks tambaleándose recién levantado, como un Drácula salido de una caja de sorpresas, empujado por el entrenamiento en Parris Island: ¡Señor! ¡Sí, señor![5]
—Silencio —ordena, para poder escuchar, nosotros nos quedamos paralizados.
Mira por toda la habitación en penumbra, su cabeza está vacía por el sueño
—Todo está bien —dice—, no hay nada ahí afuera.
Según el reloj, tiene solo tres minutos antes de que suene la alarma, en realidad serían dos horas, pero quiere ver a Gram. Tres minutos. Vuelve a derrumbarse sobre la cama con los ojos cerrados, luego se obliga a darse la vuelta para levantarse, sus pies buscan el suelo. Tiene que quedarse sentado en el borde durante un segundo, se frota la frente y piensa: es Halloween.
No se da cuenta de que está lloviendo hasta después de afeitarse y vestirse, cuando corre las cortinas que dan al jardín. (Y ahí estamos nosotros, estupefactos sobre la hierba, como la cubierta de un álbum cutre). Cuando deja salir fuera a los perros, nos rodean ladrando, con las orejas rectas hacia atrás.
—¿Qué os pasa que estáis tan raros? —pregunta justo cuando suena el teléfono.
Lo deja sonar tres veces, cuatro veces antes de cogerlo, luego no dice nada.
—¿Hola? —dice una mujer—. Soy Charity.
—¡Eh! —dice, disimulando.
—¿No le habré despertado?
—No.
—¿Está listo? Han hecho una oferta.
—Bien —contesta Brooks, realmente sorprendido—, han sido rápidos.
Es el primer ser humano con el que habla hoy y la importancia de la decisión le intimida.
—Ya le dije que iban en serio. Aquí está.
Se prepara para el número, listo para decir que no a una cifra demasiado baja.
Es bastante baja, más baja de lo que esperaba, más baja de lo que podría llegar a aceptar, aun cuando la aumentaran.
—Lo sé, lo sé —dice Charity—. No es exactamente lo que estábamos esperando, pero algo es algo. ¿Querría proponerles una contraoferta? No tiene por qué decidirlo ahora, puede pensárselo. ¿Por qué no nos lo pensamos?
Lo que Brooks está pensando es que después de su comisión y los honorarios del abogado, no cubrirá el pago de la hipoteca, ni siquiera se acercará. Solo el terreno ya vale eso según la última tasación del Ayuntamiento y va aumentando gracias a sus vecinos. Si intentara ceder, los impuestos le chuparían la sangre. ¿Cuál es la diferencia? Entonces volverá a su coche, con su ropa y el ordenador. Más pronto o más tarde tendrá que dejar la casa.
—Déjeme pensarlo —responde.
—No tarde mucho —insiste la señora—. Tiene mi teléfono móvil en la tarjeta. Llámeme cuando lo tenga claro.
Amarrándose la funda de la pistola, no se aclara con los números. Ni siquiera sabe cómo ha llegado a esta situación. Ha trabajado duro, no es su culpa. Pero al mismo tiempo admite que ha fallado, se le acaban las opciones, se siente impotente. Se da cuenta después de un año, aquel coche y aquella noche vuelven como un pensamiento olvidado.
Cierra la puerta trasera antes de marcharse.
—Portaos bien —les dice a los perros, mirándoles quieto, como si pudiera elegir llevárselos con él.
Cuando sube al coche se da cuenta de que algo cuelga en el palo del buzón de cartas: blanco y negro, del tamaño de un gato muerto. Punkis de mierda (lo habrá matado un coche en la carretera, esperamos, ¡como nosotros! No me extrañaría que fuera obra de Greg y Travis. Harían todo lo que tuvieran que hacer). Brooks avanza despacio, se espera lo peor. Se ha convertido en algo habitual en él. Solo cuando está ya en lo alto reconoce el paquete envuelto en papel y húmedo. Es el correo.
Qué rápido pasa el día, no como cuando vivíamos aquí. En parte es por la falta de luz natural, que va disminuyendo; parece más tarde porque lo es, el reloj engaña al cielo. En parte también por el tiempo, las nubes bajas imitan el gris antes de que anochezca, y por lo que pasa cada día a estas horas: la frenética expectativa de la primera hora punta en Avon. Pues sí, lo admitimos, parte de todo esto somos nosotros, desearíamos quedarnos aquí para siempre, justo al contrario que Tim.
En el instituto hay desbandada general. La oficina está llena de chicos firmando en el libro de registro para el dentista y las clases de piano. En las cocheras grandes y tenebrosas del Dattco detrás del Rotondo Concrete, los conductores de autobús se acomodan en los asientos verdes y aprietan el botón para cerrar las ventanillas antes de empezar el viaje, con las luces encendidas y los parabrisas en marcha. Una columna firme y blindada, el convoy se salta los edificios del almacén y el Towpath (donde nosotros seguimos aquella noche todo recto), y gira por Country Club, serpentea por la colina y atraviesa la hierba empapada de los campos de golf. Las luces del club social están encendidas, listas para la gran fiesta de esta noche. Los autobuses empiezan a recoger la carga siguiendo las rutas, las calles se convierten en un ir y venir, la ciudad entera está a merced de sus intermitentes y las señales de stop plegables. La rutina dura dos horas, los mismos autobuses llegan a la escuela de secundaria y luego las diferentes escuelas elementales, entrecruzándose y retrocediendo, deteniéndose exactamente en las mismas paradas.
La lluvia lo embarra todo, añade una cierta urgencia a la ya habitual confusión de un día de fiesta. Ya hay una cola de minibuses esperando fuera de la escuela de secundaria. En la 44, el tráfico se hace aun más denso, las madres acaban sus recados (o se han retrasado y dejan la tintorería para otro día) y se apresuran para llevar a sus hijos a casa. La biblioteca se prepara para una avalancha de estudiantes que esperan para utilizar los ordenadores; en la hoja de firmas hay un bolígrafo atado. En Roaring Brook y Pine Grove, los chicos desfilan por los pasillos disfrazados, recorriendo clase por clase con la famosa frase y reclamando su regalito mientras se oyen grabaciones con efectos y sonidos que dan miedo por el altavoz.
Pero antes de que alguien salga, antes de que los autobuses den la vuelta y paren fuera del instituto, el autobús para discapacitados que transporta a Kyle cruza la línea del horizonte cerca del cementerio y Peggy derrapa. La lluvia hace que se deslice hacia delante, nerviosa. Kyle lleva los dientes en la mano y está amenazando a una chica sentada detrás de él, que se ríe. Su nombre es Cheryl, lleva una chaqueta rosa sobre su disfraz de gato, tiene los ojos saltones, nariz chata y los labios gruesos tan característicos del síndrome de Down. A Kyle le gusta. Le acerca los dientes y ella se asusta echándose hacia atrás, con las manos en alto para esquivarle.
(«Es como si tuviera doce años», dice Danielle.
Y no lo dice criticándole. El autobús arrastra a Danielle fuera. Toe no dice nada más. No pueden acostumbrarse a que Kyle esté en un colegio especial, al contrario que el propio Kyle.)
—Mirad todos —grita Peggy desde delante, señalando a la valla dividida por la vía junto a la carretera.
Hay una de esas cursis vacas talladas en madera y el propietario la viste de acuerdo con cada festividad, hoy lleva un sombrero de bruja estirado y han colgado luces de plástico con forma de calabaza de un árbol. El autobús entero se ríe y aplaude, se desmadran por un minuto ¡Una vaca! ¡Con un sombrero de bruja!
(«¡Dios!», grita Toe, buscando alrededor al verdadero Kyle, no lo vemos, pero sentimos que está aquí.)
—De acuerdo —dice Peggy—, tranquilos—. Uno de los niños está golpeando la ventana—. No me hagáis parar.
Un aviso es suficiente. Obedecen hasta que baja el siguiente niño. Su madre lo espera en la punta del camino con un paraguas de golf, luego, desde el fondo llega volando una gorra de los Yankees y cae en el pasillo, cerca de Kyle. Es uno de sus juegos favoritos: se quedan cerca y saltan sobre ella para cogerla y volver a lanzarla por encima de las filas de asientos. Peggy echa un vistazo por el espejo que tiene encima y pisa apenas el freno, haciendo que todos se inclinen hacia delante.
—Este es el segundo —dice—, devolvedla ahora mismo.
Kyle está tan ocupado escuchando la reprimenda que olvida los dientes. Los tenía sobre las piernas, pero al levantarse para atrapar la gorra se le cayeron al suelo, luego, con el frenazo de Peggy, se deslizaron bajo los asientos. Ahora mismo están tres filas más adelante, justo al lado de los zapatos de un niño pequeño que se llama Jared. Y como son bonitos, Jared los coge y se los mete en el bolsillo.
Se acabó la cuestión; Peggy es dura de roer. El autobús para y vuelve a arrancar, recorre las empinadas calles, pasa frente a las gavillas de maíz colgadas en los buzones de cartas. El maíz indio cuelga de los picaportes de las puertas.
(«Mi gente lo llama choclo», interrumpe Toe.)
Cheryl sale al pasillo y baja los escalones, su madre la está esperando con la puerta del garaje abierta, con los brazos cruzados. Kyle se recuesta en el asiento, ya no hay nadie con quien hablar.
El día ha cambiado. Los autobuses circulan, los frenos chirrían como violas cuando giran en las esquinas, luego la voz bronca del diesel suena al propulsar el motor. Es hora de comer algo ligerito, de ver la televisión, aunque haya deberes que hacer. Está lloviendo y la salita está oscura. Deja la mochila, agarra el mando y se acurruca bajo la manta, se estira y se hunde en el sofá, echa un vistazo a su alrededor. Están poniendo Batman del futuro y Digimon, TRL o MTV.
El programa que veía la madre de Kyle ha terminado. Ahora está viendo GH por matar el tiempo, a la espera de escuchar que el autobús para enfrente. Uno de sus miedos, en el que piensa a menudo, o quizá sea una esperanza enfermiza, es que Kyle pierde el autobús, deambula por ahí y acaba perdiéndose, como los enfermos de Alzheimer que ve por televisión, luego los helicópteros les buscan en círculos por el bosque cuando cae la noche y la temperatura desciende. Pero entonces la llamarían.
Ve un trozo de una hoja en la alfombra y recuerda que hoy no ha hecho nada. La casa está hecha un desastre y aún le queda una lavadora por poner. Tiene que empaquetar la comida de Kyle y hacer la reserva, las dos cosas son un fastidio y encima le hacen sentir una mezcla de remordimientos.
Entonces aparece el verdadero Kyle, se sienta en el brazo del sillón, a pesar de que en realidad no mira la televisión. Mira a su madre, como si pudiera leer su mente, luego mira el resto del escenario, pero no nos ve a nosotros, es como si estuviéramos en planos diferentes. De hecho, parece mucho más sólido que nosotros, más presente. ¿Qué significa esto? ¿Deberíamos preocuparnos?
(«Sí», dice Danielle. «Sin duda alguna debemos preocuparnos».)
Va hasta la ventana. Un segundo después su madre le sigue, ambos se quedan de pie en el mismo sitio, una exposición doble. A lo lejos, por el Indian Pipe, asoma el autobús al girar en la esquina, poco a poco se va haciendo más grande, a medida que se acerca va aplastando las hojas. La madre de Kyle apaga la televisión y los dos salen juntos de la casa y esperan en la parada a que Peggy entre en el camino, su última parada. El autobús disminuye la velocidad, las puertas se abren.
Kyle ya está en casa.
Brooks se quedó ayer hasta demasiado tarde leyendo, además, se ha levantado demasiado temprano y la cabeza le duele como si su cerebro fuera un músculo. Se deja caer por el Luke’s para hacerse con una rosquilla de sirope y un café largo, saluda a los veteranos que viven pegados a sus taburetes. Hasta le parece que le son agradables, como si se hubieran enterado de lo que pasó la última noche. No puede llegar con las manos vacías, así que para al lado, en el Zax, y elige un bote de caramelos de mantequilla y azúcar. Le da tres dólares al cajero, no entiende cómo puede comparar este dinero con la oferta que le han hecho los compradores y tampoco con Gram (él se encarga de su talonario de cheques), pero al final todo se reduce a una sola cosa: su capacidad para mantenerlos a todos juntos.
En el coche, masticando la rosquilla, se adentra en el tráfico y recuerda el asesinato del que por mala suerte tubo que ocuparse, un marido había disparado a su mujer para que no se divorciara de él por el dinero, luego se suicidó para no tener que vivir con lo que había hecho. Uno de los nuevos sitios más grandes en Thornwood, una bala perdida al final del elegante lavadero de coches. Ahora casi le ve la lógica. Pero nada de esto es culpa de Melissa, es todo culpa suya. Los veteranos seguro que lo saben ¿Lo sentirán por él o pensaran que es un gilipollas?
—Un gilipollas —dice Brooks, observando mientras conduce al instituto. No, piensa, las dos cosas. Busca el jeep rojo de Tim, una mirada general en la cola de salida. Probablemente ya se ha ido. Lo busca en la Stop’n’Schop.
La casa no está lejos, justo al pasar el ala nueva de la iglesia baptista. Si estuviera patrullando por la Zona 2, pasaría por delante unas diez veces cada noche, exagera, en realidad se siente culpable por visitarla apenas una vez cada dos semanas. Es todo lo que puede resistir. La última vez que la vio ni le reconoció. Ahora desearía haber comprado un ramo de flores para su habitación, algo para animarla, a pesar de que ni siquiera pueda verlas.
«HORIZONTES DORADOS DE AVON». Hay una señal tallada y una bandera en la fachada, como si fuera un club regional. El cartel deja claro que es un centro de cuidados sanitarios, no una residencia de ancianos. El edificio es bajo, de ladrillo rojo y pilares blancos, como un motel colonial. El césped está bien cuidado, como el de un campo de béisbol, los arbustos están esculpidos, el aparcamiento estrecho y con poca luz y las bocas de riego correspondientes. Los coches aparcados en la última fila cerca de los contenedores son deportivos, seguro que de los empleados: un Firebird, un Eclipse, llega un Ford descapotable. Brooks aparca cerca para no empaparse, toma un sorbo de café para coger energía y luego se apresura en el aparcamiento. Antes de abrir la puerta de entrada, poco acostumbrado, respira tomando por última vez aire fresco.
En el interior, el recibidor está adornado para el día, como si a alguno de los que están aquí le importara. No es el olor cuidado que nota o el repentino calor asfixiante, sino la luz del fluorescente descolorida y sosegada. Los pasillos son largos y estrechos y la moqueta suaviza cada pisada. Contra una pared, un andador con ruedas y frenos, como una bicicleta, espera a su propietario. La mayoría de las puertas están cerradas, oye las voces de una telenovela en estéreo mientras camina. Seguridad cero, ha entrado en la unidad de enfermeras antes de que nadie le viera y ahora una persona le sonríe, como si ya le hubiera visto antes. Brooks le responde con otra sonrisa, siente su arma contundente contra sus costillas. Piensa que al menos deberían tener un detector de metales; es un buen sitio para la gente que quiera acceder con un arma.
(«Mira quién habla», dice Toe.)
Su nombre está en la puerta, deletreado en un trozo de cartulina con rotulador mágico negro como en una guardería. Por si esto no fuera poco, la cabecita de una langosta de peluche cuelga bajo el número de la puerta para ayudarle a recordar, un truco que utilizarías con un niño. Brooks toca una vez y luego empuja la puerta para abrir porque si está oyendo alguna de sus cintas, no habrá podido oírle.
No ha llamado para avisar de que vendría, así que no habrán tenido tiempo de limpiar; la encuentra dormida en su silla, con los auriculares puestos y el transistor en marcha, echa un vistazo por la habitación buscando el mínimo resquicio de negligencia. La cama está hecha, su radio está en la mesita de noche, el recordatorio de las pastillas en el mueble de nogal de su antigua casa, fuera de lugar, como su vestidor y las fotografías de la década de los cincuenta de su madre y sus tíos más jóvenes (todos muertos) que conoció cuando era una niña. Todo está ordenado y limpio, las luces encendidas, las cortinas abiertas para ver el comedero de pájaros y el césped bien cuidado de atrás. No le parece correcto que eso sea todo lo que le queda de un mundo de recuerdos tan rico y misterioso. En su cabeza, Brooks puede volver a visitar aquellos lugares, ver los platos pintados a mano que tanto odiaba, la jaula de mosquitera y la tapadera de piedra del tanque de agua en el patio trasero, el jardín de la cocina que tenía con los conejos y marmotas, el anticuado sótano donde el abuelo amontonaba cubiertas del Saturday Evening Post. Su historia. Él es el único que queda para recordarlo.
Tiene los labios fruncidos, la cara, una telaraña de arrugas, salvo por una costra oscura en la frente producida por una caída hace un par de meses y que todavía no ha cicatrizado. Está roncando, un síntoma débil de su sinusitis. Acerca una silla como si la estuviera interrogando.
—Gram —dice, luego le quita los auriculares y vuelve a intentarlo.
Solo abre los ojos, llorosos, azul claro, y luego la boca, los labios empiezan a trabajar para formar palabras, pero sin decir nada.
—¿Es hora de comer? —pregunta.
—No —contesta en voz alta—. Soy yo, Johnny.
No parece entender, ni cuando Brooks se lo repite, pero acepta un beso. Huele a polvos de talco y Ben-Gay. Puede ver su cuero cabelludo rosado a través de su mata de pelo. Colgada del cuello lleva una alarma que puede activar si se cayera otra vez.
—He comprado algunos dulces para ti.
Le querría dar el bote, pero no confía en sus manos. Le quita el celofán para ponérselo más fácil. Te lo dejo aquí —le dice.
—¿Dónde está esa hermana tuya? —pregunta Gram.
Brooks se alegra de que no pueda verle la cara.
—Mi hermana.
—Sí, esa mujer, he olvidado su nombre ¿Qué es de su vida?
¿Se referirá a su madre? Quizá le confunde con uno de sus hijos.
—¿Te refieres a Millie?
—¿Quién? No, la otra, no me acuerdo de su nombre.
—Soy Johnny, tu nieto.
Va a la pared y descuelga la fotografía en la que sale con su conjunto rojo de Roy Rogers con los dos revólveres en las manos. Se gira para enseñársela y ella se inclina hacia delante, pone su mano llena de lunares en el cristal.
—Este soy yo, Johnny.
—Johnny —repite ella, pero con el mismo tono de pregunta.
—¿Cómo va?
—Estoy bien.
—¿Qué has comido hoy?
—He comido un bocadillo —contesta ella.
—¿Cómo va el brazo? —le pregunta, porque al caer se hizo varios moretones.
—El brazo.
Le levanta la manga del jersey. Todavía tiene las marcas, ahora de color marrón, pálido bajo su fina piel.
—Parece que está mejor ¿Te duele?
—¿Tengo que ir a ver al médico?
—No si no te duele —le contesta.
—No es tan grave.
Se reclina en el asiento y la conversación termina. Le gustaría decirle que puede que venda la casa, pero no hay ninguna razón para hacerlo.
—Esa hermana tuya —dice divertida—, era todo un personaje.
Brooks le sigue el juego, esperando que deje caer alguna pista. Cuando habla de cuánto le gustaba ir con Leonard al vertedero de basuras, se da cuenta de que está recordando a alguien de hace unos cincuenta años, su mente recupera lo que ha perdido. Quizá lo necesite, piensa. Desearía poder ir hacia atrás en el tiempo y cambiar las cosas.
(Demasiado tarde mi querido Brooks. Solo hay una dirección durante todo el camino, y saber las cosas y poder cambiarlas son cosas totalmente diferentes.)
Gram se siente de nuevo cansada y los dos se sientan. La mitad de la visita transcurre en silencio, midiendo sus palabras, lo que ella podría entender. Nunca le pregunta si es feliz o en qué año estamos. El tiempo es un tema peliagudo aquí.
—¿Qué estabas escuchando?
Sus cintas son un desastre, le ayuda a ponerlas en orden, metiéndolas en sus cajas para que la residencia las devuelva a la biblioteca del Congreso. Va al baño, una excusa para examinar si está limpio y mirar en secreto el reloj. Mira los adornitos tan familiares en el mueble: la jarrita para crema con forma de vaca, la funda con forma de elefante, de latón, para los mondadientes; los han puesto de manera que ella se sienta cómoda, una conexión con un pasado mejor, pero tan lejano, que se siente culpable. ¿Cuándo fue la última vez que alguien le llamó Johnny?
Su hermana, recuerda la última vez que fueron a la costa en verano. Supone que a un cierto nivel ella recuerda algo y piensa que es culpa suya, por no inventarse su parte de la conversación, porque no todo lo que dice son cosas incoherentes.
—¿Necesitas algo? —pregunta Brooks antes de marcharse.
No, nada, lo que concuerda a la perfección con su carácter. No quiere ser una molestia. Brooks se agacha, sujeta su cuerpo débil y le da un beso de despedida.
—Que Dios te bendiga.
Son sus últimas palabras, no las merece y de eso está seguro.
El pasillo es otro mundo, el limbo, una esfera intermedia (escalofriante hasta para nosotros, todas estas habitaciones con gente que no tiene otro sitio donde ir, los verdaderos muertos vivientes). Brooks se siente igual, solo quiere largarse. Pero se equivoca, cuando sale está lloviznando, el cielo y los árboles se han oscurecido aún más y se pregunta cómo podía esperar que las cosas fueran diferentes. Es simple: porque él quería que fuesen diferentes.
Nadie en casa y mientras que el plan funcione, Tim solo tiene que concentrarse en él, no puede permitirse despistarse. Llega del garaje pero no cuelga las llaves en el tablero. Normalmente coge algo para beber (OJ y un par de galletas), pero tampoco lo hace hoy; un vaso en el fregadero sería demasiado cruel. No quiere dejar huellas, quiere ser inocente, como si algo así fuera posible. Cruza la sala de estar, esquivando los muebles, y sube la escalera sin tocar el pasamanos, como si sus huellas no estuvieran ya por toda la casa.
En el piso superior, el baño parece embrujado, la cortina de la ducha se ha oscurecido. Cierra la puerta y deja apagadas las luces mientras se cambia y se pone la sudadera azul, nueva, bastante buena. Al mirarse en el espejo, podría decir que es el año pasado.
Se sienta en el escritorio y abre el último cajón. Todavía tiene el pequeño sobre de papel Manila que le dieron en el hospital, con la cinta enrollada alrededor del círculo de cartón. Vacía uno de sus bolsillos frontales, cambia las facturas viejas por las nuevas, otro cambio. Ha comprado un mechero negro nuevo para sustituir el que perdió y ha grabado un cedé para la ocasión, una mezcla de nuestros favoritos (Natalie and Smashing Pumpkins para él y para Danielle; Black Crowes con Jimmy Page para Toe; Zero Tolerance para Kyle y Everclear para mí).
Sabe que no debería mirar las fotografías, que le paralizarán. No está en el plan y no puede permitirse que le pillen aquí, a pesar de que tenga tiempo. Sabe qué aspecto tienen, puede saltar de uno a otro, entrar en su mente, pero no es lo mismo, es como la diferencia entre pensar en comida y comer. Se ha refugiado en ellos tantas veces que la cinta adhesiva que utilizaba para cerrar el sobre ya no pega.
Enciende el flexo del escritorio y se agacha en el resplandor, apoyándose con los brazos cruzados y la vista al frente. Su nariz avanza lentamente hacia el montón de fotografías, fotos de baja calidad llenas de huellas normales y corrientes.
Esto no es parte del plan, se pregunta si no será mala suerte, pero ahí está ella, innegable, apoyada contra el jeep con los pantalones cortos y la camiseta de espalda descubierta y girándose para saludar al telesilla en las pistas de esquí. Aquellos días vuelven con el tiempo que hacía, con su abrigo de ante, el modo en que su pelo flotaba por delante de su rostro, un fino mechón atrapado entre sus labios.
(Danielle se aleja, se planta en la ventana y cómo caen las agujas de los pinos. Él ha dicho alguna vez que ella era la razón por la que hacía todo esto, por ella y para ella, y piensa que es injusto. No le pidió que hiciera nada. Y ella no es tan fuerte. Si pudiera detenerle, no estaríamos aquí.)
El flexo desprende calor y olor a polvo, un olor a quemado eléctrico. Debería estar abajo, saliendo de casa en lugar de estar escondiéndose en su habitación, volviendo a lo mismo un millón de veces. Es lo que quiere dejar de hacer, pero aquí esta otra vez, es un adicto.
Y nada le apartará de aquí. Ni Danielle ni nosotros, ni siquiera el día. En los pocos minutos que tarda en llegar a la última foto, ya ha viajado en el tiempo y está de nuevo con ella, cuando termina, está listo, convencido. Mete las fotos en el sobre, lo enrolla y lo mete en el bolsillo, como si fuera un fajo de billetes y cierra la puerta de la habitación.
Abajo, no deja una traza, atraviesa acechando la sala como un asesino, sube en el jeep por última vez sin despedirse.
Saintangelo está en la comisaría; Brooks se pasea con el Acura por todo el aparcamiento y al final decide probar suerte en la parte de atrás del edificio. El Vic está donde él lo dejó, un refugio seguro si pudieran dejarlo por orden de lista. Tiene que llenar el depósito, esta noche conducirá doscientos o trescientos kilómetros. Mira los retrovisores y luego por encima de su hombro, espera hasta estar seguro de que no hay nadie más cerca, antes de salir. Es consciente de su paranoia, cierra el coche, levanta el paquete húmedo con su correo del asiento trasero y para junto al contenedor, en la parte más alejada y oscura, donde nadie pueda verlo.
Dentro no puede esconderse, tiene que saludar a Eisenmann en el tablón con la lista de turnos.
—Me encanta el turno doble —dice Eisenmann.
Brooks puede notar un cierto tono de falsedad en su voz, como si Brooks no se hubiera ganado ese doble turno. Cuando tenía la edad de Eisenmann, no habría podido tener un turno doble nunca; era un lujo exclusivo de los más veteranos. Y ahora este tío le toca las pelotas.
El jefe está (el jefe siempre está) y Brooks intenta dar un rodeo (como nosotros, escapando del Capitán Garfio). Se desliza dentro de los vestuarios, va hasta su fila y allí está Saintangelo, abrochándose los puños, mierda.
Ve a Brooks, pero no responde y gira la cara.
—¿Qué tal? —pregunta Brooks.
Sandy se concentra ahora en el pecho, Brooks se da cuenta de que está jodido.
—No he podido mentir —dice finalmente.
—No te he pedido que mientas.
—Lo he escrito tal y como pasó.
—Bien —contesta Brooks.
Que te jodan. ¿O Sandy se lo está diciendo porque se siente culpable? Brooks sabe que es su culpa, pero parte de él quiere culpar a Sandy, a pesar de que le salvara la vida.
—La cagué. A veces pasa.
—No, puede que te patearan el culo, pero al menos no perdiste tu arma.
—No supe manejar la situación.
—Dos borrachos con ganas de bronca en un aparcamiento. Con refuerzos de camino.
—¿Y? —dice Brooks, oyendo lo penoso que eso suena.
—No eres tan estúpido. Necesitas ayuda —le dice mirándolo directamente a los ojos, para que supiera que hablaba en serio (y sabiendo que el momento es violento para ambos); suelta la bomba y desaparece.
Otra vez solo, a Brooks le gustaría discutir con él, decirle que sabe que se ha descuidado un poco; que no ha estado durmiendo mucho, pero él no utiliza excusas baratas. Y Sandy se la ha pasado por alto; podía haberlo llevado directamente al despacho del jefe o presentar una queja en el sindicato. Brooks debería estarle agradecido porque simplemente le ha dado un aviso.
Apenas se está poniendo el uniforme y ya está cansado. El informe no puede ser tan malo; si no ya no estaría aquí. El jefe le llamará y le pedirá que se siente. Sin contemplaciones, le soltará una buena reprimenda, como máximo. Y como siempre, en el centro de la cuestión, algo que ninguno de los dos quiere mencionar, la razón por la que todo va mal: nosotros.
Mientras se llena los bolsillos, encuentra la tarjeta de Charity, entre un fajo de facturas y se pregunta si todavía estarán en la oficina. No puede quitarse de la cabeza la idea de vender la casa y no ganar nada. A corto plazo, parece más lógico quedársela. A largo plazo, tampoco le quedan muchas otras posibilidades.
Tardan más en pasar lista de lo normal. Brooks se pregunta si los del turno de tarde lo sabrán. Siempre se sientan en la primera fila, son los niños bonitos de la clase. Él se sienta siempre en la última fila de la sala del equipo, como un visitante, tomando notas en su cuaderno, mirando disimuladamente a Saintangelo, que no osa mirarlo. El jefe les avisa de que se espera mal tiempo. Buenas noticias, malas noticias. La lluvia estropea todo lo divertido, pero los suburbios son una mierda. El cambio comienza con la asignación de las misiones habituales. Saintangelo está de comodín, lo que significa que a Brooks le tocará encargarse de las tareas de tráfico. La SNET está trabajando en la línea telefónica en la calle Lovely; el jefe le necesita allí hasta que acaben. Es un insulto, un trabajito de niñero, de pie bajo la lluvia con un sombrero de ducha de plástico sobre la gorra, saludando a la gente con la linterna.
—Esto es todo —dice el jefe—. Al trabajo. Brooks, a mi despacho.
No se oye ningún «oohh» en voz baja como en la escuela, pero la sensación es la misma, todos en la sala saben que está jodido. El jefe ni le espera, va directo al grano, son asuntos de trabajo. Saintangelo desaparece, tiene turno de tarde, como si se sintiera molesto y aunque Brooks ya se lo esperaba, sigue sorprendido de que esté ocurriendo de verdad, una pesadilla.
La puerta del jefe está cerrada y tiene que llamar.
—Entre —dice el jefe de policía.
Lleva las gafas pequeñas y está leyendo una carpeta abierta encima de su mesa. Un informe de un incidente. Brooks da un paso y entra con la gorra en la mano, cierra la puerta tras él.
—Siéntese —dice el jefe.
La madre de Kyle limpia el filo del cuchillo contra el borde del tarro, luego lo mete en la mermelada y extiende una capa fina, pintando el cuadrado de pan, los agujeros lo absorben rápidamente. Unta las dos rebanadas, les corta la corteza, luego las parte en diagonal, las embala y sella el cierre. A él le gusta así, si le pusiera algo más, se volvería loco (se niega a comer embutido, antes le encantaba), pero odia pensar que tendrá que hacer lo mismo durante los veinte años próximos, preparando el mismo bocadillo para un chico que nunca crecerá.
Razonamiento en la cocina, aunque no sea verdad. Se encarga de pelar las zanahorias y cortarlas en palitos. Él está en la salita, viendo alguna de esas series japonesas de dibujos animados que ella no entiende. Sabe que ha perdido los colmillos de Drácula en el colegio, pierde cualquier cosa que no lleve atada. La lluvia salpica el comedero de pájaros y la barandilla de la terraza. El día se ha oscurecido, haciendo que la luz de encima del fregadero parezca cálida.
Suena el timbre de la puerta mientras está enjuagando los palitos de zanahoria.
—¿Puedes ocuparte tú? —pregunta—. Seguramente será Tim.
Oye sus pisadas cruzando el salón. El timbre vuelve a sonar, algo que Tim nunca haría, luego oye cómo Kyle abre la puerta y el grito indeciso y sobrecogedor «¡Truco o trato!», los primeros niños, han empezado demasiado pronto.
Deja el cuchillo en el fregadero, agarra el paño del asa de la nevera y corre a la puerta de la casa, sacudiendo las manos para secarlas. Hasta los niños del vecindario miran su cara reconstruida y huyen de él, se maldice a sí misma por no haberlo pensado antes. Ha puesto todos sus esfuerzos por acordarse del día, no como Mark.
El cuenco con las minibarritas de Snickers debería estar en la mesa del recibidor, pero ha desaparecido. Kyle está de pie junto a la puerta con la mano extendida hacia ella (a quien no ve es al verdadero Kyle, apenas durante un segundo y luego desaparece, dentro del Kyle que hay en la puerta). Espera ver a los niños corriendo atemorizados en busca de sus padres, una madre con un paraguas viene hacia la puerta, lista para encararse con ella.
Kyle sujeta el cuenco. Los niños van pasando por las piedras resbaladizas que forman el camino: un Spiderman regordete levantándose la careta para ver por donde va y un angelito con una corona de papel de aluminio aplastado. Un coche les espera en la calle, la madre de Kyle reconoce a Andrea, trabaja en el mostrador de los libros de consulta de la biblioteca. La saluda.
—Gracias —le dice a Kyle, mientras vuelve a colocar el cuenco, sorprendida. Como recompensa le da un Snickers. Uno no le hará daño.
—Gracias —le responde, no es consciente de que ha hecho algo especial. (No lo sabe, no podría ni decirte por qué ha cogido el cuenco antes de abrir la puerta. El verdadero Kyle ya se ha ido.
«Estamos metidos en un buen lío, joder», dice Danielle.)
Rojo fluorescente sería lo mejor, pero negro tampoco está mal y el padre de Travis tiene un bote de más. En el sótano, Travis agita el aerosol (la bola hace ruido en el interior) y lo prueba en una caja de cartón. La línea es gruesa y gotea, huele a regaliz, deliciosamente tóxico, funde las neuronas.
—¿Una será suficiente? —pregunta Greg.