Cuarenta y siete

Febrero 2003

Jesús abrió los ojos.

—Creí que te habías dormido —dijo Olga. —Se me fue el santo al cielo.

Yo miraba una reproducción en bronce del monumento al Cid Campeador cuyo original, según rezaba una placa, está situado en la plaza del Mío Cid de la capital burgalesa y es obra de Juan Cristóbal González Quesada. Es una escultura con fuerza. Pero en realidad estaba reflexionando sobre lo escuchado. Olga me espetó:

—Di algo, Corazón. No has venido a admirar las figuritas.

—¿Qué quieres que diga?

—Tu opinión sobre la autoría del robo y lo que ha dicho Jesús.

Me tomé el tiempo justo para aquietar sus disputas.

—Vayamos por partes. Los datos sobre el robo que tan prolijamente detalla Jesús sólo pudo obtenerlos por tres medios. Uno, por él mismo si hubiera sido el ejecutor. Dos, de la investigación policial. Tres, que se lo explicaran más tarde los mismos actores. —Hice la pausa adecuada—. Analicémoslos. Uno. Jesús no fue porque de serlo no se involucraría en una información que podría sugerir su culpabilidad.

»Dos. Hace poco, un antiguo residente en Marruecos me dijo que Franco cambió a los tres ministros que probablemente participaron en ese proyecto fallido del Rif. Aunque todo es posible, y más habiendo dinero por medio, no es imaginable que ellos ni nadie del Gobierno vulneraran el secreto que los unía en tan importantísima empresa ni que participaran en el hecho delictivo. Era gente con sus necesidades políticas y económicas cubiertas. Estaban en lo más alto y es de asumir que totalmente interesados y comprometidos en que el plan saliera bien porque ése sería su mayor premio. Aunque el robo de cien millones habría causado gran perturbación, al ser de alto secreto gubernamental lo mantendrían en informes internos. Pero, a pesar de la censura, hubiera sido difícil silenciar una sentencia a los culpables, de haber sido hallados. Porque el delito no prescribe aunque el bien se devuelva. Puede ser un eximente pero hay que pagar la pena por la fechoría. Mas aquí no hubo proceso judicial y ningún familiar pasó a prisión, lo que significa que Jesús no obtuvo de la intervención policial la información que nos ha brindado.

»Antes dije que no hubo inculpación familiar. ¿Por qué lo de familiar? Porque la lógica me lleva a considerar que sólo de la familia procedieron los hechos y su desarrollo. Aparte del Gobierno, el coronel era el único que disponía de esa información. Debo entender que algún pariente, por descuido en la custodia del secreto o por otras causas, pudo detectar que algo extraordinario acontecía en la vida del jefe militar. El captador tenía que ser alguien cercano, de confianza. Y dada la magnitud del asunto es por lo que descarto la intervención ajena, porque desbordaría su aplicación. Al llegar aquí, los sospechosos quedan definidos. ¿Quiénes de la familia eran jóvenes, fuertes y conjuntados? —Miré a Olga—. ¿Quiénes vivían en la acción?

—¡Los mellizos! —exclamó, redondeando sus ojos.

—Exacto. Eran tenientes legionarios, activos por definición y tenían su base en Ceuta; es decir, andaban por esos parajes. Ya tienes ahí el tercero de los puntos de reflexión. Ellos informaron a Jesús de todo lo que nos ha contado.

—O sea, que los mellizos usaron de una teórica indiscreción del coronel para enterarse del plan. ¿Cómo pudieron detectarlo si ellos estaban en África y el coronel en Madrid? —dijo Olga mirando a Jesús, que se encogió de hombros—. Y si tú y los mellizos no os hablabais, ¿cómo pudiste saberlo a través de ellos?

—Ellos no me hablaron de sus planes. Yo estaba avisado. Lo que hice fue llamarles, superando mis escrúpulos, para que desistieran del robo.

—¿Quién te avisó?

—La misma persona que te envió la nota que puso en marcha esta investigación —intervine.

—¡Leonor…! ¿Y cómo lo supo ella? ¿Por otro descuido, esta vez de los mellizos?

—Posiblemente —dije, mirando a Jesús, que se mantuvo callado.

Olga lo miró a su vez y reflexionó en voz alta.

—Entonces tu madre te informó para que frenaras a tus hermanos, aunque tarde según parece. —Jesús continuó fiel a su silencio—. Pero entonces los mellizos embarcarían en Málaga, en el mismo barco que el coronel. ¿Cómo es que no se vieron?

—No era tan fácil —razonó Jesús—. Los transbordadores siempre iban llenos. Eran cientos de viajeros, la mayoría militares en aquellos años. Todo tipo de uniformes, galones y estrellas. Además, los mellizos procuraron hurtarse a cualquier reconocimiento.

—¿Adonde fue el dinero robado? —inquirió Olga.

—Se lo quitamos. Abortamos el plan y les obligamos a confesar dónde lo escondían. Ya para entonces los investigadores habían tenido conocimiento de que la furgoneta había sido robada de los talleres del cuartel de Caballería motorizada de Sevilla. Le siguieron la pista y la encontraron una semana más tarde a las afueras de Badajoz con todo su equipo completo de herramientas y piezas de repuesto, por lo que la policía creyó que el botín podía haber pasado a Portugal. No estaba allí sino en un furgón aparcado en el pueblo de Barajas, cerca del aeropuerto.

—Ah, ésa es la explicación de que os hicierais ricos en poco tiempo. Los cien millones que os quedasteis.

—Tienes obsesión con eso. El dinero fue devuelto al Estado.

—¿En serio? ¿Cómo lo hicisteis?

—Por teléfono dijimos a la policía dónde podían encontrarlo. No dejamos pistas. Por supuesto, no hicimos delación de los mellizos.

—¿Y ellos? ¿Confesaron sin más?

—Mi intervención para que devolvieran el dinero les enfureció. Su sueño de hacerse ricos de golpe se eclipsó. Pero su decepción fue tan absurda como insensato era el plan. No tenían posibilidades.

—¿Por qué carecían de posibilidades?

—Porque con ese dinero no podían ir lejos —tercié—. La lógica dice que los billetes estarían numerados; es decir, marcados. Nunca podrían usarse salvo para el fin propuesto.

—En efecto. Obviamente la policía continuó la investigación en busca de la autoría. No llegaron a una conclusión definitiva porque la desaparición del coronel les impidió un testimonio posiblemente claro. Con el dinero recuperado, las motivaciones para la investigación dejaron de tener peso y al final se archivó el caso.

—O sea, devolviste la pasta por inservible.

—No. Por dos razones. Porque, aunque te decepcione, Blas y yo somos honrados y lo hubiéramos hecho igual aun valiendo el dinero. Era un mal que debía repararse. Y en segundo lugar, y en no menor medida, porque si no aparecía todo gravitaría negativamente sobre la familia, quizá de por vida, lo que sería insoportable a la larga. No tendríamos futuro, sometidos a vigilancia y sospecha para los restos.

—Dices que tu irrupción les enfureció. ¿Qué pasó luego?

—Cuando entendieron que el dinero no valía y que podrían haberse quedado sin porvenir, quisieron hacer las paces y buscaron restablecer la relación perdida. Fue un intento fallido. La distancia entre nosotros era antigua e infranqueable.

—Debieron de ser muy poderosos los motivos para que no renunciaras a mantener esa distancia, que dura tantos años.

—Lo fueron.

—Tuvieron audacia esos chicos al dar el golpe —opiné.

Hubo en sus ojos un chispazo, algo parecido a la admiración. Como si en el fondo estuviera orgulloso de sus odiados hermanos.

—A pesar de la estupidez del asunto, porque nunca podrían disfrutar del dinero, como misión en sí fue perfecta, de eso no cabe duda. Al desembarcar en Melilla a las ocho de la mañana condujeron la furgoneta hasta Ceuta, pasando sin inspección la «frontera» nominal de Beni Enzar y entraron en el Protectorado. Todo el territorio estaba pacificado porque el FLM sólo actuaba en la parte francesa, pero había que tomar precauciones con las partidas incontroladas. Cuando los españoles asumieron su papel de protectores no existía una carretera directa de Melilla a Ceuta. Los transportes se hacían por barco. España construyó esa carretera, que, como muestra del interés por esa tierra, fue mucho mejor que la mayoría de las existentes en la Península. Durante el viaje esquivaron Villa Sanjurjo y todas las poblaciones importantes. Pararon en un paraje desértico y trasladaron los billetes a unos cajones, cubriéndolos con materiales de reposición. Luego llenaron las cinco maletas con piedras y las echaron al mar desde un acantilado. Cruzaron la otra «frontera» de Castillejos y entraron en Ceuta, donde embarcaron en uno de los vapores diurnos. Existían, como ahora, las aduanas correspondientes de Málaga-Melilla y Algeciras-Ceuta, pero las que en realidad funcionan son las peninsulares, porque el contrabando pasa de África a España y no al revés. Podía pensarse que habría un escollo en la aduana de Algeciras, al desembarcar. Nada más lejos de la realidad en cuanto a los militares, al menos en aquellos años del Protectorado. Los miembros del Ejército tenían vía libre para pasar a la Península cuanto les pluguiera, tanto a los soldados a su escaso nivel como a los profesionales en su ilimitada medida. Podían traer de todo: coches, electrodomésticos, mil cosas, e incluso tabaco, que era el contrabando tan perseguido entonces como ahora la droga. Así, los cien millones pasaron tranquilamente en esos cajones de madera.

—Pero no sólo fueron audaces sino muy creativos. Concebir una trama así está al alcance de pocos —dijo Olga mirando a Jesús—. Porque, según lo que cuentas, los mellizos serían los diseñadores del plan, ¿no?

—Eso parece —contestó él, parapetado en su hieratismo.

—En cualquier caso no pudieron intervenir en la desaparición del coronel porque cuando ocurrió ellos estaban volviendo a España con el dinero. —No obtuvo respuesta—. Por tanto hubo un tercer hombre, o quizás un cuarto.

—Un momento —dijo Jesús—. ¿A qué viene eso de relacionarlos con la desaparición del coronel, siquiera para exculparles? ¿Y qué es eso del tercer hombre?

—Ya lo dije. Porque la carta de Leonor sugiere algo anormal. Y después de escucharte sobre la trama del dinero, intuyo que el coronel pudo ser asesinado.

—Vuelves a tus locas elucubraciones.

—Por tanto —siguió considerando Olga—, no es descabellado pensar que ese hombre era cómplice de los mellizos y el plan incluía la muerte del coronel. ¿Qué dices a eso?

—Que tienes la mente calenturienta. Es una observación tan absurda como el pensar que los mellizos desearían ver muerto al coronel. Ellos sentían por él un gran cariño.

—Menudo cariño. Lo demostraron robándole.

—Una cosa es robar y otra matar.

La carta de Leonor no daba pie en modo alguno para las conjeturas que tan descaradamente exponía Olga. Era, sin embargo, una interpretación sugerente: los tres hermanos confabulados en un plan de robo que incluía la desaparición forzada del coronel, al fin un tío-primo segundo. ¿Con qué propósito? Para impedir su inevitable reacción cuando regresara y supiera del robo o para involucrarlo directamente en las sospechas que se abrirían con las investigaciones. La segunda opción sería la más lógica y probable pues su ausencia induciría a situarlo como culpable y por ahí se lanzarían los sabuesos, que es lo que finalmente sucedió. Las suposiciones de Olga estaban avaladas por la actitud cautelosa de Jesús, además de que daba perfectamente el perfil de ese tercer hombre asesino, en el supuesto de que hubiera existido. Pero ello contrastaba con la impresión de sinceridad que me produjeron los mellizos respecto a su cariño hacia el coronel, lo que invalidaba un acuerdo de ese calado. Claro que nada es inverosímil en esta vida y yo también me equivoco. Quizá lo de Olga no era insensatez sino intuición.

—Ni se te ocurre considerar como cierta la versión oficial —dijo Jesús con notorio hastío.

—¿Lo de que se ahogara?

—Sí, la de que por accidente cayera al mar y nadie lo viera.

—Es difícil de creer que el coronel fuera tan torpe.

Él miró la hora en su reloj de oro. Su respuesta estaba colmada de aburrimiento.

—En el Mediterráneo, el mar de la civilización, han estado ahogándose personas desde el principio de los tiempos. Millones. Tontos y listos, jóvenes y viejos, en paz o en guerra. No es muy brillante por tu parte haber cuestionado ese veredicto.

En ese momento sonó un zumbido. Jesús descolgó un teléfono y escuchó. Luego dijo:

—Vaya lenguaje. Dicen que «María da síntomas de que sus procesos psíquicos inconscientes pueden estar preparados para el intento de la expulsión de su amnesia». El profesor Takarada pide que vayáis a Llanes y «estéis presentes para cuando recupere sus recuerdos».

—¡Qué gran noticia! —dijo Olga, llena de júbilo. Su expresión ceñuda había cambiado. Añadió—: Vendrás, ¿verdad?

—Cuando la enviaste allá nos prohibiste a Blas y a mí que fuéramos. No iremos ahora. No queremos verla sufrir. Esperaremos a que le llegue el sosiego que ahora queréis quitarle, si es que le llega.

—¿Qué tonterías son ésas? ¿Por qué sigues empeñado en que no se desvele el misterio?

—Hemos gastado el tiempo. Ya no es necesaria vuestra presencia aquí.