Febrero 2003
La llamada era de Olga. Tenía la voz hipotecada de registros nuevos.
—¿Qué es de tu vida, detective? ¿Perdiste mi teléfono?
—No, quise poner un punto de indiferencia en vuestras emociones.
—No te desmerezcas. No eres tan ajeno a los problemas humanos como pretendes aparentar.
—¿Qué tal estás?
—Aplastada, pero voy saliendo.
—¿Y Jesús?
—Es un hombre fuerte. Se le pasará.
—¿Sigue creyendo que nos metimos en camisa de once varas?
—Pienso que no. Desde el entierro nos hemos visto con frecuencia, casi más que en todos los años anteriores. Heredó de su padre el pragmatismo y no inculpa a nadie de lo sucedido. Para él las cosas son simples y vienen como vienen. Una ventaja de ser creyente. —Dejó que una pausa subrayara lo que quizá fuera sólo una opinión. Luego dijo—: ¿Es que no piensas cobrar tu trabajo?
—No estoy seguro de haber cumplido con eficacia. Quedan misterios por aclarar.
—Por eso te llamo. Pusiste en marcha la rueda y ahora todo es más fácil. ¿Puedes venir al despacho de Jesús la semana que viene? Te informaré del día y la hora. No desertes.
En la mañana del día señalado crucé la plaza de Colón y entré en el horrible edificio. Ramiro, John, Julio y Carlos, los hermanastros sentados juntos, se hallaban en el salón de visitas que ya había admirado con anterioridad. Jesús aceptó mi condolencia mirándome a los ojos y en ellos no vi rencor. Los días transcurridos habían cumplido su función terapéutica apaciguando su gesto, y quise creer que ya no me consideraba su enemigo. Se encontraba en mangas de camisa como en la vez anterior. La prenda era tan blanca que emitía reflejos. Una corbata negra sumergía la punta bajo el oscuro pantalón dando la sensación de que su cuerpo estaba dividido en dos desde el cuello hasta abajo.
Al rato la puerta lateral se abrió y aparecieron Teresa y Olga escoltando a María Marrón, que caminaba sosegadamente auxiliada por un bastón. Su rostro había prescindido de la palidez que la agredía en Llanes y la serenidad que transmitía nos confortó a todos. Se sentó de cara al ventanal como si necesitara la luz para alimentar su energía. Teresa vestía su ropa habitual, patentizando que su vestuario hacía juego con su actitud comedida. Olga había diseñado para su luto una blusa blanca con falda y medias negras, un conjunto que resaltaba su atractiva figura. Huellas endrinas bajaban de sus ojos hacia los pómulos, trazos de azabache donde se adivinaba una confusión que tardaría en sedimentar. Pero fue ella quien rompió los formulismos y mostró el rumbo de los temas a tratar.
—Abuela, ¿seguro que podrás afrontar sin dolor la lectura de tu pasado?
—Con dolor, pero lo afrontaré. Se lo debo a Blas y a su memoria.
—Lo que nos contaste es tremendo. Pero lo más mortificante y desconsolador es lo de Leonor. —Miró a Jesús—. Su amor por la abuela en todos estos años era una expiación.
—Cuando aquel día aciago vio a María recobrar el conocimiento pero no el recuerdo, algo poderoso le nació y sufrió una transformación inmediata —aseguró Jesús con voz ronca y perezosa—. Observarla perdida en un limbo injusto le reveló todo el mal que le había estado haciendo y el que pretendía hacerle. De repente comprendió el sufrimiento almacenado por quien la creía amiga. Ahí mismo decidió romper con el coronel, con todo lo que le encandilaba, con sus sueños vacíos de nobles contenidos. Fue como una revelación. A partir de entonces se dedicó en cuerpo y alma al cuido de María, tú fuiste testigo y colaboradora cuando tuviste edad. Su meta era conseguir que recuperara la mente extraviada. Corría el riesgo de que si María sanaba pudiera repudiarla, pero no le importó. Fue un acto de contrición sin concesiones y no cabe duda de que ese acto se transformó en auténtico cariño hasta su muerte.
—¿En aquel momento trágico advirtió al coronel que se desligaba del asunto?
—No.
—Pero sí a vosotros.
—A los dos días nos contó a Blas y a mí el plan y todo lo ocurrido, cuando la misión estaba en marcha. Al principio no podíamos creerlo. Era demasiado fuerte aun sabiendo cómo se las gastaba el coronel.
—¿No tratasteis de impedirlo?
—Imposible. Además de que no nos concederían crédito y de que habría una conmoción al descubrirse que un asunto altamente secreto no lo era, tendríamos que haber dado explicaciones que no serían creíbles y que nos pondrían bajo sospecha o quizás en acusación. Por ello todo sucedió según previsiones del coronel, salvo su inesperada desaparición y nuestra delación anónima.
—Así que el coronel no era lo que siempre pensé. Todos estos años equivocada en mis preferencias y afectos —dijo Olga, rindiéndose a la mirada de Jesús—. Guardasteis la verdad aunque os perjudicaba. Qué puedo decir.
—Lo idealizaste equivocadamente por nuestro silencio y también por el romanticismo que impregna siempre una desaparición misteriosa.
—Me guie por el homenaje a su memoria que le rindió el Ejército.
—Es la tradición castrense de elogiar a sus caídos con independencia de la verdad. Con respecto a su profesión parece que estrictamente hablando sí fue un buen soldado hasta que la ambición lo atrapó, cosa esta que no llegó a saber el Ejército. No hay evidencias de que lo relacionaran con el robo, ni siquiera de sospechas al respecto. Para el Ejército no hay dudas de que fue un militar honorable. En cuanto a que persona, él no era merecedor en modo alguno de calificativos piadosos. Muy al contrario. Es doloroso sacar tanto trapo sucio, pero estamos aquí para eso.
—¿Hay algo más? Lo dicho ya le sitúa en un lugar despreciable.
—Empezaré por lo más difícil de entender. El coronel casó con María por mandato de sus jefes, no por ella misma Él no era un asceta ni un misógino, porque no buscaba perfección espiritual ni rehuía el contacto con mujeres, pero en la práctica todo lo subordinaba a su carrera militar. Su verdadera pasión en aquellos años era la milicia, en el sentido más literal, sin concesiones. Y más después de ganar una guerra dura en la que pudo expresar su verdadera personalidad a través del mando sobre personas y situaciones. Vivía la doctrina militar con auténtico misticismo guerrero. Decía que debería haber nacido antes, que le hubiera gustado estar en Flandes con los Tercios invencibles del duque de Alba. Pidió ir a la División Azul, pero la misión de espionaje que le encomendaron en esos años de posguerra era más importante para sus superiores. Aunque obedeció, porque era pura disciplina, para él fue muy duro no ir a Rusia y ver frustrado su deseo de devolver personalmente a los comunistas en su tierra el daño que ellos nos causaron en la nuestra. Blas estuvo siempre a su lado durante la guerra civil y me contó que no podía olvidar las atrocidades que cometió con los enemigos que se entregaban, sobre todo con los brigadistas extranjeros, a quienes atribuía una perversión absoluta por haber retrasado la victoria de Franco con su intromisión mercenaria. Los odiaba de forma desmedida. Para él no eran hombres sino hez comunista, subproductos de las cloacas mundiales. En Belchite mandó ejecutar a todos los prisioneros a bayonetazos.
—¿Es posible?
—El Tercio de Extranjeros, como así se llamaba, era un cuerpo colonial creado en 1919 sólo para actuar fuera del territorio nacional. España entonces se había quedado sin colonias, pero el Protectorado marroquí tenía apariencia de tal. Así que, en realidad, su misión única era la de luchar contra los rifeños. Nació en esa guerra feroz y su credo simple se basaba en la aniquilación del enemigo. La Legión era una unidad de choque, aguerrida, implacable e invencible, casi independiente. Cuando llegó a España, la mayoría de sus jefes, en distinta medida, practicó ese fervor de la guerra total sin hacer distingos de que el enemigo ya no era moro sino español.
—O sea —dijo Olga—, que Franco y sus africanistas invadieron España como si fuera una colonia y no la metrópoli a respetar.
—En lo estricto fue así —concedió Jesús—. Pero no fue el primero en hacerlo. En el 34, el republicano Lerroux llamó al Tercio para sofocar la revolución minero-separatista de Asturias. Así que, para muchos, la Legión era garante del orden. Pero hablábamos del coronel. Era una espada, la encarnación del espíritu legionario. Dormía pocas horas, siempre estaba vigilante, dispuesto, impecablemente vestido y afeitado a diario, como si estuviera en un desfile y no en los frentes. Sus asistentes no paraban. No consentía la más mínima falta de disciplina o dejadez de cometidos. Mató fríamente disparándoles a la cabeza a legionarios que descuidaron la guardia, se emborracharon o insubordinaron. Se le llegó a tener más miedo que al diablo.
—Pero cuando evitó que aquellos moros violaran a la abuela…
—No es un hecho contradictorio. En el fondo no le gustaban los moros, a los que en el pasado había combatido en el Rif con la misma ferocidad que a los rojos. El que hubieran sido buenos servidores en las duras batallas de la guerra civil no eliminó ese sentimiento. O puede que no le gustara ver hacer a esas alturas lo que él hizo durante la guerra.
—¿Estás diciendo que también era un violador?
—Mi padre guardó discreción a este respecto. Lo que sí tengo por cierto es que no sólo permitió que sus hombres violaran a las milicianas, que después enviaba al paredón, sino que les alentó para que lo hicieran sin limitaciones. Hablaba de no tenerles ninguna consideración porqué eran marimachos, unas zorras complacientes con todo el Ejército como la Madelón de los legionarios franceses y la Trini de los españoles.
—Dices cosas terribles.
—Digo lo que Blas dijo que vio. Y volviendo a María, en aquel primer encuentro de Usera se aseguró el control sobre ella pidiéndole sus datos. Por ellos supo que tenía dos hijos en Rusia de su unión con un socialista.
—¿Qué es eso de que se casara con la abuela por mandato?
—Ya destinado al Estado Mayor del Ejército, lo integraron en el servicio de espionaje, dada la convicción general de que las cosas en Europa conducirían a una guerra entre el Eje y las democracias y de que España se vería involucrada en ella. Pasó en principio a la Segunda Sección de Información, en dependencia del coronel Ungría Jiménez, que entonces dirigía el Servicio Nacional de Seguridad y que había sido jefe del Servicio de Información y Policía Militar y máximo responsable de la red de espionaje franquista durante la guerra civil. Pero lo que manejaba Ungría era el espionaje interno. No servía. Era necesario formar un cuadro de información específico para asuntos externos. La Abwehr, el servicio de espionaje alemán, ayudó a organizar el para ellos primitivo servicio de inteligencia español a niveles de eficacia a través de los contactos de su jefe, el almirante Canaris, con Muñoz Grandes. Al coronel, entonces teniente coronel, le encargaron la parte dedicada al espionaje de la Unión Soviética por su historial ferozmente anticomunista. Y una de las vías menos sospechosas para obtener secretos de la industria militar soviética podía ser la de utilizar los inocentes relatos de los niños españoles enviados a Rusia. —Miró a Ramiro, que no se inmutó—. Cuando la Operación Barbarroja tomó forma, Francia e Inglaterra, y desde luego Italia y España, contrariamente a lo que se piensa, sabían que Rusia iba a ser invadida. Se dice que Stalin también lo sabía, que sus espías le dijeron incluso la fecha exacta de la invasión, pero creyó que era una falacia de los ingleses para hacerles entrar en guerra a su lado, y no hicieron caso. El tratado de no agresión germano-soviético firmado en agosto del 39 lo había convenido Hitler para tener las espaldas cubiertas en sus operaciones en el oeste. Pero cuando la Abwehr aseguró que la Unión Soviética se estaba armando a gran velocidad, decidió que era el momento de anexionarse el inmenso país del este. Y entonces se hizo primordial conocer dónde estaban las fábricas de armamento de los bolcheviques. El coronel fue uno de los designados para esa misión. Y supo hacer bien su trabajo.
—¿Quieres decir que el coronel se casó con María sólo para obtener esa información?
—No era un acto tan descabellado como ahora puede parecer. Esa información era vital para Alemania. Por supuesto que se siguieron cauces de espionaje más ortodoxos, pero en las regiones más orientales de la Rusia europea se generaba casi la mitad del acero, el carbón y la energía eléctrica de la Unión Soviética y allí Stalin instaló su industria pesada, zonas adonde los aviones alemanes de reconocimiento con cámaras fotográficas tenían dificultades para llegar. El utilizar a los niños tenía la cobertura de ser simple correspondencia entre familias separadas. De hecho, María no fue la única mujer que colaboró en este ardid. Todas las que trabajaban en oficinas del Estado y tenían hijos en Rusia cayeron en la red, sin saberlo.
—Es cierto lo que dice este hombre —habló Ramiro raptando todas las miradas—. Esa información fue aprovechada y varias fábricas de aviación y de carros situadas en el corredor de Sarátov a Ufa fueron bombardeadas y destruidas. Vivimos personalmente esa experiencia. El espionaje soviético lo descubrió con ayuda del Partido Comunista español. Incautaron toda la correspondencia desde y hacia España sin participar de ello a las familias, que siguieron escribiendo sin cesar. Miles de cartas, seguramente destruidas la mayoría como las ilusiones que portaban. Igual que tantas otras cosas, eso lo supimos después. No hubo mano negra familiar en ese hecho, como creímos.
—Si los aviones de reconocimiento no podían llegar a zonas tan lejanas, ¿cómo pudieron hacerlo los bombarderos?
—Los Junker JU-88 saliendo de Polonia y Rumania podían alcanzar una penetración de dos mil kilómetros en un vuelo sin rodeos. Es lo que hicieron. Sus pilotos eran muy experimentados y decididos. Llegaron más allá del Volga y cumplieron sus objetivos. Incluso más tarde, durante el sitio de Stalingrado, lo sobrevolaron para destruir trenes de tropas y material que llegaban de los Urales en su enloquecido empeño de romper el cerco que asfixiaba al Sexto Ejército de Von Paulus.
—Y tú, abuela, ¿por qué te casaste con él?
—Nunca le tuve amor pero me rendí al agradecimiento por sus atenciones hacia mí y porque me prometió traer a mis hijos de Rusia. Ya antes de casarnos él leía las cartas de los niños, y de forma sibilina me sugería preguntas aparentemente inocentes que yo transmitía. Pero puse una condición a la aceptación. No quería más hijos. Lo había jurado por mis principios esenciales. Y no debía esperar de mí una colaboración sexual inmediata al principio ni frecuente en el futuro.
—No parecen razones aceptables para un hombre tan acostumbrado a hacerse obedecer.
—Pues las aceptó. El deber era el deber. Y la verdad es que en los primeros años su comportamiento para conmigo fue normal, atento, lo que cabía esperar. Influía sin duda el que nos veíamos poco debido a sus frecuentes desplazamientos a Berlín y Roma, de donde volvía exultante al principio, lo que fue cambiando con el tiempo. Sus viajes fueron espaciándose y regresaba muy preocupado por cómo iban desarrollándose las cosas.
—En 1944 —intervino Jesús— estaba claro que sólo un milagro impediría que Alemania perdiera la guerra. Había sido expulsada de Rusia y ya se luchaba en territorio alemán. Todo el tinglado de espionaje montado sobre la creencia en la victoria alemana se mostró inútil y sin rumbo. Las confidencias de los niños habían cesado casi dos años antes y el propio servicio de espionaje alemán era irrelevante con tantos enemigos acosándoles. Todos los que anhelaron que España entrara en guerra por Alemania se volvieron a la defensiva. Había probabilidades de que los vencedores cedieran al impulso de invadirnos presionados por las circunstancias del momento, por los requerimientos de la Unión Soviética y países satélites, y por la actividad de los grupos republicanos en el exilio que exhibían su legalidad para volver al poder. Si eso ocurría, las actividades criminales de los represores votarían en su contra. Ya entonces se hablaba de que los aliados formarían tribunales internacionales para castigar los delitos de guerra, algo en lo que el coronel y tantos otros incurrieron durante nuestro conflicto civil y en la represión posterior. Así que buscaron la fuerza necesaria entre ellos para no caer en el desánimo y se apiñaron en torno a Franco, su líder indesmayable. —Miró a María—. ¿Puedo seguir? Ahora vienen cosas muy duras.
—No importa. Sigue —dijo ella sin vacilar.
Él se acercó y le cogió una mano, con una dulzura insospechada.
—¿Estás segura?
—Lo estoy. No ocultes nada. Mantener el secreto me hace más daño.
—Bien. La presión agravó el carácter del coronel, ya amargado en su vida familiar por los insoportables fingimientos de su relación con mi madre. No era feliz con la imposición de una esposa a la que no quería y de un hijo que no era el suyo. Él no había tenido especial interés en conocer el origen de Carlos porque nunca le tuvo cariño. Una noche pretendió de María un acto sexual, que ella rechazó. Se inició una discusión y él exigió saber quién era el padre del niño adoptado. Ella rehusó decírselo. Él fue al dormitorio y se plantó delante del aparador donde ella guardaba sus objetos personales. «La llave», requirió. «No. Son mis cosas, como tú tienes las tuyas. Prometimos respeto para nuestras intimidades». Él forzó el mueble ante la resistencia de María y revolvió todos los cajones. En uno de ellos se topó con una foto tamaño postal que mostraba un hombre sonriente de fuerte parecido con Carlos. Llevaba una gorra característica y la estrella de tres puntas sobre la visera. Leyó al dorso: «7b my love, María, forever. Charles. Enero 1937». El coronel la miró casi con terror. ¡Tenía una parte de un brigadista bajo su mismo techo! «¡Este cerdo es el padre de tu hijo!», gritó enloquecido de ira y asco. «¡He dado mi apellido al producto de una infame fornicación con una basura brigadista! ¿A cuántos te follaste?». «No sabes lo que dices. Te prohíbo que me hables así». «¿Prohibirme? Te hablo como me da la gana. ¿Debo consentir la indecencia de que guardes esa foto? ¿Eres mi mujer y sigues adorando a un cerdo? ¿Es ése el respeto que pregonas?». «No es más que un recuerdo de una persona muerta que no menoscaba mi fidelidad como esposa». Él quebró el cristal y rompió la foto. Sacó su auténtico yo adormecido, el de la guerra civil sublimada y nunca acabada para él. De milagro no mató al niño, de seis años, que no se enteró porque afortunadamente dormía como un lirón en su habitación, al otro extremo de la casa. —Todos miramos a Carlos, que mantuvo su impavidez habitual—. En el forcejeo violó a María violentamente. Ella le dijo que si volvía a intentarlo lo lamentaría. Él le pegó y luego cogió la pistola y se la puso en la boca. «No se te ocurra volver a amenazarme, furcia roja. Se acabaron las contemplaciones». Y de ese acto naciste tú —dijo, mirando a un estupefacto Julio—. Puede entenderse que la difícil armonía conyugal quedó destruida.
—¿Cómo sabes tanto de cosas tan íntimas?
—En aquel tiempo vivíamos puerta con puerta en las casas militares de la calle Romero Robledo, mientras se construía el Ministerio del Aire y antes de que se hicieran las de Moncloa. Había una gran relación aparente entre las familias, hasta el extremo de que disponíamos de las llaves de ambas casas. Aquella noche Blas entró al oír los gritos. Se encontró con un espectáculo tremendo, ella sangrando y él furibundo y rompiendo cosas. Se enzarzaron en una discusión que devino en una gran pelea. Venció el coronel, como era de esperar. Ganaba en fuerza y determinación a mi padre. Recogió su arma y le apuntó: «Si vuelves a entrometerte eres un cabrón muerto». Yo tenía doce años y lo vi todo.
—El espanto no terminó ahí —habló María—. Quemó todas mis fotos, cartas, documentos, mis carnés, los diplomas y todo lo que identificaba mi vida. Quedé como si no existiera. Creí volverme loca.
Algo tan tremendo necesitó de un tiempo para que sus efectos maduraran en nuestras conciencias.
—No fue un maltratador en lo físico pues sólo me pegó aquella noche y nunca volvió a forzarme —siguió María—. Pero su agresión psíquica fue constante. El fatídico día que caí en la amnesia supe por qué no me hostigaba sexualmente. Siempre creí que era por respeto a lo convenido. En realidad no le merecía la pena pugnar por ello cuando tenía un cuerpo más hermoso y complaciente a su disposición. Quizá de haberlo sabido, y al margen de mi dignidad, dudo que me hubiera importado. Aunque, desde luego, Leonor habría quedado al descubierto.
—¿Qué hiciste tras lo que pasó aquella noche? ¿Te conformaste?
—Lo inmediato fue proteger a Carlos, al que veía seriamente amenazado. Pero el coronel buscó una solución dolorosa para mí aunque tranquilizadora al mismo tiempo. Lo ingresó interno en un colegio a pesar de su corta edad. Me dejaba sin su presencia pero allí no podría hacerle daño. En cuanto a Julio, Dios me perdone. Intenté abortar por los medios a mi alcance. No lo conseguí. Él estaba empecinado en vivir. —Le miró—. Su nacimiento fue una alegría inenarrable. Sólo una madre puede comprenderlo. Incluso los no deseados cuando nacen se agarran a nuestro corazón. Julio fue mi consuelo en sus primeros años. Pero el odio del coronel hacia los dos niños no declinó. No por ser su hijo quiso más a Julio ya que fue concebido en circunstancias huérfanas de amor. De ahí que siguiera el camino de su hermano al internado cuando tuvo los años justos. En cuanto a Carlos, lo envió a la Academia Militar General de Zaragoza muy joven, al filo de la edad reglamentaria, siempre lo que más daño pudiera hacerme. Y Julio se libró de ir gracias a su desaparición y a que Blas no era militarista. Lo sacó del internado y lo cuidó como a un hijo, evitando que se criara en la amargura. —Envolvió a sus hijos en una mirada quebrada—. Sí. El coronel tuvo con ellos crueldades innecesarias, especialmente con Carlos.
Ahí estaba la explicación del carácter retraído de Carlos y de su renuencia a traer hijos al mundo. Su traumática experiencia le impedía colaborar en el dolor sumado.
—Siempre creí que el mandarlos a la Academia Militar se enmarcaba en la tradición familiar —aventuró Olga—. Nunca pensé que hubiera crueldad en aquella medida. Allí estuvieron también los mellizos.
—La motivación fue distinta. Ellos no estuvieron de internos y a la Academia no los mandó mi padre sino el coronel, su padre verdadero —indicó Jesús—. A ellos sí los envió con total convicción de que la carrera militar era lo mejor, filosofía que los mellizos aceptaron con alborozo. Ya vemos cómo más tarde cambiaron sus convicciones.
—¿No se extrañaron los mellizos de que prevaleciera en esa decisión la voluntad del coronel sobre la de su padre?
—No hubo tal. Por confesión de Leonor ellos supieron a los quince años quién era su padre biológico. Comprendieron entonces el sorprendente cariño que les dispensaba el coronel desde su niñez, en comparación con el menosprecio que profesaba a Carlos y a Julio, sus hijos oficiales, y entendieron natural que Blas estuviera mediatizado en su trato hacia ellos por la realidad de su origen.
—Como una forma adicional de rompimiento con cualquier atisbo de confianza o intimidad instituyó el «usted» y así se dirigía a todos, exigiendo el mismo tratamiento para con su persona. Se puede calibrar la atmósfera que se respiraba en esa casa para mí y mis hijos —dijo María.
—¿Por qué no te separaste, abuela?
—¿Sabes lo que dices? Eso, que no es tan fácil ahora para muchas mujeres, era imposible en aquellos años. Además, yo no tenía otros familiares. Cuando Julio fue internado me quedé sin propósito. Era madre de cuatro hijos: dos perdidos, quizá muertos, y los otros dos alejados de mi cotidianeidad. —Hablaba lentamente, como el desplazamiento del perezoso en la arboleda—. Busqué llenar el vacío volviendo a mi trabajo en Falange. Pero eran tiempos en que las mujeres no decidíamos sobre nosotras mismas. Estábamos negadas de esa potestad. Nada sin el permiso del marido. Nuestras vidas volvieron a regirse por el Código Civil de 1889 que establecía el sometimiento de la mujer al varón en el marco familiar y desautorizaba cualquier autonomía en el área pública. Desde 1942, con la Ley de Reglamentaciones Laborales, las mujeres estábamos obligadas a dejar nuestro trabajo al casarnos. Y la Ley de Contratos de Trabajo de 1944 implantó que la mujer casada no podría acceder a ningún empleo sin la autorización del marido. Él usó de esa prerrogativa. Como necesitaba estar en activo me refugié en mi profesión. Mi título de maestra había sido invalidado tras la depuración del profesorado republicano. Había una nueva Ley de Primera Enseñanza, redactada por el entonces ministro de Educación José Ibáñez Martín. Fue un rompimiento con todo el sistema habido hasta entonces ya que la Iglesia se asignó el derecho de inspección de la enseñanza en todos los colegios e impuso sus normas. Por ejemplo, se estableció la separación por sexos en las aulas y durante el recreo, y las niñas debían ir uniformadas a clase, donde se priorizaba el aprendizaje de las labores caseras para que llegaran a ser buenas madres y amas de casa. —Hizo una pausa—. Oposité al Cuerpo de Magisterio Nacional Primario y conseguí el título con calificación excelente, que me daba derecho a elegir destino, en este caso Madrid, donde, al menos, podría ver a mis hijos de vez en cuando. Hasta ahí llegué porque el coronel volvió a imponer la legislación. Sin nada que hacer empecé a darle al magín. Gracias a que durante ese periodo tuve dos grandes amigas con las que me entretenía paseando. ¿Os hablé de Amalia? Algún día os contaré cómo era, su dominio de las dificultades. Un día desapareció sin dejar rastro. Nunca supe por dónde le llevaron sus pasos. Cuánto la he echado de menos…
—¿Quién fue la otra?
—Leonor, de quien ni por asomo imaginaba su doblez.
—¿Cómo podía ser tan amiga y al mismo tiempo amante de tu marido sin detectarlo? Siempre hay indicios.
—Engañó a todo el mundo, menos a Blas —aseguró Jesús—. Tenía la facultad intrínseca de saber estar en todos los escenarios de la forma más natural.
—¿Desde cuándo fueron amantes?
—Lo de «eres cabrón muerto» no fue un término banal. Ambos sabían que lo dijo con plena intención. Mi madre era bonita cuando se casó con Blas pero luego se hizo realmente hermosa. —Enmudeció de golpe como si hubiera visto una señal de stop—. Tanto la quise y la admiré; tanto me decepcionó y la odié; tanto la admiré después… Tenía dos años menos que María y carecía de un pasado trágico. Tan diferentes. Mundana en su juventud, sin complejos, ansiosa de vida; las fiestas, los amigos, bailar… La boda fue en Melilla en el 31, mi padre con veinticinco y ella con dieciocho. Mis abuelos maternos pertenecían a la burguesía de la ciudad; eran tradicionalistas y de raigambre castrense. Fueron fundamentales en el matrimonio porque deseaban para Leonor un marido militar. No voy a hablar de ellos. En el 32 nací yo y en el 33 los mellizos, los tres en Melilla. Calcula desde cuándo.
—¿Cuándo lo supo tu padre?
—Lo descubrió enseguida. Más o menos al año de mi nacimiento.
—Si el coronel tenía ya una mujer de hecho, podía haberse opuesto a su boda con María.
—El matrimonio era la tapadera imprescindible en aquella sociedad barnizada de puritanismo. Un hombre de posición tenía que estar casado para concitar la mejor consideración. Es cierto que en ese círculo elitista había mujeres bellas y bien asistidas económica y socialmente pero su vocación de monje guerrero le demoró de aquella obligación. No pudo negarse al matrimonio con María porque era una orden superior. Supongo que entonces se lamentaría de no haberlo hecho antes con mi madre, la única mujer que le importó algo. —Movió la cabeza—. La tarea de espiar a los hijos de María le hubiera sido encomendada entonces a otro y él podría haber ido a pelear a Rusia. Y la historia de la familia hubiera sido otra.
—¿No hubo ningún impedimento para la boda?
—Era norma que cuando un militar de media y alta graduación deseaba casarse debía tener la autorización del Ejército, que investigaba a fondo la procedencia e historial de novia. En algunos casos se denegaba la autorización y el militar debía romper el noviazgo o dejar la milicia. En éste la autorización partió del Alto Mando y esa cuestión quedó obviada. Blas celebró la noticia de los esponsales confiando en que cesaría el adulterio. No fue así.
—¿Tu padre no buscó remedio a la situación?
—¿Qué iba a hacer? Nunca pudo competir con su primo. Él no era violento, a pesar de haber sido legionario, y su religión le impedía hacer actos contrarios a la ley de Dios. Y siempre quiso mucho a mi madre. Así que se contentó con sus caricias compartidas. Ella manejaba bien la situación, sabía complacerles a los dos aunque ofreciendo intensidades distintas. Fue una convivencia de aceptación tácita, un matrimonio a tres en el aspecto sexual, algo que nunca entendí desde que lo supe y que me esclavizó en el rencor.
Atrapado en la visión de su pasado se apartó hacia el ventanal y nos vedó su rostro. Parecía estar nutriéndose de las escenas narradas como si fuera la caldera de una locomotora trasegando carbón.
—Ellos disimulaban, como si la cosa no existiera. Pero sin que lo notara, yo veía a Blas mirar a Leonor a hurtadillas con su amor lastimero. ¡Dios mío! Llegué a odiar tanto a mis padres… Desde los ocho en que lo supe hasta los veintitrés en que desapareció la indignidad. Fueron muchos años. Pero con el tiempo entendí que Blas era todo menos un cobarde. Liarse a tiros con los dos hubiera sido lo más fácil. Él optó por el camino humillante, más difícil.
—¿Y tú cómo te enteraste?
Su segura voz enronqueció, como la de un cantaor de jondo.
—Los sorprendí en la cama. —Le miré. Su corpachón se había vuelto transparente como una burbuja, erradicado de carne, y veía su corazón flotar en el aire latiendo de dolor e ira. Dejamos que fuera dueño del tiempo y del silencio. Añadió—: Por Blas supe lo de los mellizos, con los que no congeniaba por el inexplicable desapego que tenían hacia él. Desde entonces estuve soportando a ese par de infiltrados, que se movían en las dos casas con toda impunidad.
—No hay la menor duda de que Blas tuvo una gran inclinación hacia María.
—Ella le impresionó siempre —afirmó, mirándola—. Su trato posterior le convenció de que una mujer así sería un regalo para cualquier hombre normal. Frugal, sencilla en el vestir, ausentada de juicios y cotilleos. Hubiera sido feliz con él y Leonor lo hubiera sido con el coronel si el azar hubiera cambiado los matrimonios.
Olga fue a un sillón y se sentó. Miré a los presentes, que parecían estar en un escenario teatral. Todo convergía en una atmósfera de misterios desvelados por actores haciendo su papel. Pero estábamos hablando de algo serio y real.
—Ahora entiendo bien lo de los viejos agravios. Te quedaste corto. —Movió la cabeza—. Lo que no llego a comprender del coronel fue su decisión de robar. Si estaba bien situado en el Ejército, ¿por qué se metió en algo que desmentía su amor a la milicia?
—Porque pensó que el Ejército le había decepcionado.
—Pero era del Estado Mayor, tenía un buen destino, es de suponer que un sueldo aceptable y el momio correspondiente: largas vacaciones, casa y transportes gratis, economato, viajes y hoteles pagados, coche con chófer, asistente…
—Quizás haya que aclarar conceptos. Hasta 1931, el Estado Mayor Central del Ejército, el único que existía, era un Cuerpo institucionalizado como tal que procedía de los tiempos de Carlos III. En 1843 se fundó la Escuela de Estado Mayor, y el hecho de otorgarse el diploma dio a los titulados un rango diferenciado. Azaña, entonces ministro de Guerra del primer Gobierno de la República, consideró que era un feudo elitista y suprimió el «Cuerpo», instituyendo en su lugar el «Servicio». A partir de esa fecha los nuevos titulados serían del Servicio de Estado Mayor aunque los antiguos conservarían sus titulaciones del Cuerpo de Estado Mayor hasta su extinción.
»Ser del Estado Mayor era un gran prestigio, tanto para los que tenían su empleo dentro como para los que, siéndolo, cumplían en sus unidades y destinos habituales. Un ejemplo lo tenemos con Franco. En 1935 Gil Robles, entonces ministro de Guerra, le nombró jefe del Estado Mayor Central, cargo del que fue cesado por el primer ministro Azaña en febrero de 1936 al nombrarle comandante general de las Islas Canarias. Al terminar la guerra, Franco no perdió el tiempo en hacerse de nuevo con la jefatura si bien, al crearse los Ministerios de Ejército, Marina y Aire, cada uno con su Estado Mayor, él no podía ser jefe de uno solo. Así que en agosto del 39 creó el Alto Estado Mayor a la vez que la Junta de Defensa Nacional, ambas bajo su jefatura. En la práctica la función del Alto Estado Mayor quedó derivada a órgano meramente consultivo ya que las tareas de defensa eran efectuadas íntegramente por cada uno de los tres Ministerios Militares autónomos. Pero nadie le quitaba al Caudillo de pertenecer al Estado Mayor anhelado, ahora engrandecido al ser jefe de los tres Estados Mayores.
»El coronel, integrado en su momento en el Estado Mayor por consideraciones ya explicadas, no había pasado por la Escuela. El general Ungría, primer director de la Escuela tras la guerra, le obligó a cumplir con los dos cursos y las prácticas correspondientes o no podría quedarse en el Estado Mayor. Eso afectó mucho al coronel, hombre poco predispuesto al estudio, que lo asumió como un agravio personal porque, además de que a los coroneles no se les sometía a ese requisito en atención a su rango, hubo casos en que por circunstancias bélicas no fueron necesarias las asistencias a la Escuela para seguir en el Estado Mayor. Eso debía haberle sido aplicado y no se hizo.
—Dijiste que era amigo de Muñoz Grandes. ¿No buscó su ayuda para este trance?
—El general no estaba para ayudar a nadie. También él estaba en el ojo del huracán.
—Explica eso —pidió Olga.
—El Gobierno quería mostrar una imagen distanciada del comprometedor coqueteo que mantuvo con el régimen nazi, por lo que estorbaban todos los que estuvieron fuertemente implicados en el espionaje alemán. Eran una rémora, cuando no unos elementos de riesgo. Muñoz Grandes había sido comandante en jefe de la División Azul y en el proceso de Nuremberg fue condenado por crímenes de guerra. Pese a ello, Franco le echó una mano. No sólo le condecoró con el máximo galardón falangista, la Palma de Plata, sino que lo hizo jefe de su Casa Militar y, más tarde, le dio el mando de la capitanía general de la Primera Región Militar. Así complació a los falangistas y a los militares por igual y se procuró la lealtad de un hombre prestigioso. Pero los militares de grados inferiores tuvieron que pasar el purgatorio y muchos de ellos quedaron en el ostracismo.
»El coronel descubrió entonces que el Ejército no tenía en cuenta lo que él había dado a España con generosidad, ni las numerosas ocasiones en que puso en riesgo su vida durante la guerra y mientras trabajó para la Abwehr y el OVRA de Mussolini. Por otra parte, el puesto en su antigua unidad había quedado cubierto por lo que, si salía del Estado Mayor, quedaría en situación de disponible hasta que hubiera vacantes y fuera elegido en libre designación o por escalafón, lo que podría llevarle años. Así que clavó los codos y obtuvo su diploma pero no la posibilidad de ascenso, mientras que a Ungría, que jamás pisó un frente y al que hay que echar de comer aparte, le habían ascendido a general de brigada. Fue humillante para un guerrero como él y comprendió que el generalato no le llegaría. Eran muchos los coroneles para tan pocos destinos relevantes y las posibilidades de ascenso por méritos de guerra se habían acabado. En cinco años, a los cincuenta y ocho, pasaría a la Reserva y se acabaría el carbón. Sin patrimonio y con las bicocas recortadas su porvenir no era el imaginado. He ahí otra de las principales razones para involucrarse en esa aventura. No es una reflexión mía. Me lo confesó Leonor.
—Hablando de Leonor, ¿por qué rechazó a tu padre todos estos años desde la desaparición del coronel? Debería haber tenido con él el mismo propósito reparador.
—No le incluyó en su satisfacción al mal causado aunque Blas se prodigara en atenciones y cariño hacia ella para compensar su abnegación y hacerle menos doloroso el arrepentimiento. Escapaba de él, le hacía daño su afecto. Nunca volvieron a hacer el amor, nunca lo volvió a hacer con nadie. En cuanto a mí, me rehuía, no soportaba mi mirada, le hacía daño mi perdón. Y así fue languideciendo, omitiéndose de su juventud y belleza como si el resto de su vida fuera insuficiente para eliminar su culpa. La distancia con los mellizos, sus hijos, fue insalvable. Quedó renegada de afectos salvo a María. Tú puedes atestiguarlo.
—Su tardía decisión de confesar me lleva a creer que no tenía intención de exhumar el pasado y que cambió al presentir que llegaba su noche. Encuentro absurdo el haber estado ocultando algo que en parte era del conocimiento de toda la familia.
—Tú lo ignorabas y, en gran medida, también Carlos y Julio. Ella sabía que nunca te diríamos nada. Es claro que no quería irse llevándose el peso de su culpa aunque se desmereciera a tus ojos y en tu posterior recuerdo de ella. Fue otra prueba de su intento de expiación, como su ejemplar comportamiento con María durante tantos años.
—¿Por qué utilizó el sistema postal para descubrir el misterio en vez de informarme directamente de todo esto? Estábamos juntas casi a diario. —Giró su mirada hacia mí pero la conduje a Jesús.
—Supongo que quiso tener la mayor discreción, y simuló no pertenecer a la familia. Los humanos actuamos de forma distinta según los diferentes condicionantes.
El silencio acudió y se prolongó. Parecía que nada quedaba en el tintero.
—Creo que falta algo con relación al coronel. Se asegura que se ahogó. Pero nadie sabe exactamente lo que le ocurrió.
María se levantó con dificultad.
—Espero sepáis comprender que no quiero conocer los detalles. Os dejo para que os pongáis de acuerdo. Acompáñame al baño, hija.
Las vi alejarse cogidas de la mano, arrinconados los años distanciados. Miré el estoico perfil de Ramiro, su orfandad momentánea de Teresa. Me veía reflejado en él cuando me aparto de Rosa.
—Puede que bajara en Málaga sin contratiempo —irrumpió la voz de Carlos—. Nadie reparó en él, no estaba bajo control.
—Un coronel del Ejército no es figura habitual.
—Sí lo era, sí lo es. Generales, comandantes. Muchos. ¿Crees que viajan de incógnito?
—De acuerdo. Pero eso no ocurrió —dije.
—¿Por qué no?
—Según los planes hubiera ido a Madrid a reunirse con Leonor. Pero ni ella ni nadie le vio. Por tanto, lo de la desaparición en el barco es la única explicación.
—Un veterano de mil combates cayendo al mar como cualquier tonto.
—Creemos erróneamente que los que caen de los barcos son torpes. El coronel pudo sufrir un accidente, un golpe de viento, un brusco movimiento del barco, un mareo… Eso es lo que normalmente ocurre.
Todos contemplamos a Jesús, imponente en su gesto de indiferencia.
—¿Tú qué opinas, detective? —me interrogó Olga. —La reflexión de Jesús es correcta. Cualquiera puede caer al mar.
—Lo que importa realmente es que desapareció —dijo John—. Y eso alivió la vida a muchas personas.
El comentario quedó enganchado tangencialmente en mis registros deductivos. A falta de argumentos contrarios todos convinimos en aceptar que el destino había intervenido para echar una mano. El coronel, como cualquier mortal, había caído al agua y se ahogó.