Marzo 2003
Ella sabía que estaba en un lugar del sur por el clima soleado y por el color del cielo. Y debía de ser costero porque el aire era húmedo y olía a sal. También que, a pesar de la arquitectura de la casa y de las musulmanas encargadas de su cuidado y vigilancia, no estaba en un país árabe sino en España por ese lenguaje característico de los andaluces que a veces le llegaba traído por el viento. Pero cómo saber el sitio exacto. En sus turnos de salida del sótano, siempre de noche y nunca a solas, paseaba por los jardines floridos entre los espesos árboles. Era un lugar hermoso y tranquilo, pero el rumor del agua de las fuentes le parecían sollozos y el trinar de los extraños y bellos pájaros estaba cargado de tristeza.
A veces soñaba que estaba soñando y cuando despertaba tardaba en determinar si lo hacía del sueño soñado o a la realidad. Y entonces analizaba si esa confusión era inducida por ella misma para ahuyentarse de la injusta prueba a que estaba sometida o si su mente empezaba a desplazarse hacia regiones donde la razón perdía el control. Y entonces se llenaba de terror porque cualquiera de las dos causas significaba que su cordura perdía estabilidad.
Le habían prohibido llorar, pero ya había desistido de ese desahogo paralizador. El hombre que la compró era joven, educado y amable pero sus ojos tenían hierro. Estableció unas normas y no habría castigos si las observaba. Su única función consistía en estar dispuesta en todo momento para complacer sus fogosos requerimientos sexuales, que ejecutaba a diario con una de las cuatro chicas, a veces con dos a la vez. Les atendían, a ella y a otras tres jóvenes más, dos mujeres que hablaban el árabe entre ellas y que les facilitaban alimentos, ropas, cremas y colonias con la finalidad de mantenerlas sanas, atractivas y animosas de gesto. Disponían de biblioteca, gimnasio, piscina cubierta, hilo musical y un reproductor de vídeo y DVD para una gran colección de reportajes sobre naturaleza, países e historia. Después de las palizas y vejaciones anteriores, la actual situación era balsámica y podría decirse que deseada porque no les pegaban ni torturaban; al contrario, las mudas celadoras se extremaban en su esmero y simpatía hacia ellas. Pero no había venido al mundo para acabar en un serrallo. Además, ¿cuánto se mantendría esa situación? ¿Qué pasaría cuando el musulmán se cansara de ella y decidiera renovarla? Sus compañeras de infortunio le dijeron cuando llegó que el amo era metódico e inflexible, y que tenía establecido el número de cuatro esclavas exactamente. Se renovaban cada cierto tiempo. Cuando una llegaba otra desaparecía. La eliminada no era siempre la más antigua. De ahí la zozobra permanente, porque ninguna se hacía ilusiones sobre el destino de las desechadas. Pero nada podían hacer para remediar esa situación. El escapar era imposible por los silenciosos guardianes de apenas vislumbrada presencia. Altos muros rodeaban la mansión y tenían prohibición total de buscar comunicación con alguien del exterior bajo severas consecuencias.
Había perdido la cuenta de los días transcurridos desde que anularon su libertad. Su vida anterior, su niñez y adolescencia, sus ilusiones, acudían a ella como recuerdos añejos, evocaciones ensombrecidas de lejanía. ¿Volvería a su mundo, tan distante ya? Estaba segura de que la buscaban: su familia, quizá la policía. Pero ¿cómo iban a encontrarla en lugar tan armonioso? ¿Quién imaginaría que en él hubiera una prisión secreta? Quizás estaba destinada a morir joven como las vírgenes de los templos de los Dioses en las culturas antiguas y no ver a su bisabuela, aquella a la que robaron sus hijos con la excusa de un proyecto que sólo destruyó familias. Y puede que nunca volviera a abrazar a sus abuelos míticos, aquellos que tuvieron dos patrias y a los que tanto amaba. Muchas noches miraba el inmenso cielo de parpadeantes guiños y sorprendía estrellas fugaces saliendo de la nada hacia la nada. Eso sería quizá su vida, un destello apenas en un mundo real dominado por la insensibilidad.
Oyó el timbre de aviso. Se miraron. Una de las cuatro era requerida. La puerta de la espaciosa sala de holganza se abrió y una de las cuidadoras la miró.