El reloj de Brooks suena en el coche a oscuras, con exactitud militar, lo ha ajustado de forma básica, otra rígida costumbre. Y mañana empezará desde cero, un nuevo día. No hay medianoche, solo un tic digital a las 23:59:59 que tacha de la lista el día de ayer, aún le quedan siete horas más para poder volver a casa, a casa de nadie (solo estamos nosotros, en su cocina y flotando por el bosque). Los perros ladran, incluso con la luz de la cocina encendida (sabes cómo nos gusta provocarles), pero donde estén, no es un problema. Les oirá mientras camina hacia la puerta de entrada, advirtiéndole para que se largue, vuelve al coche y conduce, sin pensar en que no reparaste en ello. Brooks piensa que si no fuera por Gram, lo dejaría todo al agente de la inmobiliaria, pero podría ser mentira. Ha vivido aquí toda su vida, es uno de los autóctonos, no sabría dónde ir. (Va hacia ningún lugar. Lo hemos visto colgando la pistola lentamente, de forma pausada, como en una peli de miedo. Toe se movió, lo justo para hacer que la funda de la pistola se balanceara, una mala tentación. No pienses demasiado en nosotros, querido Brooksie).
Su reloj suena con un doble bip coreano y siempre que está por la ciudad, cruzando los ensombrecidos muelles de la Stop’n’Shop, observando en el aparcamiento de Battiston cómo los padres intentan devolver los vídeos a tiempo, puede ver la vía más rápida hasta el árbol, como un diagrama, un mapa rápidamente iluminado en la pared: cómo sale de Old Farms hacia Country Club y llega demasiado tarde al lugar, siempre demasiado tarde.
Nadie tiene que decirle a Brooks que hoy es el aniversario. Hay uno cada noche —bip-bip— lleva pensándolo desde mediados de septiembre, viendo las hojas caer, arrastradas por el viento, roídas por las carreteras, amontonándose al abrigo de su coche, las semillas de arce removidas por los helicópteros cubriendo el parabrisas. El fin de semana se salta la ducha matinal y se deja caer en una mezcla de sudor y mareo. Sabe que no puede hacer que el otoño pare, los lentos días claros, la escarcha en la hierba. Es la rotación de la Tierra, su giro sin sentido alrededor del Sol, fuera de control, sin frenos. Hoy ha tenido suerte y no había bromas de mal gusto en la comisaría, ningún esqueleto de cartón con chorros de sangre de vampiro goteando metido en su armario (o puede que sí, quizá en estos momentos Ravitch esté en su mesa, decidiendo hasta dónde llegará con él, es una noche de bromas telefónicas).
Esta noche le toca el viejo y fiel radar móvil de Battiston, el coche patrulla colocado tras un montículo, los productos de limpieza oscuros en la parte trasera con la percha de las fundas de plástico colgando, esmóquines almidonados y vestidos de cenicienta para el baile de otoño. Las películas del viernes pasado todavía deben devolverse. Brooks espera en la oscuridad, la diminuta luz roja se mueve en la superficie del escáner, en busca de alguna voz. Ha puesto demasiado azúcar en el café y no para de removerlo. Solo quiere que sea rutinario, una tontería, algo que mordisquear, como el palito de plástico que está masticando de forma monótona. Otra mala costumbre. Para y lo tira en el cenicero, entre los envoltorios de chicle. Odia la medianoche; los días en que tiene que hacer recados, favores para el jefe. Nunca pensó que los echaría de menos.
Por la 44, un Mercedes suv plateado se desliza hasta el auto banco del Webster Bank. Brooks comprueba las matrículas estatales. El resto del lugar está desierto, solo plazas de aparcamiento, líneas blancas y manchas de aceite, las farolas encendidas sin sentido.
Hoy es el día, esta noche es la noche. ¿Qué significa esto? Si es que significa algo. Cada estación tiene sus tragedias y ahora, ¿cómo puedes cambiar algo que ya está hecho? Esa era la discusión que solía tener con Melissa. Ahora que ella se ha ido, Brooks interpreta ambos papeles y lucha consigo mismo. (No tenemos que hacer nada, solo sentarnos a escuchar; Danielle dice que es cruel y empezamos con una nueva discusión.)
Quiere recibir la llamada que le haga dejar de pensar y examina la pantalla verde, el cursor tiñe sus manos como las de Frankestein. Tiene razones para mostrarse optimista, es la víspera de Halloween, la noche del jabón en las ventanas, los huevos estrellados y los rollos de papel higiénico en los árboles, la entrega libre de boñigas de perro calientes y el producto estrella de Avon, el béisbol con los buzones de correos. Solo los momentos posteriores, eso es lo que quiere, uno de nuestros padres cabreado, preguntando que hará Brooks al respecto, algún contribuyente infeliz pulsando el botón de su secretaria.
—Primero necesito la información —deberá contestar, dejará a alguien limpiando, todo ordenado y sin problemas y atravesará los cerezos hasta la fachada de la casa para decirle a los vecinos que todo está bajo control.
—¿Y dice que no vio ningún coche? Oyó el ruido del buzón, ¿eso es todo?
Este es tu gran héroe. Porque tiene que haber un héroe, vale, alguien a quien animar, ¿no? Lo siento, él es todo lo que tenemos, él y Tim. Y Tim no puede ser el héroe, ¿o sí? (Toe piensa que lo que Tim va a hacer es heroico, o al menos superguay, pero Toe es un psicópata. Danielle piensa que es estúpido y eso es todo lo que dirá, todavía está loca por él. Yo, hola, yo soy Marco. Yo estoy en el medio. Soy el tranquilo. Ya verás, nadie me escucha.) Ni siquiera sé si lo intentaremos con Kyle, está tan destrozado. Ya verás, es un buen chico mi querido Brooks, un poco hecho polvo después de todo, pero quién no lo estaría. El mundo no es perfecto. Las historias no son perfectas, solo es algo que nos pasó por casualidad, mala suerte. Claro que eso no se lo puedes decir a Brooks. Es el tipo de persona que necesita razones para todo, necesita que todo tenga sentido.
Una llamada, una falsa alarma, un incendio, un perro ladrando, un ataque al corazón, un refuerzo para un control de coches, un coche demasiado viejo, una broma, un mirón, pero no sucede nada, nadie grita en la 44 hacia el Blockbuster. Comprueba la matrícula del Mercedes, con dos dedos. Intro, enviar. La pantalla se oscurece, la tenue luz atrapada en sus ojos, luego vuelve a parpadear.
Inscrito por un vecino: Ronald Seung, Candlewood Terrace, número 25, sin orden de búsqueda ni órdenes judiciales. ¿Qué esperabas?
Sabe que tiene que relajarse. Es medianoche, solo tiene que dejar que el tiempo pase. Cinco minutos en el día más largo de su vida (poco más de kilómetro y medio, los que se llevará consigo a la tumba). Brooks no deja de mirar el reloj. Piensa en cerrar los ojos y largarse, diez minutos, es todo lo que quiere. Ha tenido que levantarse temprano y vaciar la casa para que el agente inmobiliario pueda enseñarla vacía y ahora la falta de sueño le está pasando factura. No va a vender nunca la casa con el techo en ese estado, pero no tiene dinero para repararlo; se las arreglará, de una forma u otra. Sueña con Florida y la pesca de tarpón, sacar a pasear a los perros por la playa de arena blanca, lanzarles palos decolorados por el mar para que se peleen por conseguirlos, pero es solo un sueño, el final feliz de una película. Todavía le faltan seis años para la jubilación, siete en realidad y Ginger tiene ya diez años, Skip ocho, no lo conseguirán. (No quiere pensar en Gram, en su cubículo en el Horizontes Dorados, su imagen con el sombrero rojo de vaquero y las pistolas plateadas en la pared, qué guapo). Alquilará una casa unifamiliar en Towerview y meterá la mayoría de sus cosas en el trastero, si aceptan perros. Si no, siempre está ese otro lugar en Canton Charity que le recomendaron, incluso es más barato. Pero siempre ha vivido en Avon, es su pueblo. ¿Cuántos pueden decir que son nativos del lugar? Parece como si se lo hubieran quitado todo. (No nos cuentes a nosotros qué es sentir eso).
Estaba intentando recordar el nombre del lugar que hay bajando hacia Farmington, cuando un Cabriolet pasó como un rayo, alcanzando los ochenta y cinco en el radar del ordenador, atravesando la luz ámbar intermitente delante del Blockbuster, demasiado rápido como para coger la matrícula, con ese plástico ahumado por encima, debería ser ilegal.
Sin frenadas, ni siquiera le han visto. O si lo han hecho, no piensan parar.
Y aquí es cuando entramos nosotros en acción, tocamos el hombro del viejo Brooks y él piensa que podríamos ser nosotros, que podría ser el Halloween pasado, antes de que recibiera la medalla, de que la historia saliera en todos los periódicos y de que todo se convirtiera en una mierda. Puede que sea una prueba, una segunda oportunidad para ver si ha aprendido la lección. Un parpadeo, un pensamiento que le bombardea como un electrón a través de la pantalla oscura de su cerebro, todo lo lejos que puede llegar: una imagen del viejo Camry de la madre de Toe, con la puerta abierta y uno de los intermitentes parpadeando: tin, tin, tin. Si no hace nada, no puede pasar nada malo. Pero los reflejos son más rápidos que el pensamiento y sus manos tienen sus propios recuerdos.
Por un segundo olvida las luces y sale invisible, se da cuenta de que conduce sin luz cuando deja atrás el resplandor de las farolas de la plaza y no puede leer el velocímetro. Gira el vástago y acelera el Crown Vic, pisando a fondo con el pie. Disminuye, retoma el control y pasa con rapidez al carril izquierdo para evitar que alguien se le venga encima.
Los tiene a la vista, lejos, colina abajo, volando por la periferia del Walmart (imponente, una mejora definitiva del Caldor’s con sus marcas baratas y pasadas de moda y unos cajeros que trabajan a cámara lenta), pasan por los túneles de lavado de coches, que eran un Fleet Bank, por el Foreign Auto Experts con sus Fiat tan poco fiables. Nada está abierto a estas horas y los semáforos parpadean en ámbar, una pista directa hacia Old Farms. (Venga, Brooks, es Halloween, no nos has olvidado, ¿verdad?). Después, ya solo queda Route 10 antes de la larga subida por la montaña de Avon hasta los límites del pueblo. Decide quedarse atrás, no poner las cortas, una táctica que aprendió en sus clases obligatorias totalmente contraria a su instinto, pero que ahora resultaba reconfortante, saber que solo escoltaría a aquel Cabriolet fuera del pueblo para dejar que en West Hartford se encarguen de ellos.
¿Por qué no les llama? Todo lo que tiene que hacer es apretar el botón y decir que tiene un 10-36, vehículo que se salta un stop, y su supervisor le aconsejaría lo más correcto. Pero luego estaría a merced de la nueva política para las persecuciones. (Gracias, muchas gracias. Todo un detalle por tu parte el acordarte de nosotros).
Los pierde en la hondonada, pasado el anillo y los vuelve a coger al lado de Stub Pond, a tope en la recta. Su instinto le dice que apriete a fondo el Vic, que suba las revoluciones y atrape a ese interceptor V8, pero nos siente, somos como niños ruidosos en el asiento trasero y el calor de la caza se disipa. Algo está mal, una broma, como si no hubiera una respuesta correcta. El Cabriolet frena para coger la curva en ocho más adelante y lo pierde de vista de nuevo, la luz trasera se apaga. Van directos a la comisaría; puede que Ravitch esté escondiendo un cigarrillo con la puerta lateral abierta, mirando, preguntándose qué ocurre. Reduce en la curva, llega hasta las farolas naranjas que llevan hacia el centro del pueblo justo a tiempo para ver el Cabby cortar a la derecha por la carretera de Old Farms. («No sigas», suplica él).
Juro por Dios que no somos nosotros, pero Brooks está teniendo flashbacks. (Toe se ríe y Danielle le dice que se calle. Nada le hace gracia, ni te lo creerías, se ha vuelto una bruja).
Reduce. No hay nadie en el cruce, el antiguo corazón colonial de Avon, a su izquierda la iglesia congregacionalista se alza blanca y dominante, su campanario iluminado por los focos, dejando el cementerio en plena oscuridad; a su derecha resplandece el O’Neill Chevrolet, con su salón de exposición tapizado, el espíritu del IGA que su madre recorrió cuando él era un niño, los pasillos que olían a perfecto linóleo verde incluso antes de que hubiera nacido, las esquinas recortadas para mostrar por debajo el suelo prehistórico.
Brooks puede elegir entre múltiples posibilidades en este punto (el pasado, el presente, el futuro, el tío es como el viejo avaro Scrooge de Mr. Magoo[1] y nosotros somos sus espíritus: «Dime espíritu, ¿son estas cosas lo que podrían ser o lo que deberían ser?»). Todavía no ha dado aviso del 36. Podría haber ido directo, cruzar la 44 y subir la montaña hacia los límites del pueblo, volver y colocarse tras el cartel de «BIENVENIDO A AVON» cerca del campo de golf, oculto entre los árboles. Podría esperar y girar a la izquierda, recorrer las parcelas hasta la oficina de correos y el Sperry Park, con el problemilla que tiene: hay un niño peleándose en el mostrador de la entrada con una caja de tizas y un tubo de pegamento Superglue que se alegra de que no vaya. Hasta podría dejarse caer por O’Neill, como un tiburón acechando las hileras de coches nuevos y caros, Luminas y Malibus, hacer unas maniobras y dejar el morro del Vic un poco adelantado para que la gente frene. Pero se trata de Brooks (puede que sea el marine que hay en él, aquel recluta que se rompió el culo, cagado de miedo por si le suspendían), para él no hay decisión que tomar.
Gira a la derecha en dirección a la carretera de Old Farms, esperando encontrar su rastro. Nada, solo un par de luces iluminando los porches, reflectantes rojos en tubos metálicos. Fantasmas envueltos en sábanas que se pasean por los árboles, espantapájaros sentados en sus sillones. Aquí hay acera en la calle, de cuando el pueblo era un pueblo. Brooks piensa que es afortunado: mañana, hoy, esta noche, todo estará lleno de niños disfrazados, padres paseando con los más pequeñines. Está haciendo un turno extra, agradecido por la posibilidad de hacer doble turno. Necesita matar estas horas, sea como sea.
Allí están, bastante lejos, pasando bajo la farola de la carretera de Arch con las luces apagadas, desechan la oportunidad de pasar por debajo del paso elevado de la vía del ferrocarril. (Toe ha tenido que echarles una manita, él ni recordaba esta vieja broma). Seguramente son chiquillos, piensa Brooks, y se detiene para no salir a su caza. En clase, el gilipollas de turno, el agente de policía, les enseñaba diapositivas de coches empotrados en postes de teléfono partidos por la mitad, desmenuzados por camiones, algunos hasta eran coches patrulla, todo como resultado de una persecución por algún delito menor. Brooks casi nos esperaba, en nuestra maldita gloria, el Camry y los tres famosos.
—¿Alguno de vosotros puede decirme qué velocidad definiría una persecución a alta velocidad? —les preguntó el poli, pero ninguno de ellos era tan valiente, o tonto, como para contestar.
—Una persecución a alta velocidad —dictaba, caminando entre sus sillas como un inspector detective— es definida como una persecución que supera el límite de velocidad establecido.
La velocidad aquí es de 65, pero con el asfalto nuevo la gente va a 80, no hay problema. Brooks circula a 95. No quiere asustar al Cabby, así que reduce a 70. La carretera vira y las farolas dan paso a los árboles, una colina rocosa y un complejo de apartamentos chabacanos colgado de la cima. Brooks se asoma por encima del volante, pero no ve el coche, se pregunta cómo pueden ver algo. Las hojas caen en su camino y se esparcen bajo el coche.
Solo queda una carretera más hasta los bosques, Country Club, y cuando entra en ella, no hay ni rastro de los chicos. La curva de Country Club es muy pronunciada, muy cerrada y a pesar de que él conoce algunos sitios excelentes para esconderse, la gente siempre escoge el bosque, como nosotros hicimos.
(—Como Toe hizo —apunta Danielle.
—Ah, vale —responde Toe—, como si tú hubieras seguido por Country Club.)
Toe no se equivocaba en absoluto. Tiene sentido. El bosque es un lugar donde perderte. Es parte de la antigua finca de Scoville, sus edificios con techos de pizarra imitan los Tudor, hasta el paisaje lleno de curvas te hace pensar en Inglaterra mientras conduces, niebla en las hondonadas, el verdadero país de los hombres lobo. Todos lo habríamos hecho.
Tienes que querer a Brooks. Ni siquiera está seguro de que el Cabby sea real, o de qué está intentado demostrar, pero sabe que no es correcto largarse (Toe podría golpear la funda de la pistola y hacerla caer del colgador del armario y él seguiría sin captar el mensaje). Se siente responsable, así que sigue avanzando por Country Club, pasa por la cochera reconstruida y entre las viejas columnas de ladrillo con las farolas de gas hechas pedazos, los faros tiemblan ante la carretera desierta.
A partir de aquí ya no puede volar, demasiadas curvas cerradas. Ha visto lo que estas curvas pueden hacer y mantiene la aguja en los 50. Siente como si se adentrara sigilosamente. Sabe que no cazará al Cabby. Solo era una broma (porque ahora está paranoico, siente como le observan ojos por detrás de los árboles). Piensa que nos verá de nuevo tras cada curva, el modelo de este año, el Cabby fuera de la carretera sobre el endeble techo, las ramas blancas en los faros, la radio encendida, un neumático girando, como en las películas.
Pero esta no es la noche en cuestión, piensa Brooks, aferrándose a esa idea como si fuera una regla. (Mira, nadie se lo ha dicho. Sabe cómo funciona todo, es como si tuviera percepción extrasensorial).
¿Deberíamos enviar una ardilla correteando por la carretera, o dejar pasar ante él el collar blanco de un conejito barrigón?
No hace falta. Parte de él sabe lo que está haciendo aquí, porque la primera cosa que hace tras la medianoche es conducir hasta el lugar donde no debería estar. Si nuestros padres lo vieran, o el jefe de policía, estaría despedido, en la calle y se podría olvidar de conseguir que Melissa vuelva.
Este pensamiento le hace ir más despacio, sereno. El Cabby ya ha desaparecido desde hace rato cuando gira en la curva y sigue hacia la pendiente en la que salimos despedidos. El morro del Vic se eleva y baja por los desniveles y aquí, en el ángulo muerto de los faros, aparece el árbol con toda esa basura cubierta de moho, recuerdos semienterrados entre las hojas. Nuestro árbol. El de Tim. El suyo.
Brooks para. No es un reconocimiento de culpa. No es la primera vez desde el accidente que ve el árbol. Avon no es tan grande; no hay tantas carreteras que recorran el pueblo. Incluso ha llegado a coger la curva demasiado rápido, yendo tras un Código 3, con las luces girando, pero el Vic es un coche pesado y los neumáticos son nuevos. Es un buen conductor, Brooks; no va a morir en un coche. (No intento decir nada, Toe. Cállate y déjame contarlo, ¿vale?)
Brooks está ahí sentado, con el pie en el freno, el viento arrastra una nube de gases del tubo de escape por delante de las luces del coche. Si saliera para agacharse y apartar las hojas de las flores marchitas y los ositos de peluche empapados, saltaríamos sobre él como vampiros; encontrarían su coche vacío por la mañana, la puerta abierta, la llave en posición de encendido. Así que no lo hace. Por el contrario, enciende las luces cortas, dos focos blancos cegadores en la rejilla diseñados para permitirle mirar de reojo cuando para a algún coche en un control (conductores con pistolas o botellas, intentando cambiar de lugar con algún pasajero, borrachos) y con una miradita rápida la noche pasa volando, árbol tras árbol, muy La bruja de Blair.
La luz le juega malas pasadas, haciéndole ver movimientos donde no los hay, algo blanco que se mueve en la oscuridad y que en realidad solo está en la capa líquida de su ojo. No es Kyle perdido, vagando entre los árboles, pero por un instante los recuerdos se mezclan con la ilusión y engañan a Brooks, que ve al chico adentrarse tambaleándose en la profundidad del bosque, gimiendo e incapaz de decir nada, con la cara como una máscara destrozada.
Porque Brooks esta noche está preparado, disfrazado, deberías decir. No se sorprendería si nos encontrara allí de pie, ensangrentados, o solo a Danielle, tirada boca abajo. Se acuerda de Danielle más que de nosotros (no estamos celosos, es simplemente un hecho). Pasó más tiempo con ella, haciendo las fotos, tomando medidas. Ella era el misterio, el problema físico que tenía que resolver, aquí está el cuerpo, aquí está el coche. Allí estábamos sentados como tontos, empotrados bajo el salpicadero, aburridos, ya nos había visto antes una docena de veces, pero Danielle estaba fuera, mirando hacia fuera, como si hubiera intentado escapar. Kyle, que estaba vivo, estaba aterrado. Danielle era interesante, un espécimen. En este último año Brooks ha intentado entender cómo se ha convertido él en una persona capaz de pensar así, pero es inequívoco: lo tiene, es así. Melissa tiene razón.
—232 —dice Ravitch. Es su número, pero Brooks no responde. El resplandor le recuerda a aquella noche, más tarde, después de llevar a Tim a la comisaría, cuando los bomberos iluminaron la escena con sus focos para poder rastrearla. Había levantado una lata de Bud (no es nuestra) con la punta del lápiz y vio lo que le pareció una joya bajo una hoja, un titileo de oro.
(—Cállate Marco —dice Danielle— eres tan mezquino. No puedo creer que vayas a decirles eso.
Solo iba a decir que era un pendiente.
—Mierda —contesta Danielle, dándome un puñetazo con fuerza en el brazo. Y eso que estoy intentado decirlo de forma agradable.)
—232, cambio.
Brooks recuerda cómo se inclinó para ver qué era, con cuidado para no deshacer el montoncito de hojas. Un pendiente de los que cuelgan, esos que le gustaban a Melissa, una gota púrpura medio transparente en oro fino. Le hizo señas a Saintangelo para que sacara una foto. El flash iluminó sus piernas, dos veces, tres veces, luego Saintangelo volvió para seguir trabajando en nosotros.
—232, por favor, contesta.
Brooks recogió la cinta métrica, calculó lo lejos que estaba del coche, lo lejos que estaba de Danielle, anotando los números en su tabla, otro dato clave. En su mente construía diagramas y triángulos, uniendo los puntos, convirtiéndonos en un puzzle, algo que podría hacer en su ordenador este fin de semana. Cuando estuvo seguro de haber obtenido toda la documentación, se arrodilló con un sobre transparente de vidrio y unas pinzas y destapó cuidadosamente el pendiente. Todavía estaba enganchado.
(«No te creo, Marco. Eres un gilipollas.»)
Lo primero que pensó, sabe Dios porqué se lo dijo a Melissa, fue que ya había visto cosas peores.
—232, 232.
Brooks se toma su tiempo para apretar el botón.
—232, adelante.
—¿Dónde coño estabas? —preguntó Ravitch, a pesar de que no quería saberlo—. Escucha, ¿puedes encargarte de un 10-65 en Riverdale? Stones con Sterling.
Una alarma, no está lejos. (Riverdale Farms es un pueblo de tiendas pequeño y tranquilo hecho con un puñado de viejos secaderos para tabaco transportados hasta ahí en camiones de plataforma; un lugar donde nuestras madres iban para comprar bufandas y comer, a intercambiar cotilleos comiendo Sushi o Nouveau Italian.)
—Entendido —dice Brooks retrocediendo. Debería alegrarse de que Ravitch tenga algo para él, pero ahora que está aquí, le dicen que tiene que irse. Porque él no es tonto, nuestro Brooks. Sabe que esto no ha acabado. No es solo el pasado que le corroe, tiene una sensación de hoy, de mañana, de esta noche.
(«¡Compasión, Espíritu, no me muestres más cosas!».Y entonces le hacemos recordar a Tim, el recuerdo que tiene en su memoria de él, que lo llamaba desde el asiento trasero, la puerta arrugada como papel de aluminio, cerrada, aplastada.)
Gira en el cruce, las luces vuelan hacia un lado, hacia los árboles, de forma fantasmagórica. Conduce de vuelta hacia el pueblo, se pregunta qué le habrá pasado al Cabriolet, no era una alucinación, solo una coincidencia. Niños. Cree lo que necesita creer. Y es verdad, al menos en parte; nosotros no le hemos traído aquí, solo le ayudamos un poco. Él es quien nos ha llamado, no los demás que están por aquí.
(«¿No sería guay?», dice Toe, «si pudiéramos aparecer en cualquier momento».)
Brooks continua por la carretera, conduce el gran Vic por las curvas. Necesita llegar antes de su cambio y le aprieta un poco más. Ahora es el momento de enviar la ardilla, mandar una que golpee alguno de los neumáticos, tum tum. Toe está a favor, incluso ha atrapado una, pero Danielle lo detiene.
—Os juro que estáis obsesionados, chicos.
—Eh, Marco —interrumpe Toe— vamos a hacer que las farolas parpadeen.
—¿Por qué?
—Porque da miedo.
—No da miedo —dice Danielle—. Kyle da miedo. Tim da miedo.
—Tim es guay —contesta Toe.
Y mientras están discutiendo, Brooks pasa entre las columnas y vuelve al mundo de los vivos.
—Mira.
—Mierda —dice Toe. Hace que la luz parpadee, pero ya es demasiado tarde, el coche patrulla ya está al otro lado. Quiere que lo sigamos, que vayamos a su caza toda la noche, que vayamos a casa con él, pero es pronto y comparado con Tim, Brooks es fácil.
—Deja que se vaya —dice Danielle.
Y tiene razón. Tenemos todo el día. Con Brooks es solo cuestión de tiempo. Porque es como Tim. (Te adoramos, Tim). Él nos recuerda. ¿O es más bien que no puede olvidarnos? Sea lo que sea. No es tanto una percepción extrasensorial, sino más bien que Brooks resulta muy predecible, él lo entiende, puede entender por qué Melissa tuvo que irse. Como nosotros, está atrapado. Incluso mientras conduce alejándose, sabe que volverá.
Hay un carrito de la compra vacío en medio del aparcamiento, justo bajo una farola. Kyle no sabe cómo se lo ha dejado. Todos los coches se han ido. Ya es casi la hora de volver a casa. En casa le espera un chocolate caliente. Espera que haya nubes. Se supone que su madre tenía que comprarlas, pero ¿y si se ha olvidado? (No se ha olvidado, las compró ayer, Sta-Pufs, sus favoritas, estuvo a punto de enseñarle a Kyle la nueva bolsa mientras la ponía aparte, porque es de lo único de lo que ha estado hablando todo el fin de semana. No se puede explicar. Imagina que te caes desde lo alto de un edificio de cinco pisos y que aterrizas sobre tu cara. Ahora imagina que no te mueres.
Tim es más fácil, simplemente, está loco.
—Tim controla —dice Toe— no te cebes con él.
Comienza la discusión de siempre, pero una mirada de Danielle y los dos nos callamos.)
Tim estaba cerrando el velcro de la cinta alrededor del asa del carro guía, para poder empujar el tren encajado entero por la puerta, cuando vio el carro perdido. Con Kyle, ya no se sorprende de nada. A veces se pone impaciente con él y luego, se odia a sí mismo. Es Kyle y punto, o ya no es Kyle en realidad, no el Kyle de verdad, o cualquiera. El mundo ya no es el mundo, aunque se supone que todo va bien.
—Venga, chaval, no te pares ahora. Tenemos que «atraparlos» todos.
—Ok, Tim —responde Kyle y sonríe por la broma del Pokemon, la conexión inesperada y simpática, como conseguir hacer un puzle.
Hace puzles en rehabilitación. Hay una mesa en la que los hace con los demás chicos. Una vez una chica de su edad le tiró una pieza que hizo sangrar su nariz. Kyle no recuerda su nombre. El nombre de su madre es Nancy, Nancy Sorenson, 675-0257. (La hemos visitado alguna vez, parada bajo la farola de Country Club, absorta en sus pensamientos, se oía la radio como un murmullo en alguna parte, luego se apagó sin estridencias. Por la noche, escucha cómo chirrían los muelles; por la mañana, cuando lo mete en la furgoneta, le hace la cama, se queda de pie bajo la luz blanca de la ventana del sótano y piensa que no siempre podrá cuidar de él, con el tiempo, la destruirá. Tiene que hacerlo.)
—¡Eh, jefe!
—¿Qué?
Kyle mira a Tim, esperando con una cara como si hubiera hecho algo malo.
—¿Te olvidas de algo?
Solo cuando Tim apunta con el dedo, Kyle lo entiende. ¿Quién ha dejado el carro ahí?, ¿ha sido él? Hace cosas estúpidas como esa y luego no se acuerda. Se supone que tienen que recoger todos los carros antes de irse a casa.
Tim mira cómo camina a través del aparcamiento, de forma deliberada, con una postura perfecta, con la rigidez de un robot, un subproducto de hospital (le enseñaron a andar en una piscina, sujetándose en una guía construida en uno de los lados, aterrado incluso cuando estaba de pie en el final). El estilo del corte de pelo es idea de sus padres; Tim está esperando a que le crezca otra vez el pelo. El Kyle que él conocía trabajaba de carnicero y nunca, nunca, habría llevado un sombrero del Stop’n’Shop. Ha ganado peso, siempre comiendo barritas dulces. (El dueño le pidió a Tim que lo vigilara, lo que significa que Tim tiene que pagarlas; llegados a este punto, ¿para qué necesita el dinero? Gracias Tim, dice Kyle inexpresivamente). Ahora usa gafas, sujetas con una cinta elástica negra y dentadura permanente. Su cara es plana y desequilibrada. La nariz y las mejillas no son de verdad, ni su frente; solo la barbilla es la suya, y las manos. Se ha convertido en alguien o algo diferente, incluso su ropa es como un disfraz. Cuando Tim va a recogerlo después del colegio, su madre lo ha vestido con el uniforme, el mismo cada día. Empaqueta su comida en una cesta para el almuerzo, con su nombre marcado en un trozo de cinta adhesiva (a veces, de camino, Tim le compra algo del McDonald’s y pasa por la ventanilla para coches con el jeep, tira a la basura sus sándwiches y los palitos de apio y le dice a Kyle que guarde el secreto, luego le quita las manchas de kétchup de la camiseta con una servilleta). Ella le trata como a un niño, pero es que, a él mismo le ha costado meses admitirlo, es un niño pequeño. Le gustan esos termos con sopa de fideos y pollo, le gusta su bolsita de plástico con las Oreos con doble relleno. Cuando lo ve comer, Tim desearía poder sentirse feliz por él en lugar de pensar que hubiera sido mejor que simplemente hubiera muerto aquella noche. (Lo piensa cada vez que lo ve, pero en realidad, está pensando en sí mismo. A veces piensa que todo sería más fácil si él fuera Kyle.
Toe cree que está siendo egoísta. No sé. Danielle pasa más tiempo con él que con ningún otro, pero no quiere hablar sobre ello. Ella todavía cree que podemos pararlo.
—¿Por qué? —pregunta Toe.)
Kyle hace chirriar el último carro del aparcamiento mientras Tim se queda ensimismado mirando el cielo dramático, las nubes se arrastran ante la luna, casi llena. Hará frío en el camino de regreso, es el inconveniente del jeep, incluso con la capota puesta. Danielle se quejaba a menudo de la calefacción cuando se besuqueaban, ahora ya no puede hacer nada, pero ve su cara, ve cómo se besan con los labios húmedos por encima del freno de emergencia, la camisa de Danielle abierta, los dedos de Tim intentando desabrochar su sostén.
(—¡Oh, pequeña! —exclama Toe.
—Cállate —decimos los dos.)
Los recuerdos hacen que Tim se canse, se meten en su cabeza y le afectan. La recuerda aquella noche, sentada en su regazo, cómo colocaba el oído en su espalda intentando escuchar su corazón. La música estaba demasiado alta y el viento soplaba en el exterior.
Por detrás de Kyle, un coche gira entrando bajo la luz, demasiado tarde, está oficialmente cerrado, las puertas están cerradas. La gente se equivoca continuamente, con la señal encendida y los escaparates iluminados; todas las demás Stop’n’Shop de los alrededores están abiertas 24 horas, únicamente Avon mantiene esas deprimentes leyes para tontos. Tim está preparado para echarle, explicarle al maldito conductor que debe largarse a por la leche al Shell, cuando el coche alcanza la zona iluminada y ve que se trata de un poli.
Al principio le sorprende. Su instinto le dice que corra, como si le hubieran atrapado, pero luego se relaja, se indigna: Mierda, otra vez no.
Sabe quien es. Sale y coge el carro de Kyle, intentado ignorar el coche patrulla que se dirige hacia ellos con las luces brillando a través del armazón de cromo, proyectando sus sombras contra la pared. No hay escape, así que de todos modos, embiste con el carro hacia dentro y mete la cinta por el asa.
El coche entra en el carril cortafuegos a rayas junto a ellos, en dirección prohibida, casi tan cerca como para tocarles. El escaparate ya está cerrado. Es él. Su ángel de la guarda, Tim siente la sensación de siempre, una mezcla de gratitud e indiferencia, el vínculo con aquellos que Tim desearía que no existieran. El único modo de pagarle por lo que hizo sería salvarle la vida (o morir, como debería haber hecho) y eso no va a pasar.
—Chicos, Kyle, Tim.
—Hola, agente Brooks —responde Kyle con su voz pastosa de tontorrón.
(—Idiota —dice Toe—. ¿Qué pasa contigo, Georges?
—¿Por qué tienes que ser tan mezquino? —le pregunta Danielle.
—Estoy muerto. No tengo porqué ser agradable.)
—¡Eh! —contesta Tim, como siempre puede sentir como Brooks lee sus pensamientos, mirando en su cerebro, cerrando de golpe los cajones. Seguramente seamos nosotros, pero él no lo sabe.
Coinciden en que la noche está tranquila. No, ningún problema por aquí. Brooks les dice que echará un vistazo por los alrededores. Tim se siente libre cuando de nuevo Brooks saca el codo fuera de la ventanilla.
—Chicos, ¿no conoceréis a alguien con un Cabriolet blanco con la capota negra?
Ese debía de ser Travis. Se lo acababa de comprar a la hermana de Debbie Parmalee, que se había ido a Standford.
(—Emily —dice Danielle—, era la más guapa. A Megan no la aguanto.
—No la aguantabas —replica Toe.
—No la aguanto.)
Tim se pregunta si Kyle se acuerda del coche, porque él y Debbie eran amigos, son amigos, pero Kyle ni se ha enterado de lo que le han preguntado, está en Kylelandia, mirando un círculo eterno de mariposas en la luz roja del semáforo.
—No —contesta Tim.
—De acuerdo —le responde Brooks, apuntando hacia el Wrangler de Tim, en la hilera más alejada donde se supone que deben aparcar, como si supiera que es mentira. (Como si conociera todos los coches de Avon).
—¿Sabes que el plazo de tu inscripción termina este mes?
—Lo sé.
Lo sabe. Es una tarea más de la larga lista de cosas que nunca hará. Legalmente tiene treinta días; en realidad tiene uno (menos de uno) y necesita hacer otras cosas más importantes.
—¡Qué! ¿Trabajáis mañana? —pregunta Brooks.
—No lo sé —responde Tim, que no quiere caer en la trampa—. Deberíamos tener media jornada.
Brooks no quiere entrar en el tema de las fiestas y de si sus padres les dejarán salir, igual que Tim, que intenta evitarlo. No les ha dicho que todavía está trabajando. No cree que les haga gracia, pero no van a decirle lo que tiene que hacer. Ellos confían en él, lo que le parece muy triste. (Su madre ha llamado en sueños a Danielle hasta tres veces este último mes, profundamente dormida, como si una parte de ella supiera lo que va a pasar. Danielle se queda a los pies de la cama, viendo como mueve la cabeza en la almohada diciendo «no, no»; pero la madre de Tim piensa que es el dolor, un recuerdo; no un aviso. Danielle espera visitarla de día para darle un golpecito a la taza que esté sujetando en el fregadero o robarle el marcapáginas, no podemos hacer mucho más, pero la llamada nunca llega.)
—Yo estoy haciendo un turno doble —dice Brooks, una broma—. Seguro que os veo por ahí. Kyle, saluda a tu gente de mi parte. Tú también, Tim.
—Adiós, agente Brooks —respondió Kyle, haciendo una señal con la mano (a Tim le gustaría poder bajarle la mano). Los dos ven cómo gira con el coche en la esquina de la tienda.
Les lleva más tiempo de lo normal guardar todos los carros dentro porque Tim está pensando en Brooks y el centro del tren de los carros se engancha en el marco de la puerta de entrada, tienen que parar y de un tirón sacarlos todos hacia un lado, pero luego no entran rectos. Kyle está mirando, mientras Tim los alinea. Todos los demás están dándose toques, enfundándose los abrigos encima de los uniformes, dándose las buenas noches desde las cajas registradoras. Dejan a Tim y a Kyle para que cierren con Darryl, el director. Apagan el hilo musical y encienden un radiocasete, ponen Radio 104, cubren la carne y los productos lácteos, tapan las cajas con lonas y barren los pasillos (si fuese viernes, tendrían que pulir el suelo con una máquina que hacía que las muñecas de Tim le dolieran horrores). Piensa que echará de menos todo esto, toda la tienda en calma, suya. No tiene ganas de irse a casa, es como una mentira. Aquí está más cerca de la persona que intenta ser y en los momentos como este, en los que simplemente hace algo sin sentido, es de verdad él mismo. Fuera, en casa, en el instituto, es como Kyle, un impostor.
No es querer morir, es más bien dejar de existir de este modo.
No puede explicarlo, o defenderlo, ni siquiera ante sí mismo y por eso no lo intenta, no se arriesga. Es simplemente algo que tiene que hacer y desde que tomó la decisión, se siente aliviado, libre. Saber que habrá un final hace que sea más fácil vivir, es lo único en lo que piensa, y a veces alguna canción, un acorde o un estribillo le hacen sentir parte del sonido de un mundo ideal más grande, deja de ser un cuerpo, sólo una persona conectada a otras personas y a lo que ocurrió. (Porque nos pegamos a él, y en realidad no quiere que nos alejemos. Como Kyle, éramos amigos, al fin y al cabo. Danielle está siempre con él; solo ahora, cuando está concentrado barriendo hasta la última pizca de suciedad, solo entonces está solo, e incluso en esos momentos estamos ahí de pie, a su lado, junto al congelador. Una mirada a Kyle y los cinco estaremos de nuevo juntos, subiendo al coche de la madre de Toe, diciendo lo que siempre nos decimos los unos a los otros, el débil peso de Danielle junto a él, sus pechos sobre sus brazos cerrados.)
El suelo está listo y Darryl se ha ocupado de las escaleras. Las luces se apagan por filas. Cogen sus abrigos y Tim ayuda a Kyle a meter el brazo derecho en la manga, los números púrpuras se caen a trozos. Sus padres tendrán sus cheques. Pero piensa que no es mucho. (Otra razón para no seguir, como si estuviera anotando en un marcador los puntos.)
—Hasta mañana, caballeros —les dice Darryl desde la furgoneta.
—Bien —responde Tim, porque les han puesto un turno normal. Después del instituto, recogerá a Kyle como siempre y tendrán toda la noche para despedirse.
Que las cosas hayan salido así es mala suerte, hace que Tim se plantee que no está bien llevar a Kyle. El punto clave está en no pensar demasiado en su decisión, simplemente confiar en sí mismo. En el último momento, siempre puede dejar a Kyle, pero él nunca lo haría. Eso sería lo peor que le podía hacer a Kyle. Igual que a sus padres, después de todo ¿no sería lo peor que podría hacerles?, ¿quién lo entendería si ni él mismo lo hace?
Nadie tiene que hacerlo. ¿Cómo podrían? Y de todas formas, es demasiado tarde. Es como intentar discutir por algo que ya ha pasado.
El jeep está esperando, el jeep que será famoso, el jeep con el que Brooks tendrá que vérselas, si es que Tim puede escapar de él. Kyle entra en el coche, choca con las rodillas contra la barra del salpicadero hasta que Tim alcanza la palanca de debajo del asiento y lo echa hacia atrás. Ayuda a Kyle con el cinturón y piensa que mañana no lo hará.
(«No está bien», dice Danielle, y cuando es lo suficientemente fuerte para estar allí, su presencia hace que Tim la eche de menos mucho más. A él no le preocupa que no esté bien. O que no esté bien para Kyle. A veces hasta Danielle lo entiende, como esas noches que nos llama una y otra vez y nos sentamos al otro lado de la cortina, cada detalle, la mitad de ellos creados, porque queremos chocar, incluso nos alegramos de ver el árbol. Y luego todo empieza de nuevo.)
Darryl ya se ha ido cuando los chicos cruzan el aparcamiento pasando por el vivero en la oscuridad. Las plantas respiran en silencio en el interior del invernadero lleno de vapor. Tim se detiene para mirar a ambos lados frente al semáforo intermitente. ¿Porqué? ¿Acaso un accidente no sería lo mejor?
No. No puede imaginar nada más irresponsable. Su plan tiene su lógica y parte de ella es no involucrar a ninguna otra persona. No ha dejado nada al azar. (Suena a Brooks ahora, cuando se pone tan trascendental. ¿Por qué siguen intentando encontrarle un significado?
También lo hace la madre de Kyle y las hermanas de Danielle, la madre de Toe y su padrastro, mis familiares, el Sr. Mulwicki en el instituto. Nadie puede dejarlo correr. Míranos a nosotros, seguimos aún en el coche por la ciudad junto a Tim y Kyle. Es el limbo y si Tim sigue con esto, nunca saldremos de aquí.
—A mí me gusta ser un fantasma —replica Toe.
—¡Por Dios! —le contesta Danielle—. ¡No será verdad!
—En serio.
—¡Oh, Toe!
—¿Qué?)
Tim espera en el semáforo de la 44, a pesar de que no viene nadie. No hay nada abierto, salvo el Mobil Mart, el cajero metido en esa urna de cristal, rodeado de productos llamativos. Tim aprovecha el minuto de más para encenderse un cigarrillo.
—Tim —dice Kyle, luego nada más.
—¿Qué?
—Fumar es malo para la salud —le responde, como si fuera un alumno de primer grado.
—Sí, es malo —dice Tim, abriendo la ventanilla.
El semáforo se pone en verde y giran a la derecha y aceleran entre Staples y el McDonald’s, pasan por el Dunkin’ Donuts en el que trabajaba Danielle. El aire sopla helado, se subió la cremallera y dio un volantazo brusco para pasar al carril izquierdo.
—Tim, ¿crees que mañana nevará?
—No Kyle, no creo que mañana nieve.
—¿Te gusta la nieve?
¿Existe una respuesta para algo así?
—No mucho.
Kyle no le contesta, como si hubiera perdido el hilo de la conversación, mejor así. Tim quiere estar solo y recordar a Danielle en la ventanilla para recogida con coches, parece una tontorrona con ese uniforme horrible, esa estúpida visera violeta, el pelo recogido hacia atrás. Ve sus orejas y su cuello, la cadenita de oro que le regaló en Navidad, cuando Kyle dice:
—A mí me gusta la nieve.
—Pues yo no apostaría nada a que mañana nieva, chaval —le responde Tim, intentado quitárselo de encima fácilmente.
¿Sirve para algo? Kyle puede tomar pedidos y hacer cosas simples como barrer, pero cómo piensa es todo un misterio. Se ha pasado todo el verano hablando de rayos, ahora es la nieve. ¿Se acuerda de la nieve o es que lo ha visto en el canal del tiempo? ¿Habrán hablado de la nieve en la rehabilitación, hojeando esas tarjetas pedagógicas con un muñeco de nieve o estaciones de esquí?
—¿Por qué quieres que mañana nieve? —pregunta Tim.
—Porque entonces podremos tener un día de nieve.
—¿Sabes qué día es mañana?
—Mañana es miércoles —responde Kyle, como si Tim fuera idiota. Y lo es. Quiere que ese día signifique lo mismo para Kyle, y eso es imposible. Quiere hablar con él sobre esa noche y todo lo que pasó después, pero éste no es el Kyle que puede ayudarle.
—Es Halloween —le dice Tim.
—Lo sé, vamos a hacer una fiesta.
—Entonces, ¿por qué quieres un día de nieve si vais a hacer una fiesta?
Kyle lo mira entrecerrando los ojos, inseguro, luego baja la mirada hacia sus manos, como si estuviera castigado.
—No lo sé.
¿Pero, por qué tiene que ser Tim quien sepa lo que hay que decir? ¿Por qué no puede dejar a Kyle ahí sentado, con sus cosas?
—Me parece que vamos a tener un montón de días de nieve este año —dice. Un pequeño empujoncito.
—Me encantaría —responde Kyle.
Tim cree que es como tener un niño pequeño, lo que le hace pensar en Danielle y la vida perfecta que habrían tenido juntos. («¿Niños?», interviene Danielle, «yo no lo creo».)
Antes tenía a Danielle, ahora tiene a Kyle.
La noche transcurre, las líneas, las señales y los guardarraíles están hechos para salvar vidas, pero cuando viene un coche en dirección contraria desaparecen las luces violeta y las farolas parecen flotar en el parabrisas como burbujas. En la radio suena Garbage, «I think I’m paranoid, and complicated». La canción se equivoca, no es ni paranoico ni complicado, simplemente está perdido. Ha conducido por la 44 cientos de veces y no le resulta nada familiar, ni el aparcamiento de La Trattoria ni el concesionario de Acura, con sus hileras de coches no vendidos. Podrían estar en cualquier parte. Podría ser cualquier persona.
Más adelante, en la esquina donde el Rotary vende calabazas y pinos de Navidad, un Chevy de los ochenta destartalado se detiene y entra poco a poco en la 44 justo enfrente de ellos, un borracho o un viejo. Tim se imagina que el coche seguirá en línea recta, así que se pasa al carril lento, pero el coche sigue avanzando lentamente. El Chevy gira a la derecha sin prisa, hacia su coche, no puede creerlo, el tío le tiene que haber visto. Tim toca a fondo el claxon y pega un frenazo en el último minuto, aparta el jeep hacia la derecha, resbalando en el interior.
—¿Pero qué haces? ¡Chalado de mierda! —Tim levanta la mano de la palanca de cambio y le hace un gesto con el dedo a través de la luna trasera. Ya pasó, pero su corazón todavía late a toda prisa y la abrumadora sensación de ira deja paso a una extraña mezcla de sentimientos. Está sorprendido, no esperaba sentir miedo.
—Tim, ¿estás loco? —le pregunta Kyle con esa voz apagada y tranquila a la que nunca se acabará de acostumbrar.
—No —responde Tim—, ¿estás bien?
—Sí.
—Maldito idiota, joder ¡pero cómo sale así!
—No digas eso —replica Kyle, que ya ha tenido problemas en casa por soltar tacos. Algunos de los cajeros le habían estado enseñando algunas palabras y Tim le tuvo que prometer a su madre que zanjaría el tema.
—Lo siento —le responde Tim—. Joder, joder, joder, joder, joder.
Kyle intenta poner cara seria, severa, aprieta los labios, como un pequeño, Tim se lo vuelve a pensar (porque no hay ninguna otra forma de relacionarse con él) y comienza a reír a carcajadas ante tan cómica palabra, la palabra prohibida.
—Joder —repite Kyle, prueba y espera a ver si pasa algo.
—Ok —le dice Tim—, pero no me metas en líos, ¿vale?
Cuando Brooks da una vuelta y cruza de nuevo el Stop’n’Shop, ya se han ido. La señal está apagada. Intentaba comprobar de nuevo si estaban bien, asegurarse de que ellos estaban bien. Ya antes les ha seguido a casa. Ha visto cómo Tim dejaba a Kyle y se ponía de nuevo en camino, les mira desde su coche, como un mirón, y ve cómo la luz del porche se apaga. Piensa que este tipo de cosas es el que le hace estar de acuerdo con Melissa, el que le hace perdonarla por haberlo dejado, aunque sabe cómo le sonaría eso a ella, el inicio de una nueva discusión.
Hay demasiado tiempo hasta medianoche.
Sube hasta Mobil y se sienta bajo el resplandor de los surtidores de gasolina, pero su pierna empieza a temblar. No puede estar sentado durante ocho horas seguidas, así que decide recorrer algún lugar en el que no haya estado hace algún tiempo. Aparca entre las plazas no ocupadas, saca la linterna y realiza varias comprobaciones de rigor, el aire frío y el murmullo distante del tráfico oculto le refrescan. Ver su respiración le recuerda que sigue vivo, el inmenso revoltijo de huesos, tejidos y fluidos trabajando al unísono, como si ya lo hubiera olvidado.
(«Ah, no pienses que no cambiaría su lugar por el nuestro. Eso sería demasiado fácil. Además, mi querido Brooks, tú solo eres uno y viejo. Tenemos toda nuestra vida por delante. Somos el futuro, ¿te acuerdas?»)
Las puertas están cerradas. Hace sombra en el cristal con una mano y observa detenidamente el interior de The Artful Framer, la pared con juntas doradas y el Bagelz con sus mesas vacías. Hay algo en estos lugares que le parece artificial e irreal. Cuando era pequeño, nada de esto estaba aquí: las islas de asfalto y las tiendas eran tierras de labranza. La 44 eran dos carriles con una línea continua en el medio y la cuneta llena de hierbajos a ambos lados. (Ve mariposas blancas tan grandes como pañuelos, ahora está viajando, otra mala costumbre, intenta escapar del presente, ir atrás en el tiempo, a una época en la que todo era posible. Es como Tim cuando se acuerda de Danielle o del Kyle que conocía antes: ¿por qué no pueden quedarse donde nada les haga daño? ¿Por qué tienen que crecer? ¿Por qué tenemos que morir?).
Llama por la radio, todo está seguro. Ravitch le contesta, pero no tiene nada para él.
Mira la hora, un error, pero también una pausa. En veinte minutos los bares estarán cerrando. Puede desperdiciar una media hora recorriendo los aparcamientos e intimidando a los dueños del First and Last Tavern y del Double Down Grill (de gente más joven, más problemática). Si además da el alto a algún coche, podrá pasar una hora o más.
Danielle se inclina hacia él, más cerca, en el asiento delantero, como si quisiera besarle, murmurarle algo al oído, el ordenador destella. Ve a Tim con su delantal de Stop’n’Shop y a Kyle con el tren de los carros.
(«No es justo», dice Toe.)
Una sensación familiar de impotencia penetra a Brooks, su respiración le oprime el pecho, un nudo en la garganta, un calor cargado y peliagudo, como si estuviera a punto de estornudar, como si su pecho fuera a estallar. Se frota la cara con las dos manos y de repente, de lo más recóndito de su ser (y nosotros siempre estamos ahí para verlo, como si esta disculpa fuera dirigida a nosotros), rompe en lágrimas. Un puñado de lágrimas que se seca rápidamente frotándose las mejillas. Retoma el aliento, avergonzado ante su capacidad de autocompasión, se suena la nariz y mete el pañuelo de papel en el cenicero.
—¡Jesús! —dice y el silencio se traga sus palabras.
Melissa le decía a menudo que nadie le culpaba.
Nadie tiene por qué, piensa Brooks.
(—¿Qué pasa con nosotros? —añade Toe— nosotros lo hacemos.)
Su solución es seguir moviéndose, concentrarse en el trabajo, las mismas tácticas que tanto frustraban a Melissa. Pone el intermitente y gira a la 44, coge la carretera y avanza lentamente hacia los bares. La calefacción le calienta, el resplandor de la pantalla lo acompaña. Ahora está conectado con Ravitch en la comisaría y con Saintangelo patrullando el distrito 2 si necesitara refuerzos; en casa solo están los perros y los armarios vacíos. Es sorprendente cómo puede hacerse de pequeño el mundo, y tan de repente. Y es verdad, lo admite, aunque sea terriblemente triste: está mejor aquí.
¿Cómo llamar a la madre de Kyle? ¿Señora Sorensen? ¿Nancy? Es la madre de Kyle.
Pues es la madre de Kyle quien le espera, viendo Letterman en bata, pendiente por si escucha el jeep de Tim para abrir la puerta, porque camina como un zombi. Es la madre de Kyle la que saluda a Tim. (Gracias a Dios que está Tim, ¿qué harían sin él?). Es la madre de Kyle la que le quita el gorro y lo deja junto con la cesta del almuerzo en la cubierta de mármol de la mesa y la que le ayuda a quitarse la chaqueta, la cuelga y espera tras él, como si fuera un invitado.
—Bien —dice sonriendo—, arriba.
—Arriba —repite Kyle, contento, como si estuviera un poco bebido, todo le resulta divertido (porque está pensando en la palabra prohibida, latiendo en su interior, como una bomba).
La madre de Kyle apaga la luz exterior y se asegura de que la puerta está cerrada, lleva la cesta del almuerzo a la cocina y comprueba lo que ha comido, luego le sigue hasta arriba. No hay prisas. Va tan despacio, con una mano en el pasamanos, levantando el pie de atrás hacia delante para después, solo después, subir el siguiente escalón. Cada noche entre semana es así, con el padre de Kyle (el Sr. Sorenson, Mark) ya dormido, para poder levantarse temprano para currar. Como Kyle trabaja, solo lo ve los fines de semana, como si él le hubiera dado la custodia, como si Kyle ahora fuera todo suyo. El reparto de horas está bien. Ella puede concentrarse en él, ya que Kelly está fuera en la universidad. Es su bebé, en muchos sentidos.
—Lávate bien la cara —le recuerda en el aseo; tiene un acné persistente y si no, se olvida. Ella deja la puerta abierta por si necesita ayuda. Tira las cosas, el tubo de la pasta de dientes en el váter, el audífono en la papelera y luego se queda allí, desolado, hasta que su madre llega en su rescate. Esta noche la cosa va bien hasta que el jabón se cae en el lavabo. Ve cómo el agua sale del grifo directa al plástico del dosificador; da un paso adelante y para de repente, cuando ve que Kyle se agacha para cogerlo, se regaña a sí misma por no aguantar un poco más. Tiene que confiar más en él.
—¿Vas a salir? —le pregunta ella.
—No —le responde Kyle.
—Pero, ¿por qué no lo intentas?
Le empuja suavemente, cierra la puerta y lo lleva a su cuarto, destapa las sábanas y saca su pijama de franela.
La habitación está recogida, su mesa y el tocador limpios. No ha cambiado nada desde el accidente, los pósteres, unos sobre otros, de estrellas del rock o de rap, tatuadas y con pendientes en diferentes partes del cuerpo, que ella no conoce de nada, tan extraños al principio, le resultan ahora reconfortantes, casi como si fueran suyos. Le gusta pensar que a lo mejor ayudan a Kyle a recordar el mundo de antes, le producen algún recuerdo subliminal, pero hasta hoy, ninguna señal. Como a los niños de cinco años, le gusta la comida rápida y los dibujos animados. Duerme bajo fotografías a tamaño natural de gente que ni siquiera conoce, entre cedés y videojuegos que ya no utiliza.
Tras el accidente, cuando todavía estaba en el hospital, su madre ayudó al padre a buscar por su habitación. Las pipas y las revistas de chicas no le sorprendieron, ni el brillante cuchillo. Estaba preparada para lo peor. Le gustaba pensar que era un chico duro, pero no lo era, solo intentaba convencerse a sí mismo y escandalizar a sus padres. ¿Acaso no había hecho ella lo mismo? En unos años Kyle habría crecido, habría vuelto de la universidad convertido en todo un hombre, alguien interesante con el que poder charlar.
(Está soñando. Él odiaba todo de aquel lugar, especialmente a ella, las ganas que ella tenía de que su vida fuera como la de Martha Stewart.[2] No podía esperar a salir de allí, no le importaba donde fuera: Nueva York o San Francisco. Decía que se iría, tan lejos que nunca más volvería y luego se reía, pensando en lo que eso le haría a su madre.)
Está tardando mucho, así que su madre se acerca a la puerta y escucha.
Nada.
—¿Necesitas ayuda? —pregunta.
—No —responde y tira de la cadena. Al menos se ha acordado. Necesita darle su apoyo, darle confianza en sí mismo para todo. Le dirá que buen trabajo, que así se hacen las cosas.
—No olvides lavarte las manos.
Otra pasada con el jabón, con la toalla que no quiere volver a su sitio y finalmente, hecho.
Lo más duro es dejar que él mismo lo haga. Le gustaría abrirle ella misma el velcro de las zapatillas y quitárselas, desabotonar su camisa, pero este tipo de cosas son las habilidades motoras finas que necesita trabajar. La repetición es buena para él. Pero cuando lo ve luchar, tiene que esforzarse para no intervenir. Los botones son lo peor. Kyle le da la espalda y gruñe, frustrado, tirando de la camisa como si pudiera romperla.
—Joder.
¿Qué?
Otra vez no.
—¡Kyle!
Y él se retira asustado, encogiéndose, como si ella fuera a pegarle. Su miedo es real y le duele a su madre. Se pregunta de dónde viene. No puede tener miedo de ella. ¿Es que alguien se ha pasado con él en el colegio? ¿Uno de los trabajadores?
(«Sigue buscando», interviene Danielle. «¡Dios! Es igual que mi madre.»)
—Está bien —dice con un tono amable para tranquilizarlo. No puede esperar mucho o de lo contrario él no sabrá por qué su madre le regaña—. Escucha, no quiero oírte decir ese tipo de palabras. Si alguien te dice eso, me dices quien es y yo hablaré con él.
(«Jódete», responde Toe.)
—Lo siento, mami —le dice Kyle; siempre reacciona así a la disciplina. Pero, ¿entiende el porqué?
Es demasiado tarde para tratar de explicárselo. Le ayuda con un botón que se le resiste, lentamente, enseñándole cómo se hace para que él luego termine con los dos últimos: cogiéndolo entre los dedos y haciendo que se deslice lateralmente a través del ojal, moviendo los dedos con armonía. Puede ocuparse de los pantalones solo, se los quita a la vez que los calzoncillos, luego tiene que sentarse al borde de la cama para quitarse los calcetines. Ella se da la vuelta, porque no es nada pudoroso. Antes era muy reservado, cerraba con pestillo la puerta del baño y se cubría con la toalla.
(—¿Cómo está la cosa por ahí? —pregunta Toe.
—No seas grosero —le replica Danielle—. ¡Dios! Es que no tienes corazón, de verdad, lo sabes; ¿no?
—Peor es no tener sesos.
—Yo sí tengo sesos —responde Danielle.
—Técnicamente has perdido parte de ellos, ¿o no?
—Gracias a ti. Olvídalo. Podéis quedaros aquí. Yo me voy a ver qué está haciendo Tim.
—Buena suerte —contesta Toe. Cuando Danielle se va, se queda pensativo.
Resulta obvio porqué le gasta bromas. Lleva desde octavo enamorado de ella y ahora solo tiene ojos para ella. Intento no entrar en ese tema, porque evidentemente ella está con Tim, y porque no es la persona más fácil del mundo, pero no estoy ciego y a veces fantaseo. ¿A quién no le gusta que le quieran?)
Kyle se mete la parte de abajo del pijama, una pierna cada vez, a mitad de la tarea, se cae y rebota en la cama. Los botones de la parte de arriba son más grandes, una de las razones por la que la madre de Kyle lo compró.
—Muy bien —le dice ella, tapándole con la manta.
Se sienta en el borde de la cama y pone la alarma del despertador de la mesita de noche media hora después que la suya. Es la última persona que Kyle ve por la noche y la primera por la mañana.
—Dulces sueños —le dice, le besa en la yema de los dedos y luego los aprieta contra la base arrugada de su frente.
—Dulces sueños —responde Kyle.
En la puerta, lo mira de nuevo, una última vez, antes de apagar la luz. Tiene los ojos abiertos de par en par.
—A dormir —le dice apagando la luz.
Deja encendida la lamparita verde de noche en el baño, en el espejo se ve doble, luego cuando sale, queda eclipsada. El padre de Kyle está durmiendo al otro lado de la cama. (En esos momentos, le odia, el Sr. Sorenson, fingiendo ser invencible, convirtiendo su vida en un despacho, en una isla). La madre de Kyle cierra la puerta, cuelga la bata en la percha y se mete en la cama. Se queda tumbada, mirando al techo, esperando el calorcito de la manta, esperando que le entre sueño, igual que Kyle, piensa.
¿Sobre qué soñará él? ¿Qué le pasará? Se siente agradecida porque esté vivo (piensa que es afortunada en comparación a nuestros padres), pero no puede ir más allá de todo esto, no sabe.
Como cada noche, está totalmente despierta.
(«Buen trabajo, mami de Kyle, así se hace.»)
La farola del jardín está encendida —su madre— y Tim se plantea no frenar y seguir conduciendo, como si fuera la casa de otra persona, como si solo estuviera de paso por Avon tarde, entrada la noche, se imagina cómo duerme una familia en su cabaña de madera, idéntica a tantas otras de esta misma calle, las entradas oscuras y las habitaciones, las contraventanas bajadas contra el frío, la caldera en el sótano con su paciente llama azul, la casa de muñecas, las maletas verde pino y las cajas con álbumes de fotos viejas, esperando contra la pared más alejada, la historia pasada.
(Hay fotografías nuestras, por lo menos de Toe y mías, comiendo pastel con un baño de crema pastelera y relamiendo el refresco de frutas hawaianas de las copas amarillentas con Brandon, Justin y Holden, antes de que se mudara a Texas, con John Brunnell y Ryan, hasta que llegamos a la secundaria y se acabaron las fiestas. Las fotografías de Danielle están en su habitación, en el cajón de abajo de su escritorio, en el sobre grande de papel Manila con sus cartas. Su favorita es una de los dos, cuando el club de esquí fue a Okemo. Está sentada en su regazo en el autobús, con la tele en el asiento, con su cabeza hundida en el cuello de ella. Tiene la barbilla girada tal y como la recuerda, esa fina línea en su perfil. Sacará esta foto y la dejará en su escritorio, justo debajo del flexo, se sentará enfrente, intentando leer su mente, recordar de qué estaban hablando. Y luego, cuando está cerca, cuando ya puede oler su brillo de labios con sabor a fresa, se ve de repente atrapado de nuevo en el asiento de atrás, gritando más alto que la estúpida música y ella ya se ha ido.)
Puede seguir conduciendo recto, hasta que la aguja marque el depósito vacío, dejar el jeep a un lado de la autopista, enderezar el pulgar y hacer autostop. Después no podría pasar nada, salvo lo que debe pasar. Incluso ahora no está seguro, como si la decisión la hubiera tomado otra persona y él tuviera que llevarla a cabo. ¿No puede olvidarlo todo?, ¿fingir que está bien? ¿No es eso lo que ha estado haciendo?
(«No seas idiota», dice Danielle. Y por una vez, Toe está de acuerdo con ella. Es mentira, o como si lo fuera. Está en medio del típico dilema «la novia de mi mejor amigo», indeciso entre lo que es correcto, Tim sigue estando con nosotros, y lo que él quiere, que Danielle esté con él. De cualquier manera, es culpable; de cualquier manera, no es culpa de él. Toe piensa que él ha salido peor parado que nosotros, salvo Kyle, quizá. Desea ser Tim. Y debería haberlo sido, a él le tocó el airbag. Pero íbamos demasiado rápido, Brooks lo sabe, por encima de los ochenta ya no sirven de mucho.)
Tim aparta el pie del acelerador y el jeep se desliza. Se acerca lentamente a la farola del jardín, gira y aparca al lado de la canasta móvil de baloncesto que ya nunca más utilizará y sale por la puerta lateral, cerrándola suavemente, subiendo los tres escalones de linóleo, crujen a menudo, con las llaves tintineando dentro de su mano. La única luz de la cocina está sobre el hornillo. Un clic y la noche cae sobre toda la casa. Se siente como un ladrón, pasando a hurtadillas por el salón. Antes solía volver tarde de dejar a Danielle después del trabajo, con la esperanza de que nadie se despertara y viera lo tarde que era. («Me acuerdo», interrumpe Danielle, dando un paso hacia él y parando en el último momento, como la madre de Kyle, porque sabe que la proximidad lo empeora todo. Toe está callado a mi lado, en el comedor, no participa en el drama.)
Tim se desplaza en la oscuridad, tomando como referencia la señal luminosa del detector de humo. Camina a ciegas, a cada paso sus espinillas peligran. La mesa de café flotando sobre el suelo, la mole del piano. Se enciende una luz en el piso de arriba, iluminando la vieja alfombra justo delante de la puerta de entrada. Llega hasta la escalera y empieza a subir.
—¿Cariño? —su madre le llama adormecida—. ¿Eres tú?
Después del accidente nunca se ha metido en líos, así que confían en él.
—Soy yo —contesta; la verdad. Pero entonces, ¿por qué en su habitación, se siente como si fuera una mentira?
A veces puedes decir cuándo van a saltarte encima. Brooks observa su postura, esos dos italianos inútiles apoyados contra la capota del pequeño Z, fuera del Double Down Grill. Tiene a un «bocas» encima, uno de ellos, que no para de decirle que esto es anticonstitucional. Gira la cabeza, levanta los hombros: puro teatro. A Brooks le parece inofensivo, un operario de East Hartford cruzando la ciudad en busca de algo de acción con la clase alta.
—De hecho, la ley es bastante liberal en lo que se refiere a causa probable —apunta Brooks, haciendo de abogado en una cárcel, como si fuera una conversación civil. Debería esperar a Saintangelo antes de cachearlos, pero parecen razonables, van bien vestidos y registrarlos es un juego. Y, además, los dueños de los bares siguen saliendo, riéndose, contentos porque han trincado a alguien. ¿Cómo podía imaginarse que el tipo más corpulento acababa de salir en libertad condicional y que su permiso de conducir era una falsificación de las buenas?
—¿Lleva algún arma encima? —pregunta Brooks, dando un paso y acercándose por detrás al más corpulento.
—No contestes a eso —grita el más pequeño—. Puede interpretarse como tu consentimiento.
—¿Lleva algo encima? —insiste Brooks.
—No tienes mi consentimiento —contesta el grande.
—No necesito su consentimiento para registrarle, caballero, y lo que acaba de decir me sugiere una sospecha justificada, lo que significa que puedo seguir adelante y que registraré también el vehículo.
—¡Mierda, la jodimos! —interrumpe el pequeño, echándose encima de Brooks antes de que pueda levantar un brazo o esquivarle. Mientras forcejean, el grande gira y le golpea. De repente, tiene a los dos tipos encima, agarrándole por la chaqueta para sujetarle mejor e inmovilizándole los brazos para que no pueda alcanzar el micrófono de su hombro. Pone una mano sobre la pistola (la funda todavía está abotonada), toquetea intentando alcanzar el spray de pimienta. Le empujan hacia atrás, dos jugadores de la línea ofensiva atacando a un defensa, se golpea un tobillo, apoya mal el pie y los tres caen rodando: rodillas, pies y codos.
(«¡A por ellos, Brooks! ¡Mátalos!»)
Lucha con todo lo que tiene a su alcance, pero el tío grande es joven y acaba encima de él, mientras el pequeño se concentra en un brazo. Sabe que es su culpa, no tenía que haber sido tan descuidado en el procedimiento. Si pudiera alcanzar la porra o la linterna tendría una oportunidad, agitándola hasta darle a alguno, pero los dos están lanzándole puñetazos y no puede hacer nada más para cubrirse. No puede oír a la gente, lo que significa que tienen miedo. Nadie va a ayudarle, así que no vale la pena gritar. Los dedos tantean el cinturón. Uno de los dos le pega en los huevos, ¡malditos cabrones!, y se le llenan los intestinos, quiere vomitar. Otra vez, su visión se va debilitando, todo se hace borroso; puede oírse a sí mismo dando arcadas, patético. Sus manos se mueven para calmar el dolor. La pelea está perdida, ahora solo se trata de si sobrevivirá a la paliza que le den. Está indefenso, la pistola sin protección. Piensa en Melissa, le pagarán el dinero del seguro y considera que es lo justo, puede que sea una compensación por lo que ha pasado. Es de tontos. Ya había pedido los papeles, ya tenía el permiso de conducir en su bloc. Está a punto de ser asesinado por los criminales más idiotas del mundo.
Y de repente se los ha quitado de encima, se largan, correrá hacia el coche, si tiene suerte. Puede que el tío lleve un arma.
—¡Boca abajo! —le grita alguien—. Los brazos separados del cuerpo.
Intenta obedecer, crucificarse así mismo, pero no puede sentir nada, solo cómo se rompe la entrepierna de su pantalón, sus extremidades son como goma. (Y aquí llega Danielle, el ángel de Brooks, arrodillándose a su lado, poniendo una mano en su frente.) No debería mirar hacia arriba, pero lo hace y ve a Saintangelo, erguido y apoyando ambas manos en la cintura, encargándose de los chicos malos como John Wayne.
Se siente agradecido por un instante, luego piensa que va a tener que tragar mucha mierda por todo eso. Va a tener que redactar un informe por el incidente y le aterroriza pensar que, cuando el jefe lo vea, puede que le quite los turnos dobles.
—¿Estás bien? —le dice Saintangelo.
—Claro —responde Brooks, moviendo la cabeza como si quisiera hacerla sonar. Se presiona y comprueba todas las partes de su dolorido cuerpo: rodillas, dedos, dientes, no ha perdido nada, no hay sangre. Solo los huevos, rojos como tomates y tres veces más grandes.
—¿Por qué coño has tardado tanto?
Se supone que Saintangelo se reiría de la broma, o que le respondería con otra (estaba ocupado follando con tu madre), pero solo le pregunta a Brooks si lleva las esposas, como si fuera un incompetente total. Todo el mundo sabe que Brooks ya no es el mismo poli que era antes. Brooks simplemente piensa que es una persona diferente, que todavía puede hacer su trabajo, pero aquí está la prueba.
—Las llevo —responde Brooks.
—Entonces, espósalos —le dice Saintangelo—. Son tuyos.
Dejamos a Brooks en la comisaría, ocupándose del papeleo. En la 44 todo está silencioso bajo el murmullo de las luces. Los bares están cerrados, también el Mobil, solo Saintangelo merodea por la salida del Cider Mill Plaza. Las cunetas son oscuras, algún animal cruza por la línea amarilla, escabulléndose bajo el guardarrail, haciendo crujir las hojas. Es la hora de la noche en la que te despiertas y no sabes qué hora es.
En la casa de Indian Pipe Drive, Kyle duerme. El padre de Kyle duerme. Hasta la madre de Kyle duerme.
En Oxbow, mi madre y mi padre duermen, juntos en el lado de la cama de él, como si ella le estuviera empujando.
La madre de Danielle duerme en camisón. El padre de Danielle duerme boca arriba. La hermana de Danielle, Lisa, duerme en la habitación de Danielle (un poco escalofriante, incluso con el nuevo papel de la pared). La otra hermana de Danielle, Tracy, duerme en su propia habitación y echa de menos a Lisa, que quiere que la puerta del pasillo esté cerrada.
La madre de Toe duerme sola. En Northbrook, Illinois, por negocios, el padrastro de Toe duerme en Best Western, como un lirón, con el despertador (puesto para las seis) encima de la mesita de noche.
La madre de Tim duerme, sueña que está en la playa, un día de sol, las pequeñas olas rompen en la orilla: Tim está corriendo alrededor con un cubo (sabe que es solo un sueño porque él no puede ser tan joven y tampoco es un recuerdo). En su propia cama doble, el padre de Tim duerme sin soñar.
En su habitación, con la puerta cerrada y las luces apagadas, Tim está sentado en la oscuridad, los ojos abiertos de par en par, la cabeza vacía como una autopista. En lo alto, un pequeño avión cruza las nubes. Debe ser así como se sintió Dylan Klebold, piensa, sabiendo que al día siguiente debía ir a la escuela y que nunca más volvería a casa. Es diferente pero lo mismo. No quiere pensar en eso, solo hacerlo y acabar con todo.
(«No quieres hacerlo», le dice Danielle, cerca de él, pero lo sabe muy bien. ¿Qué puede decir? Tim cree que va a hacer eso por ella, por nosotros. ¿Cómo convences a alguien de que se equivoca en la única cosa en el mundo de la que cree estar seguro?)
Debería dormir. No se acuerda de qué hora era cuando se acostó el año pasado, pero no era tan tarde. Si quiere hacerlo bien, necesita ser duro, empezar pronto.
No nos necesita, así que dejamos a Danielle con él y nos vamos fuera, caminando por Flintlock. Las farolas quedan lejos y no decimos nada. No necesito decir que él está pensando en ella, esto se lo está comiendo por dentro, como una enfermedad, tanto si es real como algo inventado por él. (¿Será porque somos jóvenes?, ¿porque Toe no ha estado nunca enamorado? ¿No importa que esté muerta? Pero luego, ¿no sería un romance de verdad?, ¿o sí? ¿Dónde se supone que estamos nosotros, si el amor acaba con la muerte?)
Llegamos a la esquina en la que el autobús dejaba a Tim y giramos por Yorkshire. Ya hay calabazas rotas en la calle.
(«Vaya tío», dice Toe. «¡Qué mierda! Al menos podrían esperar a que terminara el día.»)
Débil, recuperándose (le duelen los huevos a rabiar, la bolsa de hielo ya se ha derretido del todo), Brooks no puede resistirlo. La noche se le viene encima, y una hora antes del amanecer ya está recorriendo Flintlock, pasa por delante de la casa de Tim, mira si el jeep está allí todavía.
Está, compartiendo el aparcamiento con una canasta de baloncesto. Brooks va con las luces encendidas, conduciendo a poca velocidad, como si estuviera patrullando. La calle está tranquila, todo el mundo descansa para volver a activarse por la mañana. (¿Qué le impide acercarse con cuidado al lugar, abrir esa puerta endeble, entrar y echarle un vistazo al coche, ajustar los cables convenientes? Pero claro, no sabe.) Ni siquiera sabe por qué está allí. Cree que es el sentimiento de culpa, pero si Melissa tiene razón y podría ser, lo reconoce, es obsesión, algo aún menos aceptable en un poli. O a lo mejor Melissa no fue bastante lejos, ¿y si es locura? Eso es lo que más miedo le da a Brooks, aún más cuando piensa que en su familia no hay antecedentes, no puede echarle la culpa a la genética. Una tía loca encerrada en el Norwich State Hospital le habría dado una excusa, pero no, eso se lo ha hecho él mismo.
Mañana debe ir a ver a Gram.
No le dará tiempo si no se levanta temprano, si es que el jefe le deja seguir con su turno.
Como la mitad de Avon hoy en día, Flintlock es una calle sin salida, al llegar al final, Brooks gira en la rotonda, dos canastas más y un palo de hockey golpean el maletero y como siempre, se acuerda de la típica solución fácil: los niños. Demasiado tarde para salvar su matrimonio y, además, imposible. La única vez en que pensaron en la adopción, tuvieron más peleas de lo que nunca ninguno de los dos habría imaginado, los dos, muy susceptibles a sus defectos (no solo en su cuerpo, sino también en su cuenta bancaria, en su casa, en sus vidas medio acomodadas), algo que suponía un compromiso con el que ninguno de los dos podría vivir, así que Melissa empujó la caja de los formularios a medio rellenar hasta el archivador del sótano, donde no tuvieran que verlo. Y, sin embargo, mientras conduce por estas calles, Brooks está convencido de que la única razón por la que estas personas están aquí es por sus hijos. Sin ellos, el pueblo no existiría; las buenas escuelas, el único atractivo. ¿Quién querría vivir aquí si no tuviera hijos?
Él y Gram son la respuesta a la pregunta, viejos y autóctonos, ambos son una especie en vías de extinción. No son solo los impuestos de las casas, eso es solo lo que se ve. Avon ha cambiado, traspasando el límite y sigue creciendo. Las calles están llenas de Saabs y Lexus SUVs y solo se encuentran casas de nueva construcción a partir del medio millón. Cuando ve a los amigos de su padre de otros tiempos, en el Luke’s Donuts, se quejan de temas como la ocupación, la nostalgia y la impotencia. Brooks piensa que lo dejará todo, venderá la casa. Una vez que esté fuera, ya no habrá marcha atrás.
Pasa por delante de la entrada de Tim, observa el jeep de nuevo, como si el chico pudiera haberse escapado cuando él daba la vuelta. Comprueba las ventanas del piso de arriba, las de abajo, los alrededores. No le sorprendería encontrar a Tim mirándole entre las cortinas, como si todo el mundo estuviera paranoico, como él.
¿Por qué discutía con Melissa si era obvio que ella tenía razón? Porque es un desastre. Necesita ayuda. Entonces, ¿por qué Melissa dejó de intentarlo? ¿Acaso su matrimonio —acaso él— no valía la pena?
(—Y ahí va de nuevo —interrumpe Toe, con sus Doc Martens en la parte de atrás del reposacabezas de Brooks—. ¿Y este tío va por ahí armado?
—No empieces —le digo.
—¿Qué?
Es el peor momento de la noche. Estamos cansados de los demás, cansados de estar aquí, como si hubiera otro lugar donde ir. Danielle todavía está con Tim, Brooks sigue atormentándose con sus problemas. La cosa debería estar tranquila, nuestro momento para descansar, pero no hay pausa. Brooks no volverá a casa a acostarse antes de que la alarma de la madre de Kyle suene. En cuanto la gente comience a despertarse y recuerde qué día es, estaremos volando por todo el pueblo, apareciéndonos como el invitado estrella mientras toman el desayuno, apareciendo ante gente que casi no conocemos. ¿Cuántos padres de nuestros compañeros de clase pasarán hoy por delante del árbol de camino al trabajo y nos verán allí [¡Decid «patata»!]? Estaremos todo el día entrando y saliendo del instituto, acechando la clase de biología y de taller, fumando en los árboles de la esquina del campo de fútbol, colgados tras la gasolinera de Mrs. M. Y luego llegarán las coronas y las flores, las tarjetas compradas en el CVS por los más torpes y firmadas, como si pudiéramos leerlas. [Toe las lee, se burla de las frases facilonas dirigidas a nuestros padres: «Ojalá tus recuerdos te mantengan cerca de la persona amada. Walter y Liz Preston»]. Esa es la parte más fácil, la parte que gira en torno a lo macabro. Dentro de una hora, seremos los hijos perdidos de todos, los mejores amigos de todos.
Pero, de momento, estamos bajo la custodia de Brooks. Somos sus prisioneros y él el nuestro. Todo lo que podemos hacer es sentarnos detrás y disfrutar del viaje.
¿No os había dicho que esto sería divertido?
Pues os mentí. Venga, adelante, matadme.)