Cincuenta y cuatro

Pero que ya no vea

las rosas de tu cara, madre,

ponerse tristes nunca,

que se me nubla el alma.

MANUEL MACHADO

Abril 1947

Carlos Melgar se alejó caminando de su barrio de Arguelles por la calle de la Princesa. Pasó junto a la derruida Casa de las Flores, donde le dijeron que vivió el poeta chileno Pablo Neruda y que al ser bombardeada durante la guerra se destruyeron todos sus libros y poemas. Eran las nueve de una mañana de domingo y en los jardines de la iglesia del Buen Suceso ya había gente congregada. Un poco más allá de las casas desvencijadas el palacio de Liria se resguardaba entre los árboles del gran jardín verjado. Había estado allí en ocasiones jugando en las calesas con otros niños relamidos. Luego, la plaza de España, demasiado grande para los destartalados y viejos edificios de estaturas rácanas, tan distintos de los enormes que jalonaban la avenida de José Antonio. Llevaba pantalones cortos hasta las rodillas, calcetines altos cubriendo las pantorrillas y zapatos. Aferraba su carpeta de tebeos y se dirigía a los Salesianos, lejos de allí, en un barrio distinto y, según decían, pobre y peligroso, más abajo de la encrucijada de Atocha y cerca del cine Infante. Había conseguido que el coronel le permitiera acudir a los actos artísticos que cada domingo se celebraban en ese centro religioso. Allí hacían teatro, canto y poesía. Pero no era ésa la verdadera razón que lo impulsaba, sino la de acudir al mercado de cambio y venta de tebeos que se celebraba en la calle, a la entrada del recinto, y donde multitud de niños intercambiaban y mercadeaban sus tesoros en busca de los ejemplares necesitados para sus colecciones. Podía haber cogido el metro en la estación de Arguelles y apearse en Embajadores, la primera y la última de la línea 3, pero, salvo en tiempo desapacible, prefería gastarse en mercancía los veinticinco céntimos que costaba el billete.

Subió a la calle de Bailen y pasó por delante de la blanca fachada del Palacio Real, tan enorme para él, y luego por la inconclusa catedral de la Almudena, cobijada tras la valla sólida de pedruscos como si fuera una barricada olvidada y todavía en guerra. Llegó al Viaducto y sintió la atracción del vacío. Se paró y se apoyó en la barandilla de hierro, tan corta que era arriesgado el asomarse. Muchos metros más abajo estaba el empedrado donde algunos arreglaban sus cuentas finales al ceder a la desesperación. Carlos no era un cobarde pero creía que los que decidían el suicidio eran muy valientes. ¿O acaso no era morir lo que realmente pretendían los que se arrojaban sino echarse a volar desde esa atalaya y escaparse hacia la Casa de Campo, que llenaba de verdor el oeste, y seguir volando hasta encontrar mundos sin castigos? Su amigo Enrique, del internado, decía que todos podían volar si tenían fe y que se estrellaban porque, al saltar, en el último momento les fallaba la fe. ¿Podría él tener esa inquebrantable fe necesaria y volar como los hombres halcones de Flash Gordon? Prefirió no hacer la prueba. Además, y aunque él no era un niño feliz, a sus diez años entendía que podía haber esperanzas futuras. Sólo necesitaba ser mayor, lo que tardaba exasperadamente en llegar.

Por las callejuelas del barrio de los Austrias llegó a la Puerta de Toledo. A un lado el gran edificio de la lonja de pescados supuraba flujos de putrefacción de años y llenaba toda la plaza de un hedor difícilmente soportable. Bordeó el Rastro, ya en plena actividad y bullicio. Sabía que allí había puestos de cambio y venta de tebeos, pero no era un mercado específico como el de los Salesianos. Finalmente llegó a la calle de Sebastián Elcano y se integró en el barullo. Había tardado una hora. La calle, en su parte final, justo donde estaban el centro y su entrada al lugar de actividades, tropezaba por la izquierda con un viejo caserón y tenía que entrar en escuadra al paseo de Santa María de la Cabeza por la derecha. Ambas fachadas formaban un ángulo recto y espacioso, como una plazuela, lo que facilitaba la concentración y el mercadeo en las aceras y en la calzada. Cuando de tarde en tarde aparecía un coche, los chicos se apartaban y volvían a la bulla. Había chavales de todas edades, incluso adultos amantes de ese género que para la mayoría de los padres era acultural, infantil y marginal de toda literatura que se preciara. No había puestos salvo los de pipas, regaliz, palolú y otros manjares. Las transacciones se hacían de pie o agachados en cuclillas.

Carlos entró en el recinto, presentó su carné para que estamparan el sello demostrativo de su asistencia y luego salió y comenzó su tarea. Las colecciones más demandadas eran Hazañas Bélicas, de Boixcar y de Ediciones Toray; El Guerrero del Antifaz, de Manuel Gago, y Roberto Alcázar, de Vano, ambas de Editorial Valenciana. También Pulgarcito y Jaimito, de Bruguera. Pero a Carlos no le interesaban porque él prefería los tebeos «serios». A él le gustaban mucho El Hombre Enmascarado, de McCoy, y Tarzán, de Hogarth, que eran de Hispanoamericana de Ediciones, en gran formato y muy caros para sus posibilidades.

Pasadas las doce juzgó que debía volver. Había conseguido algunos ejemplares difíciles y vendido a buen precio otros, por lo que consideró que la jornada le había sido propicia y que podía volver en metro para compensar el retraso, sin deterioro de su economía. Caminó hacia la estación, seis calles más allá. Y en ese momento alguien le arrancó la carpeta y lo tiró al suelo de un empujón. Se volvió. Dos chicos de su edad corrían calle de Palos de Moguer abajo. Se lanzó tras ellos por la calzada y fue ganándoles terreno con sus largas piernas. Llegaron a la calle de Embajadores, donde nunca había estado, y los alcanzó frente al cine Montecarlo. Forcejeó con ellos y recuperó su carpeta. En un momento se vio rodeado por un grupo de mal encarados chicos. Se escurrió por entre ellos y echó a correr. Se le echaron encima y empezaron a aporrearle. La carpeta voló mientras le caían golpes y patadas por todos lados entre la polvareda de las aceras de tierra. Intentó defenderse como pudo, devolviendo los golpes hasta que cayó al suelo abrumado notando un dolor intenso en el ojo derecho y la sangre correrle por la cara. Cuando se cansaron le quitaron el dinero y cuanto llevaba en los bolsillos, además de los zapatos.

—Señorito cabrón —dijo uno mayor, con un ojo azulado del tamaño de un huevo grande. Le oscilaba, abierto y de mirada muerta, pareciendo imposible que no se le desprendiera—. Vete a tomar por culo a tu barrio, hijoputa.

Le vio coger un adoquín y lanzárselo. Encogió las piernas y el impacto lo recibió en una espinilla. El dolor fue tan grande que apenas pudo resistirlo. Oyó voces y sintió que lo levantaban. Intentó porfiar.

—Tranquilo, chico —dijo una voz adulta—. Ya se han ido.

Abrió los ojos. Los golfos ya no estaban. Varias personas lo atendían. Sacó su pañuelo y se limpió el barro formado por la sangre, los mocos y el polvo.

—Debes ir a la Casa de Socorro, chavó. Esa pierna necesita cura.

Optó por apañarse a sí mismo. Se lavó con el agua de manantial que surgía constantemente del curvo caño de una fuente de piedra cercana y restañó sus heridas. Se puso el pañuelo en la grieta de la espinilla, por la que asomaba el hueso. Sucio, descalzo, cojitranco, dolorido y con las ropas rasgadas, inició la vuelta a casa entre las miradas de la gente. No lloró en ningún momento y tampoco le embargó la ira. Sólo un sentimiento de pena por la pérdida de sus tesoros y el nuevo disgusto que recibiría su madre, al que se añadiría la amargura del inevitable castigo que le impondría el coronel. No esperaba de él clemencia ni comprensión cuando le viera de esa guisa. Sabía cuáles eran las reglas y las había vulnerado. No le tenía miedo a pesar del maltrato físico y psíquico que les prodigaba a todos, pero lo de hoy iba a ser diferente. Tuvo un sentimiento de fracaso y le brotó un impulso, breve como un parpadeo, de escapar y buscarse la vida como sus héroes de papel, como Suchai y Tom Sawyer. Pero ellos eran huérfanos y él no, con esa madre sufrida y esforzada que tanto se desvivía por él y por el pequeño Julio. Nunca podría irse de su lado. Se mortificó preguntándose una vez más si servía para algo, si alguna vez podría llegar a tener el conocimiento y la decisión del coronel, ese hombre que parecía tener todos los recursos, todas las respuestas y ninguna vacilación.

Llegó a casa a las tres de la tarde agotado, con su ojo dolorido e hinchado y los pies llagados. La criada le abrió y le miró con aprensión mientras que su madre ya acudía llena de alarma.

—Señora —se oyó la voz del coronel—. Que el recluta pase para dar su informe.

Entraron al comedor. Julio y el hombre estaban sentados, interrumpidos en plena comida. En los sitios de María y Carlos los servicios de mesa estaban en situación de espera. Carlos se acercó al coronel, que había seguido comiendo sin volverse, y se colocó en su campo de visión. El hombre levantó los ojos y le miró, valorando lo que veía.

—Explique con la mayor claridad por qué viene a estas horas y con esa pinta.

Concisamente narró los hechos.

—Supongo que lucharía con todas sus fuerzas contra esos golfos.

—¿Es que no ve cómo está? —gritó su madre yendo hacia él.

—¡Quieta ahí! Orden —dijo el coronel cambiando camaleónicamente a rojo el color de su rostro. La mujer obedeció—. Eso le pasa por ir a parajes de riesgo, sin cobertura de aliados y sin precaución. Hay que cubrir los flancos, y si uno se encuentra solo debe buscar un hueco que guarde sus espaldas y donde el enemigo sólo pueda atacar de uno en uno. Eso hizo Sansón cuando destruyó él solo a un ejército filisteo.

—¿Quiere comparar a un niño con Sansón? ¿Hasta dónde llega su absurda impiedad? —dijo la mujer.

—No vuelva a interrumpirme. Manténgase al margen o será peor —dijo dominando un acceso de furor—. Hay un hecho indiscutible. Estuvo en zona enemiga, donde campean los hijos de rojos, traicioneros como sus padres, chusma indecente abocada a la delincuencia.

Carlos no tenía arraigado ese prejuicio de clase a pesar de las machaconas proclamas del coronel. Para él los chicos eran todos iguales. Pero hubo de convenir que, contrariamente a la posición antagónica mantenida ante los juicios absolutistas del coronel, en este caso tal vez tuviera razón porque los que le atacaron fueron unos cobardes y su pelaje los hacía distantes de los chicos de su entorno.

—Y ha mentido sobre sus motivos de ir a los Salesianos —continuó el hombre sin ocultar su rencor—. En vez de leer a clásicos como Verne, Sabatini o Salgari, se enfrasca en esas porquerías.

—Leo a esos autores, pero no son exactamente clásicos.

El coronel se levantó, secó pulcramente su boca con la servilleta y a continuación dio al chico un fuerte bofetón, haciéndolo caer al suelo.

—Silencio mientras no se le autorice a que hable. En pie. —Carlos lo hizo, sorbiendo la sangre de su labio—. Una nueva falta de disciplina que hay que corregir. Pondremos remedio a esta insubordinación. Ahora sin comer. La hora del rancho acabó. —Se volvió a la criada—. Baje al capitán Posadas y pídale que venga con el maletín de curas. —Miró a Carlos—. Vaya a la bañera y aséese. El médico le atenderá. Pero antes ya conoce el procedimiento. Espéreme en el baño.

Se dirigió a su despacho, donde cogió una vara de mimbre. En la puerta le bloqueó la figura de María.

—No va a seguir pegando a mi hijo.

Él la introdujo en un cuarto y cerró con llave, sordo a los golpes. En el baño Carlos esperaba de cara a la pared. El coronel le dio seis varazos que le dejaron surcos sangrantes en las posaderas. Carlos aguantó el intenso dolor sin que de su boca surgiera ningún sonido, los labios cosidos con determinación.

—Exactamente, ¿eh? Pues exactamente, señoritingo enterado, va a escuchar con atención. Se acabó lo de los Salesianos y lo de salir los domingos. A partir de ahora el internado será total. Su madre irá a verle cuando corresponda, pero sólo saldrá durante las vacaciones. Así haremos de usted un hombre de provecho. Por supuesto, los gastos de ropa y zapatos que rompió serán a su cargo. Mientras exista la deuda no recibirá ni un céntimo de su asignación. Y en cuanto a los tebeos, le daremos la solución adecuada.

Más tarde, con parsimonia y delectación, el coronel fue rompiendo todos los tebeos y echándolos al fuego de la cocina mientras su madre lloraba de impotencia y Julio, de tres años, gritaba viendo desaparecer sus colecciones de Hipo, Monito y Fifí y Cartapacio y Seguidilla. Al fogón cayeron todas sus colecciones, las completas, las incompletas, los ejemplares difíciles, todo el mundo interior de Carlos, las fuentes de su imaginación, la evasión de la aridez familiar. Desaparecieron El Aventurero, Amok, El pequeño luchador, Juan Centella, Jorge y Fernando, Chicos, El enmascarado de Bagdad, Águila negra, El jinete fantasma, El capitán Marvel y una larga lista. No soltó ninguna lágrima aunque sintió tal desgarro en su interior que sólo pudo resistirlo por la fuerza de un algo interior indefinido. La pérdida de sus tesoros le dañó más que mil palizas.

Aquella noche durmió con sobresaltos obligado a permanecer boca abajo por el efecto de los azotazos e inmerso en dolores por todo el cuerpo. Tenía los pies y la espinilla vendados, esparadrapos por varios sitios y el ojo tapado. Soñó que se le hinchaba más y más y se le quedaba para siempre como el huevo del matón que le agredió.