Cincuenta

Todos desapareceremos sin dejar rastro.

SERGEI KOROLEV

Abril 1961

Amanecería a las cuatro en punto de ese día 12, pero Ramiro ya estaba preparado desde horas antes. Desayunó con apetito, no inquietado por el acontecimiento que, de tener éxito, daría un giro a la historia de la humanidad según algunos, como el viaje de Colón en 1492.

—¿Cómo estás? —dijo Teresa, admirando la serenidad de ese hombre que lo era todo en su vida.

—Bien —sonrió él, devolviéndole su admiración.

—Llegó el día.

—Sí.

El tiempo era estable como casi siempre y ya el calor se insinuaba. Estaban en una vivienda pequeña para ellos solos en el barrio residencial del cosmódromo de Baikonur, bajo control de Rusia, dentro de la Unión Soviética y situado en la parte sur central de Kazakstán, la más extensa de las quince repúblicas de la Unión Soviética después de la Federación Rusa. En ese lugar desértico, a doscientos kilómetros al este del mar de Aral, por donde antiguamente pasaban las rutas de caravanas que unían los grandes mercados de Oriente y Occidente, los rusos fundaron en 1955 el complejo espacial que originariamente se destinó a lanzamiento de misiles de largo alcance. Su elección tuvo que ver con lo deshabitado y tórrido del lugar, donde apenas hay precipitaciones y el sol permanece muchas horas en un cielo normalmente despejado.

Se tomaron de la mano y salieron a la oscuridad del jardín. El silencio les penetró. Ramiro elevó la vista al cielo y sorprendió a unas estilizadas nubes que navegaban como aves migratorias. Miró las estrellas, amontonadas, inacabables, empequeñeciendo las conciencias con su infinitud. Era un cielo tan límpido que esos cuerpos siderales parecían verse en sus tres dimensiones naturales.

—Te subyuga el espacio —dijo ella—. Es como si tirara de ti.

—Mira el cielo.

—Lo he mirado muchas veces, contigo.

Él tardó en hablar.

—Intento buscar sentido a esta enormidad, en que misterio estamos metidos. ¿Ves esos millones de estrellas? La ciencia no sabe si el Universo es infinito o no, ni lo que es o significa, ni de qué cosa forma parte. Es inmensurable según nuestra escala pero puede que seamos menos que átomos para otras proporciones ignoradas. Y si el cosmos es finito, ¿dónde está metido? ¿En un dedal, gigantesco para nosotros? —Hizo la pausa aconsejada para tal cuestión—. Tenemos sistemas físicos para medir las distancias y el tiempo, pero, aplicados a Astronomía, son puramente teóricos. Por ejemplo, la distancia que creemos hay entre la Tierra y otros planetas y estrellas, y la edad que atribuimos a la Tierra y al Universo. De ellos dos, el concepto de distancia puede tenerse por válido aunque con valores de aproximación. Pero en modo alguno sirve nuestra medida del tiempo, que es puramente terrestre y humano. En el tinglado que vemos, en el orden cósmico aparentemente inmutable y perfecto, puede que la formación de la Tierra esté transcurriendo no en millones de años según nuestro cómputo, sino en décimas de segundo de acuerdo a realidades inconcebibles para nuestro entendimiento.

—Muchos miembros del equipo teorizan sobre la posibilidad de que en un futuro lejano el hombre consiga llegar hasta esos mundos. Y la mayoría afirma que hoy podría ser el primer día de ese sueño.

—No. Nadie ignora que este esfuerzo económico y personal se acomete con fines militares y políticos. Ése es el único objetivo. El proyecto se aprovecha de la balística y de las experiencias con misiles. Los diseñadores somos ingenieros aplicados a la armamentística.

—Pero en el proyecto hay muchos científicos relacionados con el espacio.

—Como los técnicos, su misión consiste en aplicar sus conocimientos y hallazgos a los mismos fines militares. Su aportación es imprescindible, fundamentalmente la de los cosmobiólogos y biomédicos, ya que estamos ensayando el envío de un artefacto tripulado al exterior. Pero somos los ingenieros quienes construimos las astronaves, los instrumentos de orientación y estabilización, los cohetes compuestos, las rampas de lanzamiento, las plantas de combustibles y hasta los deflectores del chorro para dirigir los cohetes. Y sabemos que nuestros trabajos no van más allá de lo planeado por los estrategas del poder militar.

—Siempre está la esperanza de un objetivo superior.

—No hay duda de que es un intento encomiable aunque sólo sea para ser más fuerte que el enemigo. Por supuesto que siempre subyace en el hombre el deseo de ir más allá en todos los campos, porque la curiosidad y el afán de saber son consustanciales con su naturaleza. Pero el viajar a las estrellas es una ilusión vana. Lo que estamos haciendo nada tiene que ver con ello.

—Los avances técnicos como el de hoy eran imposibles de considerar cien años atrás. La ciencia avanza a grandes pasos. ¿Qué será dentro de cien o de mil años?

—Hoy intentaremos situar un hombre en el espacio cercano, fuera de nuestra atmósfera. Si no lo conseguimos lo lograremos más tarde. Es un objetivo al alcance. Y puede que pisemos la Luna, que está a trescientos ochenta mil kilómetros, incluso Marte, sólo a ochenta millones de kilómetros. Pero el hombre jamás podrá viajar al extremo de nuestro sistema solar y mucho menos al espacio profundo, al confín inimaginable del Universo. ¿Tienes idea de lo que hay allá arriba?

—Intento estar a tu altura.

—Te diré lo que sabemos en teoría, según nuestra idea de tiempo y distancia. La Tierra está en un sistema solar de una sola estrella, dentro de una galaxia que llamamos Vía Láctea, donde brotan y se extinguen sin cesar miles de soles y con una «población» de más de cien mil millones de estrellas. Nuestro Sol es una de ellas. Puedes ver lo palpable de nuestra insignificancia e inutilidad. Esta galaxia es una nebulosa en forma de disco, y el cruzarla en su diámetro a la velocidad de la luz, esto es, trescientos mil kilómetros por segundo, llevaría más de cien mil años, lo que supone que tiene una longitud de unos novecientos ochenta mil billones de kilómetros, casi un trillón. ¿Te imaginas? Dentro de nuestra galaxia la estrella más cercana es Alfa, de la constelación el Centauro, que está a cuatro años luz, es decir, a unos treinta y ocho billones de kilómetros. El hombre nunca podrá viajar a la velocidad de la luz. Pero imaginando el absurdo, porque es absolutamente imposible, de que pudiera hacerlo a la de la Tierra, que es de ciento ocho mil kilómetros por hora, tardaríamos más de cuarenta mil años en llegar a Alfa y a sus planetas. Y a esa quimérica velocidad, sólo el cruzar nuestro sistema solar para visitar los otros siete planetas hasta ahora conocidos de «casa» nos ocuparía seis mil quinientos años. —Miró a Teresa, que se debatía tratando de aquilatar esas magnitudes—. La Tierra es nuestra casa, pero también es nuestra prisión. Nunca saldremos de su entorno.

—Es una bella prisión.

—Sí, pero no es de eso que hablamos. Y añado aún. Todas las estrellas de la Vía Láctea giran alrededor de un núcleo central. Nuestro Sol y su séquito de planetas tardan doscientos cincuenta millones de años en circunvalar ese centro y volver al punto de salida. Lo que significa que, en la vuelta que ahora está dando, nuestra Tierra ha visto aparecer los primeros reptiles, los grandes saurios y al hombre, quien apenas tendrá la existencia de un día en este año solar. —Consumió una nueva pausa—. Y estamos hablando de una galaxia. Pero habrá muchas, incontables, antes de llegar a ese borde fantaseado del que te hablaba.

—Siempre me sorprenden tu racionalidad y la forma de expresarla —dijo ella, impresionada por el aterrador misterio sugerido.

—Lo tremendo es que el Universo tiene que obedecer a un propósito.

—¿Dios?

—No hablo de quién o qué lo ha creado, que puede ser una forma de inteligencia fuera de nuestra comprensión. Hablo del fin para el que fue hecho. No es de razón pensar que está ahí sin más. Creo que en este enigma todo está pautado, que nada es aleatorio. Y creo, sin el menor atisbo de duda, que el hombre es un mero accidente, que no cuenta para nada en este inconmensurable misterio. Korolev y la mayor parte de los astrónomos, astrofísicos y cosmonautas del equipo son de la misma opinión.

—¿Sabes qué, amor? Me has hecho tiritar. Si no podemos entenderlo dejemos de preocuparnos. Seamos prácticos y vivamos nuestro tiempo.

Él se rindió a su sencillez y a su lógica doméstica. Mientras le acariciaba los cabellos notó que su mente volaba imantada por los recuerdos. En el viaje que hicieron a España cuatro años atrás no pudieron ver ningún día las estrellas en los cielos del Mediterráneo, Asturias y Madrid. En todo el tiempo las nubes se interpusieron obstaculizando sus anhelos, como una invitación al retorno a lo conocido. Aquí, en el Cáucaso, las nubes eran temerosas y en seguida levantaban el vuelo. Pero uno de los argumentos incontestables de España eran también su cielo y su sol. Y a ellos les fueron negados. Puede que llegaran en el peor momento, tal vez debieron darse una mayor oportunidad. Quizá… Miró a Teresa y ella supo lo que le rondaba, los sentimientos fluyendo como una corriente.

—No te aflijas por mí. Estoy bien.

—¿Cómo sabes…?

—Leo tu pensamiento. Y te quiero.

—Tu amor es lo máximo en mi vida. Pero a veces ello es un desconsuelo porque tu incondicionalidad me hace sentir egoísta. Pienso que te robo tus propios sueños, lo que tú quisieras ser en lo profesional.

—Mi sueño sois tú y los niños. Cuidar de vosotros tres llena mi vida totalmente.

—Tienes una madre en España. Sé que piensas en ella. Sufres. Veo tu rostro cuando recibes sus cartas.

Teresa volvió su rostro y contuvo una repentina lágrima.

—Ella está bien cuidada.

—He leído alguna de esas cartas. Te habla como a una hija pero hay una ausencia notoria de elementos de unión: los recuerdos, el pasado que no existe para ella por más que tú incluyas anécdotas de tu niñez. Quizá debí pensar más en ti y habernos quedado allá. Quizás a tu lado ella se hubiera curado.

—Me debo a ti. Tu presencia me hace gozar.

—Allí también la tendrías.

—Te hubiera robado tu futuro. ¿Qué serías allí? ¿Conseguirías algo parecido a lo que estás haciendo aquí?

Él la contempló en silencio y le acarició el rostro, pero no le dijo lo que en ocasiones le hacía temblar el corazón y le distanciaba de la plenitud. Y nunca se lo diría. Ella buscó el refugio de sus brazos.

—Sólo en los Estados Unidos existen proyectos semejantes pero su arrogancia los retrasa. No imaginan lo que va a ocurrir como no imaginaron lo del Sputnik I ni lo de Laika.

Vieron acercarse el autobús que recogía al equipo técnico y científico. Las luces de toda la hilera de casas estaban encendidas. Aunque se habían construido apartamentos para todo el equipo humano, hospital, escuelas, almacenes de alimentación, red viaria y emisoras de radio y televisión, aún quedaba mucho por hacer para que el lugar tuviera las dotaciones de una ciudad. Ramiro subió y el vehículo continuó su ruta. Era uno de los pocos españoles en el monumental centro espacial donde estaban los mejores ingenieros del mundo de la aeronáutica de la Unión y, junto a ellos, grandes especialistas en Matemáticas, Bioquímica y Astrofísica. A pesar de no ser del Partido Comunista, su clara inteligencia y su total aceptación del ideario soviético como forma de vida habían eliminado cualquier sospecha y el rechazo por no ser ruso. En el autobús viajaban la directora de sistemas energéticos y de propulsión, varios arquitectos de instrumentación espacial, y los expertos en comunicación terrestre. También la directora de investigación astrobiológica, y directores, ejecutivos de planta, otros ingenieros y científicos, todos silenciosos como si estuvieran en un concierto. Llegaron a la sala de seguimiento y cada uno tomó su lugar. Eran las tres y las primeras claridades del día estaban apagando las estrellas. Ya estaba allí Vasili Mishin, ayudante de Sergei Korolev, el ingeniero que diseñó este ambicioso proyecto, como todos los anteriores, tanto balísticos como espaciales, y que tan eficazmente había recogido las enseñanzas de Tsiolkovski, el padre de la Astronáutica.

A través del amplio cristal, Ramiro contempló el cohete preparado apuntando al cielo entre las cuatro grúas de apoyo. Días antes había sido transportado sobre raíles desde la nave de construcción hasta la plataforma de despegue y colocado en posición vertical mediante una potente grúa hidráulica. Distaba unos quinientos metros y en su punta no se apreciaba la esfera donde se instalaría el astronauta. Los cuatro propulsores situados alrededor del central daban la imagen definida de una lanzadera espacial, ignorada por la mayoría de la humanidad. Sólo los especialistas en esos proyectos conocían su diseño, que no difería mucho de los imaginados por los creativos de literatura y cine de ciencia ficción. En esencia era un transbordador impulsado por aceleradores distribuidos para actuar en tres fases, que se irían desprendiendo hasta dejar el módulo en órbita.

Vio pararse un pequeño autobús cerca de la base de lanzamiento. Descendieron una docena de hombres de uniforme y de paisano. Y Yuri Gagarin dentro de su traje rojo de vuelo y con el casco blanco en la mano. Los vio caminar hacia el impresionante conjunto. Las cámaras de televisión transmitían toda la escena a la sala. Korolev, con abrigo y sombrero, abrazó al astronauta y le dio los tres besos de rigor. Luego Yuri y sus auxiliares, junto con el cámara de televisión, subieron las escalerillas hasta el ascensor que los elevó hasta la entrada del módulo. Ajustaron el casco a la cabeza del astronauta, que entró con los pies por delante en la cápsula, una esfera de 2,36 metros de diámetro, donde quedó inmovilizado boca arriba y unido a múltiples cables que controlarían sus constantes vitales. No podría moverse de la postura adoptada; sólo sus manos y ojos. La espera se hizo tensa. Korolev entró en la sala de mando, y se quedó en mangas de camisa, insubordinándose de las batas blancas que lucían los demás. Hombre no muy adobado de carnes y con rostro desprotegido de alegría, su habitual escepticismo imponía al resto del equipo. Los intentos fallidos, aunque no muchos, fueron descorazonadores. Hoy no podían fracasar. Revisó los datos con los responsables de cada cometido. A las 6.05 dijo:

—Ignición.

La lanzadera A-1 de doscientas ochenta toneladas y una altura de treinta metros fue surgiendo lentamente del fragor y los gases impulsada por las veinte toberas de los cinco propulsores y quemando con rapidez el queroseno T-1. El cohete tomó velocidad y altura perseguido por chorros de fuego y humo hasta desaparecer de la vista, más allá de las ocasionales nubes. No pudieron ver la expulsión de los cuatro aceleradores externos ni el desprendimiento del cuerpo central ni el del tercer cuerpo y la cofia. La nave Vostok I adherida a los depósitos de oxígeno y nitrógeno entró en órbita a las 6.21, después de haber consumido doscientas cincuenta toneladas de combustible. Cuando las unidades de seguimiento confirmaron la consecución positiva del lanzamiento, hubo aplausos pero no la explosión de alegría que una hazaña así requería. Ramiro lo entendía porque su apaciguada forma de ser conectaba con esas frías expresiones de ánimo. En todo momento la cámara situada frente al rostro del astronauta enviaba imágenes borrosas. Cuando el satélite artificial se estabilizó en los trescientos quince kilómetros de altura se oyó la voz de Yuri. Sólo cuatro palabras para decir algo incomprensible y memorable:

—La Tierra es azul.