Febrero 2003
Hay zonas de Madrid con pasadizos subterráneos secretos. Todo un laberinto de conductos, algunos de los cuales se hicieron y utilizaron en la guerra civil. La ciudad se asienta en siete colinas y fue frente de guerra con los ejércitos musulmanes hasta que Alfonso VI la tomó. De entonces viene la construcción de estas galerías. Se sospecha que hay muchas sin descubrir. La zona de Gran Vía donde está el hotel Emperatriz se realizó sobre esos caminos antiguos, algunos sacados a la luz como las tiendas de Los Sótanos. La mayoría están en la zona de los Austrias y fueron muy utilizados por la Inquisición según los expertos.
El operativo policial estuvo dirigido por el comisario Contreras, jefe de Ramírez y reciente en el mando. Era un cincuentón de mirada firme, que no descabalgó de la mía mientras el inspector le recomendaba mi presencia en la operación, dado que yo había aportado la pista.
Cuando llegué con Ramírez y otros policías nadie imaginaba que el mesón de la calle de las Fuentes, cerca de la Plaza Mayor, tenía en el subsuelo parte de esa red medieval. El establecimiento es de aspecto tranquilo pero, según los vecinos, faunado normalmente de clientela masculina. El arrendatario, con antecedentes policiales, había confesado el día anterior después de agotadoras sesiones, así que esa mañana el local fue acordonado y los agentes empezaron a buscar. En el salón de comensales una puerta con el rótulo PRIVADO, tras ella, una escalera descendente y otra puerta; luego dos salones, en uno de los cuales dormían tres chicas de las que se hicieron cargo unos policías. En un rincón otra puerta nominada como «Servicios Privados» que daba a una especie de almacén. El fondo de un armario resultó ser una puerta disimulada. Otro pequeño almacén. Camuflada en el revestimiento de azulejos, la puerta al infierno. La policía procedió a derribarla con mazas a falta de llaves. Un nuevo pasadizo descendente nos llevó a otra puerta que sufrió el mismo trato. Detrás del polvo apareció una galería de unos setenta centímetros de ancho por ciento setenta de altura que, a la luz de los focos, se mostró limpia y en buen estado. Las paredes eran de ladrillo visto y el techo tenía la forma de arco característica. Había un hedor inclasificable, casi con cuerpo, como si fuera gelatina. Caminamos unos treinta metros en dirección a la Plaza Mayor. Había un cruce en el que desembocaban otras tres galerías más o menos de la misma anchura. Las ratas corrían a lo lejos y los conductos estaban ligeramente húmedos, el discontinuo suelo sin agua. Nos dividimos. Un momento después oímos la llamada de uno de los grupos. Había encontrado algo en el lienzo de ladrillo original. Una parte era de rasillas y cegaba el vano rectangular definidor de una entrada. Al derribarla, la peste salió disparada como esas nubes que cabalgan sobre el viento. Se trataba de un pasadizo sin salida, como una habitación alargada. Los esqueletos sujetos del cuello por argollas fijadas al muro reflejaron las luces de las linternas, las estáticas risas en sus bocas descarnadas. Tanto los jirones de sus ropas como los cabellos indicaban que fueron mujeres.
Días después el informe de los forenses confirmó que los restos pertenecían a cuatro mujeres entre los veinte y treinta años y que llevaban muertas un periodo de entre seis años la más antigua y trece meses la más cercana. La muerte no fue por consunción, a pesar de que las dejaron morir. La inanición les hizo desplomarse y las argollas les quebraron el cuello. El trabajo posterior quedó a cargo de los roedores. Sorprendentemente había una quinta chica que seguía con vida aunque en muy mal estado y ya con mordeduras. Era evidente que no llevaba allí muchos días. Colgaba del collar de hierro, que le partió la mandíbula pero no le afectó las vértebras cervicales; una especie de milagro. Pudieron establecer sus nombres y procedencias aproximadas por la declaración posterior del arrendatario del local y titular del mesón, que confesó ser el asesino múltiple y se justificó diciendo que ellas eran carne podrida a las que había que salvar enviándolas al infierno. Eran dos rusas, una rumana y una ucraniana. También era de Ucrania la superviviente. No todas las que llegaban allí corrían la misma suerte, decisión que correspondía al individuo según sus propias valoraciones. Tonia no estaba entre las víctimas porque era carne muy fresca. El propietario del local, un hombre que tenía varios en alquiler, no estaba implicado. Al conocer la noticia le dio un colapso. Confesó, sin embargo, que sabía de la existencia de esos pasadizos. Se descubrieron cuando el arrendatario hizo la obra de reforma. Él fue informado y ordenó cerrarlos porque si se ponía en conocimiento del Ayuntamiento llegarían los de Arqueología, detendrían la obra y hasta podrían incautarle el local. Mandó tapiarlos, como hicieron antes otros propietarios de la zona en sus sótanos. Ignoraba que el otro había hecho la puerta secreta. La policía registró sus otras propiedades situadas en barrios distintos de la ciudad y no encontró nada irregular.
Me permitieron estar en el interrogatorio concreto sobre Tonia. El asesino era un ser antropomorfo de rostro desaconsejado y cincuenta años renegados. Parecía sentirse a gusto con la repulsión que provocaba. Tenía los dientes escatimados y una saliva amarillenta, como el rastro que dejan las babosas, manaba entre los huecos para instalarse en las comisuras del escatológico agujero.
—¿Qué coño quieren saber? Un moro desconocido apareció una noche en la madrugada, con un sicario. No dio su nombre ni dato alguno. Llegó aposta para ver a la puta, que alguno de los suyos habría filado antes. Era un fulano elegante que casi no soltó el mirlo, pero su cristiano era fetén. Trabajaba para alguien. No podía disimular su jeta de esbirro. Así que pensé en estrujarle y empecé a regatear. Pero el cabrón puso diez mil pavos sobre la mesa y me cortó el hipo. Se fueron con la carne y no volví a olerles.
Más tarde hube de rendir visita obligada a la comisaría, donde me recibió Rodolfo Ramírez. Ángel Martínez, el Costra, estaba a su lado en su papel de chaqueta.
—Te he llamado sólo porque se están haciendo preguntas y algunas creo que te conciernen. —Me miró e intentó poner gesto adusto sin conseguirlo—. ¿Cómo sabías que podíamos encontrar en ese local todo lo que encontramos?
—No lo sabía. Ni imaginar siquiera tal monstruosidad.
—¿Cómo conseguiste la dirección?
—Me la dio un informador por teléfono.
—Por supuesto, no te dijo quién era.
—Bingo.
—Vaya, vaya —intervino el acólito, subido en su triángulo—. Qué casualidad. Resulta que un tal Mendoza, según parece propietario de un chalé en Valdemorillo, dice que un grupo encapuchado le asaltó, le golpeó y le robó. Y, además, le pidieron el paradero de esa chica que buscas, ¿qué te parece?
—¿Qué me dices? Sí que es casualidad.
—Porque tú no tienes nada que ver con ese grupo, ¿verdad?
—Siempre actúo solo.
—¿Quién más puede estar interesado en esa chica? —prosiguió el patizambo, asignándose la dirección del interrogatorio.
Quedé atrapado por la pregunta. ¿Tendría alguien presente a Tonia, aparte de su familia, de Mariano García y de mí? Y esos cadáveres encontrados, chicas que habrían estado buscando espacio a sus anhelos juveniles, ¿vibrarían en el recuerdo de alguien? Pensé en la muerte tan inhumana que recibieron. ¿Cuánto tiempo antes de morir les abandonó la consciencia? ¿Cuánto duró su agonía?
—¿Es que no me oyes? —vociferó el geométrico.
—Disculpa el lapso. Tu pregunta es absurda. Hemos hecho correr la voz y no son pocos los que conocen la historia.
—¿Tantos como para actuar de esa manera?
—Robaron, has dicho. Posiblemente sean los que le dieron la paliza a David. ¿Lo has pensado?
—Barajamos todas las posibilidades menos ésa.
—¿Por qué?
—Aquéllos eran tres y actuaron a cara descubierta. Éstos eran más y llevaban las caras tapadas. Y otra cosa, algo muy curioso. Alguien nos envió unas cajas con armas, drogas, documentos y teléfonos móviles. En un sobre aparte tarjetas de identificación del tal Mendoza y otros con una nota indicando que son una banda de secuestradores de chicas para obligarlas a la prostitución, y que todo el material son pruebas. Por eso supimos de la existencia del fulano y pudimos hacernos cargo. Hay pasaportes de mujeres con otra nota sugiriendo que pueden haber sido desaparecidas. Todo muy minucioso, ordenado… Y sin huellas. ¿Qué te parece?
—Que todavía queda gente anónima intentando ayudar a la policía.
—No me lo trago.
—Demuestras poca confianza en los ciudadanos de a pie. ¿Qué os confesó ese Mendoza?
—Se declara inocente de esos asesinatos y de las imputaciones de tráfico de mujeres. Dice que ellas acuden a él libremente, buscando trabajo y protección. Y que ignoraba lo que el monstruo hacía luego con las chicas que le proporcionaba.
—¿Y de ese material?
—Perjura que está limpio y que las armas y drogas no son suyas, que los asaltantes debieron de ponerlas allí.
—Supongo que no le creeríais.
—A quien no creo es a ti.
—¿De dónde vino la caja?
—Tres cajas. De una oficina de Correos de Madrid.
—¿Quién lo remitía?
Me miró un rato reteniendo la respuesta.
—El remite era del mismo Mendoza y de su chalé de Valdemorillo. Está claro que él mismo no hubiera hecho cosa semejante.
—¿Interrogasteis a las chicas?
—¿Qué chicas? No había ninguna. Dicen que eventualmente les acompañan sus novias pero que esa noche no estaban.
—Es una oportuna casualidad. ¿Qué vais a hacer?
—Los tenemos en el trullo, no sabemos por cuánto tiempo —participó Ramírez—. Sus abogados están encima. Por supuesto lo estamos investigando.
—Hay más —dijo el despatarrado—. Mendoza dice que la panda le robó mucho dinero.
—O sea, lo que decís haber recibido de forma anónima.
—Déjate de hostias. No había un puto duro en la caja. Se quedaron con la pasta.
—¿Sí?, vaya. Supongo que habrán hecho sus cálculos y que necesitarán pagar sus hipotecas. En todo caso el dinero no es necesario para la investigación policial. Seguid las pistas.
—No hay la mínima huella, ni siquiera de calzado.
—Siempre hay algo. Y tú, que eres un buen policía, darás con ello.
—¿No estás siendo muy críptico? —dijo Ramírez.
—Lo que pasa es que nos oculta cosas —abonó Martínez mirándome de forma atravesada, y lo imaginé en los tiempos de Barriga—. Te lo tomas con zumba. No parece que estés muy afectado por no encontrar a tu chica.
Me puse en pie lentamente, mirándole, y fui consciente del ramalazo de temor que cruzó por sus ojos.
—Venga, Corazón, no te cabrees —dijo Ramírez—. Ya sabes que éste es un tocapelotas. No lo tomes en serio.
Caminé hacia la salida. Martínez recobró el resuello.
—No hemos terminado con lo del robo al Mendoza. No creas que nos chupamos el dedo.
Cerré la puerta tras de mí y traté de acompasar mi ritmo cardiaco. Endorfina. La necesitaba ahora. ¿Cómo era? «Piensa en bello, en la estrofa que te hizo temblar, en la melodía sublime nunca olvidada, en aquel beso ante el sol naciendo…». Rosa… Sentí la sustancia relajante en mi cuerpo y me olvidé de El Costra.