Marzo 2003
Carlos capturó un nuevo silencio, que prolongó en demasía. Olga nos miró desde su mesa y señaló el reloj.
—No voy a describirte el resto del viaje donde en España únicamente me recogió un camión, y cuatro turismos en Francia. ¡Ah, aquellos GS-21, el tiburón de la Citroën! Tardé cinco días en llegar a París y empleé otros diez en mezclarme en esos ambientes de café genuinamente parisinos donde la política se mezcla con el arte y la filosofía, y las charlas se prolongan como si el tiempo no existiera. Encontré la gama completa de izquierdistas, todos grandes conversadores discutiendo en voz alta, implicados todavía emocionalmente en la guerra perdida. Se esforzaban en el convencimiento de que Franco sería derrocado. Muchos tuvieron cargos de relevancia en la República y habían sido perseguidos y encarcelados. Trabajaban de obreros, de porteros, en servicios; la mayoría excluidos del confort medio francés, salvo los que vivían de la pluma o la política.
»Dado que me presenté como hijo de un brigadista inglés que luchó en el frente de Madrid, me atendieron con suma alegría sin sospechar que era un militar franquista. Mi juventud inyectaba ánimos a su energía, pero, a decir verdad, navegaban en sueños. Me conmovieron por sus nostalgias, pero no cambiaron mi interpretación de la realidad objetiva. Creo que no hay lugar para una misma segunda oportunidad, por lo que la primera, aprovechada o no, es sólo un paso para seguir adelante. Además yo estaba en el otro lado de sus sufrimientos, con los míos propios, y me habían enseñado una versión de la historia diferente donde la República salía malparada. Así que en sus discursos no encontré argumentos para comulgar con ese mundo patético. Yo sólo buscaba mi identidad perdida, mi circunstancia y mi destino. —Se tomó un respiro y me miró—. ¿Sabes? Nunca he soltado un sermón tan largo. —Movió la cabeza—. En fin. Alguien me habló de Samuel Lamb. Fui a verle. De cuarenta y tantos años, su cabello era un estropajo, tenía el rostro como el asperón, narizotas y pies descomunales. El clásico corpachón británico desaconsejándose por el buen vino francés y la no menos buena comida. Nada que ver con el dios griego que unas fotografías mostraban prendidas en un panel. Sus manazas sugerían torpes contactos, pero acariciaban los libros como si fueran las de una madre a su bebé. Vivía en el bulevar Henri IV, cerca de la Bastilla, un piso pequeño lleno de libros que albergaba el taller de encuadernación, su tarea. «Así que eres hijo de un inglés sin apellido. Es raro. No fuimos tantos los ingleses y menos los de alcurnia, como parece que fue tu padre según tus datos. La mayoría éramos obreros. Quizá no sabes que había dos clases de ingleses, como dos razas distintas, aunque el Imperio proyectaba la imagen de una Inglaterra poderosa y feliz. Gente como yo, que pasábamos mucho tiempo en las largas colas ante las oficinas de empleo, y gentes como John Cornford, David Mackenzie o Julián Bell, por citarte a tres, pertenecientes a la realeza o a familias políticas y de prestigio, y cuyos nombres se mencionaban con frecuencia en el Times. Los pobres vivíamos peor que los otros de Europa. Al menos en el sur tenían el sol. Es cierto que algunos de esos chicos brigadistas procedentes de familias liberales y de colegios de élite estaban inmersos en la lucha de clases, pero otros vinieron más como curiosidad, apasionados por el sentido de la aventura que los impulsaba más allá de todos los horizontes. Sus abuelos estuvieron en la India, en África, en todo el orbe. No les movía la misma urgencia que a los ingleses plebeyos, aunque compartieran las mismas ideas. Los despreciábamos por su clase, pero ellos no eran exactamente culpables de pertenecer a ella ni de que nosotros fuéramos peor que las ratas para el Gobierno victoriano. Intentaban llevar a Inglaterra las ideas sociales y el reparto de las plusvalías del trabajo que en la Europa continental cuajaban, incluso en las dictaduras. En cualquier caso allí estaban, muriendo a diario en una tierra ajena entre hombres extraños, ellos que tanto tenían que perder. Cuando los recuerdo tan adolescentes como yo, charlando y riendo mientras bebían en la taberna, y cuando luego caminaban hacia el frente de la Universitaria con despreocupación como si fueran a las fábricas y oficinas que nunca pisaron, me siento culpable de haberlos odiado. No eran los más altos, ni los más fuertes, ni los más valientes. Pero eran magníficos. Murieron todos los que conocí. Ellos me hicieron sentirme orgulloso de ser inglés porque lo tenían todo y murieron como los que no teníamos nada».
Olga y John se habían puesto de pie y nos miraban. La hora. Nos levantamos. El gesto de Carlos era tan inaprensible como el vaho.
—Comprendí entonces que me encontraba en el bando equivocado, que en realidad yo era un brigadista como mi padre y no el oficial franquista impuesto por una voluntad perversa que tanto los odió —añadió con voz obedecida de nostalgias—. Y que, aunque fuera del tiempo, también yo debía participar en aquella guerra y luchar contra aquellos enemigos que se subordinaron gustosamente a lo despiadado. Y luché cuando pude y a mi modo.