Y busco en mis afueras mis ansias prolongadas
por esos horizontes de duración sin tiempo
que un párpado promete levantándose lento.
Y llamo, llamo a gritos.
GABRIEL CELAYA
Enero 1957
Salió del metro de Sol y caminó hasta la plaza de Santa Ana por las estrechas callejas repletas de animación a pesar del frío. A la izquierda, el Teatro Español lucía su espléndida y blanca fachada y los carteles anunciando Las brujas de Salem, con Francisco Rabal y Asunción Sancho bajo la dirección de José Tamayo. En el otro extremo, el edificio Simeón magnificaba el área. Junto al parterre que circundaba la estatua de Calderón de la Barca, adivinó a la pareja buscada. El hombre, alto como él pero grande y aplomado; la mujer, estatura mediana, delgada, morena. Un niño con una mano cobijada en la de ella miraba jugar a otros niños con las bolas y muñecos de la nieve caída reiteradamente desde días atrás. Estaban de pie y de sus bocas salían nubecillas de vapor. Había cierto patetismo en la soledad de ese grupo aislado, resguardado en burdas ropas, como si el paisaje se negara a aceptarlo. Ella vestía pantalones, lo que era realmente llamativo. Notó una invisible señal, un temblor inexplicable. La mujer se volvió de golpe, aún lejos, tocada por esa señal. No apartaron sus ojos uno del otro. Él no vaciló en aceptar que era quien decía ser porque el parecido descartaba cualquier duda.
—Soy Carlos Melgar, el hijo de María Marrón —dijo, dando la mano al hombre y mirando a la mujer—. Y tú eres Teresa, mi… hermana.
Ella se lanzó hacia él y lo abrazó sin titubeos. Por un momento Carlos no supo qué hacer. No eran habituales ni bien vistas esas efusividades en público, aparte de la influencia que sobre él ejercía la rigurosa educación recibida. Pero la vacilación fue tan efímera como el fogonazo de un flash. Se vio a sí mismo abrazando a esa mujer desconocida y añorada, su hermana ausente.
—Tanto tiempo —susurró ella, sin quitar la cara de su pecho.
—Sí —dijo Carlos, intentando enfriar su emoción.
—Viniste a vernos desde tan lejos.
—Desde más lejos venís vosotros.
Recuperado el sosiego, Carlos los llevó a Costa del Jerte, una tasca tradicional de vinos, y a veces de voces, en la semiesquina de la plaza. Tomaron una mesa. Teresa observó que él se quitaba la gabardina y mostraba un traje gris impecable, con camisa blanca y corbata negra, en fuerte contraste con el jersey de cuello alto y la gastada chaqueta que portaba Ramiro. Ese hombre tan joven y atractivo era su hermanastro. Teresa y el niño pidieron Coca-Cola y ellos cerveza.
—Sé que eres medio hermano mío pero no nos parecemos en nada —dijo Teresa—. No te reconozco en tu rostro. No tienes nada de mamá.
—Sólo su sangre. Es suficiente.
—Sí.
Carlos sacó una cajetilla Chesterfield y ofreció a Ramiro.
—Es demasiado rubio para mí. Prefiero éste —dijo, mostrando la cajetilla de Bisonte—. Es más parecido al que fumaba en Rusia.
—¿Allí fumabas rubio?
—No, el negro Belomor. Es el que más se fuma.
—Mamá, Leonor y yo vamos a intentar que vengáis a vivir a casa. Hay sitio de sobra. Es allí donde debéis estar, junto a mamá, y no en esa pensión.
—Cuánto me gustaría, pero no estaríamos bien. Hay poca sinceridad en ese hogar, a excepción de mamá.
—¿Lo notaste?
—Ese hombre, Blas, es distante. Actúa como jefe absoluto. No nos miró con buenos ojos ni tuvo un solo gesto de amabilidad durante la visita. Parece temer que vayamos a contagiaros de algo. No se mostró muy feliz cuando mamá nos invitó a comer e hizo patente su rechazo a que nos quedáramos allí.
—Es un feroz anticomunista.
—No somos comunistas ni lo hemos sido nunca.
—Venís de la patria del comunismo y lo normal es que la gente lo crea. Puede que quiera protegerla de vosotros sin asumir que por encima de todo eres en verdad su hija, y que contigo sería más feliz.
—Y hay una sorprendente ausencia de trato entre Blas y Leonor. —Miró a Carlos y notó que él no iba a entrar en el tema.
Ramiro hizo una seña con los ojos a Teresa. La conversación no debía convertirse en un interrogatorio.
—Mamá me contó lo que hablasteis y que Jaime murió durante la guerra con los alemanes —dijo Carlos.
—Sí, un accidente —murmuró Teresa, esforzándose por no sucumbir al doloroso recuerdo—. La casa donde está mamá, ¿de quién es?
—Del Ejército. Se la asignaron al coronel.
—¿Qué coronel?
—El marido de mamá, el que desapareció. ¿No te lo dijo Blas?
—No mencionó que era militar. Cortó todo intento de hablar de él. Tampoco nos enseñaron ninguna fotografía, ni siquiera de la boda, lo que, como tantas otras cosas, es harto sorprendente.
—Sigamos con la casa —dijo Carlos, apostando por estructurar la conversación—. Su uso es de mamá y de sus hijos; por tanto, tuyo también ahora… hasta que nos desalojen.
—¿Qué quieres decir?
—Esas casas pertenecen al Patronato de Casas Militares. No están en venta. Cuando el designado cambia de destino o muere, la vivienda debe quedar libre.
—Eso significa que creen que el coronel puede estar vivo.
—Quién sabe. Desapareció el año pasado. Oficialmente no está muerto pero, al haber ausencia luego de un largo tiempo, suponemos que el Patronato, que ha tenido el gesto de no actuar por consideración al estado en que se encuentra mamá, resolverá en consecuencia en su momento. Así que, si no aparece en un tiempo prudencial, habrá desalojo. No se hizo antes porque la desaparición de un jefe del Ejército no es un asunto baladí. El caso levantó una gran conmoción interna en el Ejército. Es de suponer que siguen investigando.
—¿Qué se supone que le ocurrió?
—Hay teorías pero ninguna certeza. Puede que alguien lo sepa. Si es así lo tiene muy callado. Quizás el coronel o alguna pista aparezcan algún día para aclarar el misterio.
—Blas dijo que la desaparición del coronel condujo a mamá a ese estado. ¿Cierto?
Carlos apagó la colilla y se tomó un rato antes de contestar. Miró al niño y la fascinación que sobre él ejercía la Coca-Cola. En una mesa del fondo varios hombres y mujeres reían y hablaban en voz alta y a la vez, cada uno sin escuchar a los otros.
—Pudiera ser, aunque ya venía resintiéndose con depresiones desde tiempo atrás. La desaparición del coronel fue como la gota que colmó el vaso.
—¿Depresión? ¿Qué le preocupaba?
—Es largo de contar. No es el momento.
Ella le miró fijamente y supo que las confidencias por ese lado habían llegado a su fin.
—¿Por qué cuando te refieres a tu padre lo llamas coronel?
—Forma parte de la educación castrense recibida. Estableció… bueno, le gustaba que lo llamáramos así. Incluso mamá lo hacía.
—¿Mamá no recibe asignación del Ejército?
—No. Si hubiera certificado de defunción cobraría una pensión, pero como está desaparecido no hay tal certificado. Es lo mismo que si hubiera desertado de su empleo. Por eso no hay paga.
—¿Blas también es militar?
—Lo fue hasta hace un año. Estuvo siempre junto al coronel desde la guerra de África. Está metido en negocios muy florecientes. Podría llevarla a un buen piso, pero tiene la esperanza de que mamá recobre la memoria. Por eso no quiere llevársela de allí, su hogar. Se ha involucrado totalmente en esa empresa. De ahí ese control que mencionas.
—Es contradictorio. Si así fuera no nos hubiera despachado porque nuestra presencia podría ayudar a que mamá recobrase la memoria, comunistas o no. Aquí hay algo raro.
Carlos se abstuvo de responder.
—¿Qué tal tu relación con él? —indagó Teresa.
—Nunca tuvimos mucho trato. Apenas nos vimos. A partir de la desaparición del coronel eso cambió. Siempre se portó bien.
—Háblanos de ti.
—Soy alférez de Infantería y hago mis últimas prácticas en África para salir de teniente dentro de un año. Nunca llegaré a serlo. Dejaré el Ejército. Haré Periodismo.
Teresa se llenó de incomprensión. Miró a Ramiro y captó su mensaje de cautela.
—¿Tú sabías de nuestra existencia? —dijo, cambiando de tercio.
—Hace dos años mamá me lo dijo —aceptó él mirando los profundos ojos de su hermana.
—¿Por qué no nos escribió?
—Tus cartas dejaron de llegar años atrás, cuando aún estábamos en la otra casa. No contestabas a las muchas que ella te envió sin desmayo.
—Nunca dejé de escribir. Hablamos de ello en tu casa. ¿Qué ocurrió con toda esa correspondencia cruzada? Blas dijo que no sabía nada, lo que es absurdo si tan unido estaba a mamá y al coronel. ¿Tú sabes algo?
—No. Estuve interno en un colegio; luego en Zaragoza y en Ceuta. Muchos años fuera de casa.
En ese momento uno de la mesa del rincón se arrancó por bulerías y los otros batieron palmas. El niño no fue el único en maravillarse.
—Es increíble el desenfado que muestra aquí la gente, su vitalidad —dijo Ramiro—. Allá es distinto.
—Notaréis muchas diferencias.
—Sí. Nos gustó mucho el ambiente navideño, los nacimientos, esos puestos en la Plaza Mayor… Fue una gran experiencia para nosotros, sobre todo para el niño. Y no digamos la cabalgata de Reyes. Fantástico.
—Allí no se celebra nada de esto, claro.
—Stalin fue muy duro con los clérigos, que desaparecieron con la Revolución. La política obligada de ateísmo fue terrible. Se destruyeron algunas iglesias históricas y las demás se utilizaron como almacenes o como locales donde predicar el ateísmo. El culto fue prohibido y miles de religiosos fueron ejecutados. Todo lo relacionado con la Iglesia fue proscrito. Pero cuando llegó la invasión alemana Stalin necesitó de todos los recursos para ganar la guerra, por lo que no podía desdeñar los que genera el clero. Así, en un alarde de oportunismo político, permitió a los sacerdotes que bendijeran las banderas de los regimientos que marchaban a los frentes. La represión fue interrumpida, los templos fueron abiertos, se repuso el Patriarcado y se restableció el Santo Sínodo de Moscú. A cambio recibió las colectas que hacían en las iglesias, con las que se construyeron tanques y cañones, que también eran bendecidos. Además, miles de clérigos fueron enviados a los frentes a luchar como soldados. —Ramiro hizo una pausa—. Aunque no de forma ostensible sí se permite el rito de la Navidad, que celebran normalmente gentes mayores, pero no el día 24 de diciembre, sino el 7 de enero, de acuerdo con el calendario juliano, que es el que sigue la Iglesia ortodoxa rusa.
—Lo que sí se celebra, y con gran pompa, es el fin de año —terció Teresa—. Allí hay dos nocheviejas: la del 31 de diciembre para los que siguen el calendario gregoriano, y la del 14 de enero para los que persisten en el juliano. En ambas fechas se pone el árbol y Papá Noel llega con los regalos. Aquí no hemos visto al hombre de rojo.
—Porque es una tradición pagana de los países del norte. Ojalá no llegue nunca la moda de los árboles. Ya se cortaron muchos durante todas las guerras de nuestra historia —aclaró Carlos. Un rato después se sinceró—: No sabéis la alegría que sentí al saber de vuestra existencia. Quizá si hubierais venido antes mamá no habría enfermado. ¿Por qué no lo hicisteis?
—En el 53 —habló Ramiro—, escribimos una carta al ministro de Asuntos Exteriores, señor Alberto Martín Artajo, y le dijimos quiénes éramos y que deseábamos regresar. Reiteramos la carta y no obtuvimos respuesta, lo que muchos interpretaron como que no les interesaba nuestra vuelta. Debo decir que algunos dirigentes del Partido Comunista español se opusieron a que saliéramos de Rusia. Basaban su negativa en que entráramos en una dictadura fascista como la de Franco. Stalin tampoco nos permitió volver a España. Dijo que los niños le fueron entregados por una República y que sólo los devolvería a otra República. El tiempo ha pasado y con Jruschov hay otra mentalidad. Debido a nuestra presión, y a que recurrimos a las Naciones Unidas por medio de la Cruz Roja Internacional, accedieron a nuestra salida.
—Finalmente parece que el Gobierno español os contestó.
—Sí, el año pasado, cuando ya habíamos perdido las esperanzas. Fue el mismo Martín Artajo quien nos escribió. Lo que ocurre es que el Gobierno de España teme que seamos un nido de espías.
—¿Lo sois?
—Claro —bromeó Teresa—. España es tan gran potencia que la atrasada Unión Soviética necesita copiar sus adelantos técnicos y científicos.
—Vale. —Su rostro se acomodó a la distensión—. Bien. Ahora tendremos tiempo de estar juntos y recuperar nuestra hermandad.
—No tenemos tantos días.
—Tenemos todo el tiempo del mundo. Ya dije que dejaré la milicia. Viviré en Madrid.
—No es eso, es que nos volvemos a Rusia.
—¿Que volvéis…? —dijo Carlos, sin ocultar su asombro—. ¿Por qué?
—No es la España que esperábamos. Y no tenemos nadie. Allá está nuestro mundo.
—¡Claro que tenéis a alguien! A la familia. Está mamá, estoy yo… —Se miraron con intensidad.
—Mamá es y no es mamá —dijo Teresa—. No me recuerda. Somos extrañas la una para la otra.
—Si conservara su memoria, también seríais unas extrañas. Son veinte años lo que os separa.
—Sería diferente. Estaría el recuerdo y con él volvería el cariño.
—El cariño está asegurado, aunque no te reconozca como hija. Me dijo que le gustaste mucho. Y quiere seguir viéndote.
—Iré a verla mientras esté aquí. La quiero. Pero no puede rehacerse un destino truncado. Por desgracia, nuestros caminos se dividieron hace veinte años.
—Debes de tener especiales razones para pensar así. Una madre es la máxima razón.
—Millones de personas viven lejos de sus madres. La separación se inicia en el momento mismo de la salida del vientre. —Atajó la contestación que iniciaba Carlos—. Sí, ya sé, pero tú mismo estuviste lejos de mamá. A veces es inevitable.
—Trataré de compensarle ese alejamiento. —Su voz estaba cargada de esperanza, como quien busca tesoros perdidos.
Teresa le miró largos segundos.
—Sé que ocultas cosas. Es razonable. Acabamos de conocernos. Pero si tienes algo importante que contarnos, cosas que necesites confiar, hazlo.
Él se encogió de hombros y buscó el auxilio de otro cigarrillo, aunque sus manos eran firmes.
—¿Qué quieres que te diga? —dijo calmadamente.
—Por ejemplo, que Julio no es tu hermano. No puede serlo porque tú no eres hijo de ese coronel. Es absurdo pensar que mamá se hubiera unido a un militar rebelde durante la guerra. —Dejaron que las risas y cantares de sus vecinos aliviaran sus revelaciones—. ¿Quién fue tu padre?
—No lo sé. —Se miraron intensamente y ella no supo si creerle—. Mamá se casó con tu padre por el Juzgado en 1931, y con el coronel por la Iglesia en 1941. Ese hombre ignorado entró en la vida de mamá en el intervalo. Eran tiempos difíciles pero llenos de amor y de esperanza. Supongo que moriría en la guerra. Mamá nunca me habló de ello.
—¿Te habló de nosotros y no de tu padre?
—Así es. Ya ves. Pensé que os lo habría contado en sus cartas.
—Nada nos dijo, como lo del coronel y lo de Julio. ¿Por qué nos lo ocultaría? Tuvo tiempo antes de que se interrumpiera el carteo.
—Quizá creyó que os dolería, que os avergonzaríais de ella por tener hijos de diferentes hombres. No le sería fácil deciros que había tenido una fuerte relación y que luego se había casado con un facha cuando vuestro padre era un rojo, por emplear términos de contexto. Seguramente esperaría hacerlo en el momento oportuno, que nunca llegó.
Lo miró fijamente y en sus ojos de esmeralda vio algo, quizás una súplica para que los rescoldos se apaciguaran. Cedió a la llamada. No era lógico crear un frente de disputa con el hermano soñado.
—Discúlpame, soy una tonta —dijo, cogiéndole una mano. No tenía el calor de las de Ramiro pero era suave y fuerte y la confortó.
—Quedaos —rogó él—. Aquí hay mucho que hacer.
—Ya lo creo. Os queda mucha tarea por delante —dijo Ramiro—. Y vuestro sistema de vida niega el reparto social. Te pondré un ejemplo: el metro. Cuando entramos en el de Madrid, nos quedamos estupefactos ante la fea desnudez de su construcción. Red minúscula, estaciones pequeñas y estrechas, vagones lentos e incómodos, el ruido atronador de las vías mal ensambladas. ¿Cómo ni siquiera intentar su comparación con el grandioso de Moscú, con ese derroche arquitectónico y artístico, y con la luz y el espacio de las estaciones, andenes y trenes? Fue inaugurado en 1935 y debería ser considerado una de las maravillas del mundo. Este ejemplo indica que el Gobierno soviético, en su fe por lo colectivo, ha creado obras para el servicio y disfrute del conjunto del pueblo y no de unos pocos.
—Por lo que dices, el disponer de un coche individual es una inutilidad.
—Casi una provocación. Nadie lo tiene, salvo las autoridades. ¿Para qué si los transportes públicos, los trenes y los aviones funcionan a la perfección? Aquí tenéis esa ridiculez que se llama biscuter, y ahora el Seat 600, cuyo precio es una locura. Sesenta y seis mil pesetas. Con los sueldos que hay, nadie de la clase obrera podrá tener nunca un coche. Ni siquiera una furgoneta Citroën, que creo ya se empiezan a fabricar aquí.
—Todo lo que dices es un motivo más para que os quedéis a echar una mano. Hacen falta personas creativas y bien dispuestas para el trabajo.
—Hay tanta desconfianza en las autoridades que no es fácil concentrarse en encontrar un trabajo, inadecuado por otra parte. Nos vigilan constantemente. No lo entiendo. ¿Por eso nos han permitido venir? —Miró a su cuñado, que volvió a admirarse de su gesto estoico y desapasionado, como si estuviera narrando la anécdota que ocurriera a otro—. Aunque eso de la vigilancia, si bien no tanto como la que nos prodigan a los que volvimos, creo que es parte del sistema. No veo que la gente exprese lo que piensa.
—Cierto. Pero en ese sentido no creo que en la Unión Soviética tengáis mayor libertad.
—La libertad es un concepto relativo. Allá, si no tocas la política y cumples las normas, nadie se mete contigo y puedes hacer lo que quieras. ¿Qué más libertad se necesita?
—No debe extrañarte entonces que aquí pase lo mismo.
—Es verdad. Ambos son regímenes policiales. Pero aquí he observado una cosa: la gente cambia de acera cuando va a cruzarse con una pareja de grises.
—¿Te has fijado en eso? Añadiré un dato: nadie mira a los guardias fijamente a los ojos.
—Esto en Rusia no ocurre. Quizás estén pasando cosas peores. Pero no trascienden a la convivencia ciudadana. Y allí los policías son parte del pueblo.
—¿Es mejor una dictadura de izquierdas que una de derechas?
—Ninguna dictadura es buena. Pero con nosotros, los niños españoles, los soviéticos hicieron una excepción sin parangón. Nos alimentaron, nos cuidaron, nos dieron estudios. En ningún momento nos quitaron nuestra condición de españoles ni nuestro idioma.
—En cualquier caso, ni loco quiero un régimen como el soviético.
—Parece que hay muchos que no están de acuerdo con éste. Leí que hubo enfrentamientos en la universidad en febrero del año pasado entre falangistas del SEU y otros estudiantes, y que muchos de estos últimos acabaron en la cárcel. ¿Significa que el Régimen se tambalea?
—Para nada. Está muy fuerte y esas revueltas son ilusorias. Es cierto que hay un sentimiento de insatisfacción y de inseguridad ante el futuro. Pero los cabecillas que organizaron las revueltas son hijos de abogados, médicos, catedráticos, gente del Régimen. Fue una confrontación engañosa, un reto lleno de impunidad porque no les tocaron un pelo. Decían que rechazaban las estructuras sociales burguesas, la universidad clasista y el sistema capitalista, que es lo que ataca precisamente Falange. Era un lenguaje cambiado.
—Me pierdo un poco. Tengo entendido que la Falange de ahora no es la de José Antonio, que es un partido subordinado a Franco. Por tanto, esos estudiantes burgueses protestaron contra el sistema retrógrado.
—Es cierto. Pero se manifestaron los únicos que podían hacerlo. ¿Qué perdieron? Algunos el curso. Pero ¿y el llevar siempre en su historial personal el haber luchado contra el franquismo del que están viviendo cómodamente? Quizás ése fue el propósito, aparte de la ebullición de la sangre. La mayoría son conservadores y lo seguirán siendo en un futuro, y con todos los privilegios de la clase que dicen querer combatir. Los pusieron en libertad en seguida, terminarán sus estudios y muchos se instalarán en la derecha a la que pertenecen.
—¿Quieres decir que fue una revuelta de gente del propio Régimen?
—De hijos de gente del propio Régimen. Por supuesto, hay fuerzas ocultas: el Partido Comunista, la CNT, los socialistas y los monárquicos por ejemplo, que laboran por el fin de la Dictadura. En aquellas algaradas había gente de las izquierdas disimulándose en el follón. Pero ninguno capitaneó la revuelta. Los habrían molido a palos.
—Me da la sensación de que estás de acuerdo con el Régimen.
—Como tú, no me meto en política. Me encuentro a gusto con lo que tenemos. —Le miró de frente—. ¿Te he decepcionado, quizá?
—Me gusta tu franqueza. De todo tiene que haber en la vida. Pero me quedo con el régimen soviético. Por lo que he vivido, es el mejor sistema. No creo que los rusos quieran otra forma de vida.
—¿Crees que el bolchevismo perdurará?
—Es más propio decir el «sovietismo», que significa «gobierno de los Consejos de trabajadores». En términos de comparación es mucho más estable que el franquismo porque ha superado ya la etapa de su fundación. Ya no es leninismo, ni estalinismo. Es una idea en marcha.
—Hay más razones, aparte de lo de mamá, que nos inclinan a la vuelta a Moscú. Una de ellas lo del chico —habló Teresa—. Dicen de ponerle en un nivel más bajo que el que tiene. —Movió la cabeza—. Y luego está que nos obligan a casarnos.
—¿Es que no estáis casados?
—Claro que sí, por lo civil, que allí es la única forma de contraer matrimonio. Un día de diario fuimos al juzgado con dos amigos de testigos, sin ceremonia ni fiestas ni viaje de bodas. Yo apenas había cumplido los dieciocho y era virgen. —Se miraron y Carlos vio en ellos tanto amor que se conturbó. Era como si se hubieran quedado aislados del mundo, solos en la maraña de un sentimiento indescriptible—. Nos dimos el sí y él me regaló un ramo de flores de nenúfar, que sólo resistió ese día porque sólo una vez se dice el sí con amor y convicción. Sólo una vez. Y no hay nada que se pueda comparar con ese momento. —Se cogieron de la mano—. Ya nos habían asignado una casa de la fábrica. Estábamos solos. Un día. Al siguiente volvimos al trabajo… —La rememoración les envolvió y silenció todos los ruidos. Luego ella se desligó del hechizo y murmuró—: ¿Por qué hemos de casarnos por la Iglesia? Y eso no es todo. También nos obligan a bautizarnos, a los tres.
—No es una acción perversa en contra vuestra. El bautizo es condición indispensable para casarse por la Iglesia. Sólo el matrimonio religioso es el reconocido por el Estado y sólo mediante él pueden obtenerse todos los derechos y amparos para las esposas e hijos. Tomadlo como un trámite administrativo.
—¿Y qué me dices del trabajo? Oigo que la gente empieza a emigrar a cientos.
—Muchos lo hacen no por carecer de empleo sino por ganar más. La verdad es que los sueldos son muy bajos, pero hay trabajo.
—En la Casa Sindical, enfrente del Museo del Prado, ¿sabes cuál digo? —Carlos asintió—. Bueno, pues ahí han montado una oficina con gente de los sindicatos, precisamente los que nos acompañaron desde Estambul, para buscarnos trabajo a los niños de la guerra. Yo soy ingeniero aeronáutico pero aquí no hay industria de aviación. Me ofrecen empleo de mecánico, incluso de chófer. Estoy formado para no despreciar ningún trabajo, pero creo que no debo renunciar a mi profesión porque en ella puedo rendir gran provecho.
—Ingeniero aeronáutico. —Le miró—. En verdad que eso aquí no tiene salida por ahora.
—Hubiéramos deseado estar más con la madre de Tere, pero ese tiempo no lo marcamos nosotros. —Ramiro sostuvo la muda pregunta de Carlos—. Hemos sabido que pronto van a impedir el retorno a Rusia de aquellos de nosotros que quieran hacerlo. Como ves, no hay margen para pruebas.
—Y no hablemos de la vivienda —añadió Teresa—. Hay pocas, en malas condiciones, y en ellas viven muchas familias apelotonadas: abuelos, tíos, primos… Dicen que hay un plan de viviendas, pero son de venta. A lo más que podríamos llegar es a vivir de inquilinos con algún matrimonio anciano.
—Dices que vuestra casa era de la fábrica.
—Sí, allí es lo normal. Millones de personas viven así.
—¿Cómo es?
—La compartimos con otro matrimonio, él mecánico y ella médico. Usamos el baño y la cocina en común. Tenemos dos habitaciones para cada uno. Más que suficiente.
—No veo mucha diferencia con lo que aquí rechazáis.
—Sí la hay. Aquí hay que pagar por el alquiler eso que llamáis «traspasos», algo inconcebible en Rusia. Además de que la casa de allá es grande, no pagamos nada; ni luz, ni agua. Es todo gratis. Para ser exactos, pagábamos dieciséis kopecs por el gas y el dos por ciento del sueldo por la vivienda. Allí ganaba mil rublos al mes, y no nos sobraba. Pero aquí me ofrecen ochocientas pesetas por trabajar de mecánico, totalmente insuficiente para cubrir los mínimos gastos.
—O sea, que vivíais a expensas del Estado. Una bicoca.
—No exactamente. Es una filosofía de vida diferente. Todos vivimos del trabajo de todos. El rendimiento personal, lo que se produce, no es para el enriquecimiento de unos pocos sino para el Estado, que distribuye equitativamente entre la población.
—¿Equitativamente?
—Hombre, la mayoría sí. Supongo que gente alta del Partido tendrá algunas prerrogativas. Pero allá no existe el lujo diferenciador que hay aquí. La garantía de que en el pueblo soviético no hay diferencias de clases se evidencia no sólo en el hogar común sino en los sueldos. El mecánico que vive con nosotros gana con los destajos más que su mujer y que yo. Las horas extra que ambos hacemos, ella en el hospital y yo en la fábrica, no están recompensados económicamente.
—Es casi imposible de creer.
—Créetelo. Tan cierto como que no existen los mendigos.
—¿No hay pedigüeños por las calles? ¿Quieres decirme que todo el mundo vive bien?
—No, allá falta mucho para alcanzar los niveles de Occidente, pero nadie pasa hambre y la mendicidad está erradicada.
—Ya veo que os han adoctrinado a fondo.
—No es tanto eso, que no niego, como la constatación de una realidad. La propiedad privada estimula la desigualdad, el egoísmo y el ansia de poder, en lo económico y en lo político.
—Volvéis entonces a la rutina conocida —se lamentó Carlos.
Ramiro enlazó la mirada con la de su cuñado.
—¿Mantendrías una confidencia?
—La tumba.
—En un lugar secreto de la Unión Soviética hay un centro aeroespacial.
—¿Eso qué es?
—La culminación de la aeronáutica. Una industria nueva dedicada a proyectos para enviar satélites artificiales fuera de la órbita terrestre. La idea es dominar los cielos, la conquista del espacio. Se están invirtiendo enormes recursos económicos y humanos para, en pocos años, enviar un artefacto fuera de la atmósfera y, si se obtiene éxito, mandar a un hombre. Me han ofrecido integrarme en esa aventura. Como puedes comprender, es algo imposible de rechazar. Un sueño al alcance de pocos. Ésa es la razón principal por la que volvemos.
—¿Es posible lograr esa técnica, el sueño de Julio Verne?
—Sólo dos países pueden hacerlo. Los Estados Unidos llevan trabajando en ello desde hace años en Cabo Cañaveral. No tienen idea del programa soviético. Habrá una carrera para ver quién domina esta ciencia. Es un trabajo fascinante; un reto no desdeñable que en España será difícil se pueda dar porque ni siquiera tiene una industria aeronáutica simple.
—Entiendo que no quieras quedarte aquí. Menuda diferencia.
La conversación languideció como si lo hubieran dicho todo, con tanto aún por descubrir.
—Estos viajes, tanto el de venida como el de vuelta, ¿os los pagáis vosotros?
—El Gobierno ruso nos pagó el de venida. Nosotros cubriremos el de regreso, aunque creemos que allí nos lo reembolsarán con su habitual generosidad.
—Por lo que he oído, puede que no haya tal generosidad sino el dinero del Banco de España.
Ramiro analizó a Carlos.
—Es la segunda vez en pocos días que alguien habla de ese dinero. ¿Puedes explicarlo?
—¿No lo sabes? —Vio el desconocimiento en los ojos del asturiano—. El entonces ministro de Hacienda, el doctor Negrín, previo Decreto de incautación, en septiembre del 36 envió todas las reservas metálicas del Banco de España a Cartagena con el fin de salvaguardarlas. Como alguien dijo: «El tesoro de una antigua nación acumulado a lo largo de los siglos». Hay que decir que España era uno de los países con más reservas de oro, lo que le daba un gran prestigio, ya que, como supongo no ignoras, el oro en aquellos años era la garantía de la economía y la solvencia de un país.
—¿Un solo hombre podía hacer eso?
—No. En realidad estaba amparado por el Consejo de Ministros y tenía el aval y firma del primer ministro, Largo Caballero, y del presidente de la República, Manuel Azaña. Es decir, el responsable fue el Gobierno entero.
—¿De cuánto dinero se trataba?
—Según parece, se trasportaron diez mil cajas que contenían más de dos mil millones de pesetas oro.
—¿Y todo se envió a la Unión Soviética?
—No, pero sí una cantidad enorme, la mayor parte de esas reservas. Unos mil seiscientos millones de oro amonedado y en barras, contenidos en siete mil ochocientas cajas. Más de quinientas toneladas de metal, más de quinientos millones de dólares de entonces. Quizá nada ilustra lo que fue esa cantidad de dinero como la confesión de Walter Krivitsky, jefe entonces del espionaje soviético en España y uno de los implicados en el envío. Dijo: «Era tanto el oro llegado en el último cargamento que, colocados los lingotes unos junto a otros como baldosas, cubrirían por completo los setenta mil metros cuadrados largos que tiene el suelo de la Plaza Roja de Moscú».
Teresa y Ramiro se miraron.
—¿Por qué se envió a la Unión Soviética?
—Resulta inexplicable por muchas razones que tuvieran o creyeran tener los responsables republicanos. Puede entenderse que se trasladara de Madrid porque en esas fechas la capital parecía que iba a caer en manos de Franco, y si eso ocurría el general sublevado tendría las finanzas necesarias para ganar la guerra. El mismo Gobierno en pleno se trasladó a Valencia. Pero Cartagena era un lugar muy seguro, dentro de la zona republicana más segura de entonces, y allí había diversos cuarteles. Era también importante base naval con astillero y disponía de la mayor parte de la Flota. Muy cerca estaba San Javier con su base aeronaval. No había un sitio que ofreciera más seguridad en toda España. Y además, la guerra acababa de empezar prácticamente y la República controlaba la mayor parte del país y todas las provincias industrializadas. Por todo ello, salvo los actores principales, pocos entendieron la prisa por sacar ese tesoro del país y enviarlo a uno cuyas garantías democráticas, y por tanto sus compromisos legales, eran inciertas.
—¿Cuándo ocurrió?
—En octubre, menos de un mes de su llegada a Cartagena.
—¿Qué pasó con ese oro?
—Nunca se devolvió nada. Los rusos dijeron que se gastó en el material de guerra que enviaron, sin aportar datos. No lo cree nadie. Con el tiempo saldrán papeles justificativos que carecerán de credibilidad. En realidad fue un expolio. Así lo entendieron muchos funcionarios del Banco de España cuando vieron sacar esos diez mil cajones y dejar totalmente vacías las grandes cajas fuertes. Estaban desmoralizados, no se creían lo que estaba pasando e intuían que ese tesoro nunca retornaría. Por eso el cajero principal, cuyo nombre y firma estaban en los billetes circulantes, se suicidó en un arrebato de impotencia y responsabilidad extrema.
Estuvieron mirándose, tratando de entender la magnitud de esos hechos.
—¿Crees que ésa fue la causa de que la Unión Soviética nos tratara tan magníficamente?
Carlos vio un débil brillo de desconcierto en los serenos ojos de Ramiro.
—Aunque hasta hoy ignoraba la forma de vida tan envidiable que tuvisteis, no creo que tenga nada que ver una cosa con la otra. Stalin hizo cosas tan contradictorias que no obedecían a ningún razonamiento lógico. No le veo usando ese oro para vuestro mantenimiento.
—Es lo que creo. Stalin tendría su fórmula de financiación, ya que el Padrecito controlaba el país con mano de hierro, incluidas las finanzas. No necesitaba el oro español para eso. En cualquier caso, el afecto recibido por las autoridades eran genuinos. Y no hablemos del pueblo, la gente normal. Todo el mundo nos acogió de tal manera que es imposible que lo hicieran por razones mercantiles. Seguramente, como nosotros, nadie del pueblo ruso sabía de ese oro.
—Bueno, eso no lo vamos a resolver nosotros. Así que os invito a comer. Por aquí hay buenos restaurantes.
Salieron y Teresa se admiró de los azulejos que lucían las fachadas de Villa-Rosa.
—Es un tablao flamenco nocturno. Aquí vienen artistas de la copla y el cante jondo, y es lugar de reunión de toreros famosos, ganaderos, artistas de teatro y de cine, poetas y escritores. Lástima que con el niño no podamos ir, y no creo que lo que ponen en el Teatro Español le encante —dijo, señalando los carteles—. Creo que os gustará más una película americana de un cine de la Gran Vía.
—Bien —se alegró Teresa—. Me maravilla oír cómo los actores hablan en español.
Más tarde, al entrar en el Capitol para ver Trapecio, con Burt Lancaster y Gina Lollobrigida, Ramiro y Teresa se sintieron cohibidos. Nunca habían visto un cine tan lujoso en Moscú.