Cincuenta y seis

Marzo 2003

El piso está entre la Casa de Campo y el río Manzanares, en un barrio construido en los años sesenta. En la guerra civil fue uno de los frentes más terribles de la batalla de Madrid. Ahora los patos, con protección vecinal para que no se los coman, navegan sobre las escasas aguas, y el teleférico se balancea camino del Cerro de Garabitas. Es grande, de segunda mano y está en obras para una completa reforma. Desde sus ventanas se ven el Palacio Real, la catedral de la Almudena y la cúpula de San Francisco el Grande.

Teresa me había pedido que fuera a verles. Me satisfizo la oportunidad de poder conversar con ambos para, como depositarios que eran de las consecuencias de un proyecto que alteró la vida de miles de familias, conocer más sobre ello. Se hospedaban en el hotel Florida pero el lugar de encuentro se estableció en el piso. Estaba claro que deseaban enseñármelo y luego entendí el porqué. Sólo se encontraba Ramiro.

—¿Qué te parece?

—Es una pregunta que debería hacerte yo.

—Excesivo. ¿Para qué las cinco habitaciones?

—¿Y todo lo paga Jesús?

—En efecto. Ya lo ha escriturado a nombre de Tere y las obras las hace gratis una de sus constructoras. Blas nos maravilló por su comportamiento infrecuente hacia mi suegra. Pero esto colma el asombro. No tengo claro si es una orden testamentaria suya o sale de Jesús. Aunque da lo mismo.

—¿Y el hotel?

—También Jesús cubre todos los gastos. —Movió la cabeza—. Es curioso cómo ocurren las cosas en la vida. Al final de mis días vuelvo a mi país por la gracia de un representante de todo lo contrario a lo que conformó mi existencia.

Le invité a seguir con la mirada.

—Observo que la insolidaridad, que en el pasado desunió a la generación de nuestros padres, sigue instalada en gran parte de los españoles por herencia o por extensión. Y con los mismos prejuicios. ¿Se puede eliminar el estereotipo de buenos y malos? El comportamiento de Blas y Jesús induce a pensar: ¿ellos son la excepción o la regla de los protagonistas de su bando? ¿Quiénes eran los buenos y quiénes los malos? O mejor dicho, ¿un bando era absolutamente bueno y el otro absolutamente malo? He estado fuera del reciente acontecer español, pero sé que mi clase fue históricamente marginada, perseguida y matada de hambre. Siempre estuve seguro de mis actos y convicciones, sin titubeos. He sido obediente con el discurrir de mi vida. Me he movido en una dirección, sin salirme de la ruta. Aquella gente rusa fue buena, espléndida, y ahora Blas y Jesús muestran una generosidad impensada en tan obstinados enemigos de las izquierdas, o lo que es lo mismo, de la masa proletaria despreciada.

—Tu reflexión es simplista. Hay buenos y malos en todos lados. La bondad, como las flores, puede brotar en páramos inclementes. En cualquier caso, Blas no abjuró de sus ideas ni Jesús tampoco. Lo que hace no es por ti ni por Teresa sino por María.

—Eso es cierto, pero podía atender únicamente las necesidades de ella. No tenía por qué incluirnos en su filantropía. Da que pensar.

—Tienes mucho tiempo libre. No lo pierdas tratando de razonar el comportamiento humano ni busques motivos de discusión contigo mismo. Goza de la vida dentro de tus esquemas. Por cierto, ¿dónde están tus hijos y nietos?

—Están en Rusia, cada uno en su tarea. Pero el mundo es cada vez más pequeño. Vendrán cuando quieran, aquí hay sitio de sobra. Tienen la ventaja de que ellos pueden conducir sus vidas, lo que nos fue negado a Teresa y a mí y a varias generaciones de españoles y rusos.

Más tarde llegamos a la suite que tenían en el Florida. Teresa me besó con cierta timidez.

—¿Te ha gustado la casa? —dijo, como una novia de las de antes mostrando su dote.

—Mucho. Y el lugar, inmejorable. —Busqué con la mirada—. ¿Y María?

—En Horizontes. Cuando el piso esté listo, nos la traeremos a vivir con nosotros. —Miró a Ramiro—. ¿Qué tienes, cariño?

—Bueno… Le decía a Corazón mis dudas sobre los sentimientos enfrentados durante nuestra guerra.

Teresa movió la cabeza.

—Tienes obsesión por eso. Sin duda en el bando nacional hubo gente buena, posiblemente tanto o más que en la parte republicana, porque el ser rico no es sinónimo de maldad. Los ricos no son intrínsecamente malos, lo que ocurre es que en general sienten una gran indiferencia por los que nada tienen. Además de que los fachas no eran todos ricos, ni mucho menos. Como ahora, muchos estaban a verlas venir. Pero los militares, políticos y oligarcas que tomaron el poder impusieron un régimen de terror y opresión que duró demasiados años y causó un daño desmedido. Ahí sí hubo maldad. Además tuvieron mucho que ver con nuestro éxodo a la Unión Soviética. Si no se hubieran levantado contra el Gobierno de la Nación nadie habría considerado necesario el envío de niños fuera.

—Puedo coincidir contigo en lo de la brutal represión, pero discrepo en este punto, Tere. Ya lo hablamos. Porque no todos los niños rojos abandonaron el país. La inmensa mayoría quedó en España. Es por eso que nuestro drama no tiene una explicación sencilla. Y no aceptaremos cualquier definición de cómodos historiadores. Ellos no estuvieron expatriados y nosotros sí.

Ella se le acercó y le besó.

—Todo eso ya no tiene importancia, mi amor —dijo. Luego, una vez sentados los tres, volvió a mirarme—. Quería que, bueno… Nos gustaría que te hicieras cargo de la búsqueda de nuestra nieta Tonia. Olga te habló de ella. Sus padres están en contacto con varias embajadas y con Interpol. Pero no hay noticias.

Les miré, puros en sus pensamientos como recién nacidos. Algún día sabrían que llevaba dos meses buscando a la chica. Pero no todavía.

—Veré lo que puedo hacer —prometí con convicción.

Tere no ocultó su alegría, en contraste con el imperturbable Ramiro. Más tarde, y mientras ella iba en busca de unos refrescos, miré a Ramiro.

—¿Qué tal tu adaptación a España?

—Difícil. Rusia es parte de mi existencia. No tengo pesar de la vida que tuve allí. La Perestroika nos hizo ver lo ignorantes que estábamos de la realidad de la Unión Soviética. Soy consciente de que el sistema fue un fracaso y más al tener conocimiento de los millones de muertos que Stalin y otros jerarcas produjeron entre su propio pueblo, las purgas y el terror. Me siento distante de esas barbaridades que la censura silenciaba. En realidad podríamos fraccionar lo que fue aquel sistema o, mejor dicho, a sus protagonistas, en tres grupos definidos. Arriba, y destacando como los depredadores en el esquema natural de la vida salvaje, tendríamos a Stalin y sus asesinos, entre los que hoy no albergaría dudas en incluir a Lenin. Luego, los entusiastas de la aventura, no todos del Partido: profesores, científicos, médicos que creyeron en la idea de una sociedad sin clases y que universalizaron la cultura, el conocimiento, además de intentar, y puede decirse que lo consiguieron, la eliminación del hambre secular. Y en el plano final, el pueblo, el gran protagonista, el que soportó estoicamente las veleidades del ensayo. Millones de personas atrapadas por la promesa de un orden nuevo. Eso fue la dictadura del proletariado. Pero es innegable que hubo enormes e indudables avances en sanidad, educación, ciencias y agricultura. La Unión Soviética fue la más grande en la carrera espacial hasta su desintegración, con logros nunca superados por los americanos. El cosmódromo de Baikonur, en Kazakstán, era algo impresionante. Tenías que haberlo visto en su momento álgido. Era una gran ciudad con más de ciento cincuenta mil hombres y mujeres de todas las especialidades trabajando en los proyectos, en los edificios de montaje de lanzaderas, en los centros de mando y seguimiento; con aeropuertos, planta productora de nitrógeno y oxígeno, centro televisivo, hoteles, red propia de caminos y vías férreas, entre otras muchas instalaciones. Ese complejo espacial, cuyas dimensiones son tan enormes que se dividió en cuatro áreas, desde la disolución de la Unión Soviética está en territorio extranjero aunque bajo control de Rusia en contratos renovables. Ya no es lo mismo. Entonces había vida, futuro, orgullo. Y ahora… Aunque desde allí se envían laboratorios y nuevos armazones a la Estación Espacial Internacional, no es igual. Muchas partes están desangeladas y la basura espacial se acumula en los alrededores. Sé lo que digo. Estuve allí y viví experiencias espectaculares participando en los programas Vostok, Soyuz, Zenit y los pesados Protón, Energía y otros.

Supuse que tras haber gozado de tan grandes ocasiones, para cualquiera sería normal mostrar un punto de vanidad o siquiera de orgullo. Pero ahí estaba ese hombre, inmunizado de esas tentaciones. Su prosa era limpia y su tono medido como el de quien lee un cuento a un niño en la noche para que se rinda al sueño.

—¿Cuántos niños fueron enviados a Rusia?

—Parece que unos dos mil novecientos.

—¿Todos a la vez?

—No. Nos llevaron en cuatro expediciones. La primera, en marzo de 1937, salía de Valencia. La segunda y tercera en junio y septiembre del mismo año, con salidas desde Bilbao y Gijón respectivamente. La última salió de Barcelona a finales del 38.

—¿Cuántos…? —dejé en el aire la pregunta.

—¿Cuántos quedamos? No llegamos a los quinientos. Pero retén estos datos: cerca de cien fueron matados durante la terrible Gran Guerra Patria, entre 1941 y 1945, en puras acciones bélicas, en los frentes. De ellos, la mayor parte en el sitio de Leningrado, algunos de ellos seguramente devorados.

—¿Devorados?

—Como oyes. Comidos por gente hambrienta. —Me miró como si lo dicho fuera algo natural, no necesitado de estupores—. Luego te hablo de aquello. Sigo con la factura pagada por los niños. Hasta 1950 se conocen unas doscientas veinte muertes en la retaguardia, la mayoría por tuberculosis y otras enfermedades. No hay documentos fidedignos de cuántos fallecieron en esas fechas porque desgraciadamente con la guerra las listas sufrieron daños y no hay exactitud en cuanto a los niños que salieron de España ni del destino seguido por muchos de ellos. Es de imaginar que otros fueron víctimas de aquellas secuelas en años posteriores. A los de datos insuficientes se les dio por desaparecidos. Qué les ocurrió y cómo vivieron es un misterio. ¿Puede encontrarse forma más triste de pasar por la vida? ¿Ser nada? ¿Salir de un sitio y nunca llegar a otro, pertenecer a alguien y luego desintegrarse en la indiferencia? —Me miró como sintiéndose culpable de aquella diáspora.

—Explícame eso de que pudieron ser comidos.

—En agosto del 41 los nazis llegan a Leningrado, que ya no era la capital, pues Lenin había pasado el título a Moscú. Pero no la tomaron. Establecieron un sitio que duró dos años y medio, tiempo que emplearon en impedir que nadie saliera y que no entraran provisiones. El irrompible bloqueo produjo el total desabastecimiento de la ciudad. Ni leña ni comida. La gente quemó los árboles, los muebles y todo lo que pudiera dar calor. Y cuando los animales se acabaron, incluidas las ratas, comieron el cuero, el papel y, luego, a los humanos. No fue una práctica general pero hay testimonios de que parte de la población practicó la antropofagia a escala imposible de concebir. Los niños estaban en las Casas 8, 10 y 12, tan hambrientos como el resto de la población. No es descabellado pensar que algunos de esos niños dados por desaparecidos fueron comidos.

Desvió la mirada hacia un punto interno de sí y consideró la necesidad de un paréntesis.

—En el norte del área metropolitana de la ciudad, que recuperó el nombre de San Petersburgo, hay un cementerio llamado Piskaryovskoie —continuó, sin variar su acento neutral—. Fue construido sobre una inmensa fosa colectiva donde se echaron más de medio millón de cuerpos sin nombre, sin duda niños nuestros entre ellos. ¿Te haces idea? En él hay un monumento a la Madre Rusia y, detrás, un muro con un poema:

Sus nobles nombres son incontables,

tantos duermen bajo la tierra eterna…

Me miró. Sus ojos no estaban abandonados de serenidad.

—Ha sido una larga marcha. Los que persistimos en vivir estamos repartidos por Moscú, Cuba, México, España y otros lugares de la antigua Unión Soviética.

—Háblame de los de Moscú.

—Nos reunimos; bueno, se reúnen en el Centro Español, un piso céntrico en lo que fue sede del Partido Comunista español, donado por el alcalde de Moscú. Hay un gran salón y, como en cualquier centro, se habla, se baila y se lee. Dispone de una gran biblioteca y ha editado algunos libros sobre los españoles que murieron en la Gran Guerra Patria rusa. El disponer de un lugar donde reunirnos fue una larga reivindicación. El príncipe Felipe estuvo el año pasado e inauguró un monumento en memoria de los españoles muertos en Rusia. Nunca he sabido si esa memoria recogía también la de los españoles que murieron en el ejército de Hitler. Porque al fin todos fueron españoles. Y es lo que importa.

—¿Cómo resuelven su vida?

—Con humildad. Aunque al desaparecer la Unión Soviética surgieron cientos de personas que se han hecho millonarias, que ya lo eran sin duda durante el silencio y la censura anteriores, la mayor parte de los rusos vive de su trabajo y es ahí donde estuvimos siempre los niños españoles. Ninguno de nosotros es rico porque no sólo nos dedicamos al estudio y al trabajo sino que creímos totalmente en el mensaje comunista, eso del reparto de la riqueza y todos iguales en todo. —Pareció esforzarse en que el esbozo de sonrisa semejara alegre, pero había demasiadas sombras en sus ojos—. La pensión media mensual que nos asigna el Estado ruso es de unos mil rublos, unos veintisiete euros al cambio. El Estado español añade ciento veinte dólares. Mi paga de mil trescientos rublos me sitúa entre los privilegiados. Puedes entender que no es una vida de lujo, ya que, encima, por la edad, estamos más necesitados de asistencia médica, que es gratuita pero no todo lo demás: medicinas, habitaciones de hospital, material sanitario, etcétera, que es caro y no lo paga el Gobierno. Todos desean venir a España aunque sea de vacaciones. Mi caso ahora es tan excepcional que muchos no se lo creen. No me siento orgulloso.

Su mirada se escapó y estuvo vagando por derroteros internos hasta que fue capturada. Teresa volvió con los refrescos y se sentó con nosotros.

—¿Cómo os sentís? ¿Qué pensáis?

—El sentimiento general es de desorientación. Somos y no somos españoles y rusos. Nos sentimos profundamente españoles pero no renunciamos a nuestro pasado en Rusia y, desde luego, nos enfurecemos cuando oímos hablar mal de ese país. Nos sabemos víctimas de un tremendo doble error, quizás el único en la historia moderna. Primero, el de haber sido apartados de nuestro camino natural por torpeza o errónea decisión de nuestros padres y por intenciones políticas egoístas, cuando no malvadas. Ninguno de nosotros ha entendido esa necesidad. Y segundo, el empeño político de la Unión Soviética y del Partido Comunista español en impedirnos la vuelta a España. Fue un pulso con el Gobierno de Franco. Creyeron que le perjudicaban a él pero sólo nos victimó a los niños. Porque el retorno debió haberse hecho en su momento, como les ocurrió a los enviados a países europeos, que volvieron al poco, no veinte años después, cuando el tiempo se metió por medio para estorbar y desunir. Aquellos niños consiguieron que sus vidas fueran estructuradas, normales, sin rupturas, lo contrario que nosotros.

Oír a ese hombre grande hablando con la dulzura de un niño, ausentes los vanos rencores, me introdujo en una especie de espiral emocional.

—Todo pasó, la Unión Soviética dejó de existir como tantos de los protagonistas de entonces. España y Rusia han cambiado, aunque el pueblo llano de ambos países conserva su inocencia. Pero en lo más íntimo de mi ser permanecerá siempre, limpio e intocado, aquel recibimiento de Leningrado en la soledad de mi niñez ausente; niñez que pude recuperar allí en parte hasta que la adolescencia se impuso. Aquellos momentos los guardaré en mi corazón y me acompañarán mientras viva. Nada, fíjate lo que te voy a decir, nada, ni siquiera Teresa ni mis hijos, me conmovió tanto en la vida como la llegada a Rusia hace tantos años —dijo, mirándola y sabiendo de su comprensión.

—¿Cómo definirías tu particular singladura, tu forzado destino en Rusia?

—¿En qué sentido?

—Si ha merecido la pena, después de todo.

—Ya no se pueden cambiar los hechos.

—Das la sensación de gran equilibrio.

—En realidad estás preguntando si he malgastado o aprovechado mi vida. Ésa es la pregunta que todo el mundo se hace, no sólo los niños de Rusia. Al hacer balance, cuando la vida se ha prolongado lo suficiente, surge la pregunta: ¿conseguí el éxito o el fracaso? Es como si estuvieras en la cima de una montaña y miraras abajo, el camino recorrido. Entonces es oportuno definir qué es el éxito. Hay muchas maneras de triunfar en la vida pero podemos sintetizarlas en dos. Por un lado, los que consiguen notoriedad internacional en vida y pasan a la Historia por destacar en medicina, arte, ciencia, etcétera. Por otro, los que se hacen ricos, los que se forran con los negocios y las finanzas, los que ven el dinero como único fundamento. Los demás estamos dentro de unas escalas donde el premio es caminar por la vida sin aspiraciones desmedidas, sosegando la ambición y agradeciendo la buena salud.

Su voz sonaba como el goteo de la lluvia en un parque, cubriendo de melodía cada palabra.

—Te diré algo. En 1956 volví a España por primera vez desde mi salida de niño. En Pola de Allande me encontré con tres paisanos. Después de hablar quedó claro que mi vida en Rusia había sido mejor que la suya en España. Para ellos yo era un triunfador dentro de la escala correspondiente, alguien a envidiar. Tenía trabajo, una carrera superior y un futuro asegurado. Ellos no tenían nada y renegaban de su existencia con ira, dolor y hasta con lágrimas. Eran hombres de campo, sin estudios, y se aferraban a la esperanza de conseguir un trabajo de obrero en Alemania. —Movió la cabeza y ensayó otra sonrisa—. ¡Qué cosas! Vi a uno de ellos en 1990 cuando vinimos a España invitados por Olga. En Alemania aprendieron a hacer ventanas de aluminio. Al volver pusieron un pequeño taller y cumplieron bien los encargos. Eso hizo que su principal cliente, un constructor, se asociara con ellos. Ahora ya no fabrican ventanas, son extrusionadores de aluminio. Tienen ciento cincuenta mil metros cuadrados de terreno, treinta mil cubiertos. Sus instalaciones cubren una planta de fundición, cuatro de extrusión, dos de lacados y dos de anodizados. Producen sesenta mil toneladas anuales de perfiles de aluminio y dan trabajo a más de trescientos empleados.

»Los tres pasaron enormes estrecheces en Alemania, incluso hambre, pero son millonarios, fuera de la escala normal. Nunca leyeron un libro y sus estudios no pasan de las cuatro reglas. Los tres (bueno, dos en realidad, porque el otro murió de un infarto hace años) carecen de conocimientos contables y empresariales, algo que cualquiera puede obtener estudiando, pero tienen su mente proyectada para el fin en el que triunfaron, como los jugadores de ajedrez, como los genios. ¿Qué te parece cómo son las cosas y cómo es la vida?

Se levantó y se acercó a la ventana que daba a la antigua estación del Norte. Me coloqué a su lado mientras Teresa se refugiaba en el baño. La vida discurría allá abajo poniendo color al gris del día.

—Volviendo a los niños de Rusia te diré que los que regresaron y se quedaron en España, de una manera u otra, progresaron en la vida, entendiendo el concepto en su justo término. Los que permanecimos allá, como bien vaticinó mi querido Maxi, hemos sido unos proletarios de hecho y nos hemos estancado en ese nivel soviético tan diferente del de los proletarios del mundo occidental. Y te hablaré de Maxi, nacido el mismo día en el mismo pueblo e inseparables durante nuestros primeros treinta años, veinte de ellos en la Unión Soviética. Él quedó en España cuando volvimos en 1956. Su mujer, Irina, políglota, trabajaba de traductora en Exteriores. Iba y venía con el ministro o las delegaciones. Él, un magnífico mecánico, puso un pequeño taller de reparación de coches. Eran años en que no había muchos especialistas y el parque automovilístico crecía a gran velocidad. Su fama trascendió y los clientes hacían cola. Cambió a una nave muy grande cerca de la glorieta de Embajadores y empezó a almacenar dinero, como el Tío Gilito. Sólo le faltaba la pala. Luego entró en el mundo de la importación de vehículos, por libre, fuera de las agencias concesionarias. La mayor parte coches americanos y europeos de gran lujo, para gente de dinero y esnobs. Menudo tinglado montó en San Martín de la Vega. Y, lo mejor: siempre fue un matrimonio feliz y enamorado. Él consiguió sus sueños. Se hizo rico. —Hablaba con voz sólida, sin hipotecar sus sentimientos.

—¿Has vuelto a verle?

—Se aficionó a la bebida y nunca la dejó. Fumaba como si tuviera dentro la Tabacalera y escupía como un jugador de fútbol. Esos esputos finalmente salían rojos… —Dudó en el recuerdo—. Murió en el 92, justo al cumplir los sesenta y cinco años, la edad de jubilación de acá. Los pulmones y el hígado habían claudicado.

Había algo más que moraleja enganchada en la historia. Ambos convinimos una propuesta de silencio impregnado de sensaciones. Le miré. Me había expulsado de su percepción inmediata y estaba sumergido en sus añoranzas, la mirada detenida.

—Te diré otra cosa que jamás conté ni contaré a nadie más y que lleva instalada en mis registros emocionales desde hace muchos años —dijo de repente, espiando la cerrada puerta del baño como si con la mirada quisiera impedir que se abriera—. No es exactamente un dolor sino una tenue sensación de culpabilidad, un eco como el tañido lejano de campanas. Tiene que ver con Tere, que es mi respiración y la razón de mi existir… Y que pudo no serlo. —Su voz era susurrante como el rumor de un riachuelo entre quebradas—. Se lo debo a un niño de Rusia, como yo. Estaba muy enamorado de Teresa y tenía mi promesa de que yo no me interpondría. Pero cuando vio que ella me prefería se apartó del camino. Murió yendo a pelear contra los alemanes en la Gran Guerra Patria. —Movió la cabeza sin mirarme, aporreado de recuerdos—. Creo que no luchaba contra los nazis sino contra sí mismo. Simplemente fue a morir. Cumplí con Teresa, la hice feliz como él hubiera hecho. Por eso siempre me pregunto si yo merecí ese sacrificio de un pobre muchacho huérfano que se disolvió en la nada. Seguramente nadie más que yo piensa en él, como si nunca hubiera existido. Pero existió. Y si Tere hubiera optado por él sería ahora un hombre vivo y feliz con ella, y su paso por la vida habría sido más largo y más justo. Es por lo que tengo la desoladora sensación de que estoy usurpando su lugar. —Suspiró en profundidad e hizo epílogo de su pesadumbre—. Se llamaba Jesús Fuentes, era de Toledo y tenía quince años.

Pensé en ese chico, en su corta vida, tan breve como la herida que deja un rayo en la noche. Analicé luego la vida de esos hombres y mujeres cuyas historias me llegaban tangencialmente, gentes que jamás vería pero cuyos derroteros atrapaban mi solidaridad, como la de los «niños de Rusia». Surgieron de la nada, se elevaron sobre sus mundos relegados y complacieron sus fantasías o lo intentaron. Gente trabajadora, tenaz, emprendedora; hijos de un tiempo que se desvaneció y que no se reeditará porque España no es la misma y es improbable que se envuelva otra vez en cuatro guerras en menos de cincuenta años. Todos los que descubrí al escarbar en el pasado necesitarían un monumento, porque lo que ahora somos los españoles se lo debemos a gente como ellos. Pero ¿fueron verdaderamente excepcionales?

En realidad fueron tres generaciones atrapadas por un destino común indeseado, épocas de titánicas pruebas. Y no tuvieron otro remedio que estar a la altura. Pensé en la juventud de ahora, tan aparentemente alejada de aquellos valores. No me sentí pesimista porque, si deviniera un futuro adverso, seguramente surgirían héroes sin fama que enfrentarían sus retos. Era una certeza en clave futurible. Pero lo realizado por gente como Ramiro eran hechos, no creencias. Todos me conmovieron, pero ese asturiano gigantón era diferente porque cumplió con la vida sin ambiciones y puede que su premio fueran el amor y la salud que mantenía incólumes a pesar de su avanzada edad.

Estuve contemplándole largo rato y me sentí eclipsado por su aplomo, su forma de ser, su mirada sin sueños. Y pensé que quizás había encontrado a otro hombre con todo el cerebro como la parte derecha.