Cincuenta y uno

Febrero 2003

Por prescripción médica no habíamos vuelto a ver a María. Dos días después del shock, todos permanecíamos en el centro esperando acontecimientos. La mañana despegó de pronto, aunque el sol volvió a ser frenado por la cordillera. En una de las luminosas salas desayunábamos Rosa, John, Ishimi, Ramiro y yo. Los «moscovitas» llegaron la noche anterior y no pude verles. Observé al asturiano con ejercitada discreción. Era todo lo que dijo Olga y más. Portaba una chaqueta ancha acoplada mansamente a su cuerpo como una funda; una prenda muy llevada que reproducía las curvas de su espalda, hombros y codos. Daba la sensación de que había una larga amistad entre ellos y que, cuando se la quitaba, le quedaba tiesa como un molde para seguir conversando en silencio. Pelo largo pintado de blanco y gafas encajadas en la proa de la nariz. Su imagen era la del viejo intelectual imprescindible en días de insatisfacción, esos en que hay necesidad de la sabiduría y el sosiego de quienes tanto bueno tienen por aconsejar.

—Todo el cuerpo médico del centro está alborotado —dijo Rosa—. El neurólogo, el psiquiatra y el neuropsiquiatra dicen que lo que ha hecho el doctor Takarada, si se mantiene, debe ser informado al Consejo Mundial de Médicos; que todos los especialistas en psiquiatría deben conocer la técnica que aplica.

—Médicos del mundo conocen qué hace —dijo Ishimi—. No aceptan. Su orgullo mayor que interés científico. Tildan métodos curandero.

—¿Y él qué dice al respecto?

—Desprecia juicios. No afectan comentarios de colegas. A él no interesan fama ni dinero.

Vimos acercarse a Julio y a Carlos, que a diario permanecían con su madre hasta que se dormía mientras que Olga y Teresa hacían guardia a su lado permanentemente. Se sentaron y notamos gran frustración en sus semblantes serios.

—No hay duda de que ha recobrado la memoria pero dice cosas inconexas e incomprensibles. Es como un motor tratando de arrancar pero sin conseguir mantener la marcha.

—¿Sigue en la cama?

—Se levanta con frecuencia y se sienta frente a la ventana. Se abstrae viendo los árboles y las montañas, y es en esos momentos cuando se pone a llorar en silencio. Hay ratos en que está muy agitada. El doctor Menéndez quiere darle calmantes pero Akira se lo impide. María está débil y su corazón sufre y se debilita. Los calmantes le aliviarían según Menéndez. Akira lo admite pero asegura que no le curarían la debilidad cardiaca, además de que esos medicamentos causan adicción y pasados los efectos estimulantes le volvería el nerviosismo. Y él quiere que esa agitación se disuelva con otros estimulantes naturales, como la presencia cercana de los seres queridos.

—Quizá tarde en ponerse al día al ver tantos cambios. Cuando su mente marchó, Julio tenía once años y yo diecinueve —dijo Carlos—. Nos ha reconocido, claro está, pero no somos para ella los que éramos antes de la memoria recobrada. Ahora está el añadido de los años olvidados. Y ella debe unir ambas partes.

—María ha despertado en 1956, como si no hubiera tenido lugar el intervalo —resumió Julio—. No ha olvidado lo vivido desde entonces, pero estos cuarenta y siete años ya no son exactamente los mismos porque están imbricándose con los arrinconados y ese acoplamiento le produce una perspectiva y una interpretación diferentes. Yo creo que eso es lo que le causa la agitación, pero Akira dice que no, que es el pasado lo que le hace sufrir.

Pensé en Jesús y en su advertencia cuando se opuso al experimento. Puede que los hechos le estuvieran dando la razón y estuviéramos provocando dolor donde antes había sosiego. Sentí una gran melancolía, como cuando se ve a las cigüeñas abandonar sus nidos y volar hacia la distancia.

—El doctor Takarada pide cautela —musitó Ishimi—. A veces recuperación es provisional y enfermo vuelve caer en mal.

Teresa se acercaba. Tenía un parecido indudable con su madre y sus grandes ojos estaban llenos de agua.

—Mamá ha recobrado la coordinación y quiere contar cosas. Reunámonos con Olga.

La habitación es una de las más amplias del hospital y dispone de un gran mirador abalconado, usado en el buen tiempo. Ahora las puertas estaban cerradas, pero al otro lado de los cristales todo el incansable paisaje se rendía a nuestras miradas mientras el invierno se reforzaba de lluvia. María, blanca como las nieves perpetuas de los Picos de Europa, estaba sentada en un sillón con ruedas y a su lado permanecía Olga. De pie y sin batas, Takarada y Menéndez ocupaban un discreto lugar. Salvo sus hijos, todos nos colocamos evitando el agobio visual para la anciana.

—Mis hijos, recuperados del todo. Aunque tarde, ahora sé que lo sois, como cuando os llevaba en mi vientre. Falta mi Jaime, tan guapo, tan dispuesto siempre… Nunca más lo veré. —Miró a Teresa—. Y a tu padre, ¿cómo pude olvidarle? Ese impulso avasallador primero, ese asombro a la vida que se abría, nuestras edades apenas despertadas… —Volvió sus ojos a Carlos—. Lo de tu padre, por el contrario, me alcanzó en plena madurez, a mis veinticinco años, en tiempos de renuncias y de amaneceres inciertos. Ahora, al recordar, lo noto fundido en mí, intensamente. Como si el tiempo no hubiera pasado siento dentro de mi cuerpo el estallido de su dolor, su amor, su desesperanza… Tan breve, tan mágico. —Concedió un respiro a su añoranza y luego tuvo un amago de sonrisa al mirar a Julio—. Mi pequeño. Lo tuyo es diferente, tan diferente… Ven a mi lado, siéntate conmigo.

—No es tarde mamá, nunca es tarde —dijo él, sentándose junto a ella.

La anciana giró el sillón y nos miró a los presentes. Sus ojos se aquietaron cuando se fijó en John Fisher, a quien nunca había visto antes. Quedó extasiada.

—No es posible que seas Charles, pero eres algo suyo.

John se acercó sonriente, le cogió una mano y se la besó.

—Soy el nieto de John, el hermano que luchó a su lado en el frente de Madrid. Él me encargó buscarla y la he encontrado.

Dejamos que un necesario silencio apaciguara el momento. Luego ella resumió.

—Veros aquí conmigo me hace tan feliz que he llorado estas noches últimas pero de forma distinta a cuando no tenía juntos todos mis recuerdos. Me apena que se hayan ido tantos años sin gozar de una plenitud compartida. ¿Cómo os pude olvidar?

Olga se armó de valor y preguntó:

—Abuela, ¿puedes decirnos qué ocurrió cuando te llego la amnesia?

—Sí, pero ¿dónde están Blas y Jesús?