Marzo 2003
Los vi llegar a la T-2 del aeropuerto de Barajas y situarse en el mostrador de Spanair para obtener la tarjeta de embarque. Me acerqué y cuatro pares de ojos se unificaron en la sorpresa.
—¡Corazón, qué detalle! —dijo Olga mostrando su rutilante dentadura antes de estamparme dos apretados besos—. Vienes a despedirnos.
John Fisher sonrió al darme la mano, pero Carlos Melgar mantuvo su acostumbrada seriedad, como dándome a entender que yo estaba de más. Cuando besé a María Marrón ella me apuntó fijamente con sus ojos, sosteniéndose en los míos.
—Me han explicado que usted es quien hizo posible que yo volviera a la vida real —dijo, su voz suave como una pompa de jabón.
Miré sus ojos esperanzados, como si el tiempo se hubiera rezagado y fuera aquella joven de los anillos de plata.
—Fue el profesor Takarada. Yo sólo hice las conexiones.
—Tenemos hora y media —dijo John—. Tomemos un café.
—No tomo café —dijo Carlos, a modo de advertencia.
—Yo tampoco —dije.
—Pues yo sí —rio Olga. Señaló un bar—. Vamos allá.
Nos sumamos al inevitable ruido del local y buscamos una mesa apartada. Gastamos un tiempo hablando de generalidades.
—¿Y tu hijo? —pregunté a Olga.
—Como siempre, con el abuelo. Quería venir pero tendrá tiempo. Ésta es una escapada a Londres para conocer el origen de Carlos y que John nos deslumbre con la familia —dijo, mirándolo arrebatadoramente.
—Ya tienes quien te ayude en la tutela diaria de tu abuela.
—Sí. Teresa no la deja en ningún momento. Incluso quería venir, pero no es la ocasión.
—Es digno de mención que Ramiro, tan enraizado en Rusia, decida quedarse definitivamente en España.
—El tiempo escasea. Y él no va a dejar sola a Teresa. Ella es la que marca el rumbo, él la sigue. Es el matrimonio ideal.
—El matriarcado —observó John.
—El amor —dijo ella, rebozándole en su mirada.
—También es de resaltar lo de Jesús. No conozco un mecenazgo semejante. No sólo sigue ocupándose de una familia, que en puridad no es la suya, sino que adopta a Tere y a Ramiro, cubriendo sus gastos.
—No es mucho lo que estos ancianos precisan, además de que ayudan a la felicidad nueva de la mujer que tanto le conmovió durante años.
—Es curioso cómo ocurren las cosas. Si Jesús no hubiera agitado las aguas al mandar a aquellos matones, ahora María seguiría en las sombras, Carlos no habría encontrado la mitad oculta de su árbol genealógico y nosotros —Olga miró a John— estaríamos regentando nuestro hastío.
—Sí —aceptó él cogiéndole una mano.
—Pero no está Blas —dijo María, poniendo orden en tanta complacencia y trayéndonos el peso de su vacío.
—¿No tienes la sensación de ser una carabina? —Miré a Carlos procurando ser convincentemente despreocupado—. Estos pregonan su deseo de estar solos. ¿Podemos ausentarnos un momento de esta empalagosa pareja?
Me miró con su forma directa habitual y leyó en mis ojos. Se levantó y caminó a una mesa del fondo. Guiñé un ojo al trío y le seguí. Nos sentamos y quedamos ausentes de apoyo, como cuando a unos ladrillos se les cae la argamasa de unión. Su mirada se impregnaba en su deseo de verme desaparecer. Traté de limpiar una inexistente mancha en mi chaqueta.
—Parece que Olga encontró al hombre que buscaba —comenté.
—Merece ser feliz. Es una chica dulce.
—Creo que ese calificativo es el menos acorde con su personalidad. Excepción hecha cuando trata a su abuela y a ti. Bueno, y ahora a John.
—Ve al grano de una vez. Sé que has venido por mí. No me has separado del grupo para decir banalidades.
—Sólo unas preguntas.
—Dispara.
—Leonor dice en su nota: «Sé todo acerca del coronel». ¿Qué crees que quiso decir?
—Hombre, qué va a ser. Toda la historia contada por María cuando el japonés le quitó la amnesia.
—Creo que quería decir algo más. Todo es todo, incluido lo que realmente ocurrió con el coronel.
—Es tu interpretación retorcida. En todo caso si ella sabía esa realidad se llevó su secreto al otro mundo. Es absurdo darle vueltas a este asunto.
—Vamos, una teoría al menos. El coronel no es un personaje como para olvidar.
—Sí lo es. ¿No oíste cómo era y lo que hizo?
—Me refiero a que sería lógico un comentario tuyo sobre su desaparición, dado el gran peso que tuvo en la vida de la familia.
—Coincido con el dictamen general de que está muerto. Son muchos años sin dar noticias.
—No es ésa la pregunta.
—¿Cuál es entonces?
—Tu versión de que un tipo avezado, activo, con muy mala leche y poco más de cincuenta años se eclipsara una noche, todo indica que durante la travesía del Mediterráneo.
—No importa dónde haya desaparecido, sí que desapareció. Los policías de diversos cuerpos lo investigaron. Incluso se avisó a la Interpol. Ya sabes sus conclusiones. Todas coinciden.
—No me estoy explicando bien. Conozco la opinión policial. Te pregunto tu parecer como hijo adoptivo.
—Si el cadáver no apareció, no es descabellado pensar que se perdió en el mar.
—El quid es: ¿se cayó o lo tiraron?
—¿Otra vez? Ya hubo consenso al respecto el otro día en Llanes.
Hicimos un campeonato de silencio en el que yo fui vencido.
—No te caigo bien, ¿verdad?
—No se trata de eso. Lo que ocurre es que terminaste tu trabajo. No vas a cobrar más de lo que hayas estipulado con Olga por mucho que rondes. Y Jesús no te va a adoptar.
—Es una pena. Siempre quise tener un tío rico o recibir una herencia, esas cosas que pensamos la mayoría.
—Tonterías.
—Estuve reflexionando sobre lo que dijo John.
—¿Qué dijo?
—Que la desaparición del coronel alivió la vida de mucha gente.
—¿Eso qué indica?
—Resulta poco convincente que el destino acudiera en ayuda de esa gente. Más bien hay que considerar la intervención humana.
—No te das por vencido, ¿eh?
—Si consideramos esa intervención física, el asunto es averiguar quién lo hizo. Quizá podríamos llegar a descubrirlo si analizamos no quién le odiaba, que eran muchos, sino quién pudo hacerlo, quién tuvo la ocasión.
Nos miramos como en una película de misterio.
—El análisis me llevó a Jesús. Cumplía los requisitos. Su coartada de estar en el estudio no es consistente. Entrenaba para sus competiciones de lucha. Era un atleta en plenitud y nadie controlaría su tiempo. Odiaba profundamente al coronel y no sin motivos. Él convirtió en amante a su madre, le hizo dos hijos que endosó a su padre, a quien golpeó, amedrentó y vejó constantemente. Fue un déspota con todos excepto con los mellizos y Leonor. Muchas razones para actuar. Pudo suceder que, cuando Leonor les contó el plan a él y a Blas, decidiera zanjar las cuestiones y actuara con celeridad. Viajó a África y se las apañó para tirar al coronel al mar. A la vuelta requirió a los mellizos para que devolvieran el dinero y luego informó a la policía de dónde encontrarlo. Así de simple.
—Eso le convierte en un héroe, ¿no?
—Sí, si correspondiera con la realidad de lo que pasó.
—Bueno, a estas alturas cualquier conjetura es tan válida como inútil.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—La harás, de todas formas.
—En 1956 estabas destinado en Ceuta como alférez de Infantería.
—Eso no es una pregunta.
—Según Jesús no era difícil ir de Ceuta a Melilla o viceversa. Doscientos quince kilómetros entonces por una buena carretera y sin controles militares. Dos horas o algo más.
Me miró con gesto de fastidio.
—¿Adonde quieres ir a parar?
—De haber querido, es un ejemplo, podrías haber hecho ese recorrido en esas fechas para ver a tu padrastro cuando llegó a Melilla con la ambulancia.
—Sólo para tu información te diré que Ceuta y Melilla eran dos mundos distintos aunque, antes como ahora, tengan la misma personalidad. No solía haber mucha comunicación entre ambas ciudades. Y claro que existían controles militares durante el recorrido. En aquel entonces era un territorio que servía de guarida al FLM en sus razias contra los franceses. Y eso provocaba una exigencia de extrema vigilancia. Además…
—Quedó claro —interrumpí— que no mantenías relación con el coronel.
—Ninguna. Desde que me envió a Zaragoza nos vimos en muy contadas ocasiones y de pasada.
—Y era una misión altamente secreta. No podías saber que él iba a viajar a Melilla.
—Exacto.
—Por lo que no había ningún motivo para que realizaras ese hipotético viaje. ¿Por qué ibas a hacerlo?
—Tú lo has dicho. —Me miró intentando que su ceño fuera un argumento disuasorio para más reflexiones. Luego comprobó la hora como dando a entender que había pasado el tiempo de las elucubraciones.
—Sin embargo, sé que te informaron al momento de lo ocurrido a tu madre, su amnesia, y que pediste permiso urgente para acudir a su lado.
—Sí, corrí a verla. Naturalmente. ¿Y qué?
—Nada. Sólo que con ella estaban Leonor y Blas, ambos en el secreto de lo que tramaban el coronel y los mellizos. ¿Sigo?
—Tú sabrás —dijo, levantando la barbilla.
—Bueno, es un decir, pero no es irrazonable pensar que quizás algo se les escapó y tus oídos lo captaron.
Siguió mirándome, pero no se suscribió al debate. Probé de agotar su mutismo, pero me rendí.
—Bueno. Si bien tu familia está ahora integrada, tengo dos casos sin concluir, uno en realidad. No estoy satisfecho con mi actuación.
—¿Cuáles son esos casos?
—Uno es adyacente. Se trata de libros.
—¿Libros?
Le expliqué brevemente lo que al respecto me transmitió John.
—¿Mi madre conoce el secreto? Lo dudo. Me lo hubiera dicho. Soy un enamorado de los libros.
—Te ocultó quién era tu padre.
—Durante la niñez. Pero cuando siendo adulto me lo dijo, también me hubiera informado de esos libros. Una cosa semejante no es para guardarla. Ella no sabe nada.
—Puede que no sepa que lo sabe. En cualquier caso es marginal. Es el otro el que me produce cierta, digamos, incomodidad.
—El del coronel, claro. Parece una fijación.
—Tu sobrina me contrató para saber qué le ocurrió.
—Ella está totalmente satisfecha, ¿no la ves? A nadie le importa otra verdad que la aceptada. Has sacado a la luz muchos secretos, mi madre está curada y, como dices, la familia está integrada. Te has ganado la paga.
—En realidad no es por Olga. Es por mí. Pura deformación profesional. Siempre busco un final que me cuadre. De lograrlo en este caso, quedaría bajo secreto. Nunca lo diría a nadie.
—¿Eres capaz de hacer eso? —preguntó con cautela, tras un silencio. Creí notar un apenas perceptible cambio en su tono, lo que me animó a acentuar mi cercanía con la decepción.
—Sí. Aunque puede que tengas razón y sea mejor dejarlo.
Miré a Olga, acaramelada con el inglés, y fui consciente de ser observado por mi compañero de mesa. Aposté por un calculado gesto de desilusión, como el del atleta que desfallece un metro antes de la meta y pierde el podio. Al rato, y como si viniera de ultratumba, oí su voz aplomada.
—Te contaré algo. Desde la escena descrita por Jesús de la violación de mamá por el coronel en 1943, supe que mi padre fue un brigadista. Estaba bien despierto aquella aciaga noche.
—¿Fuiste testigo de la violación?
—Sí.
Entendí entonces la decidida protección ejercida por Carlos a su hermanastro durante su adolescencia. Como él, Julio era un huérfano de padre. Su celo evitó que fueran dos los niños sin estrella.
—Guardé el secreto —siguió él—. Así que la tardía revelación de mamá no fue una sorpresa. Ella me dijo que era inglés y no tenía más datos que su nombre, Charles. Por eso me puso Carlos. En guerra la gente vive momentos al límite. Pocos hablan de su pasado, sólo importa el presente. En 1955 me vino el deseo de buscar mi raíz, y no lo hice yendo a Londres, como parecía lógico, sino a París, donde parecía más fácil encontrar respuestas dado el ambiente intelectual, izquierdista y revolucionario que había en esos años entre exiliados de varios países. Así que una mañana de otoño, y aprovechando un permiso en el regimiento, me eché al camino antes de la amanecida porque pretendía hacer el viaje en autostop. Llevaba quinientas pesetas y la decisión de usarlas sólo en caso de necesidad. Caminé Castellana arriba, las calles refugiadas de sombras, hasta que Madrid cedió paso al pueblo de Fuencarral. Entonces ésa era la salida a Burgos. No había ni autopista ni autovía. La carretera era estrecha, de dos sentidos y sin arcén, como todas. Había pocos coches y muchos menos camiones. La circulación era escasa, ni imaginar el flujo constante de ahora. La clase obrera no tenía posibilidades de motorizarse y de la clase media pocos podían adquirir coches extranjeros, si acaso el Dauphine. Nadie paraba. El concepto de autostop, extendido en Estados Unidos y en la Europa transpirenaica, aquí no existía. No por temor a ser desvalijados o muertos, como ocurrió tiempo después, porque entonces no había delincuencia, sino porque nadie quería que le mancharan el coche, comprado para tenerlo muchos años como si fuera un piso. Así que seguí caminando con el frescor por esa carretera adoquinada que invadía el campo enorme cubierto de rocío. —Tenía la mirada añorante y le había desaparecido la impaciencia. Hablaba lentamente como si tuviera que pagar un impuesto por cada palabra—. Andar en soledad da ocasión a pensar mucho. Me preguntaba cuánto tiempo se tardaba en pavimentar una carretera. Ya el día clarificaba. A tramos veía a algunos obreros reparar partes y era penoso observarles con las carretillas trayendo masa hasta los colocadores que iban poniendo las filas de adoquines guiados por una cinta horizontal, agachados todo el día como segadores. Era lógico que hubiera malas carreteras si seguían con ese procedimiento antediluviano, despreciando la velocidad con que los americanos movieron tierras y asfalto cuando construyeron la base aérea de Torrejón de Ardoz. Nuestros ingenieros de caminos, entonces una clase aristocrática y encumbrada, se quedaron con la boca abierta. Pero el sistema siguió siendo el mismo durante años porque ellos eran los más listos. —Movió la cabeza—. La tarde apareció y luego, por el inmenso descampado, el este empezó a pintarse de negro. No había parado ni comido nada. Era buen andarín y tenía el propósito definido. Comenzó a lloviznar y en la lejanía estallaron los primeros truenos y relámpagos. La carretera se volvió incómoda, los camiones pegados al borde. Saqué una gorra y me puse el plexiglás. ¿Sabes lo que era eso?
—Supongo que algo que protege de la lluvia.
—Era como una gabardina pero de plástico transparente, aunque algunos eran de color oscuro; se enrollaba, apenas abultaba y casi no pesaba. La agorera lluvia arreció.
Todavía faltaba mucho para llegar a Somosierra. A unos cien metros vi una tapia. Me aparté del camino y anduve hacia ella sorteando el barro. Más allá la torre de una iglesia indicaba la presencia de un pueblo. Busqué una cubierta a lo largo del muro para resguardarme. Por el lado que daba al campo encontré un hueco producido por un derrumbe, posiblemente debido a las intensas lluvias habidas semanas antes en la región, y me introduje en él por entre los cascotes hasta encontrar un techado. Llovía fuertemente y todo estaba oscuro como al principio del mundo. Entré más al fondo, agachado, proyectando la linterna y me hice un hueco. Entre los cascotes y tierra removida vi cocos como los que venden en las fruterías: marrones, duros y con los pelos cortos, escasos y de punta. Pero no eran cocos. —Se tomó una pausa y su mirada se vació hacia el recuerdo—. Eran cráneos humanos. Estaba en un cementerio y cerca de la zona de nichos, pero las calaveras no procedían de ellos porque sus placas lucían enteras. Habían salido del suelo. Yo nunca había visto un cadáver, ni reciente ni en esqueleto. En el cine se mostraban los cráneos pelados pero aquellos tenían pelo, como si fueran momias. Cogí algunos, sus cuencas vacías, sus risas detenidas. ¿Cuánto hacía que fueron seres vivos, quiénes fueron, cuáles sus sueños, cuánto tiempo vivieron? Estuve un buen rato sopesándolos. Dos de ellos teman un agujero. ¿Una bala? ¿Asesinados? ¿Qué se siente al quitar la vida? ¿Cuánto odio puede coleccionarse para dar ese paso?
—Son unas preguntas que comparto. Sin embargo, no siempre se mata por odio. Por ejemplo, en las guerras o cuando se hace por mandato, los profesionales de eso.
—Me refiero a las muertes por represión… o por venganza.
—No puedo responderte. Nunca he matado a nadie.
—Inmerso en ese escenario tan poco propicio pensé que cuando compusieran de nuevo las tumbas probablemente cambiarían unas calaveras por otras, lo que significaría que recibirían nombres y rezos no correspondientes. Recordé lo que había leído de la guerra civil sobre los muchos que fueron sepultados en fosas comunes y sin nombres. ¿Podía ser que esos cadáveres quisieran mezclarse solidariamente con aquéllos, suponiendo que éstos no fueron matados? O, yendo más lejos, ¿por qué no imaginar que el derrumbe lo provocaron esos cadáveres deseosos de salir afuera, como queriendo volver a la vida para dialogar con alguien del otro lado del misterio? —Me miró pero no le ofrecí ningún comentario—. La lluvia no tenía intención de marcharse. Me sentí a gusto, como si unas presencias invisibles me estuvieran cuidando. Me arrebujé y fui durmiéndome poco a poco mientras mis sueños se poblaban de imágenes como las de un niño en la noche de Reyes. O acaso me adormilé. Y entonces… ¿Sabes algo sobre espíritus?
—Concreta tu pregunta.
—Para algunos son las almas de quienes vivieron. Están por todos lados, dan vueltas por ahí pululando por doquier como microorganismos, comunicándose por ese espacio misterioso, invisible e ilimitado que es el éter. Nuestros pensamientos se independizan de nuestra mente y salen a ese mismo medio, donde son apresados por esos espíritus. De este modo ellos saben lo que nos aqueja y, si lo consideran, interfieren en nuestras vidas. Así que soñé, o quizá pensé, que dos de esos espíritus provocaron el derrumbe aprovechando la coyuntura de que yo pasaría por allí. Escogieron ese momento.
—¿Cómo iban a saber que pasarías por allí?
Me miró muy sorprendido.
—Son espíritus. Lo saben todo.
—¿Por qué iban a hacer eso?
—Para hablar conmigo.
—¿Crees conscientemente que esas almas te hablaron aquella noche? —dije, aceptando que a muchos, como Ishimi, puede parecerles real el hablar con seres del más allá.
—Sí y no, ya te he dicho que podía ser un sueño. Pero fue tan real…
—¿Qué era eso tan real?
—Estaba en 1937 batiéndome en el frente de guerra de la Universitaria como un brigadista, junto a mi padre y mi tío, codo con codo. Y luego hablamos. Y supe por qué luchaban y cómo murió mi padre.