Amanecer de los muertos

La noche va cogiendo un color púrpura por el este y luego el crepúsculo va desapareciendo lentamente dejando paso al blanco sobre la montaña de Avon (las copas de los árboles se separan, van haciéndose visibles) y el pueblo se despierta. Los borrachos ya hace rato que se han ido, los solteros que se han quedado hasta tarde, se arrastran de vuelta a su edificio. En las colinas, a lo largo de las calles nuevas y exclusivas (todas sin salida), cientos de puertas de garaje se abren como por arte de magia haciendo ruido. Los coches caros esperan desatendidos, soltando bastante humo blanco, como para un millón de suicidios.

Recorriendo la 44, Brooks ve a los habituales, las furgonetas haciendo la entrega del Courant, los camiones del pan, los dueños de algunos establecimientos como el Bagelz y Dunkin’ Donuts que empiezan temprano para servir a la gente en hora punta. Se alegran de que él esté aquí y levanta un dedo por fuera del techo del coche, un gesto que repite, una conexión, la hermandad de los trabajadores.

El turno acaba y lo nota, hasta la luz gris es demasiado para sus ojos. Ese sentimiento de ir por delante del resto del mundo gira y cesa cuando el tráfico se reanima; como cada noche, su corto reinado sobre Avon acaba resultando una ilusión. En una o dos horas estará durmiendo y el futuro seguirá su curso sin él. Todos parecen pasar a su lado dejándole detrás, como si estuviera atrapado en el ayer, una vida de vampiro.

(¿Debo decir algo? Cómo, ¿de verdad queréis oír otra vez Last Kiss?

Espera: así es como Brooks se siente cuando va a visitar a Gram, el hogar de ancianos es como un hotel, una especie de arca varada en agua estancada, navegando a la deriva en el tiempo. El cementerio es lo mismo, por eso Toe está tan obsesionado con seguir siendo un fantasma. ¿Hay alguna otra alternativa?)

image002

Tim está despierto antes de lo que debería, y zas, estamos todos juntos, lo juro, incluso Kyle durante un instante, el verdadero Kyle, con aliento a tabaco, patillas finas y todo, con su camiseta de Rage y los Levis negros que nunca se quita. Se materializa y luego, pop, desaparece.

(—Pero, ¿de dónde coño ha salido él? —pregunta Toe.

—Seguro que tiene algo que ver con esto —apunta Danielle.

—Puede que vaya a detenerlo —añado yo.

—Quizá no —contesta Toe.

—Joder, mierda —exclama Danielle.

Y tiene toda la razón en decirlo. El humor de Kyle es incluso más morboso que el de Toe.)

Tim mira de reojo el despertador y deja caer la cabeza de nuevo, impregnando la almohada con su pésimo aliento cálido y podrido. Se siente diferente, podría ser otra persona, pero luego el plan vuelve a aparecer en su cabeza en su totalidad, rígido e inevitable. Se coloca en su sitio como una página web, luego se va filtrando hasta desaparecer.

¿Por qué tendrían que ser diferentes las cosas por haber dormido? De todos modos, es temprano, todavía tiene tiempo. La pared está blanca, la luz del día tontea con él.

Recuerda a Danielle, cómo sonreía en el sueño, sin decir nada. Intenta recordar el sonido de su voz, pero no puede, como si los recuerdos se hubieran ido. Cada noche se va a dormir con la esperanza. Odia despertarse porque el día les separa, le condena a este mundo falso de árboles y calles, casas con gente dentro, coches que no van a ninguna parte. Era un sueño erótico, un asunto sobre lo que podían o no podían hacer, le daba la impresión de que para ella todo iba bien, siempre estarían juntos. Tenía los hombros descubiertos, pero no lograba ver lo que llevaba, ¿el bikini negro?, ¿o el sujetador diminuto rosa? La veía feliz, reconfortante, eso es todo lo que puede recordar, e incluso esto se va disipando, dominado por la luz del exterior, el cielo blanco como el papel, una hoja muerta colgando de una ramita, demasiado estúpida como para caerse.

Todavía no puede levantarse, mala suerte, es como levantarse con el pie izquierdo. Tira de la manta hasta taparse la cabeza, formando una caverna con su respiración y espera a que suene la alarma, para que el día empiece de nuevo.

image002

El padre de Kyle ya está en la ducha (no piensa en nosotros, nunca piensa en nosotros), la madre de Kyle se echa por encima la bata, mete los pies en sus desgastadas pantuflas y baja las escaleras. El café está en el temporizador, sabe a avellana, el olor llena la cocina, que aún está fría. Está gris y la neblina cubre el bosque, un arrendejo azul enorme acapara el comedero para pájaros, dispersando las semillas en el suelo, necesita una capa de color. ¿Cuándo le tocará al suelo? Este otoño, no. Es demasiado para su cerebro por la mañana. Saca la panceta y extiende varias tiras en la sartén, las separa con un tenedor, ve cómo crepitan y saltan.

(Es el momento perfecto para que el verdadero Kyle aparezca, el genio de la sartén. Estamos todos a la espera, pensando en las cosas que le diremos, como: ¿dónde coño has estado?)

Estira las tiras y la grasa chisporrotea como en una transmisión eléctrica sobresaturada. En un minuto cogerá una servilleta de papel del servilletero encima del fregadero y la doblará en el plato para que empape la grasa (como mi madre, como todas las madres), desenrolla el lazo alrededor del pan de pasas para hacer tostadas y se queda ahí, en blanco, sin pensar en nada. La panceta escurre, piloto automático, otra vez no. Así es como los días se le escapan, o viceversa. Se pregunta si todos hacen de sus vidas una rutina que poder manejar. Si tienen que hacerlo. Los Perlman (mi familia) y los Stone (la familia de Danielle) desde luego que sí.

(«Lo odio», interrumpe Toe «siempre me deja fuera».

Y nosotros no le decimos: «porque fue tu culpa». Le decimos: «ya, es una mierda».)

En alguna parte, piensa, la gente no vive así. Ella no lo hacía.

Un año. ¿Es posible? Parece como si hubiera estado cuidando de él toda su vida. ¿Cuánto más tendría que ceder? Lo haría de buen grado. Está agradecida porque él todavía está con ellos. No lo olvida ni un segundo.

Se acuerda de hace veinte años, cuando estaba embarazada de Kelly, lo aliviada que se sintió cuando la amnio salió normal. No habría cambiado nada, habrían querido a Kelly igualmente, pero aquel momento, al escuchar el resultado, sintió que eran más afortunados de lo que merecían. Ahora, les ha pasado justo lo contrario, ¿cómo puede quejarse?

El padre de Kyle baja sin la corbata, con el cuello desabrochado. Sale en mangas de camisa a recoger el Courant, cierra la puerta para no dejar escapar el calor, la aldaba dorada hace ruido tras él, un sonido que odia. Luego se sienta en la misma silla de cada mañana, separa las secciones y las coloca en orden de importancia. Ella, en lugar de interrumpir su rutina, le sirve la comida, vierte la grasa sobre los huevos para que queden perfectos, coloca su tostada cuando está recién hecha, justo a tiempo. Está enfadada con él, o molesta, ya no le sorprende. Él lo ha dejado todo claro, por lo que no ha dicho, por lo que no ha hecho, no tiene intención de conmemorar este día, pero ella es libre de hacer lo que le dé la gana.

—Gracias —le dice él cuando deja el plato delante, la primera palabra que le dirige. Sabe que estará contento si también es la última de la mañana, que desea que esta no fuera su vida. Cuando Kelly hubiera acabado la universidad, querían ir a vivir a la costa, solían hablar sobre su futuro con ambición: la chimenea de piedra en su cuarto, un balancín en el porche con vistas a las dunas, las playas en esa época del año estarían vacías. Ahora están allí, indefinidamente, todos sus planes dependen de Kyle. No es culpa de nadie y, sin embargo, su silencio la acusa, ella siente que debería ser capaz de hacer algo para arreglarlo todo, a pesar de que sabe que por ahora no puede. Ninguno de ellos puede arreglar nada, así que, y aquí está la clave, ¿de qué sirve hablar de ello?

Pasea a su alrededor durante un minuto, viéndolo comer, absorto en la portada y se pregunta qué es lo que ella misma quiere. Quiere que él le hable, ¿saber qué es lo que han perdido? Lo ha hecho y sigue adelante, puede que sea lo que más le molesta a ella, como finge aceptarlo. Porque no se puede aceptar. Es algo que ella nunca podrá aceptar.

—Está buenísimo —le dice— gracias.

—Sabes que voy a ir allí hoy.

Porque en realidad, él está allí sentado preguntándole como si no pasara nada, como si fuera un día normal y corriente, como si estuvieran viviendo una vida normal y corriente.

—Me lo imaginaba —contesta mirándola, tomándose un descanso en el periódico, intenta ser paciente con ella, atento.

—Imagino que no quieres venir.

—¿Cuándo pensabas ir? —pregunta cómo si algún momento fuera mejor que otro, como si fuera a cambiar sus planes para acompañarla. Sabe que se lo ha dicho para tranquilizarla, el no siente la necesidad de ir, solo piensa que debe ser un apoyo para ella.

—Olvídalo —le contesta ella.

—No, dime cuándo.

Pero cuando ella se da la vuelta, él vuelve con el desayuno, a las noticias importantes.

Sube las escaleras, rápida e inútilmente furiosa consigo misma por haber hablado. Kyle ha dejado la tapa levantada y una toalla húmeda en el suelo, está de pie, desnudo con la puerta del pasillo abierta, embobado, incapaz de decidirse. Su pelo lacio y brillante, pegado a la cabeza, como un gorro de natación. Cada día es como empezar otra vez desde cero.

—¿Qué tal si primero nos ponemos la ropa interior? —pregunta ella. La cara de Kyle no muestra signos de haber comprendido, simplemente va hasta el vestidor y coge unos calzoncillos. ¿Cuánto tiempo se habría quedado ahí de pie? Ella desearía no saberlo: hasta que llegase para ayudarlo.

Pantalones, camisa, calcetines, zapatos. En la rehabilitación tenían una lección dedicada a esta secuencia exacta y Kyle la ha aprendido casi toda. Lucha en cada paso, ponerse la camisa es un tormento. Al final, olvida cerrar el velcro de los zapatos. Ella se contiene, esperando que se acuerde por sí solo más tarde, pero cuando va hacia la puerta, lo para, Kyle mira las cintas desatadas. La cara le cambia, la boca abierta, cazando moscas, como le decía su madre antes.

—Lo siento —le dice, y reacciona de nuevo como si fuera a castigarle, lo que le preocupa, como si él pudiera leer su decepción.

—De acuerdo, ponlo bien y ya está, péinate, venga rápido, no queremos llegar tarde.

Se siente falsa, como si fuera una animadora deportiva, más tarde podrá estar cansada, cuando se vayan todos y tenga la casa para ella sola, la parte más difícil del día.

En el piso de abajo, el padre de Kyle relame la última línea de yema de huevo con su tostada y observa de pie mientras ella acompaña a Kyle a su silla.

—Buenos días, amigo —saluda el padre de Kyle, muy alegre—, ¿listo para otro gran día?

—Buenos días —responde Kyle, algo más tarde. Su padre ya está junto al fregadero, enjuagando su plato. Los platos del lavavajillas ya están limpios, así que deja el plato fuera. Otra cosa más de la que se ocupará ella.

—¿Y qué planes tenemos para hoy? —pregunta el padre, a pesar de saberlo (o debería).

—Papá —dice Kyle— ¿piensas que hoy nevará?

El padre de Kyle mira a la madre con cara de: «¿qué?»

Ella encoge los hombros.

—No Kyle, no creo que nieve hoy.

—No lo crees —repite Kyle.

—No.

—¿Por qué no?

—No es la época del año —dice su padre—. El aire todavía es demasiado caliente.

Kyle le mira directamente mientras piensa intentado comprender lo que le dice, luego mira el comedero y se pierde en la nube de pájaros. El padre de Kyle mira a su madre, como si quisiera demostrarle que ha hecho un esfuerzo, como si ella pudiera absolverlo de su culpabilidad (porque él es otro desastre, no se permite a sí mismo recordarnos, solo recuerda los problemas que tenía con Kyle justo antes del accidente; en este sentido es más honesto que ella, pero eso no sirve de ayuda).

—Tengo que arreglarme —dice.

—Pues vamos.

Antes llegaba a sorprenderla, lo frío que podía llegar a ser (lo fría que ella podía llegar a ser con él). Ahora ya no.

(—Venga, Marco —dice Toe—, estos tíos me aburren. ¿Por qué no podemos ir donde Tim?

—«Pues vamos» —contesta Danielle, imitando bastante bien a la madre de Kyle.

—¡Uf! —exclama Toe, apretando la mano contra su corazón parado.)

Ya solo están los dos, Kyle está sentado dándole la espalda a ella, callado, mientras ella prepara los huevos. Ella le echa un vistazo, le observa mirando cómo los pájaros luchan para conseguir un lugar. ¿Se dará cuenta alguno de ellos o simplemente están ahí, como los programas de televisión que ella ve por la noche sin prestar atención, mientras el padre de Kyle se entretiene con el ordenador? A veces, cuando el padre de Kyle ya se ha ido a dormir, ella se sienta sola frente a la televisión y se imagina que Kyle y Tim tienen otro accidente, otro policía llama a su puerta en medio de la noche (no es Brooks esta vez, cumpliendo su deber, dándoles la noticia en persona, hablándoles con toda sinceridad), otro viaje al hospital, salvo que esta vez no hay supervivientes. Tiene que identificarlo, un médico con una bata blanca de laboratorio retira la sábana. Ve el tatuaje pasado de moda en su tobillo izquierdo, una pequeña nube de la que sale un enorme rayo (¿qué significa? No lo sabe). Es un alivio, una fantasía de medianoche, una razón para sentirse aún peor, una especie de autotortura que no puede evitar, a pesar de que sabe que en realidad, no puede creérselo. Además, ¿qué posibilidades tiene? Tiene ya cuarenta y nueve años. Él vivirá más tiempo que ellos, ¿qué pasará luego? ¿Quién le preparará el desayuno? ¿Quién le abrochará los zapatos? Considerar estas cuestiones es aun más complicado que un final definitivo.

Le da la vuelta a los huevos como a él le gusta (le gustaba). Siente que su cara, su cuerpo entero, está bañada en grasa, los poros sellados. Su recompensa por ocuparse de ellos es una larga ducha, la luz tenue de su habitación, las cortinas echadas. Tendrá cinco horas que rellenar, dos donadas a la biblioteca, una preparando la comida y viendo luego la telenovela. Si volviera a la facultad nunca tendría todo este tiempo. Intentó matricularse en uno o dos cursos (le faltan apenas una docena de créditos para acabar la maestría), pero no ve cómo podría apañárselas con todo el trabajo. Necesita tomarse su tiempo para recargar.

Recoge el plato de Kyle, cuando el padre de Kyle baja las escaleras con la corbata y la chaqueta puestas y su maletín, que suele dejar en el estudio.

—¿A qué hora volverás a casa? —pregunta ella, porque por él, desaparecería de allí si le dejaran.

—Como siempre.

—¿Y cuándo es eso?

—Nance —dice él, como si ella estuviera siendo poco razonable.

—Supongo que debería estar agradecida porque al menos vuelves a casa.

Ella se da cuenta de que él querría darle la razón, herirle con su misma arma.

(«Esto se está poniendo feísimo», interrumpe Toe, que adora este tipo de cosas.)

—Volveré a casa sobre las seis —responde él.

—Estaremos solo los dos —se tranquiliza—, Kyle estará trabajando.

—¿Quieres salir? —pregunta él, dándose cuenta de lo que acaba de hacer al ver su reacción ante la sugerencia. Su cara cambia, levanta una mano para cancelar la idea—. Mejor olvídalo, en serio.

—Podemos —responde ella de forma insistente, definitiva.

—¿Estás segura?

—Será mejor que sentarse aquí. Tendrás que hablar conmigo, ¿no? No nos vamos a quedar allí sentados y ya está.

—Te hablaré. Elige donde, menos en Charthouse.

La última vez que salieron fue un desastre. Sentía que todo el mundo la miraba, la madre de ese pobre chico. ¿Cómo podía reír o disfrutar de una copa de vino? Podía ser un bicho raro o un monstruo, pero ya no era como los demás. Eso no va a cambiar, piensa, viéndole entrar en el coche (podría tener un accidente, podría ser como Kyle y los dos necesitarían que les limpiara y les vistiera cada día). Pero, ¿por qué haber aceptado salir con él en público le desconcierta de esa manera? ¿Para que él vuelva? ¿Para demostrarle que es más fuerte de lo que él cree?

Ella se despide con un gesto. Él le responde igual y entra en el coche para salir a la calle, fuera, a un mundo diferente. Ella le envidia. ¿Dónde irán a cenar? ¿De qué hablarán?

En la cocina, Kyle ya ha acabado, está sentado con la servilleta sobre las piernas, absorto con los pájaros. Tiene que recordarle la hora. La furgoneta estará aquí pronto y no quiere que Peggy tenga que esperar como el otro día.

Deja que suba solo las escaleras y se ocupa de los platos, prepara su bocadillo y lo limpia todo, pasando la bayeta por el hornillo y la encimera, retirando los restos y enjuagando el fregadero. Le da todo el tiempo que pueda necesitar para que se prepare, pero son ya y diez pasadas. A los pies de la escalera, duda y lo llama.

—Ya voy —grita, y luego tarda un minuto.

—¿Te has lavado bien los dientes? —pregunta ella, ya se ha convertido en un hábito, dándose la vuelta antes de que conteste. Kyle murmura algo y cuando ella mira hacia atrás para ver si se hubiera caído, el se precipita sobre ella, levantando los dos brazos de forma mecánica por encima de su cabeza, sus manos como zarpas, rugiendo y abriendo la boca como si fuera un tigre para enseñarle sus colmillos de plástico.

Es una broma, pero por un momento se ha asustado de verdad, se echa hacia atrás, sin saber qué va a pasar exactamente. Se supone que debería reírse, porque él está riéndose, así que lo hace, preguntándose por qué algunas conexiones funcionan y otras están desconectadas permanentemente. ¿Cuántas veces tuvo que oír el año pasado que el cerebro es un misterio?

—¿Vas a asustar a Peggy con esta cosa?

—Uh, uh. —Está encantado y ella no puede hacer nada más que ser feliz por él, cualquier signo de felicidad es bienvenido a esta casa. Pero es su madre y no puede evitar pensar que si lleva los dientes demasiado tiempo puede asfixiarse con ellos, mientras esperan en la entrada de la casa, arruina el momento diciéndole que por favor tenga mucho cuidado con ellos.

Fuera, los chicos de secundaria llegan a la parada del autobús de la esquina, encogidos bajo el peso de sus mochilas. Recuerda a Kyle a esta edad y envidia a los padres de esos chicos. Envidia a todo el mundo, eso es parte del problema. Por una mala pasada del destino, su vida ya no le pertenece, a pesar de ser la misma persona, casi. Mañana podría levantarse en la costa, con otro marido, con unos hijos diferentes, una situación diferente, su vida, de nuevo suya. No sería perfecta, eso no es lo que ella quiere, solo un poco más llevadera. Luego se disgusta consigo misma por lo que esta idea implica. Kyle está vivo, necesita estar agradecida, especialmente hoy. Esa es la razón por la que va a ver el árbol.

(Y llegados a este punto, es cuando nosotros intervenimos, ella recuerda a los que estaban en el coche, una pequeña revisión que viene a su memoria como una de esas frases que se memorizan para un examen. Todos los chicos buenos se lo merecen. Tim y Danielle. Marco. Chris.

«Toe», dice Toe. «Mi nombre es Toe.»)

A ella le gustaría dejar algo, pero ¿qué y para quién? Piensa en nuestros padres, cómo nos deben echar de menos. A veces lo mejor es simplemente recordar.

(Es una puta mierda ser así de trágico. Es como ser famoso. La gente no quiere dejarte solo.)

Peggy llega tarde, derrapa en un stop por la capa de hojas al borde de la calzada. Mientras Kyle camina hacia el coche, saluda a su madre por la ventanilla abierta, lleva un sombrero de bruja y la madre de Kyle le devuelve el saludo, su primer contacto con el mundo exterior.

¿Les asustará Kyle? ¿Se reirán Peggy y los demás en el autobús?

Ya están demasiado lejos para saberlo. Kyle se sienta en su butaca asignada y Peggy cierra la puerta. El autobús arranca, girando lentamente en la esquina cargada de chavales de secundaria, el chirrido de los frenos le alarma, los antiguos reflejos que siguen acompañándola. Kyle tendrá que correr si quiere llegar a tiempo.

Cierra la puerta de la entrada y echa la llave, ¿contra qué?

El mundo. El día. El Courant está encima de la mesa de la cocina, pero las noticias no significan nada para ella. Guerras y anuncios de baterías de cocina. Sube las escaleras de nuevo, pesada, cargando con todos nosotros. En el baño, abre el grifo del agua y cuelga su bata.

(Nosotros no podemos mirar, tío, es la madre de Kyle, pero tampoco podemos mirar para otro lado lo suficiente. Danielle se sienta en la taza. Toe intenta encontrarse en el espejo. Champú, enjuague, acondicionador. Le gusta caliente y el vapor se condensa en el techo, empaña la ventana y gotea, marcando rayas por las que se ven los pinos del exterior.

«Prepárate», digo yo, porque después de haber pasado tanto tiempo con ella, ya sabemos cuál es el siguiente paso. Esta es su recompensa por levantarse cada día, con la fe para recorrer sus emociones. Ya está limpia y gira la llave a la posición de masaje, se pone de espaldas e inclina la cabeza, cierra los ojos y deja que el chorro le dé calor el nudo de su columna. La ducha limpia la mañana, limpia su pasado y hace del presente una calma serena, el simple golpeteo del agua en la bañera, como la lluvia de verano golpeando el canalón del agua.

Y ya estamos listos, sabes que estábamos listos desde hace tiempo. En el instante en que la madre de Kyle nos deja ir, nos escurrimos por la habitación, pasamos por el suelo tapizado, bajamos las escaleras y salimos. Ahí estamos, corriendo por el césped como cuando éramos unos niños y llegábamos tarde, libres, por un momento, en ese mundo entre casa y la escuela, lejos de la tristeza y las complicaciones de los adultos.)

image002

El tráfico es denso, los coches anónimos y Brooks cuenta los minutos, acercándose a la comisaría, esperando estar a la hora. No puede negarse a responder una llamada y siempre hay un intervalo entre el fin oficial del turno y hacer las comprobaciones en el Vic, cuando se siente indefenso. No les pagan las horas extras, ni siquiera se las compensan con horas libres, así que conduce dando vueltas por el centro, intentando no ser descarado, esperando oír como le avisan las campanas para fichar.

Brooks circula por las calles comerciales entre el Mailboxes, el Etc y el japonés para llevar, en el que a veces por la noche coge su cena (luego se arrepiente siempre, cuando saborea la salsa de soja en cada eructo). Ahora están cerrados. El día casi no ha empezado aún. Tiene hambre y no sabe qué tiene en casa, una de esas porciones de arroz congelado, espera.

Suenan las campanas, su reloj está parado. Acelera hacia el final del pueblo, como si hubiera recibido una llamada, luego para en el semáforo para coger la 44 otra vez. La radio no da señales y se imagina a Ravitch agarrándose a la consola, cediendo su puesto por una temporadita (cómo desea poder pasarnos a otra persona).

Casi no hay tráfico circulando por la ciudad y Brooks pasea tranquilamente las luces por el campo municipal, señales y columpios y llega al aparcamiento de la comisaría, demasiado rápido. Tiene su propio sitio, o el coche patrulla se lo hace. La luz roja del escáner destella por última vez antes de que lo pare. Apaga la pantalla, mete su bloc en el maletín, guarda la pistola en el maletero, cierra las puertas y luego las vuelve a comprobar, es la influencia de la Marina, debe comprobar que todo está correcto.

Dentro, el tiempo ha pasado, la sala de las taquillas es toda suya. Un puñado de puertas cerradas. Se apoya en el banco y levanta el asa de metal de su armario con cuidado, dispuesto a abrirla. Se imagina una bandada de murciélagos metidos dentro toda la noche, locos y buscando sus ojos. Brooks la levanta y oye el clic, abre la puerta y se prepara para la arremetida.

Su camisa cuelga de la percha, sus vaqueros en el estante, sus notas contra la pared del fondo.

Se viste rápidamente, con la esperanza de recoger antes de que llegue Saintangelo, sabiendo que no lo conseguirá.

Y no lo hace. Se abre la puerta, entre el murmullo de los teclados, suena un busca y ahí está. Saluda con la cabeza a Brooks y él agacha la suya. Durante unos instantes, los dos se concentran en sus taquillas, una tregua mutua. Brooks se pregunta si el papeleo le habrá llegado ya al jefe y lo que habrá dicho. Puede imaginárselo, ha descrito su parte de la investigación: incumplimiento por parte del agente del procedimiento lo que precipita una situación peligrosa y significa que se acabó lo bueno. Le pondrán las pilas, deberá ponerse en forma.

—Gracias —dice Brooks, porque le debe mucho.

—¡Eh! —responde, encogiéndose de hombros, evasivo.

—No, te lo agradezco.

—Solo estaba cubriéndote, como a cualquier otro.

Estoy jodido, piensa Brooks. No es culpa de Saintangelo y mejor que fuera él; habría sido peor si hubieran sido amigos. (¿En qué amigos está pensando?, ¿en el tipo que lleva el Dunkin’ Donuts?.

«El señor Arnold», dice Danielle.

Quien sea.)

—Mira —dice Saintangelo—. Quizá deberías cogerte unas vacaciones.

—Si pudiera permitírmelo, lo haría.

Pero como cualquier otra confesión patética, es una verdad a medias. ¿Qué haría todo el día?

—No te quedes conmigo, desde mi punto de vista, tampoco puedes permitirte esto. En serio.

—Entiendo.

Yo no puedo permitírmelo.

—Lo sé —dice Brooks. Querría prometerle que lo arreglaría, que cuando llegara el momento de devolvérsela, estaría ahí, pero es demasiado orgulloso para hacerlo justo ahora. Acaba de vestirse y terminan la conversación.

—Nos vemos esta noche —le dice Brooks.

—Nos vemos —responde Saintangelo.

Puto gilipollas, piensa Brooks, golpeando el parachoques, no le han dado ni una oportunidad. Pero no es verdad, le han aguantado todo el año. Cada noche intenta olvidarlo, lo intenta, turno tras turno, ha intentado redimirse. No es culpa de Saintangelo, no ha funcionado.

(Y es de tontos. ¿Qué clase de idiota deja que un coche lleno de adolescentes hechos pedazos se meta en su cabeza? Es parte del oficio, ¡por Dios! Brooks se dedica a reconstruir el escenario, es su trabajo, le pagan un extra por sacar fotos y medir lo lejos que los cuerpos han salido despedidos de los restos. Antes de que apareciéramos, le encantaba correr al lugar y pasar por debajo de la cinta amarilla, las luces de emergencia reflejando su temblorosa silueta roja en los árboles, con un subidón de adrenalina. Todo es más fácil cuando no es tu culpa.)

Brooks se detiene en el tablón con la lista de turnos en la entrada para cambiar el disco magnético con su nombre a la columna «Salidas». El jefe está, da vueltas por la oficina, mira de reojo la parte trasera del reciclador, gira alrededor de la valla del contenedor y de su coche. Llega uno de esos Tahoe, con una gama enorme de accesorios, es Phil Eisenmann, un jovencito. Brooks tuvo que trabajar ocho años para hacer el turno de día, ahora lo único que puede hacer es saludar con la cabeza cuando el chaval llega.

Calentando el motor del coche se pregunta si ya todos sabrán lo de la noche anterior, el cotilleo corriendo por toda la comisaría. El jefe estará ahora mismo en una reunión, hablando con el gerente municipal para ver el tipo de jubilación que podrían acordar, el viejo paracaídas de oro. Brooks decide no quedarse por el lugar y se va.

La 44 está desbordada por la hora punta, hay caravana en las carreteras en dirección este hasta pasado Stub Pond. Brooks sale y decide ir por las tranquilas aguas de las calles laterales, esperando detrás de un autobús escolar con los intermitentes puestos, un niño en la salida de emergencia con un equipo de béisbol deja marcas en la ventana con el guante. Cuando él era un niño, los autobuses eran redondos como los remolques de las caravanas y él quería ser Yaz, el mítico jugador; además, todo esto eran bosques.

(Brooks el Soñador, ¿batiéndote en retirada —como nosotros—? Al mundo ideal de la infancia. Nos resulta tentador, pararíamos cada minuto para ver las casas y calles que conocemos, la mesa de picnic fuera de la biblioteca con nuestras iniciales gravadas en la tabla, el sendero entre los pinos tras las pistas de tenis, el supermercado de servicio rápido Zax, donde parábamos tras la escuela para comprar una bolsa grande de Doritos.

Este amor está injustificado; solo es pasar el tiempo. Cuando estábamos aquí, nunca dijimos, «¿no es genial?» Teníamos demasiadas cosas que hacer, o no las suficientes, o alguna cosa. Era todo un decorado y, pregunta a alguno de nuestros amigos, un aburrimiento de mierda, ¿pero qué más tenemos? Echamos todo de menos, tú también lo harías.)

El autobús sale de mi calle, Oxbow, y los únicos coches que Brooks ve tras él son padres que circulan en el otro sentido, acelerando para llegar a tiempo, con la esperanza de no encontrar cola en la 44. (No el padre de Kyle, él llega antes de hora, ya está en la parte alta de la montaña, entrando lentamente en West Hartford). Las madres caminan rápidas, de dos en dos, en chándal color pastel y hablando por los codos. Una joven hace footing mientras habla por el móvil con el manos libres (la señora Linsay, a quien mirábamos en la piscina, haciéndonos los dormidos). Las casas están ahí, en silencio, incrustadas, separadas de la calle como las mansiones. Aquí está, solo y sin el uniforme, pasando las antiguas casas, bien cuidadas; es aquí donde Brooks se siente un extraño, incluso un criminal, con el arma enfundada bajo su brazo ilegal, un arma de matar en potencia. Porque su vida está muy lejos de la de ellos y circula en la dirección equivocada. Porque ellos lo tienen todo y él tiene… ¿qué tiene? Una casa que no puede vender. ¿Por qué debería protegerlos? ¿Solo porque hizo un juramento? Melissa prometió estar con él toda su vida, ¿y dónde está? Ahora puede entender por qué un tío entra en una oficina y mata a toda la gente con la que ha trabajado durante años, es porque piensa que le han quitado todo aquello que merecía.

¿Y qué es lo que él merece?

(A nosotros. Lo siento, mi querido Brooks, lo que es justo es justo.)

No puede contestar porque no sabe qué contestar (porque Melissa tiene razón, ese es el porqué) y cuando deja que la cuestión le llegue hasta lo más hondo de su corazón, un cuervo levanta el vuelo justo frente al coche, por encima del capó acercándose al parabrisas. Pisa el freno y lo bloquea, con miedo al golpe, mal agüero, más tarde, cuando ya se ha alejado a toda velocidad hacia el bosque, se pregunta si realmente era una señal o si solo está inquieto, con los nervios a flor de piel por haber estado despierto toda la noche.

Baja la ventanilla y escupe en dirección al cuervo, una superstición que copió de Gram. No puede jugársela, tal y como están las cosas.

(Lo juro por Dios, no hemos sido nosotros.)

Lo único que quiere Brooks ahora mismo es llegar a casa, dejar salir a Gingery a Skip y darles de comer. No está asustado, está demasiado cansado para eso. Quiere comer algo decente e ir a dormir, dejar el día de ayer detrás, olvidar por un minuto que hoy le estamos esperando. Gira a la derecha por Crestview y de nuevo a la derecha por Woodenhaven, a la izquierda por Musket Trail, aquí las casas son más pequeñas, bungalós con aspecto descuidado y ranchos de estilo colonial, una razón más por la que no puede deshacerse de su casa (por eso y por la entrada destartalada con las tejas con goteras). Gira de nuevo a la derecha por Steeplechase y mira buscando su buzón, listo para poner los tres reflectantes rojos, como un piloto de caza, salvo que no puede encontrarlos. Pasa por delante de la casa de los Bonner, debería poder verlo justo ahora.

Y luego descubre por qué, está tirado en el césped, el poste no tiene cabeza, decapitado.

Ralentiza, esperando encontrar los árboles adornados con cintas, las ventanas pegajosas con yema de huevo, pero no hay nada. Para al final del camino y baja. El buzón está doblado por la mitad, abollado con lo que hubieran utilizado, el metal aplastado. Quien lo haya hecho, no bromeaba.

(—Travis y Greg —dice Toe.

—Y tú les has dejado —interrumpe Danielle.

—¿Qué se supone que tenía que hacer?)

Al principio, Brooks estaba más sorprendido que enfadado (enfadado por estar sorprendido), pero no puede sobreponerse, no como el cuervo. No importa que sea la víspera de Halloween; este es un mensaje para él y sabe por qué. Puede oír a Ginger y a Skip, advirtiéndole, seguramente han estado ladrando toda la noche.

Recoge el buzón abollado y lo lanza al asiento del coche, sube de nuevo y acelera, cuando vuelve a frenar, el buzón choca contra el forro justo detrás de él. Ahora sí que está cabreado, totalmente cabreado. Cierra de un golpe la puerta y agarra el buzón, mete la llave en la puerta de entrada y la abre de un empujón.

—Atrás —les grita a Gingery Skip, ambos expectantes al principio, con la cola entre las piernas después, buscando un lugar para quitarse de su camino. Se abre paso entre ellos, avanzando hacia la cocina (impecable como siempre, gracias a Charity), arranca la tapa de la basura y mete el buzón en el cubo, casi lleno. Le da un golpe y cae, lo vuelve a golpear y choca contra el armario. Lo deja en el suelo, lo lleva hasta la esquina a patadas, pisándolo con fuerza, rompiéndole las costillas, luego se queda frente a él, enfurruñado, enfadado todavía.

—Jódete —grita, a nadie—. Jódete —grita, a todos y a todo.

image002

Y así nos transportamos por media ciudad hasta el instituto, a través de las ventanas blindadas, a la oficina del director, nos quedamos detrás del señor Fischer (El Capitán Garfio), mientras él revisa los comunicados en su carpeta. Toma un sorbo de café y decide rechazar la solicitud de un minuto de silencio frente al edificio. No tiene sentido causar más sufrimiento a los chicos otra vez.

Pero no le parece correcto no recordarnos de algún modo. Una foto en la vitrina de los trofeos, quizá. Una piedra con nuestros nombres, algo discreto y de buen gusto.

(Interesante, teniendo en cuenta que no conoce nuestros nombres ni caras. Han pasado desapercibidos, entre miles de otros chicos que se graduaron con normalidad, chicos que no estaban en su despacho cada semana, ni estrellas del hockey ni solistas en estúpidos musicales o miembros de la Sociedad Nacional Honorífica. Chicos que se sentaban en la última fila e intentaban saltarse la clase de gimnasia. Chicos que no desentonaban. El Capitán Garfio no nos conoce más que tú, somos los chicos del coche siniestrado, pero como es el director de la escuela, se siente responsable, un padre sustituto, distante.)

La semana que viene hay un Día de la Seguridad Vial patrocinado por el departamento de policía, pero hablar de ello sería demasiado obvio. Baja hacia la parte inferior de la página con la punta del lápiz: las entradas para el baile de otoño ya están a la venta, el club de ajedrez se reúne en la biblioteca después de clase, a las cuatro habrá un partido de voleibol del JV contra Simsbury. No encajamos con nada. No hay un paso intermedio fácil. Al final, simplemente les recordará a todos lo cuidadosos que deben ser esta noche y les deseará una noche de Halloween feliz y segura.

image002

Esta no será la última vez que Tim salga de casa, parará después del instituto para coger un puñado de galletas, como siempre y el mismo OJ en el mismo vaso de la gasolinera Patriots, pero sí será la última vez que vea a su madre y a su padre y no quiere desperdiciarla. Querría decirles que no es su culpa (de la misma manera que Danielle intenta decirle que tampoco es su culpa, del mismo modo que no culpamos a Toe), durante todo el desayuno se siente mareado, nervioso. La televisión pequeña está encendida, Scot Haney intenta adivinar el tiempo del fin de semana, riendo sin motivo. Tim remueve los cereales, la leche reacciona como el ácido al tocar las paredes de su estómago. No puede mantenerse fiel al plan lo suficiente, comprueba el reloj. El tiempo le guiará, todo lo que tiene que hacer es seguir el programa.

Aquel día llegaba tarde, llegaba todos los días tarde porque la alarma del reloj de Toe era de repetición. Toe la apagaba y se daba media vuelta, cinco minutos más. (Nadie conoce estos detalles mejor que Brooks, que entrevistó a todos los que estuvieron en contacto con él durante las 24 horas previas al accidente para su informe). Por eso Tim piensa que está adelantado. Puede aguantar algunos minutos más con los suyos, minutos que podrían necesitar más tarde. Pero no están haciendo nada en especial y resultaría sospechoso si hiciera algo: abrazarles, tocarles. Está saliendo Jim Carrey por la televisión, haciendo el tonto en el decorado de un salón, promocionando su nueva película; su voz es la única que se oye en la cocina, como si se hubieran puesto de acuerdo para dejarle tomar el mando de sus vidas.

Parecía estar bien en el desayuno, dirán en privado, lejos de los vecinos.

¿Cómo podría impedirles que en un futuro interpreten cada gesto como una clave? Porque lo harán, a pesar de que sabe por Danielle que es inútil. No va a dejar una nota (¿qué podría decirles que no les hiriera?), así que diga lo que diga, ahora mismo tendrá más importancia, será algo por lo que le recordarán.

—Tendremos la pasta que sobró para comer —anuncia su madre mientras busca en la nevera—, ¿está bien para todos?

—¡Vaya, perfecto! —responde su padre bromeando, mirando a Tim y él, por costumbre de seguirle el juego, saca la lengua. ¿Por qué de repente se siente tan mal? Todo es una mentira: el verano, los dos meses de instituto en los que solo estaba triste, tomando notas, haciendo los deberes, construyéndose una guarida. Ha estado esperando este día demasiado tiempo. Ahora que ya ha llegado el momento, siente estar en un punto muerto, no el alivio que había imaginado. Pero lo sentirá.

—Esta noche trabajo —dice, bajando la cabeza, fijando la mirada en el cuenco medio lleno que le queda.

—Es lo que toca —responde su padre.

—¿Pasas con el coche a por Kyle? —pregunta su madre.

—Sí.

—Ten cuidado, dicen que va a llover.

Está ocupada con un melón cantalupo así que no tiene por qué contestarle. Luego pensará que era una predicción, seguro. «Joder, ve más despacio», le dijo a Toe, pero eso es diferente.

(«No iba tan rápido», protesta Toe. Pero los cálculos de Brooks nos sitúan saliendo de la carretera a noventa km/h, unos treinta por encima del límite.)

¿Quién se va a creer que ha sido un accidente?, ¿una simple coincidencia? Quiere protegerlos de los rumores, de la verdad, ¿pero cómo puede protegerlos de sí mismo? Tendría que partirse en dos, uno viviría y el otro moriría.

Es demasiado tarde, ya ha pasado, solo que no quieren verlo. Está hasta contento de que vaya a llover, como si tuviera una oportunidad, pero no es cierto.

Algunos copos húmedos se han pegado al lateral del cuenco, hay unos cuantos también en medio. Va a ponerse enfermo si se lo termina, luego piensa que estará enfermo de todos modos. Se levanta, sujeta el cuenco lo suficientemente alto para que su padre no vea lo que se deja (como cuando era pequeño y no quería comerse los guisantes), lo lleva al fregadero y lo enjuaga, borrando cualquier huella de los restos.

—Este tipo está chiflado —dice su padre, mientras mira divertido a Jim Carrey estirado de lado a lado de una silla, el mismo truco que Tim le ha visto repetir cientos de veces en las entrevistas y se pregunta cómo sería ser famoso y que todo el mundo te quisiera.

(«Todo el mundo te quiere», interviene Danielle.)

No cambiaría nada importante. Su padre y su madre le quieren. Danielle le quiere.

—Mejor que muevas el trasero —le dice su madre, apuntando con un cuchillo hacia el reloj del hornillo.

Su padre también lo hace y le sigue por las escaleras, pisándole los talones. Cuando Tim era pequeño, su padre simulaba una carrera, rugiendo tras él, haciéndole salirse como si aquello fuera una pista de patinaje, ahora suben al mismo ritmo y cuando llegan arriba sus caminos se separan.

En el baño, todo encaja: el papel a rayas que eligió para las paredes cuando era pequeño, el cepillo de dientes nuevo que su madre acaba de comprarle (y en la papelera, su envoltorio de plástico). Lo peor es su cara en el espejo, el grano que le salido en la barbilla, un nódulo duro. Esta persona. Este monótono doble de sí mismo. No puede ver lo que se le pasa por la cabeza, lo que piensa que está haciendo. Era así incluso antes del accidente, nunca se sintió a gusto con el aspecto de su reflejo, como si uno de ellos fuera falso. El espejo le engañaba, siempre ha sido él.

La habitación está llena de artefactos, ¿qué necesita? No mucho. La mesa de su escritorio está vacía. Ha metido el tabaco y el mechero en el bolsillo exterior de la mochila. Gafas de sol, chicle, bolígrafos. Libros, libretas. Hasta ha hecho los deberes de trigonometría.

—¡Y cinco pasadas! —grita su madre.

Ahora su padre le empuja por las escaleras. Mientras baja, Tim puede ver su calva, con su corona esponjosa alrededor. ¿Qué hará su padre? No puede imaginarse nada después del funeral, los Cadillac recién lavados en procesión. Se irán a vivir a alguna otra parte. Él podría, si quisiera. No es tan duro. Irían todos a vivir a alguna otra parte. Te levantas y haces lo que se supone que tienes que hacer, luego te vas a dormir, así una y otra vez. Todo lo que tienes que hacer es asegurarte de no hacer ninguna estupidez.

Sus llaves están en el tablero, en la entrada. Su padre besa a su madre y Tim se alegra de haberlo visto, de poder ser su testigo.

—¡Qué pases un buen día! —dice su padre, y le lanza un saludo, con las llaves en la mano y sujetando el peso del maletín en la otra.

—Tú también —responde Tim y eso es todo, se va, mientras la puerta del garaje se cierra con un sonido hueco.

—¿Pero qué vas a comer? —dice su madre.

—Ya cogeré algo allí.

Es la hora, ya es tarde, pero permanece inmóvil. ¿Qué podría decir para disculparse? ¿Para que ellos le entiendan? Una indirecta para que todo tuviera sentido para ellos. Se detiene en medio de la cocina como si hubiera olvidado algo, pero la verdad es que está paralizado. Si llega tarde, a lo mejor no tiene por qué hacerlo. El pensamiento se aviva, es curioso. Ha recuperado todo en el instituto, podría seguir viviendo. ¿De verdad podría ser todo tan fácil?

(Es Danielle, le toca con una mano en la frente, como una madre que comprueba la fiebre, velando su mente. El efecto es temporal [también se lo haremos a Brooks], un intenso segundo de duda seguido de desolación, ¿en qué estaba pensando?)

—¿Estás bien? —pregunta la madre de Tim, acercándose a él, cogiéndole la cara para mirarle a los ojos.

—Sí —contesta él, pero su madre le coge por el brazo, agarrándole con suavidad por la muñeca, como si se pudiera romper.

—Sé que hoy no va a ser un día fácil —dice—, pero te conozco y sé que lo conseguirás.

Está tan equivocada que casi le dan ganas de reír, es tan triste. ¿Quién es esa persona en la que su madre está pensando? El Tim que cuida de Kyle, el Tim con unas notas mejores a las del año pasado, esa es la persona en la que piensa. No en el Tim que se despierta a las tres de la mañana y se lamenta porque era solo un sueño. No el Tim que ha estado contando desde junio en el calendario los días que quedaban. Ella no quiere conocer a este Tim.

—Voy a hacerlo —se dice entonces, porque tampoco él quiere que su madre conozca a este otro Tim.

Lleva la mochila. El abrigo está en el armario de la entrada, una réplica del que su madre retiró con toda su ropa de aquella noche, hasta sus Timbs empapados. Hoy lleva los nuevos y en el piso de arriba, en su armario, una nueva sudadera azul le espera junto a su uniforme. Brooks no es el único que se esfuerza por reconstruir los escenarios.

Fuera hace frío, el cielo está blanco por encima de los árboles. El aire huele a setas y a hojas putrefactas. Mañana empieza noviembre. Luego diciembre, los días se hacen más cortos, la noche llega antes.

—Conduce con cuidado —le dice su madre, luego se despide con un gesto detrás de la contrapuerta. Hace un gesto con la cabeza, una mirada a escondidas por encima del hombro. Tim desearía tener una canasta de baloncesto en la que encestar. Un silbido, ¿no sería un recuerdo feliz para ella? ¿Podría algo serlo?

A veces su madre le lanza a su padre un beso. Eso estaría bien, pero cuando se da la vuelta, la puerta de entrada ya está cerrada.

Empuja la mochila por encima del freno de emergencia y entra, se inclina hacia delante para meter la llave y arranca el jeep. Mientras se calienta el coche, Tim desenrolla el cinturón de seguridad y lo engancha, arregla la parte del hombro. No puede creerlo: es libre.

image002

Esta vez es Kyle el que invoca al verdadero Kyle. Un niño enfrente de él tropieza al bajar del autobús y no le da tiempo a sacar una mano para amortiguar la caída. Se da de bruces, el niño se come el bordillo y comienza a salir sangre. Y ahí estamos nosotros, a un lado del gentío que se amontona a su alrededor para ayudar y el verdadero Kyle en el otro.

Es él, con sus vaqueros negros y su chaqueta de cuero, pero no nos reconoce, parece no vernos, como Peggy y los profesores chillándole a todo el mundo para que dejen espacio.

—¡Eh, tú! ¡Perdedor! —le grita Toe, pero él ya se está desvaneciendo, nosotros nos estamos desvaneciendo. La escena al completo está desapareciendo. Nos llaman en alguna parte.

En el árbol, vaya sorpresa. Alguien que va en coche, pero es imposible decir en cuál, hay demasiado tráfico. Así que nos quedamos allí, para la foto familiar, los tres angelitos.

—Puede que esté recuperando la memoria —intenta adivinar Danielle.

Yo no lo creo, pienso que necesita estar aquí al igual que nosotros.

—Está en una zona intermedia —dice Toe—, es como si parte de él estuviera aquí. Su cuerpo. El resto de él está muerto.

—¿Y qué significa eso? —pregunta Danielle. Y Toe me mira como si yo tuviera que contestarle.

—¿Hola? —dice Danielle.

Es evidente que no ve las películas convenientes. Significa que ha venido para llevárselo de regreso.

image002

Hay tanto ajetreo que el señor Arnold se está encargando de la ventanilla para coches. Casi todos son los habituales de siempre, pero no conoce a la chica de pelo negro del Toyota. Es pequeña, tiene edad de estar en el instituto, lo suficientemente joven como para recordarle a Danielle. No es ella, claro, y en cuanto se va la joven, la olvida.

El señor Arnold trabajaba con Danielle aquella noche, recuerda a sus amigos que vinieron mientras estaban fregando y no paraban de picarla para conseguir algún regalito, quizá estaban colocados, no lo sabe. Ninguno de ellos parecía borracho.

(Gracias por sospecharlo, de todos modos.

—Dejadle en paz —dice Danielle.)

Recuerda al novio de ella porque solía venir a verla cuando estaba en la ventanilla para coches. Llevaba el coche de su madre y paraba en el mostrador de pedidos para hablar con ella. Él sobrevivió, ella no. Vaya mierda de mundo, ¿verdad?

—¿Hola?, ¿hay alguien por aquí?

Los auriculares se escuchan mal.

—Bienvenido a Dunkin’ Donuts, ¿qué desea tomar?

Teclea e imprime, constantemente preocupado, un instante de trance en un día de ensueño. Envió flores al crematorio, con la esperanza de hacer lo más apropiado. Nunca antes había perdido a un empleado. Durante unas semanas estuvieron sin el personal suficiente; no recuerda a quién cogió luego para cubrir su puesto, el volumen de ventas es muy alto. Parece que hubiera pasado más de un año. ¿Cómo puede ser? Hoy es lunes y luego llega el domingo y luego otra vez, todo vuelve a empezar.

La mujer teclea y le devuelve el cambio, le entrega la bolsa con el croissant y el descafeinado largo con nata y azúcar. Son amables, impersonales y afectuosos entre sí, la relación comercial perfecta que permite que las cosas funcionen. Deja la ventana cerrada y mira el monitor en blanco y negro: Alguien viene. La hora punta ya casi ha pasado, pero dentro de nada, tendrá que empezar a preparar las sopas.

Danielle se queda con él y Toe se queda con ella, como si le interesara aquello. A nadie le importa una mierda Marco, así que me doy una vuelta por ahí y encuentro a un tío de la edad de mi padre con delantal y un sombrero de papel haciendo donas. Están crudas, son blancos y chocan unas contra otras en una gran cuba de grasa, es como cuando juegas a pescar peces de plástico en un barreño. Una máquina prepara la masa y las hace en forma de «O», el tipo lo único que hace es cogerlas con un palo y meterlas dentro. Vaya trabajo de mierda.

Pero está vivo. Más tarde se irá a casa, comerá y mirará la televisión.

Estas donas son lo último que comimos, estaban en el accidente como nosotros, muertas antes de que llegase alguien, lanzadas con fuerza contra las paredes de nuestros estómagos. Las de Halloween, con glaseado naranja y negro, mala suerte. Me pregunto… si todavía queda alguna. Deben ser populares, ya se ha vendido la mitad de la bandeja, se ven hileras de círculos fantasmagóricos en la bandeja.

—¡Eh! ¡Mirad esto! —les digo—. Son las mismas que comimos nosotros.

—¡Anda ya! —contesta Toe—, debe parecerle una broma.

—Yo no comí ninguna —apunta Danielle—. Ni pensarlo. Yo he visto lo que hacen por aquí.

image002

Es como una misión secreta. En el sótano, una tras otra, la madre de Kyle pone pegamento en nuestras caras. Atrapados para siempre en el viejo escenario del auditorio (nuestros compañeros de clase burlándose de nosotros desde las primeras filas, moviéndonos como fichas del Stratego, un asiento duro cada vez). Nos habían pintado con aerógrafo mate, tan pálidos como el gris de fondo. Solo los mayores tenían color. La madre de Kyle nos coloca en nuestro lugar en la tela, una trinidad con Danielle en medio. Parezco idiota con mi corte de pelo y Toe parece retrasado con un conjunto de jersey y corbata.

—¿Quién te vistió? —pregunta Danielle, inclinándose para acercarse y ver mejor.

—Cállate.

Se ríe: que dulzura. Y sabes que todos los que paren en el árbol van a verlo. Christopher Murphy,[3] qué cosa más friqui.

—Chsss —dice, está justo detrás de ella, inclinándose, su pelo limpio a pocos milímetros de sus labios. Los sueños que nos guardamos. ¿Cómo le dices a alguien que está haciendo algo estúpido?

La mesa de manualidades de la madre de Kyle está tan limpia como su salón. La tela está sobre una pieza negra de construcción, en una placa de contrachapado cuadrada que sobró de algún proyecto. La madre de Kyle levanta la tapa de metal de la laca, la agita y rocía en medio. Quiere que duremos mucho.

Mientras espera a que nos sequemos, se detiene en la página donde está Kyle (mi propio sitio vacante, remplazado claramente por la estudiante de abajo, Moriah Reeves). Está sin afeitar, con la barbilla levantada, con mirada de chico duro. Miramos a nuestro alrededor, le esperamos, pero nadie aparece, allí solo está el taller de su padre, una caja de cuerdas extensibles y un caballito balancín viejo en la esquina.

Ahora es la única que vive anclada en el pasado, una indulgencia que únicamente se permite en privado, como un alcohólico oculto, orgulloso porque hace tiempo que no bebe. En la fotografía lleva una camiseta negra, pero es imposible decir de qué grupo, las letras góticas están cortadas por la parte de arriba. Aún la tiene, en alguna parte. Guarda toda su antigua ropa, a pesar de que ya no le está bien. Cada pocos meses va a la tienda de Bob y le compra unos vaqueros azules nuevos, una talla mayor, dobla los viejos y los apila en uno de los estantes de su armario. (Olvida que Kyle llevaba vaqueros negros, que Kyle odiaba las zapatillas de deporte, que a Kyle le encantaba la idea de hacer saltar los fusibles de toda la costa este.)

Mirando su cara recuerda la imagen de Kyle en el hospital, la primera vez que lo vio después del accidente. Los médicos le habían explicado que las heridas eran graves, pero ni siquiera cuando lo vio envuelto en vendas, enchufado a un centenar de tubos, llegó a convencerse. Fue cuando cortaron el armazón para irrigar los injertos cuando entendió que ahora era diferente.

Hicieron lo que tenían que hacer. Se puso como loca, pensó que había una oportunidad, que se equivocaba al pensar que estaba sola. Cuando fueron a Denver, todas las familias que vio habían ido por la misma razón, trabajar en las diferentes etapas. Físicamente Kyle estaba en mejor forma que muchos otros niños, no tenía el problema de otros chicos, el desajuste mental, un hecho por el que todavía no sabe si sentirse agradecida. El hospital les proporcionó una habitación y cada tarde, mientras Kyle andaba en la piscina, les daban clases por separado, mediadores y padres, estuvieron enseñándoles estrategias, acababan siempre con unas palabras de ánimo, sobre la importancia de tener siempre una actitud positiva. Recuerda cuando volvió de una de esas reuniones y vio a un chico en una silla de ruedas en el patio de hormigón practicando la pesca con mosca, lanzando la caña sin anzuelo, primero hacia atrás y luego por encima de su cabeza con un brazo. Le pareció un gesto tan lleno de esperanza y tan necesario que se lo contó a Kyle, así que Kyle y Mark comenzaron a ir a Farmington River, donde la antigua vía pasaba por un puente, justo detrás del Diarymart y el lavadero de coches (donde solíamos aparcar para colocarnos), los dos pescaban con sus cañas en las superficies vidriosas por encima de los rápidos.

¿Qué otras promesas quiso creerse? Que aquello les uniría más como familia, que les haría fuertes. Que Kelly dejaría la universidad durante el segundo semestre y que se quedaría en casa para ayudarle. Que tras aquello habría una intención incomprensible, profunda. Porque en aquel momento, se habría creído cualquier cosa.

¿Qué ha cambiado?

Ahora está sola, los vecinos dudan sobre cómo acercarse a ella. No hay una planta llena de padres que sepan por lo que está pasando, con familias nuevas apareciendo cada semana, devastadas, dispuestas a escuchar. De alguna forma, el hospital arruinó el resto del mundo que le quedaba. Y la gran mejora que tanto le habían prometido, que tanto esperaba, manteniendo una actitud positiva, nunca llegó. De eso ya hace un año.

Mirando al viejo Kyle, intenta recordar cómo era antes su vida, qué estaba haciendo cuando hicieron aquella fotografía. En clase. En la biblioteca. Conduciendo hacia algún lado, sin importarle a donde. Es imposible, como si pudiera recuperar la sensación de aquellos días perdidos, respirar aquel aire de museo rancio.

Reconoce algunas de las caras de la página, conoce algunos nombres, pero también parecen pertenecer al pasado, como el propio instituto, que sigue ahí, pero ha dejado de ser parte de sus vidas (el club de baile, el camino por el que paseaban con las bicis de montaña). Ahora solo Tim viene a casa, y el cartero, Noel, puntual como un reloj suizo. Ve a los antiguos amigos de Kyle en la biblioteca, hablan por detrás del mostrador, cotilleando sin malicia, recomendándose las novelas más leídas. Pero raramente alguno de ellos la invita a comer, durante mucho tiempo pensó que no estaba bien aceptar una invitación para comer, aún era demasiado pronto, además, piensa que su hermético autocompromiso probablemente les apartó.

Kyle, ¿no debería hacer algo por él? ¿O eso revelaría algo sobre ella que preferiría no decir?

Pasa a Tim, el afortunado. Sano y salvo. Pero también él ha cambiado. Sigue siendo el niño amable y tranquilo que era antes, pero ahora parece más retraído, distante, más maduro, el adolescente que había en él se esfumó. Tampoco él volverá nunca a ser el mismo. Ninguno de ellos.

(Pero fijaros en lo poco que piensa en nosotros, a los que nos tiene que aguantar, los que hemos ido demasiado lejos como para merecer su compasión. El pegamento se seca por detrás de nuestras cabezas, como si fuera sangre.)

Coge una corona de hojas de vid y prueba el tamaño, los tres cabemos en el agujero, expuestos como en una exhibición. No es perfecta, pero sí bastante buena, la otra es demasiado ligera. Un hilo de pegamento se estira como una telaraña desde el molde de plata para pastelitos hasta la punta del tubo y lo corta con un dedo. Como último toque, añade un lazo de terciopelo negro, está contenta con los colores. (Luto, por Martha Stewart. Kyle pararía el coche y saldría a dar un paseo por el bosque, saltando arriba y abajo). Ha estado dudando si dejarlo o volver a utilizarlo, solo durante este día, como si fuera un recuerdo del año. Ya hay un cable para colgarlo, solo necesita un enganche para atornillarlo al árbol. Lo encuentra, uno plateado en su caja.

(Y voilá, somos inmortales.)

image002

Brooks prepara huevos para comer, carne de ternera y verduras trituradas en conserva que parece comida para perros. Es todo lo que tiene. Ginger y Skip lo miran mientras está viendo el canal del tiempo descalzo, masticando a medida que avanza el mapa, una lata fría de cerveza que le ayudará a conciliar el sueño. Es un ritual, el rodaje de una película. Es todo el entusiasmo que puede aguantar tras haber estado toda la noche despierto. Los otros programas solo charlan, este lo puede entender sin el sonido. Ya ha nevado en las Rockies, un camión tuvo un accidente en Loveland Pass. (Y… ¡acción! suena la música escalofriante… ¡rodando! los chicos muertos, sentados junto a él en el sofá.

Siempre estamos con el raro de Brooks, es como uno más de nuestra banda, otro tío jodido, solo que más viejo, retenido indefinidamente.

—Esta mierda me está dando hambre —interrumpe Toe.

—Es asqueroso —dice Danielle—. Odio venir aquí. Este sitio me da asco.

No está sucio. Brooks sabe barrer bien los pelos de perro. Ella se refiere a la desnudez de la casa, lo poco acogedora que resulta, como las casas construidas en el desierto para la bomba atómica. Porque está en venta, por eso Brooks intenta confinarse en la habitación del fondo, incluso allí las cosas están apiladas en desorden, las superficies limpias. Y puede que haya funcionado. Charity ha dejado una nota en la cocina diciendo que piensan que la nueva pareja va en serio, se mudan desde Virginia con niños. Brooks ha oído la misma canción una docena de veces y ha aprendido a ignorar las propuestas de compra entusiastas.)

No, por fin llega lo que estaba esperando, la pantalla azul del parte meteorológico local con las fases de la luna: Emisión local en el canal 8, totalmente fiable, como el aire que respiras, dándole a su día una desesperadamente necesaria continuidad. Lo volverá a ver cuando se levante, el canal esperará con paciencia en el codificador de cable, hasta que encienda la televisión.

Nublado y frío, es probable que llueva ligeramente a última hora del día, chubascos que durarán hasta la mañana siguiente. Diferente. Lo que recuerda del año pasado es el viento, cómo la cinta de precaución amarilla se curvaba, las hojas rodando hacia la oscuridad, más allá del alcance de las lámparas móviles. La carretera estaba seca, el coeficiente de fricción era bastante alto para circular a una velocidad razonable.

(«Esto va a empezar», apunta Toe.)

Conocemos la rutina. Porque Brooks está empeñado en saber qué salió mal, como si por poder entenderlo, pudiera ser capaz de arreglar su vida destrozada: el accidente, Tim, la mención de honor y luego las acusaciones en los periódicos, el descenso de categoría, sin hacer mucho ruido, el turno de noche de nuevo, la marcha de Melissa y los sueños, que no han cesado desde el verano. Un zombi, encadenado a la puerta en el recibidor, a las destartaladas escaleras del sótano, al escritorio improvisado bajo la parpadeante luz fluorescente, encadenado al archivador negro del departamento de subastas, a la carpeta de goma, mucho más gruesa que el resto. Todavía tiene su plato de comida, pero a los perros les asustan las escaleras y le han dejado solo. Parece que sea de noche aquí abajo, no hay ventanas.

(Podrían abrirse el uno al otro, Brooks y la madre de Kyle, hurgando en sus cosas bajo las colinas, las carreteras y los cables de fibra óptica.)

Sabe que es tarde. Sabe que si quita las gomas elásticas y se pone a hojear el informe estará ahí sentado durante horas (debe levantarse temprano para ir a visitar a Gram), pero saberlo no es suficiente. Es una adicción, somos una adicción y hoy más que nunca no puede hacer nada para evitarlo. De todos modos, tampoco es que fuera a dormir.

Abre la carpeta, aquí está todo el contenido, clasificado por un eficiente alfabeto con secciones y subsecciones. Personas involucradas. Entrevistas/declaraciones. Diagramas del escenario. Inspección mecánica. Ya conoce sus propias palabras. Pero siente una cierta satisfacción al leerlas de nuevo. Ve las fórmulas que calculó correctamente, velocidad, energía y distancia, la conservación del momento, los diagramas de los cuerpos libres, el mapa de la ubicación de las pruebas hecho gracias a sus garabatos y notas de campo. Se olvidó la caja del cedé, que salió disparada como una bala de cañón en el impacto. Pero están la espátula para el hielo, el recipiente de Dunkin’ Donuts vacío, el contenido del cenicero. Una página entera de notas de la comprobación de las luces del vehículo: Foto Sí/No.

Se termina la cerveza. Fuera el sol brilla y hay movimiento en la ciudad, todo el mundo tiene prisa, pero bajo tierra no existe la noción del tiempo y Brooks se está sumergiendo, directo hacia el núcleo de la Tierra. Detrás de él, los huevos se enfrían. A medida que las hojas van pasando, la grasa se solidifica en gotas blancas. Aparta el plato con el codo. El apéndice I describe el perfil de la carretera: agrietada, bajo mantenimiento local del Departamento de Transporte, con el código 35 MPx, dos sentidos, línea continua visible, curvas, cambio de rasante, hormigón bituminoso. El apéndice II relata las condiciones meteorológicas: nublado, seco, viento moderado a fuerte, ausencia de iluminación artificial. Deformación por choque, inspección del vehículo, publicación de los informes médicos. Puede que pienses que esto nos aburre, ya conocemos estos detalles a la perfección (y tenemos tantos lugares a los que ir), pero al fin y al cabo aquí estamos, junto a Brooks, mirando por encima de su hombro nuestras propias fotos y haciendo comentarios jocosos, como si se tratara de un álbum familiar. No porque sea fascinante (ni siquiera interesante, hablando claro). No. Si no porque se trata de nosotros.

image002

Aquel día Toe pasó a por él primero, así que Tim tuvo que girar en mi casa y entrar por Oxbow. Parecía ilegal, como Brooks con su pistola. Todos van a sus trabajos, harán algo constructivo, Tim simplemente estaba allí fuera, en total libertad, sin un futuro por el que preocuparse. El mundo era simple y fácil, números en un reloj. Paró al final del camino, dejando pasar el tiempo, me costó una barbaridad entrar en el coche, el imbécil de Toe hacía como que arrancaba cada vez que yo alcanzaba la manivela de la puerta.

(Os esperaba con la chaqueta vaquera y le gritaba a mi madre, que me hablaba desde la parte de atrás de la casa, que no necesitaba el abrigo.

—¿Y mis padres? ¿Por que no estamos con mis padres? ¿Por que no nos relamemos con cada delicioso bocado de su profundo dolor?

Porque yo estoy contando la historia, ¿vale? ¿No te parece ya bastante duro tener que estar aquí? Aquí todos somos el viejo avaro de Cuento de Navidad, aquí todos somos Mr. Magoo.)

Tim me concede un minuto y luego vamos todos a por Kyle, la última parada.

¿De qué hablábamos entonces? Brooks eso no lo sabe. Corría el rumor en el instituto de que Amy Rubin se estaba acostando con el señor Bailey, nuestro profe de gimnasia (era verdad, fue una de las primeras cosas que supimos al volver). Estuvimos bromeando y haciendo gracias sobre aquello, tratando de adivinar cómo se las arreglaban para verse, si se pasaban notitas de amor, cuáles eran sus nidos de amor secretos. El señor Bailey era bajo y usaba mucha espuma. Nos sentíamos ofendidos y estábamos celosos, así que dábamos rienda suelta a nuestra morbosa imaginación. En la colchoneta y con el equipo de gimnasia, encima de la mesa de su despacho, cómo quema la pista de baloncesto recién encerada cuando derrapas sobre ella.

(«Marco», le regaña Danielle, pero ella también conoce a Amy: creída, era demasiado buena para nosotros. En la cafetería, el día después del accidente, dijo aliviada que pensaba que había sido alguien más importante.)

No era más que un día normal y corriente. No nos importaba que fuera Halloween, no necesitábamos ninguna excusa para salir a pasarlo bien. Toe estaba loco por los Rancid, subía y bajaba la cabeza con movimientos bruscos sobre el volante mientras conducía por Oxbow hacia abajo. Tim iba en el asiento del copiloto porque había sido el primero en subir; más tarde se sentó de nuevo delante, cuando lo recuerda, se siente culpable. Ninguno de nosotros llevaba cinturón de seguridad, él siempre se abrocha el cinturón, ahora es prudente. Fuera no ha cambiado nada: el césped y las casas son iguales, las carreteras y los jardines con rocas y plantas. Todo está tranquilo. El único indicio de vida son los pájaros y hay que buscarlos para verlos. El mundo estaría jodido, piensa Tim, si él fuera la última persona en el mundo. Y en realidad, es así.

Un Cadillac con un viejo con sombrero gira en la esquina de Surrey, estropeando la impresión del momento. Tim cruza Country Club y atraviesa el laberinto, coge por Stagecoach hacia Indian Pipe. Hay montones de hojas del fin de semana apiladas en la alcantarilla, a la espera de ser recogidas por el camión municipal. Para junto al buzón de cartas de Kyle. El césped de su casa tiene un color verde artificial, tratado a base de productos químicos. Los árboles desnudos parecen manos que salen del suelo, se siente confundido, aislado del exterior por las ventanas cerradas y la maquinaria bajo sus pies, el engranaje de unión y la caja de dirección. Espera a un Kyle imaginario, le ve aparecer encorvado por el camino, con los puños metidos en los bolsillos, el cinturón de su cazadora de cuero colgando (y aquí llega… ¡acción!… el verdadero Kyle, como Tim, como una copia exacta de aquel día. Golpea el capó y el motor responde con un ruido. Echa el asiento hacia delante, como si no viera a Danielle, sube y se sienta justo encima de Toe.

—Quítate de encima, joder —grita Toe, pero Kyle asoma la cabeza entre los asientos delanteros, hablando con Tim, sus labios se mueven pero no se oye ninguna palabra (¿Qué dijo aquel día? Nada importante. ¿No da lo mismo?)

—Kyle, hombre —protesta Toe, como si pudiera oírlo—, ¡Kyle!

Sigue hablando. Pasa de nosotros, como si no estuviéramos allí, hablaba solo para Tim, como si estuviéramos en diferentes planos.)

Un año después, Tim mira por encima de su hombro el asiento trasero, como si hubiera olvidado algo, como si pudiera oír a Kyle; nos asustamos, porque si fuera más fuerte que nosotros, todo lo que podríamos hacer sería mirar. Danielle pellizca a Tim en el cuello, era algo que hacían entre ellos, y él se gira y mira de nuevo hacia la casa. La puerta del garaje se está levantando.

Busca la marcha, la mete y acelera, el jeep se desliza sobre las hojas, saliendo poco a poco, sin llamar demasiado la atención. Sale disparado hacia la colina y luego, más alejado, se da cuenta de que salir corriendo ha sido una tontería. ¿Qué pasaría si le pillaran? No ha hecho nada malo, todavía.

image002

La madre de Kyle acababa de apretar el botón de la puerta y caminaba ya hacia su Pathfinder con la corona, cuando oye el chirrido de los neumáticos fuera, le da un vuelco al corazón. Espera un choque atronador, el ruido de los cristales rotos, el silencio posterior, pero no se oye nada, un motor acelerando y luego desaparece antes de que la puerta estuviera medio abierta. Tienen suerte, nadie se ha matado en esta colina, con la carretera de Fiedlers justo al lado, por las mañanas aquello es como una autopista.

Olvida ese pensamiento, sabe que es un poco paranoica. No todos los coches tienen accidentes.

(Solo el de Toe.

Cebaos conmigo.)

Coloca la corona en el asiento y se abrocha el cinturón con cuidado, comprueba los retrovisores como un piloto y avanza lentamente, con indecisión. Mark ya ha hecho algún comentario al respecto. Conduce de forma diferente desde el accidente, directo al grano. Una de las continuas pesadillas que imagina es que mata a alguien con el coche, otro conductor, un niño en una bicicleta. Desearía no tener que conducir nunca, hacerlo todo por Internet, pero eso es imposible, a pesar de todas las promesas que se ven en la televisión. Sus días son una serie de recados esparcidos por todo el mapa de Avon, la curva que toma para ir desde la biblioteca en Country Club hasta los buzones y la oficina de correos en el centro de la ciudad, la tienda de vinos y licores, el banco, el Blockbuster y el Stop’n’Shop en la 44, y luego, de vuelta a casa. Conoce las carreteras secundarias por si hubiera algún problema, la Old Albany Turnipike pasa por Secret Lake y engancha con Parkview cuando se inunda la hondonada de los campos de golf. A veces se aventura en sus viajes y sale a mediodía, cuando hay menos tráfico. Otros días, solo sale de casa para caminar hasta el buzón.

Todo cambiará con el tiempo, piensa. Tiene que creerlo. Nos mira y se siente más segura, ella es la afortunada.

La puerta chirría por partes mientras gira en la rotonda. Cerrada, la casa no acepta más apuestas. Ahí está, reluciente, bien cuidada, como cualquier otra en toda la calle. Es lo que esperan, ser normales, igual que sus vecinos, ¿fingir que todo va bien? ¿Cómo puede una casa, una carretera, una ciudad entera, ser una mentira?

Llega hasta Stagecoach, incuestionable, cede el paso en la señal de stop a un Beetle verde nuevo, bonito pero poco práctico, nunca conduciría uno de esos en la autopista, eso es como pedirlo a gritos. Pone toda su atención en lo que hace, se sienta recta, con las dos manos en el volante y con el teléfono móvil apagado. Siempre hay atasco en Country Club, después de esperar, se incorpora a la cola y se desmarca, dejando bastante por detrás a los otros coches. Supone que le tocará en rojo el semáforo al final de la colina. Podría dirigirse a la biblioteca, Alice siempre llega antes, su Volvo ya está aparcado al final del camino, pero pasa por delante de la entrada sin parar, se desvía y deja el viejo cementerio a su izquierda, con las lápidas de liquen y los obeliscos de granito de antes de la guerra civil. Podría girar a la derecha en Burnham Road y llegar antes, cogiendo el atajo, pero no lo hace. Es como Brooks. Es como Tim. Quiere hacerlo correctamente.

Reduce al llegar al paso de cebra, un cochecito de golf está pasando. Más tarde empezarán a salir los jubilados, buscando sus pelotas de golf entre los matorrales, pero aún es demasiado pronto, hace demasiado frío, la hierba tiene escarcha, un triste abeto está congelado. Mientras sube la extensa colina del hoyo 18 y pasa por el club social remodelado, junto a un sitio en el que a veces Brooks se esconde. La hierba está roída, se ven calvas de barro y marcas de neumáticos: Mark le avisaba por las mañanas, cuando venía en el mismo sentido; solo era una gracia, un juego, escapar de la policía, como los adolescentes.

(Como nosotros, solo que nosotros no llegamos a escaparnos, mierda. No pudimos escaparnos ni de un puto árbol.

—Para Marco —le pide Danielle—. Para. No fue culpa de Toe.

No dije que fuera su culpa, le digo. Toe se queda afligido, pero se nota que está interpretando el papel para ella.)

El extenso llano que cruza la parte alta de la colina es fácil, su mente no encuentra nada en lo que pensar: lámparas hechas de calabazas huecas, bolsas de la basura llenas de hojas, cintas naranjas y negras liadas alrededor de una farola de jardín, vestigios de un pozo de los deseos, una piscina exterior cubierta. Pero al pasar a la otra ladera, reduce la velocidad al llegar a la curva, antes de la ruta para bicicletas y del poste de teléfonos con el que chocaron aquellas dos chicas de Simsbury. (Aparecieron al lado de la carretera, nuestros vecinos más próximos, hombro con hombro, como los gemelos de El resplandor, débilmente, como si su señal se perdiera). Es cruel, piensa; han pasado cinco años y ya no puede recordar sus nombres. Cada día hay más, cada pequeña ciudad en Connecticut pierde algunos niños cada año, cada clase que se gradúa tiene a alguien a quien echar de menos. Aunque le resulte duro admitirlo, la verdad es que ella no es la única. Tampoco lo es Kyle. Esto debería ser un consuelo.

Pasa por la ruta para bicicletas y desciende la colina empinada, frena al llegar a la señal de stop en el cruce de Old Farms Road. Un póster descolorido a su lado anuncia una feria ambulante del cuerpo de bomberos desde agosto. Si girara a la izquierda, llegaría al centro de la ciudad con su ajetreo, los Mailboxes que estarán justo abriendo las puertas, la parte trasera de la oficina de correos con olor a café. Al otro lado de la intersección están construyendo una nueva urbanización privada alrededor de un estanque, placas de contrachapado para casas, pilas de tejas amontonadas en el tejado. Para ella no hay elección. Pone el intermitente (¿para quién?) y nos sigue a través de los pilares en ruinas hacia el bosque.

Es una carretera peligrosa, con cambios de rasante y curvas muy pronunciadas, los árboles invaden ambos lados de la carretera, sin visibilidad. Algunos troncos, los peor situados, tienen reflectantes clavados a la altura de la cintura. Alguien ha pintado alas al ciervo macho de la señal de advertencia por paso de ciervos, un Pegaso, y algún otro lo ha sustituido por un pene erguido. Esto es lo que hacen los jóvenes, hacen el tonto pensando que todo es una gran broma. No piensan en que un ciervo puede aparecer de la nada y golpear el parabrisas de su coche, eso solo le pasa a los perdedores.

(Y no creas que no nos tienta la idea de poner uno en su camino justo ahora por este pequeño sermón que nos está soltando.

«¿Y qué tal un perro», dice Toe, luego, se las tiene que ver con Danielle, que echa de menos a los dos suyos.)

Como todos, la madre de Kyle se pregunta qué pensábamos en nuestros últimos minutos, seguro que éramos totalmente ajenos a lo que sucedería, un puñado de jovencitos pillados por sorpresa. ¿Quién no lo habría sido? Al menos sabe que Toe no iba bebido. Es un pequeño consuelo, saber que únicamente íbamos demasiado rápido. Durante mucho tiempo le costó creer que era así de simple, pero al girar en las curvas, se ha dado cuenta de lo fácil que puede ser perder el control, lo estrecha que es la carretera, lo pequeño que es el margen de error. Cada árbol es un asesino en potencia.

¿Por qué el consejo municipal no ha mandado cortarlos? ¿Por qué no hay guardarraíles? ¿Por qué no hay iluminación?

Conoce las respuestas, pero no puede aceptarlas. Al final, todo se reduce a dinero.

Por quien más lo siente es por los padres de Chris. Les envió una nota con su pésame; espera que sepan que nadie les culpa. (¿Por qué?

—Por mí —contesta Toe.

Es un círculo, una espiral. Lo siente por mis padres porque soy su único hijo, lo siente por Danielle porque tiene dos hermanas. Lo siente tanto por sí misma, que propaga ese dolor a todos los demás. Pero no quiere que los demás se sientan mal por ella. Ya es suficiente con su propio dolor.

Ok, no es justo por nuestra parte. Nuestros padres están machacados, desorientados, y ella es la única que nos hace algo. Y de verdad, Kyle está tan jodido que hasta lo sentimos por ella.)

No hay nada que mirar en el bosque, está soñando, los recuerdos se apoderan de ella. Solía llevar en coche a Kyle a ver los entrenamientos por esta carretera, recuerda el sonido hueco del disco al golpear las tablas, el ruido cuando los patines derrapaban. Los Whalers practicaban allí. Había carteles colgando de las vigas con los nombres de institutos privados, más tarde Mark y ella decidirían donde llevarán a Kyle: Andover, Choate, Loomis, Chaffee. (Deberían tener… otra discusión). ¿Qué ha pasado con esos sábados por la mañana? Llovía, y bebían aquel café pésimo en la cafetería mientras hablaban entre ellas, hasta que una de las madres paraba para animar a su hijo si lo veía tambalearse.

Conduce demasiado despacio y tiene a otro coche pisándole los talones, un Jaguar granate, así que acelera. No lo suficiente; el coche que le sigue sobrepasa la línea amarilla para asomarse a su lado.

—No hagas el idiota —dice ella.

Siente la tentación de tocar apenas un poco los frenos para hacerle retroceder, pero sabe que podría matarse. Piensa que le perderá en la escuela, probablemente está de camino al trabajo, habrá cogido una secundaria hasta Route 10. Puede ver los edificios cercanos a Avon Old Farms brevemente entre los árboles. Los garajes y las residencias de estilo Tudor, en madera, y luego, al final de una curva, el enorme silo de ladrillos rojos por encima de los pinos. Termina de girar y el coche sigue detrás de ella, realmente cerca, como si fuera una caza.

No esperaba acercarse al árbol de esta manera, con alguien por detrás de ella. No está lejos: una subidita, una hondonada y luego la pendiente, pero va demasiado rápido y no hay ningún sitio en el que salirse, de repente se lo salta, lo ve y desaparece, las tarjetas, los lazos y las flores giran como si estuvieran en un carrusel brillante.

Lárgate —grita al tiempo que frena, haciéndole señas para que pase—. ¡Vamos, gilipollas!

El Jaguar acelera y le pasa, ella le grita y justo lo que había pensado, un viejo que le levanta el dedo.

—¡Sí, claro! —le grita otra vez—. Que te jodan a ti también, huevón.

(«¡Sigue así, mamaíta de Kyle!», dice Toe.)

Parada, con las manos todavía en el volante, deja escapar un suspiro, mueve la cabeza, cabreada. Ella es así, cuando se acuerda de Kyle.

Nadie más va a hacerlo. A nadie le importaría si abriera la ventanilla y arrojara la corona en los matorrales y se largara. La vida seguiría. Eso es lo peor. Todo lo que le rodea son cosas sin importancia, ardillas, árboles y matorrales, y le molestan, pero no puede evitarlo.

Tiene que pasar por un cruce, nerviosa, mira a ambos lados, debe pasar por delante del árbol en sentido contrario y luego girar en Avon Old Farms, reduciendo al pasar por los badenes de velocidad como si fuera hacia la pista de hielo. Ya ha terminado la hora del desayuno, los chicos caminan por el patio, con sus blazers y sus mochilas. Camisas blancas y corbatas idénticas. (Lo sé, da escalofríos, un instituto imaginado por alguna mente misteriosa, la madre de Kyle piensa que quizá habría sido más seguro enviarle fuera. Era lo que quería el padre de Kyle, cansado de sus continuas idioteces. ¿Pero quién le habría vigilado entonces?)

Le gustaría quedarse, ¿cuánto ha pasado?, gira en la plaza de minusválidos y se dirige hacia la carretera. Esto es mejor, más lento. Se toma su tiempo, los neumáticos del coche pasan discretamente por encima de los badenes. Espera en la entrada hasta que no ve a nadie, luego circula por la hondonada y la pendiente a su ritmo. Se adentra todo lo que puede, los cuatro neumáticos sobre las hojas.

Es todo un esfuerzo bajar del coche, permanecer de pie respirando el aire frío. La gente que pase por allí la verá con la corona, incluso puede oír los rumores que correrán por las pizzerías y los salones de peluquería. ¿Te has enterado de lo de Nancy Sorensen? No debería importarle lo que piense la gente de ella, pero le importa. Incluso en la biblioteca se siente aislada del resto de Avon. Si al menos pudiera establecer alguna conexión en la que ella no fuera una víctima, porque no lo es. Es imposible; estuvieron hablando sobre mudarse, pero le asusta la idea de acabar sin nada.

A pesar de haber estado aquí antes, sigue sorprendiéndose de lo inquietante que es el lugar, lo insignificante que resulta, no es el mejor escenario para una tragedia. La hierba está llena de polvo y colillas de cigarrillos cubiertas de barro. Rodeado de los papeles desteñidos de las libretas y las fotografías descoloridas, el árbol parece más pequeño, inofensivo, no como un asesino. Es un sicomoro, trozos de corteza medio rotos sujetan poemas, centavos, un resguardo viejo de Les Miz. Algunas flores son nuevas, se pregunta quién las habrá dejado (la rosa amarilla es del señor Kulwicki, que conocía a Danielle del coro y de la banda). Se pregunta si habrá algo para Kyle, pero no se agacha para comprobar las tarjetas clavadas con chinchetas oxidadas.

Se pregunta dónde estarán nuestros padres. Porque no están aquí. Cree que deberían entenderlo (tiene y no tiene razón, como ella, nuestros padres tienen sus propios problemas que nadie puede compartir).

Un minibús pasa, provocando su propia ráfaga de viento. A su alrededor, los altos árboles crujen, sus ramas desnudas se abren en abanico como nervios sobre el blanco cielo. Escoge un espacio vacío a la altura de sus ojos, orientado hacia el tráfico. Saca el gancho de su bolsillo y clava la punta en el árbol, lo atornilla en la dura corteza hasta asegurarlo bien. Nos cuelga sujetándonos con ambas manos, con calma, como si colgara un cuadro en el salón (y aquí estamos de nuevo, las fotos que ya conoces, aquellos chicos del instituto, eternamente adolescentes de diecisiete años).

El lazo ondea en el viento, lo fija y da unos pasos atrás para ver cómo queda. Las fotografías son demasiado pequeñas, se alegra de haber pensado en la corona. La gente que pase por la carretera se dará cuenta y esa es la idea.

Mira el tronco y sus peladas ramas, las pequeñas ramitas parecen dedos, las semillas que cuelgan. Calcula la edad del árbol. Puede que haya estado ahí desde hace cincuenta años hasta que nos estrellamos contra él y lo hicimos famoso. ¿Por qué este árbol? ¿Por qué no el de al lado? ¿O el otro? Esta es la definición de un accidente, que no la hay. La madre de Kyle no culpa al árbol, igual que no culpa a Kyle.

¿Es verdad?

Ella necesita creer que sí.

Debería ser más como el árbol, intacta, intocable, quedándose ahí y dejando que el las inclemencias del tiempo pasen año tras año, sin esperanza, sin nada por lo que esperar.

Es hora de marcharse, se dice, mira al árbol una vez más y endereza la corona que el viento ha ladeado. Así, mucho mejor. Nos toca, tiene la sensación de que alguien la escucha, de que alguien debe entenderla. (Justo a su lado, con una mano en su brazo, Danielle le dice que así es.). Da un paso hacia atrás, segura de que lo ha perdido todo y luego, como si fuera de otro planeta, este mundo es un misterio, pone la mano en el tronco de su enemigo, en la dura corteza, como si pudiera sentir a través de su piel de madera un corazón latiendo.