Febrero 2003
Jesús apareció en su Lexus LS 430, cuando el alba se aprestaba. Había salido de Madrid nada más saber de la repentina y aguda indisposición que le sobrevino a la abuela. Vació del coche su enorme cuerpo y con ayuda del chófer auxilió a su padre, al que sentaron en una silla de ruedas que dispuso un celador. Ya les estaban esperando Carlos y Julio. Hablaron un momento antes de entrar en el pabellón médico. Al pasar por delante del grupo que formábamos John, Ramiro y yo, Jesús me envió una mirada dura como un puñetazo. Los seguimos a distancia. Rosa salió a su encuentro con el doctor Menéndez, que les puso al corriente de la situación. Luego entraron los cuatro en la habitación donde María había sido trasladada desde la UCI, la misma donde nos habló al recobrar la memoria. Desde el tragaluz de una puerta esquinada, lejos de los ojos de la enferma, observamos a Blas y a Jesús acercarse a la cama con precaución, como si no quisieran quebrantar el silencio. Olga y Teresa se levantaron y les cedieron el sitio. La tez de María tenía tal palidez que apenas destacaba de entre las sábanas. Estaba mirando las copas de los árboles que hacían guardia a la cordillera. Con lentitud se desligó de ese hechizo y volvió la cabeza. Inmediatamente los ojos se le inundaron de lágrimas. Asió torpemente las manos de ellos y se las llevó al rostro.
—Mis amigos, mis protectores… ¿Cómo pude olvidaros? —Fijó sus ojos en el patriarca, un cuerpo disolviéndose en emociones—. Blas, ¿cómo me olvidé de ti en los años primeros, de la ayuda constante que me brindaste desde que nos conocimos? Ven, abrázame.
Él se levantó de la silla, lleno de oscilaciones como una ventana mal cerrada en un día de viento, y se agachó entorpeciendo más su figura. Habría caído sobre ella, pero Jesús lo impidió. Estuvieron de esa guisa durante un tiempo largo en el que no pude ver sus ojos. El rostro de Olga expresaba un asombro paralizador. Era algo inconcebible para ella, equivocada claramente durante toda su vida en la certeza de que su abuela albergaba sentimientos contrarios.
—¿Dónde estabais? ¿Queríais que me fuera sin veros?
—No te irás a ninguna parte sin nosotros —dijo Jesús.
—Siempre estuvisteis dentro de mí, aunque no os recordara de los tiempos primeros.
—Volveremos a andar los caminos —aseguró Blas.
—No te veo con armadura suficiente y Jesús necesitaría rebajar un poco el peso —musitó ella, intentando adornarse con algún signo de sonrisa. Luego volvió a mirar las montañas—. Creo que ya es demasiado tarde.
—No lo es —afirmó Blas.
—Quisiera volver a ver tantas cosas… El edificio de Falange, el barrio de Usera, las calles de Luis Portones y Alburquerque donde viví. Y quisiera ver las rocas blancas de Dover…
Las palabras salieron llenas de luz, como si estuvieran viajando ya hacia esos lugares. Con los ojos convinimos un pacto de silencio viendo a la anciana cerrar los ojos.
El entierro fue en el cementerio de la Almudena. No había hojarasca porque las hojas de los añosos árboles eran nuevas y estaban repletas de vida, renovando el ciclo de los siglos. Había tanta gente en la ceremonia que me sentí insignificante. Toda la familia estaba cercada por amigos y conocidos extendiéndose por entre las tumbas y lápidas como una mancha negra, semejando una plaga de abejorros gigantes. Pensé que quizá Rosa y yo estábamos de más allí, entre esa maraña de gente silenciosa como altavoces desconectados. Pero le debía el natural respeto a esa persona que abdicó de la vida por instancias de su débil corazón y cuya motivación sobreviviría como ejemplo para muchos, yo incluido. Me vi asaltado por impulsos melancólicos. Pensé en lo que dijo el gran poeta:
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.
Después del sepelio no supe qué hacer. Me sentí como esas mariposas atrapadas en un ascensor, buscando desesperadamente una salida. Miré a Rosa y nos alejamos lentamente cogidos de la mano como colegiales haciendo novillos, dejando que la ciudad nos engullera y que el tiempo hiciese su trabajo.