Marzo 2003
Fui a ver a Yasunari Ishimi. Me confortó un tanto ver su rostro inalterable, los siglos esculpidos como en los templos prerrománicos.
—¿Qué puedo hacer por Tonia, maestro?
—Usa instinto.
—Ya lo usé.
—Usa más, sin desmayo. ¿Cómo dice eso?: «El arte de vivir y luchar es el arte de saber empezar». Tú empieza cada día.
Salí y caminé hacia el parque. Los almendros estaban vistiéndose de novia y dentro de unos días habrían dejado el disfraz, breve como tantas cosas. En algún sitio que yo ignoraba, ahora mismo, Tonia estaba sufriendo y acosada de torturas en caso de no estar muerta, y yo no encontraba el camino para llegar a ella. «Una niña de trece años, feliz y dulce, increíblemente bella, con unos ojos verdes tremendos. Siempre estaba preguntando y riendo», recordó Olga de cuando la visitó en Moscú en 1996. Me situé en el banco de la cita, exento de inquilinos en ese momento. Siempre juzgué que los que se sentaban en horas de labor eran desocupados o desproblemados porque jamás tuve ocasión de ejercitar esa inactividad. Supe entonces que esa forma de pensar no carecía de prejuicios. Ahora yo podría parecer un vago a otros ojos. Me propuse perseverar en la ecuanimidad a la hora de formular nuevas opiniones.
En otro banco una pareja adolescente se besaba con fruición sostenida. Ella estaba a horcajadas sobre él, vientres unidos, y sus piernas asomaban por detrás del respalde donde el chico apoyaba su espalda. Espaciadas convulsione indicaban que no eran figuras de cera. En lo alto de una torre prefabricada para tal fin vi a unas cigüeñas reformando su nido. Ellas representaban vida y yo no podía rescatar una a pesar de los deseos y las promesas. Cerré los ojos. Olí su perfume antes de sentir sus besos, como una caricia del viento en el mes de mayo. Rosa. Abrí la mirada y me embebí de su contemplación.
—Estás lleno de Tonia —dijo, sentándose a mi lado.
—Cuan largo se hace el camino a veces.
—Nunca te he visto tan indefenso.
—Justo es como me siento.
—No eres de los que desfallecen. Además, no todas las batallas pueden ganarse.
—Debo, quiero ganar ésta. Especialmente.
Moví la cabeza. Los chicos estaban inmóviles. Quizá sus labios pegados en el inacabable beso se habían disuelto para fundirse finalmente y ellos se habían convertido en siameses. En todo caso eran libres y Tonia no.
—Ella está en el infierno. No sé a quién ni a qué invocar para conseguir su rastro.
—Te llegará la inspiración.
Era una variante del consejo de Ishimi. Nos dimos la mano y nos quedamos allí mirándonos y tratando infructuosamente de gozar del tiempo evanescente.