No tendrán que buscarme nunca.
Estaré donde me esperen.
CRISTINA ÁLVAREZ PUERTO
Enero 1957
—Ahí tienes papel y lápiz. Dibuja las instalaciones de la fábrica donde trabajabas y haz un memorándum de los trabajos que allí hacías. Y en este otro papel pon los nombres exactos de todos tus amigos. Tómate el tiempo que quieras. No hay prisa.
Ramiro estaba sentado en un cuartucho del edificio de la Dirección General de Seguridad con entrada por la calle de San Ricardo, a espaldas de la Puerta del Sol. Había estado allí en dos ocasiones anteriores. Era un menoscabado despacho apretado de ficheros e informes, agobiado con dos mesas que soportaban destartaladas máquinas de escribir, una ventana casi tapiada de legajos con balduques y unos tubos de neón parpadeantes. La luz del día apenas penetraba en el recinto. Más allá, un pasillo se difuminaba hacia otras dependencias igual de inquietantes. Miró la al parecer sempiterna cara inamistosa del elegante comisario, acoplado en un sillón al otro lado de la mesa, y luego a los dos agentes mal encarados que disimulaban su condición de guardaespaldas moviendo papeles en la otra mesa. No eran los de los otros días pero llevaban idénticas muecas y el mismo traje cuyo color y corte certificaban que habían sido adquiridos en el mismo lote. Se preguntó si sus gestos eran los requeridos para ese tipo de cometido o estaban capturados por las invariables circunstancias.
—Es la segunda vez que me viene con eso. Se ve que no me explico con claridad. No le voy a decir nada de lo que me pide. Pertenece a mi intimidad y a mi trabajo. No tiene nada que ver con mi venida a España.
—Precisamente para conocer las verdaderas intenciones de tu venida es por lo que te exigimos esa información —reiteró el policía con displicencia. Tenía los ojos tan esquinados que miraba de lado, como las gallinas, girando la cabeza una y otra vez.
—Ya expliqué mis motivos en la Delegación de Repatriados de Rusia que tienen en la calle Orense.
—En la Oficina de Encuestas de esa delegación se os tomaron los datos, fundamentalmente para saber vuestros conocimientos profesionales y buscaros un trabajo adecuado. Nada que ver con lo que aquí necesitamos.
—No. También repitieron los interrogatorios de Castellón. Como usted hace. No sé por qué debemos pasar por tantas oficinas y tanta machaconería.
—¿Te lo digo otra vez? La mayoría de vosotros pasó el examen. Pero otros debéis aportar datos que eliminen la sospecha de que mentís sobre vuestros verdaderos objetivos. Tu caso es de los especiales. Tenías un alto cargo en una fábrica aeronáutica. Según nuestras informaciones, a esos cargos sólo se accede siendo miembro del Partido Comunista.
—Están totalmente equivocados. Los comisarios políticos son funcionarios, no profesionales con tareas de producción.
—Eres piloto de aviones, luego te ha enviado la NKVD.
—Qué dice. La NKVD no existe. ¿Sabe lo que era?
—Lo sé. Espías.
—Era el Servicio de Información del Estado, o si se quiere, policía de seguridad, uno de los cuerpos de los que procede el KGB.
—Esa policía política soviética hizo un gran servicio de espionaje en nuestra guerra.
—¿Qué tengo yo que ver con ellos? No soy ruso.
—Como si lo fueras. Te criaste allí y te hiciste piloto.
—No soy piloto. Lo he dicho claramente.
—Vamos. Dices que eres ingeniero aeronáutico, luego eres piloto.
—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
—¿Eres o no eres piloto?
—Canseco.
—¿Qué?
—Que se repite como el ajo. No sé en qué idioma decirle las cosas para que me entienda. ¿Usted es falangista?
El comisario desorbitó los ojos y rechazó de inmediato:
—¿Yo? ¡Qué cojones voy a ser falangista! ¿A qué viene esa pregunta?
—Pues yo no soy comunista ni pertenezco a ninguna organización ni soy piloto. Lo he dicho en todos los interrogatorios.
—No son interrogatorios.
—Sí lo son. Y no tienen derecho a someterme a estas situaciones.
—¡No me cabrees, joder! Estás aquí viviendo gratuitamente. ¡Claro que tenemos derecho a pedirte que colabores!
—No piden colaboración sino delación, espionaje. No soy la persona adecuada para sus propósitos. Jamás pagaré con vergonzosos chivatazos lo que esa gente hizo por mí.
—¿Qué coño hicieron por ti? Separarte de tu familia, quitarte la fe en Dios.
—Me dieron una educación y una profesión. Y lo más importante: me enseñaron a ser una persona de bien y un ciudadano útil para la sociedad.
—Te haces el tonto, como que no entiendes. ¿No sabes que en febrero del pasado año tus jefes rusos Malenkov y Jruschov se reunieron con tus jefes españoles Pasionaria y Carrillo, con motivo del XX Congreso Internacional del Partido Comunista? Y si el ladrón de Negrín no hubiera cascado en París ese año, también habría estado con esos dos pájaros.
—No sé de qué me habla. Esas personas no son mis jefes.
—Esa reunión sirvió para colocar espías entre vosotros, agentes de la Komintern con instrucciones de infiltrarse en nuestro sistema y en nuestros sindicatos. Ya han sido detectados varios, algunos confesos.
—Me extraña eso que dice. Repito que estamos aquí por amparo de la Cruz Roja y tras una decisión espontánea nuestra, de los niños de Rusia, que tanto el Gobierno soviético como el Partido Comunista español quisieron impedir. ¿Cómo van a formar y meter espías entre nosotros si ellos hicieron lo imposible para que no viniéramos?
—Seguiremos nuestro programa de preguntas a todos los que habéis venido. Las próximas tendrás que responderlas en el Centro de Investigaciones Especiales y en presencia de los americanos de la CÍA, que tienen métodos precisos de detección de mentirosos.
—¿Los americanos? ¿Qué pintan los americanos en todo esto?
—Nos ayudan y nosotros a ellos. ¿Acaso no sabes que hay una guerra entre los Estados Unidos y la Unión Soviética?
—¿Cómo que hay una guerra?
—Sí, cojones; no están a hostias pero son dos bloques antagónicos y entre ellos hay una guerra fría.
—¿Y qué?
—¿Cómo que «y qué»? ¿Tan difícil es entenderlo?
—O sea, que ustedes quieren que haga espionaje para los Estados Unidos.
—Quieren saber lo que nosotros: a qué venís realmente.
—Bueno, ya se cansarán.
—¿Por qué defiendes a ese régimen? ¿No sabes lo que acaban de hacer en Hungría, los tanques por las calles, cientos de muertos?
—No tengo nada que ver con el Gobierno ruso ni quiero tener nada que ver con el español. Así que no insista en pedirme datos.
—Escucha, tú, tío mierda. Estoy harto de perder el tiempo contigo. ¡Ingeniero aeronáutico! Ya sé qué tipo de ingenieros sois los rusos. Especialistas en una sola cosa. Aprietatornillos, como Charlot. ¡Ingenieros…! Aquí no serías ni perito, ni siquiera oficial mecánico. Así que no te des importancia conmigo ni me toques más las pelotas.
—Si es así, ¿cómo quiere que le dibuje planos y le informe de proyectos? La incapacidad técnica que usted me atribuye me impide conocerlos. —Se miraron fijamente durante unos momentos. Ramiro añadió—: Usted acaba de poner la solución.
—¡Empecemos de nuevo! —insistió el comisario golpeando la mesa con el puño. Luego miró el cuestionario que tenía frente a sí y en el que iba garrapateando notas—. A ver. Háblame de la GPU.
—¿GPU? —Ramiro lo miró dejando constancia de su incredulidad—. GPU era el órgano de la policía soviética que se sustituyó por la NKVD. Aprecio un notorio desconocimiento en usted sobre estos asuntos.
—¿Me llamas ignorante? —Se sulfuró el comisario.
—Me pregunta sobre cosas inexistentes desde hace muchos años. Si lo sabe no entiendo la intención en hablar de ello.
—Tú limítate a contestar. ¿Tienes algo que ver con la GRU?
—¿La GRU? Eso es el Servicio de Seguridad Militar y yo soy un civil, siempre lo he sido.
El policía no se achicaba.
—Dijiste que no perteneces al Konsomol.
—Sí, eso dije.
—Ocultaste que perteneciste a él. Mentiste.
—No me preguntaron eso.
—El Konsomol es la Unión de Juventudes Comunistas Leninistas. Nada menos. Un hervidero de comunistas. Eres un comunista.
—Le diré lo que es el Konsomol. Son centros de las Juventudes Comunistas, claro, pero sus funciones no son políticas sino sociales y educacionales: ampliar los conocimientos de todos, enseñar a leer a los mayores, cuidar de los ancianos y enfermos, trabajar en los koljoses y ayudar en las obras públicas en las vacaciones; es el tramo educacional que sigue al de los pioneros, es decir, para los más jóvenes, lo que yo no soy. Pero hay más. Sus representantes son parte de las comisiones que determinan el acceso a los centros de enseñanza superiores, la concesión de becas, la asignación de trabajos a los titulados. Son la parte más importante del Consejo de la Escuela Superior de la Unión Soviética. Como ve, nada que ver con la política sino con el conocimiento. Del Konsomol muy pocos van después al Partido Comunista, que, en contra de lo que aquí se cree, es minoritario entre la población.
—Ya, una mierda. Vaya discursito engañabobos. Sois todos comunistas perdidos. ¿Y qué es eso de los pioneros?
—Todos los niños hasta los catorce años lo son. En los centros de enseñanza se iza la bandera por las mañanas, se hace gimnasia obligatoria y se estudia con gran disciplina. Por eso se les llama pioneros.
—Pioneros es otra cosa, ignorantes. Pero no te apartes del asunto. Quiero que hagas lo que te digo en cuanto a la información pedida.
—No lo voy a hacer ni puede obligarme.
—Claro que puedo obligarte. Y puedo meterte en la trena y pedir que se te enjuicie por espía.
—Usted no va a hacer nada de eso. No puede imputarme ningún delito ni presentar cargos contra mí. Y no olvide que estoy bajo la protección de la Cruz Roja Internacional y por mandato y auspicios de las Naciones Unidas.
El comisario cogió un secante y se lo lanzó a la cabeza. Ramiro lo atrapó sin descomponerse como si hubiera sido una bola de béisbol lanzada por el pitcher.
—Comunista de mierda. ¿Por qué no te quedaste en tu país?
—Éste es mi país. Y le diré más: allá nunca nos dieron un trato tan vejatorio. Todo lo contrario. Se desvivieron por nosotros.
—Naturalmente. Ya pudieron hacerlo con todo el oro que robaron a España. —Vio la sorpresa en los ojos calmados de Ramiro—. No me digas que no lo sabes. Joder, cómo ocultan las fechorías. Los comunistas españoles, tus amigos, se llevaron todo el oro del Banco de España a Rusia y dejaron al país sin un puto duro, en la miseria. Tuvieron dinero de sobra para pagarse la guerra contra los alemanes y adoctrinaros en las consignas bolcheviques.
—No sé de qué me habla ni me interesa. No me atraen las cosas del pasado. Y tiene razón en una cosa: es pura pérdida de tiempo porque donde no hay no se puede sacar. En vez de seguir con este asunto deberían ayudarnos a buscar a la madre de mi mujer. Les di los datos hace una semana. Con los medios con los que cuentan debería ser fácil para ustedes encontrarla.
El comisario vio chispazos de decepción en los ojos azules de ese hombre grande y tranquilo, y notó que su ira carecía de justificación. Le habían apretado las clavijas pero no saltaba la luz. Quizá fuera mejor acampar el procedimiento y darle una de cal. Se esforzó en parecer conciliador.
—Dejaremos el asunto por ahora. Tendrás que volver. En cuanto a lo de tu suegra, no somos insensibles. Hemos buscado y tenemos algo.
Ramiro achicó los ojos. ¿Una trampa?
—¿Qué han encontrado?
—Su domicilio actual.
—¿Están seguros de que es ella?
—Sí. —Lo miró de forma enigmática durante demasiado tiempo—. ¿Seguro que no sabéis nada de ella?
—¿Qué intenta decirme?
—Bueno, lo comprobarás por ti mismo.
Ellos estaban acostumbrados a caminar por las largas y anchas calles de Moscú. Así que decidieron ir andando. Salieron a la Puerta del Sol y pasaron a la calle de Preciados, que, según decían, era la más comercial de Madrid. Se extrañaron de que en calle tan estrecha y concurrida de peatones circularan automóviles, formando verdaderos tapones y dando insoportables bocinazos. Pasaron a la plaza de Callao y luego a la Gran Vía. Se sorprendieron por la gran cantidad de cines que había, casi todos exhibiendo películas americanas y unos carteles enormes que tapaban buena parte de las fachadas. Teresa fue apuntando en su cuaderno de notas: Imperial, Avenida, Palacio de la Música, Callao, Palacio de la Prensa, Capitol, Rex, Rialto, Lope de Vega, Gran Vía, Azul y Coliseum; todos en menos de un kilómetro. El tráfico era intenso pero la nieve se había diluido y las aceras estaban llenas de agua. Todo el mundo iba deprisa, como si tuvieran cosas urgentes que atender. Las mujeres llevaban zapatos de tacón alto y mostraban sus pantorrillas con medias de cristal, algo que no existía en Rusia. Como los hombres, se enfundaban en abrigos y gabardinas y, como ellos, iban arrecidas. Teresa comprobó una vez más que había en todos ellos una elegancia que no existía en Rusia. La forma de vestir de los españoles era una de las cosas que más le había impresionado: todos se esforzaban en llevar sus ropas con el mayor esmero y no era fácil adivinar su nivel social, descartando a los que llevaban el mono de obrero.
En la plaza de España vieron el esqueleto de un rascacielos, la Torre de Madrid, que decían iba a ser el edificio más alto de Europa. Estaba claro que no conocían la Universidad Estatal Lomonossov de Moscú y las grandes torres que se estaban levantando en Rusia. Finalmente llegaron a la plaza de la Moncloa. La vivienda que buscaban estaba situada en unas casas para militares construidas en medio de dicha plaza, justo enfrente del enorme edificio del Ejército del Aire. Un poco más allá, el Arco de la Victoria se erguía celebrando el triunfo militar de media España sobre la otra media. Chispeaba y la mañana languidecía velozmente. El portal correspondía al 94 de la calle Princesa. Una criada les abrió la puerta. Les esperaban.
Pasaron a un salón espacioso bien condimentado de cuadros, muebles y bellos objetos. ¿Cómo era posible que su madre viviera en un lugar así? Nunca habían visto un hogar semejante, y menos para una sola familia. En Rusia algo así era impensable para la mayoría de la población. Se decía que los altos cargos del Partido y del Gobierno vivían en mansiones, como en la Rusia de los zares, pero nunca tuvieron ocasión de comprobarlo. Ramiro supuso que en España la gente obrera tampoco tendría posibilidades de habitar una casa del nivel que veía, aunque sabía que el concepto de propiedad privada estaba en la forma de vida española, algo que el sistema comunista rechazaba. La carpintería de las ventanas era de hierro pintado de verde y a través de los cristales se divisaba el parque del Oeste y, más allá de la arboleda y del Arco, se insinuaban las nevadas montañas de la sierra de Guadarrama. Era un paisaje maravilloso, sin humos, boscoso, tan diferente del moscovita.
Por una de las puertas del salón apareció un hombre alto y delgado, en la cincuentena, rostro aconsejado de disgusto.
—Me llamo Blas Melgar —dijo, sin darles la mano. Los invitó a sentarse, mirándoles como si fueran especímenes raros, deteniéndose con insistencia en el rostro de Teresa—. Explicad eso de que sois los hijos de María Marrón —añadió, manteniéndose de pie y dando la sensación de que no cambiaría de postura.
—Ella es la hija, no yo —dijo Ramiro, obviando el gesto desalentador del hombre.
—Creí que tú eras Jaime, el hermano.
—Jaime murió, él es mi marido, Ramiro.
—Espero que tengáis documentos probatorios.
Teresa buscó en su bolso cartas y fotografías y se las dio al hombre, que las examinó minuciosamente. Luego hablaron de cosas triviales sin que Blas aliviara la gravedad de su rostro.
—¿Dónde está mi madre?
—La veréis pronto. Pero antes he de advertiros que ha perdido la memoria.
—¿Cómo dice?
—No recuerda nada de su pasado, no reconoce a la gente. Es como si todos fuéramos nuevos para ella.
—¿Qué le ocurrió?
—Un día se levantó sin recordar quién era. No reconocía a nadie.
—¿Qué dicen los médicos?
—Hemos acudido a los mejores especialistas. Coincide en la recepción de un choque emocional y que probablemente requiera de otro choque igual para salir de ese estado.
—¿Cuándo sucedió?
—En febrero del año pasado.
—¡El año pasado…! No puedo creerlo. Si hubiéramos venido hace un año…
—Así son las cosas. Ahora toca esperar a que llegue ese momento de que hablan los médicos. Quizás al verte se produzca la reacción.
—¿No se puede hacer otra cosa que esperar? ¿No hay ejercicios de estimulación?
—Los médicos hacen lo que pueden.
—¿De qué forma ha afectado a su vida?
—En realidad sólo a su pasado. Realiza sus funciones con normalidad y no se extraña de nada de lo que la rodea. No es como si hubiera nacido ahora. La amnesia es en cuanto a ella misma y a las personas de su entorno. Naturalmente el no recordar su vida anterior le produce tristeza. A pesar de ello no ha perdido su encanto.
—Ustedes le habrán explicado cosas de su vida, le habrán mostrado nuestras fotos y cartas.
—No hay fotos ni cartas vuestras.
—¿No? —casi gritó Teresa.
—No. Sólo fotos de sus otros hijos, Carlos y Julio. De Carlos no hay ninguna de sus primeros años.
—¿Julio? Sólo sabíamos de Carlos —dijo Teresa con asombro—. Nunca nos habló de Julio en su correspondencia interrumpida. O sea que tengo dos hermanos.
—Para ser exactos, dos hermanastros —puntualizó el hombre.
—Bueno, sí… —dudó ella—. ¿Cuántos años tiene Julio?
—Doce. —Arrugó el entrecejo—. ¿No sabías que estaba casada?
—¿Casada? —repitió Teresa—. No tenía ni idea. Ya le dije por teléfono que llevamos años sin comunicarnos. ¿Es usted el marido?
—No. Soy el primo de su marido, que… bueno, desapareció. Mi mujer está con tu madre. Ahora las veréis. Nos estamos ocupando de todo.
—¿Qué es eso de que su marido desapareció? —dijo Ramiro.
—Ni más ni menos que lo que habéis oído.
—¿Dónde están mis herma… mis hermanastros?
—Carlos en Ceuta, en el Ejército. Julio con sus amigos. Quizá le veáis luego.
El hombre, groseramente de pie, se encerró en un mutismo avinagrado como si ya lo hubiera dicho todo. Hubo un ruido. Dos mujeres entraron en la sala. Teresa se levantó, deshechas sus defensas. Su madre era una de ellas. La habría reconocido entre mil. No había cambiado en lo esencial. Tenía el pelo aún negro y mantenía la figura recordada, con adornos de una juventud conservada. Quizás era una compensación milagrosa a cambio de la memoria perdida. Se acercó a ella, la abrazó y la besó reiteradamente. Luego buscó sus ojos y tuvo un atisbo de esperanza en la larga inspección, que se deshizo al poco tiempo.
—Me dicen que eres mi hija —dijo con simpatía.
—Lo soy. Permíteme —dijo Teresa, cogiéndole de una mano y llevándola frente a un espejo—. Míranos.
María observó ambos rostros y apreció el parecido. Luego se volvió a su hija y la abrazó de nuevo, negando con la cabeza.
—Te creo. Es una prueba evidente. Pero no te recuerdo, lo siento. Sin embargo es lo mismo. Es un regalo saber que tengo una hija desconocida.
—No te preocupes —dijo Teresa disimulando su decepción—. Procuraré ayudarte para que lo recuerdes.
—¿Y estos mozos quiénes son?
—Mi marido, Ramiro, y tu nieto. —Miró al niño—. Dale un beso a tu abuela.
El niño obedeció tímidamente. María se agachó y puso sus ojos al mismo nivel. Algo se removió dentro de ella durante unos largos segundos y todos lo notaron, apreciando que el titubeo se desvanecía.
—Vamos a hablar de muchas cosas, porque os quedaréis a almorzar —dijo María—. ¿Conocéis a Leonor? Es la esposa de Blas, mi gran amiga.
Teresa no vio felicidad en el rostro de Blas ante la invitación a comer. Llegó Julio, un niño desgarbado, estatura media y grandes ojos interrogadores. Su parecido con su madre era escaso y su presencia no aportó calor. Se mantuvo en una posición discreta y apenas habló, mirando con precaución a los invitados. La velada discurrió con una amabilidad forzada por parte de los anfitriones. No así por María, que mostró de forma expresiva lo muy a gusto que se sentía con la hija que le vino del misterio. Teresa captó algo que entorpecía la aparente armonía del matrimonio. No se miraban y apenas se hablaban, y cuando lo hacían usaban frases protocolarias y miradas misteriosas, como actores recitando ensayos, con una deferencia tal por parte de él que parecía sobreactuada, mientras que ella sonreía con timidez, algo incongruente con su porte altivo. Era una mujer rotundamente bella y estaba impregnada de juventud, pero había algo de sumisión en su actitud, o quizá temor. Teresa tuvo esa sensación, que quizá no obedeciera a algo real sino a una exagerada dosis de imaginación por su parte. También le extrañó mucho que en toda la velada nadie hablara del marido desaparecido. Cuando ella lo mencionó, la conversación fue derivada por Blas a otra dirección en una clara indirecta de que el asunto no debía ser tocado.
Más tarde María vio las fotos que su hija le mostraba donde aparecían Teresa y Jaime antes del 37. Esas fotos, y las de Carlos de pequeñín, las había enviado ella misma a Rusia. A pesar de ello no pudo conectar con el pasado que testimoniaban. No reconoció la letra de sus propias cartas, recibidas por Teresa antes de 1941, diferente a la que ella tenía ahora, una consecuencia más de la quiebra de su memoria. Y lo que resultaba enormemente extraño era su carencia e ignorancia de fotos y cartas de ese periodo borrado, tanto de las que Jaime y Teresa le enviaron desde Rusia como de todo lo que ella hubiera debido tener por lógica. Ningún papel de su pasado, lo que avalaba la sospecha en Teresa de que alguien intervino para eliminar todos los testimonios. Blas se limitó a decir que ignoraba que existieran tales documentos.
Al final de la tarde María dijo que al día siguiente habilitarían una habitación para que se instalaran allí Teresa, Ramiro y el niño, lo que motivó una llamada aparte de Blas. Teresa observó los gestos indudables de reconvención del hombre a ese ofrecimiento. María retornó, como un niño cuando ha cometido una travesura.
—Bueno, la realidad es que no tenemos sitio, pero venid a verme todos los días, por favor. Me encuentro bien con vosotros y necesito recordar.
Les acompañaron a la puerta y Blas buscó un momento final con ellos.
—Bueno, ¿qué pensáis hacer?
—Vendré a diario, como ella ha pedido.
—Perdéis el tiempo. Os sugiero que organicéis vuestra vida desde otra perspectiva. Ella está bajo los mejores cuidados.
—Soy su hija —desafió Teresa con voz serena—. No me impedirá que la vea.
—Claro que puedo impedirlo, pero no lo haré. Apelo a tu buen criterio. Sólo intento que seamos prácticos.
—¿Qué quiere decir con eso de prácticos?
—Es tu madre biológica pero hay muchos años por medio, además de su falta de memoria. No os recuperaríais una a la otra, si acaso tendríais una amistad. ¿Es eso realmente lo que quieres?