Epílogo 1

Dormirás muchas horas todavía

sobre la orilla vieja,

y encontrarás una mañana pura

amarrada tu barca a otra ribera.

ANTONIO MACHADO

Febrero 1956

El Ciudad de Melilla de la Compañía Transmediterránea hizo sonar la sirena. La escalerilla del barco fue retirada mientras algunos moros sin pasaje gesticulaban y expresaban su frustración ante los funcionarios y los empleados de la Marítima. Era una escena repetida. Sabían que el billete solo no bastaba y que debían mostrar un permiso de residencia en la Península, sin el cual los barcos se convertirían en un medio para la inmigración ilegal. Sin embargo, y a pesar de la vigilancia, algunos magrebíes lograban colarse y llenarse de esperanzas que sólo duraban lo que el viaje a Málaga, en cuya aduana eran interceptados y obligados a regresar. El vapor volvió a runflar y se despegó del muelle de Melilla bajo la mortecina iluminación y los gritos de los familiares y amigos.

Apoyado en la baranda y bien guarecido en su elegante trinchera, el coronel Ignacio Melgar, del Estado Mayor del Ejército, miró la hora en su Bulova de esfera luminosa. Las doce de la noche. Puntual como siempre. Tenía ocho horas por delante y el sosiego del que ha cumplido con la misión encomendada. La ambulancia había quedado custodiada en el recinto del Tercio Gran Capitán en espera de la posterior actuación que otros llevarían a cabo. Lo que ocurriera a partir de ahora se desarrollaría por los cauces previstos. Miró el malecón, que parecía alejarse del barco y no al revés. Un rato después la oscuridad se había tragado la costa africana y la gente apostada en cubierta fue escabullándose poco a poco.

Encendió un nuevo cigarrillo. Había cenado en el casino de oficiales y consiguió recuperar anécdotas, vicisitudes y alegrías con sus antiguos compañeros de armas. Resultó un día agradable y, en algunos momentos, emotivo. Puede que ésa fuese la última vez que hiciera ese recorrido, cubierto en cientos de ocasiones desde que llegara como teniente a la Legión treinta y tres años atrás, en plena guerra del Rif. Todo quedaría en el pasado y sabía que no le perseguiría la nostalgia, porque ahora, tras años de dura biografía, su vida adquiría una nueva perspectiva. Sintió el frescor del viento y juzgó que era hora de recogerse. El cielo estaba cubierto y el transbordador navegaba en silencio como si no lo impelieran motores, tajando limpiamente las aguas calmas e invisibles. Caminó unos pasos y se escurrió en el suelo mojado. Con rapidez se agarró a la barandilla y evitó la costalada. Se afianzó. Tiró la colilla abajo y trató de distinguir el mar invisible. Pensó lo que sería caer en esa fosa profunda.

Abandonó la cubierta y fue a su camarote de dos plazas aunque de uso para él solo. Se desvistió ordenadamente, colgando de una percha la trinchera y de otra la guerrera y el pantalón largo, los zapatos debajo, pareciendo que había un cuerpo de aire dentro del uniforme. Se enfundó el pijama y se acostó. No necesitaba despertador porque a las seis de la mañana su cuerpo escuchaba diana indefectiblemente.

Un momento después dormía. Tiempo más tarde oyó que llamaban quedamente a la puerta.

—¿Quién es?

—Una urgencia, coronel —dijo una voz irreconocible.

Encendió la luz y abrió. Un hombre alto y atlético lo empujó hacia dentro con fuerza, entró y cerró la puerta. Estaba encapuchado, se cubría con un plexiglás oscuro y su mano izquierda enguantada aferraba una linterna.

—Ni un grito —dijo, apagando la luz y encendiendo la linterna. La voz estaba distorsionada, imposible de situar—. Haga exactamente lo que le diga.

El coronel estaba acostumbrado a mandar y tenía pocos a quienes obedecer. Pasada la sorpresa inicial notó rebullirse dentro de sí el furor del aguerrido soldado que siempre fue.

—¿Sabes con quién te la juegas, fantoche? —dijo, abalanzándose sobre el extraño, que lo recibió con un potente puñetazo en el estómago. El militar se encogió y cayó de rodillas, perdido el resuello. El agresor le puso una navaja en el cuello.

—No se resista. Vístase, rápido.

El coronel procedió mientras intentaba ver a su captor, que permanecía en la oscuridad detrás del foco luminoso. Creyó reconocer algo familiar en sus maneras o acaso se lo pareció. Una impresión recurrente producto de haber visto miles de hombres, muchos de ellos con ademanes y facciones coincidentes. ¿Quién era? ¿Qué pretendía?

—Túmbese en la cama boca abajo.

Hizo lo indicado. El desconocido le ató las manos a la espalda y le puso una tira de esparadrapo en la boca. Luego recogió sus pertenencias y las metió en su maletín, incluso la gorra de plato. Lo cerró y se lo colgó de las manos.

—Agárrelo bien, no lo suelte. Ahora saldremos. Obedezca mis movimientos.

Entendió que era inútil oponer resistencia y esperó a que llegara su oportunidad. El intruso apagó la linterna, abrió la puerta y oteó el estrecho y apenas iluminado pasillo. Silencio. Le agarró del cuello y le puso el cuchillo en la nuca. Salieron del camarote y caminaron por un corredor distinto al utilizado por los pasajeros. Era claro que conocía bien el barco. Subieron a cubierta por una zona sin luces y fueron atrapados por una no muy densa niebla de gotas gruesas, que empezaron a barnizarles. No había nadie fuera. En el buen tiempo muchos pasaban la travesía durmiendo en el exterior, pero el gélido aire de esa noche invernal retenía dentro incluso a los más audaces. Debían de ser las cuatro de la madrugada, calculó el coronel. El barco parecía deslizarse por la nada, ausentes las referencias externas. Una apenas luminiscencia, producida por las luces de posición del barco al reflejarse en el agorero montón de nubes, intentaba perfilar los contornos cercanos. El coronel recordó su última colilla cayendo al abismo y se estremeció aunque no era hombre de temores. Apreció que caminaban hacia popa por sotavento. ¿Adónde le llevaba? ¿Qué querría de él? Parte del botín robado, concluyó de súbito. ¿Qué otra cosa podía ser? ¿Y cómo lo habría sabido si era un secreto a cuatro?

De repente el desconocido se detuvo y le miró. El coronel tenía la cara empapada. Sacudió la cabeza e intentó ver los ojos de su captor. ¿Por qué le miraba así? Pasados unos momentos expectantes el otro le tumbó en el suelo, sacó una pesada cadena de un escondite, la pasó por el asa del maletín y le ató fuertemente los pies con ella, asegurándola con un candado. Trabajaba rápido, con movimientos precisos. Luego enlazó una cuerda larga a la cadena y levantó el cuerpo por encima de la barandilla. Había escogido una zona de cubierta saliente y entre los ojos de buey de dos de los camarotes situados más abajo. El coronel entendió con ira lo que estaba sucediendo y el margen nulo de que disponía. Quiso zafarse pero el otro lo fue bajando cabeza abajo con la cuerda. El viento acuoso encegueció al militar. Su cabeza y su cuerpo entraron en el frío e invisible mar. Notó que giraba en el agua cuando la cuerda cayó entera y la cadena asumió la posición de tirar de él hacia las profundidades. Quiso creer que soñaba, que despertaría en el deslumbrante destino proyectado. ¿Acaso no lo merecía? Contuvo la respiración y puso intensidad en sus esfuerzos, sin darse por vencido. De pronto sintió algo y se aquietó. Era la presencia de tiempos lejanos, casi olvidada. Abrió los ojos. Desde el misterio, llena de luz y de amor, llegaba la más hermosa criatura jamás concebida. La novia fiel de los caballeros legionarios se colocó frente a él y le ofreció sus ojos inmensos, su sonrisa invitadora y su paz.

«Vengo a llevarte a un lugar mágico», oyó en su cerebro. «¿Crees que es el momento? Los tuviste mejores hace años». «No puedo elegir. Acudo cuando es inevitable. Ven sin temor».

El coronel dejó que el agua entrase por sus conductos nasales y le inundara los pulmones. Con los ojos abiertos se entregó sumiso al abrazo de su antigua compañera y descendió con ella hacia todos los silencios.

En el transbordador, el hombre se quitó la capucha y la arrojó abajo, mirando sin ver. Sintió que hacía las paces con su niñez excluida, con los brigadistas exterminados, su padre en esencia, y con las vejaciones que malograron quizá para siempre la vida de la única mujer que le importaba y de la que fue apartado durante muchos años: la que le dio el ser. Nadie sabría nunca lo ocurrido. El secreto se haría polvo como sus huesos. Y quizás algún día podría dormir sin sobresaltos y capturar algo de esa felicidad que, según algunos, existía. Quizás algún día.