Estaba allí, dormida, en las pequeñas cosas,
en el tacto amargo de la luz sobre los ojos,
en la respiración sobrecogida del día,
en el minuto oscuro anterior a la tormenta.
JOSÉ RAMÓN TRUJILLO
Febrero 1956
Eran cerca de las diez de la mañana cuando Leonor abrió la puerta de la casa del coronel y de María. Todo estaba en silencio. Fue al salón biblioteca del espacioso piso. Sus hijos mellizos, llegados ese mismo día de permiso, se volvieron y caminaron hacia ella mientras el coronel los observaba. Se abrazaron con fuerza.
—Tanto tiempo sin veros —dijo ella, enternecida.
—¿Alguna novedad en tu casa, no prevista? —preguntó el coronel.
—No. Blas salió para el Ministerio y Jesús a su estudio. Sólo está la criada.
—¿Notaste en ellos algo diferente?
—No, ¿por qué? Nada saben de la venida de Fernando y de Rafael.
—Ese Jesús es muy listo.
—No tiene la menor idea. ¿Y por aquí?
—Julio sigue en casa de su amigo y la criada tiene permiso. María duerme. Ve a verla por si acaso. Leonor salió y regresó al rato.
—Tiene el sueño profundo. Quizá me excedí en el calmante de ayer.
—Bien. Creo que podremos desarrollar nuestro plan con una razonable seguridad de no ser interrumpidos por nadie y que el secreto quedará entre nosotros. En una hora habremos terminado. Luego te dejaremos sola esperando a que María despierte.
—Menos mal que esta simulación acabará pronto. Estoy harta de ser un asidero a sus angustias y de estar haciendo de lazarillo. Quiero abrir la ventana a mi vida. Ya es demasiado.
Ella acudía todos los días a la casa para acompañar a María, que sufría depresiones desde tiempo atrás por razones no ignoradas, lo que le hacía permanecer en cama más de lo debido buscando un inútil consuelo. En realidad era una justificación plausible para estar en la vivienda sin sospechas y poder retozar con el coronel aquellas mañanas en las que él desertaba de su obligación laboral, algo frecuente.
—Ya hemos hablado del plan —dijo el coronel mirando a los hermanos—. ¿Alguna duda?
—Bueno… —habló Fernando—. No sabemos con certeza cómo irá el dinero. Dice que en maletas, pero puede que lo metan en cajones laterales o en un solo cajón.
—¿Un cajón de cuatrocientos kilos? —dijo el otro mellizo—. Lo más lógico es dividir ese peso en varías partes.
—La ambulancia tiene que aparentar lo que es, no van a transformarla para que parezca otra cosa. Por eso creo que el dinero irá en valijas que puedan transportarse con facilidad. Pero debéis ir preparados para cubrir todas las posibilidades.
—Bueno, repítalo.
—No, vosotros.
—Bien. Cuando le llamen para hacer el transporte, según usted en unos días, nos avisa al número del piso de nuestra amiga malagueña, donde estaremos a partir de esta noche. Nuestro permiso es de diez días. ¿Seguro que será dentro de ese tiempo?
—Sí.
—Embarcaremos en el mismo buque con el furgón robado. En la madrugada haremos el traspaso desde la ambulancia. Todo el mundo estará en los camarotes o en la gran sala durmiendo. No hay vigilancia especial, pero estaremos prevenidos para neutralizarla si fuera necesario.
—No vestiréis vuestros uniformes. Ningún teniente legionario conduce furgones. Compraréis en el zoco uniformes de Caballería. Uno irá como soldado y el otro como sargento. Modificad vuestro aspecto. Poneos barbas o bigotes. Cuando hagáis el cambio llevad guantes.
—¿Por qué tenemos que desfigurarnos y evitar dejar huellas? Cuando desaparezcamos a la vez que la pasta no tendrán dudas de que fuimos los autores.
—Hay que cubrir la retaguardia, considerar cualquier contingencia. Nunca se sabe qué puede ocurrir.
—Al desembarcar —continuó el hermano—, conduciremos hasta Ceuta y nos trasladaremos a Algeciras. De allí iremos a Badajoz, donde dejaremos el furgón.
—Perfecto —asintió el coronel—. En Ceuta id directamente al puerto, no entréis en la ciudad. Evitad los lugares donde, aun yendo disfrazados, puedan conoceros. Regresaré de Melilla al día siguiente por la noche. La reunión con los musulmanes se hará en días próximos por lo que debemos obrar rápido. En Badajoz compraréis otras maletas y robaréis otro furgón. Buscad un descampado para traspasar el dinero a las nuevas maletas y éstas al nuevo furgón, con el que os desplazaréis hasta Barajas pueblo. Yo estaré allí con Leonor en un coche grande a la salida, justo en el cruce que lleva a Alcobendas o Paracuellos del Jarama, y con los equipajes mínimos de todos. Cargaremos las maletas e iremos a Francia.
—¿Por qué tantas vueltas?
—El furgón en Badajoz hará creer que los ladrones pasaron a Portugal. Y el coche en Barajas inducirá a pensar que pueden haber salido en vuelo. Se trata de confundir a los investigadores en los primeros momentos.
—Como dice Fernando, los investigadores no tardarán en sospechar de nosotros al ver que no aparecemos.
—Para entonces estaremos viajando en barco a Brasil.
—¡Brasil! —cantó Leonor—. A vivir sin límites económicos el resto de nuestras vidas, lejos de las normas, censuras y fingimientos. Al fin los cuatro juntos, mis hijos, su padre y yo. Allí podemos cambiar nuestros nombres y casarnos.
—Lo haremos —ofreció el coronel. Se dieron un abrazo como si fuera un juramento. —Una operación limpia, sin víctimas. Nadie sufrirá.
—¿Nadie? —objetó Fernando sin reconvención—. ¿Y los otros?
—¿Qué otros? —dijo el coronel, soliviantando su gesto.
—¿Quiénes van a ser? Su mujer, mi padre postizo, Jesús, Julio, Carlos…
—¿Qué vinculación hay entre nosotros? Poca y mala.
—Pero Julio es su hijo. Hay vínculos de sangre.
—¿Qué es eso de vínculos de sangre? Él es un hijo de las circunstancias. Nadie le mandó que naciera. Yo sólo imponía un castigo a su madre. No nos tenemos ningún afecto. En cuanto a María, no me echará en falta, sino todo lo contrario. Agradecerá el perderme de vista. No me preocupa.
—¿No le queda ninguna pizca de cariño hacia ellos?
—Son un incordio.
—Y tú, mamá, ¿qué me dices de Jesús? —Fernando miró a Leonor—. Es tan hijo tuyo como nosotros.
—Casi no me habla desde que se enteró de lo que hay entre tu padre y yo. Y no mucho a vosotros desde que supo que no sois hijos de su padre. Algún día me pondré en contacto con él. Puede que el tiempo le haga comprender. —Se abstrajo unos momentos y luego suspiró—. Sólo hay una vida y no quiero seguir desperdiciando la mía.
—Es la ocasión. Ya sabéis la amenaza que pesa sobre mí por parte de ese forzudo, y que ha hecho que lleve tres meses sin acercarme a vuestra madre. No me tiene ningún miedo y no encuentro la forma de neutralizarla, salvo matándolo, lo que no puedo hacer.
—¿Lo mataría si pudiera?
—Es un decir —dijo, desviando la mirada.
—¿Estamos haciendo lo correcto? —valoró Fernando sin mirar al coronel, que le contempló con decisión.
—¿Hemos de volver a lo mismo? ¿Te lo digo otra vez? Estuve siempre en la brecha recibiendo órdenes, viviendo en casas prestadas, nunca en una propia. Jamás holgado de dinero y carente del tiempo suficiente para un largo disfrute. Tengo el cuerpo lleno de cicatrices, algunas heridas casi me acaban. ¿Para qué sirvió todo eso? ¿Y mis medallas? —Su voz disciplinada estaba cargada de resentimiento—. Ésta es una de las pocas ocasiones que se presentan en la vida. Sólo los estúpidos la desaprovecharían porque los años pasan y la juventud se aleja.
—¿Qué va a ser de María, que tanto te quiere y necesita? —dijo Fernando mirando a su madre—. Es una buena mujer. Se vendrá abajo.
—Alguien se ocupará de ella. No podemos dejarnos influir por los sentimientos. El plan no tiene vuelta.
—¿De verdad que María no sospecha vuestra relación ni nuestro verdadero origen? ¿Cómo es que Blas y Jesús lo saben y ella no?
—Como tantas cosas que ignora. Es tonta y aburrida. Yo sí lo hubiera sospechado. Cualquiera lo haría menos esa panoli. —Dejó escapar un suspiro—. Si no fuera por tu padre mi vida no tendría sentido. ¿Imagináis lo que es estar atada a un hombre al que no se quiere y sin poder proclamar que sois hijos del coronel?
Oyeron abrirse la puerta. Allí estaba María, en bata, los ojos dilatados como girasoles en madurez.
—Tú, tú… —inició mirando a Leonor, antes de caer al suelo sin sentido.
Hubo un principio de susto inmovilizador. Luego el coronel corrió hacia su mujer. Le tomó el pulso. Latía. La cogió y la llevó a un sofá. Miró a Leonor.
—Trae una toalla húmeda y las sales, ¡rápido!
—¿Crees que nos habrá oído? —dijo ella, fundida al suelo.
—Qué importa. Ya resolveremos en su momento. Si muere se armará el lío y pueden retirarme del proyecto. Ve a por lo que te digo. ¡Funcionando!
La mujer tardó en traer lo pedido y se quedó dudando con ello en las manos mientras contemplaba cómo los tres hombres trataban de devolver la conciencia a María, cuyo rostro estaba blanco como el de un eremita.
—Trae acá, torpe. ¿Qué coño te pasa? —recriminó el coronel.
Un rato después María abrió los ojos y los miró uno a uno.
—¿Dónde estoy? ¿Quiénes sois?