Cuarenta y dos

El aire el huerto orea

y ofrece mil colores al sentido,

los árboles menea

con un manso ruido

que del oro y del cetro pone olvido.

FRAY LUIS DE LEÓN

Enero 1957

Ramiro limpió de vaho el cristal del trepidante autocar y observó las nacaradas montañas. Desde hacía días todo el norte de España estaba inmerso en un temporal de nieve, con temperaturas muy por debajo de cero. La mayoría de las carreteras se volvieron intransitables. Llegaban a Cangas del Narcea tras muchas horas de un viaje plagado de incomodidades, primero en el vagón de tercera en el expreso de Madrid a Oviedo que los llenó de carbonilla y luego por la increíblemente estrecha carretera de las mil curvas, amagando patinazos, por la que una vez pasó en sentido contrario. Estaban helados porque ni el tren ni el autocar tenían calefacción eficiente. Fue doloroso constatar que los medios de transporte distaban de tener el confort de los soviéticos, donde los gobernantes, en ese sentido, dieron ejemplo de estar cerca de las necesidades del pueblo. Cangas era una población fea, sucia, de casas agolpadas en la que no había nada nuevo y donde la basílica de Santa María Magdalena seguía siendo el edificio más alto y representativo, aunque nada que ver con la imagen que guardaba en su memoria. Al lado de los vistos en Moscú, no dejaba de ser un pequeño templo sin relevancia. En la plaza donde el autocar rindió viaje, una pareja de tricornios, capotes y bigotes, los estaban esperando. El cabo iba mirando a los pasajeros según descendían. No vacilaron cuando vieron la alta figura de Ramiro bajar y ayudar a su mujer e hijo.

—Ramiro Vega de la Iglesia y Teresa Reneses Marrón.

—Sí.

—Venid con nosotros.

El grupo echó a caminar por la calle Mayor, levantando la expectación en los gestos invariados de bocas abiertas y miradas fisgonas. Hacía mucho frío, las aceras estaban nevadas y el cielo lleno de acero. El cuartelillo tenía una puerta estrecha y lo custodiaban dos bigotudos, como si fuera una entrada sin salida. Teresa apretó la mano de su marido con temor y él la tranquilizó con su mirada confiada. Los hicieron pasar a un despacho de paredes desconchadas que reclamaba una pintura a fondo y en el que sobraba la atmósfera amenazante. O acaso es que ambas cosas iban parejas. En un rincón una estufa al rojo distanciaba el frío. A Ramiro se le antojó, en una primera impresión, que el sargento sentado al otro lado de la mesa había obtenido la comandancia del puesto por su descomunal bigote, tan poblado que le llegaba hasta la barbilla, sepultándole la boca. Pero cuando miró sus ojos supo que ese brillo duro tenía mucho que ver con la subida en el escalafón.

—Te llamas Ramiro Vega de la Iglesia. Vaya apellido para un comunista —dijo, sin levantarse.

Ramiro no respondió.

—Contesta. ¿Es ése tu nombre?

—Sí.

—Di «sí, señor».

Hubo un momento de miradas cruzadas.

—¿No has oído? —bufó el sargento.

—Perfectamente y no le llamaré señor. No estoy bajo sus órdenes. Soy un ciudadano libre.

—No eres un ciudadano ni eres libre. Ninguna de las dos cosas. Eres un súbdito y estás bajo vigilancia, ahora en la mi jurisdicción.

—Lo que usted quiera. Pero soy un civil y estoy aquí bajo los auspicios de la Cruz Roja Internacional y con la autorización de la DGS.

El sargento estuvo un momento sopesando la situación. Miró a la mujer y al niño. Finalmente decidió no continuar por ese camino.

—Vuestra identificación y los salvoconductos.

Ramiro le dio los carnés amarillos y las tarjetas. El sargento las examinó y anotó algo en un papel. Luego le devolvió los carnés.

—Me quedo los salvoconductos. Al marchar te los vuelvo.

—No. Debemos llevarlos con nosotros en todo momento. Ésa es la disposición.

El suboficial incrementó la furia en su mirada. Estaría sobre los cincuenta. Su negro y compacto cabello le devoraba la frente hasta casi juntarse con las rotundas cejas, dándole apariencia de puerco espín. Se levantó y midió su estatura con la de Ramiro. Era tan grande como él. Le miró como si fueran dos ciervos en la berrea.

—Sé quién eres. He leído tu expediente. Tu padre fue fusilado por rojo y seguro que si tú no te hubieras escapado habrías corrido la misma suerte. La mala hierba. No sé qué coño hacéis en el mi Concejo los hijos de Stalin. Nunca debieron dejaros volver. A mí no me la das. Eres un comunista y algo traes.

—He venido a ver la tierra en que nací.

—No me lo trago. Estaré encima de ti como la uña en el dedo. Te presentarás pasado mañana aquí y cada dos días mientras estés en la comarca. Sabes que no puedes ir a ningún lugar fuera de este Concejo y del de Allande. Y ahora largaos.

Tomaron un coche de la línea Autocares Luarca, que les llevó a Pola de Allande. Y si Madrid y Cangas, desconocida una e idealizada en tantos años la otra, le habían decepcionado, la realidad de Pola afligió a Ramiro. Era tan minúscula que ni la basura tenía cabida. Sólo la iglesia de San Andrés ponía algún valor a los escasos y amontonados edificios. El aire fue amenazándose de niebla pero el frío no se acobardó y el aguanieve siguió azotando. Entraron en la taberna-posta situada frente al Ayuntamiento para esperar el coche de Autocares Pérez, otra línea regular. Era un local grande y estaba lleno de humo y de gente vocinglera. Todos se volvieron a mirarles y por un momento cesó el parloteo. Conscientes de su papel de extraños se apartaron a un lado, apreciando que todas las mesas se hallaban ocupadas. Poco a poco las voces retornaron. Después de observarles un rato, un hombre de ojos saltones y alta estatura se desprendió del mostrador y se acercó a ellos.

—Eres Ramiro, de casa Vega, ¿verdad? —Le miró, tratando de recordar—. Joder, eres tú, ¿no te acuerdas de mí?

Tenía más o menos su edad y estaba lleno de campo. Indagó en su memoria y encontró el nexo.

—Avelino. Avelino García.

—Claro, amigo. Te largaron a Rusia. ¿Vienes de allá?

—Sí.

A un gesto, otros dos hombres que rondaban la misma edad se les unieron sin quitarles los ojos de encima. Uno era tan alto como él pero el otro soportaba estatura constreñida, como si le hubieran dado instrucciones de no crecer. Tenían el rostro rojo de la intemperie y las manos grandes y calmadas.

—Éstos son Manolón y Félix, de Berducedo, hermanos aunque no cuadren.

Se dieron la mano, Ramiro notó cierta reserva en ellos, la mezcla de curiosidad y cautela de todos los lugareños del mundo. Quizás, además, no estuvieran exentos de prejuicios sobre la Unión Soviética.

—Espera, arrendaré una mesa —dijo Avelino.

Se acercó al fondo para hablar con unos hombres que estaban sentados, y que se levantaron al momento para dejarles el sitio. Avelino hizo una seña y todos se acomodaron. Pidieron una botella de vino, gaseosa para Teresa y el niño.

—Joder, sí que ha pasado el tiempo. Te recordé a veces. ¿Qué tal te fue?

—Bien. No puedo quejarme.

—Se dice que allá se trabaya en las fábricas como esclavos; por la comida, la ropa y poco más; que nada ye de nadie por mucho que se trabaye.

—¿Eso se dice? —Sonrió Ramiro, mirando a Teresa—. En cuanto a lo de tener, ¿cuáles son vuestras riquezas?

—¿Riquezas dices, me cago en Dios? —habló Manolón, el alto. Tenía la voz rocosa y retumbante, el mismo sonido que las olas al suicidarse en los rompientes. Empinó su vaso y eructó, repartiendo su agravio por la mesa—. Asturies ye una tierra de probes en un país de probes. Este y yo venimos de Madrid. Trabayos haylos pero malos y mal pagados; los peores, de albañil. El país está en ruinas y por estos pueblos ya ves: la misma cagada. De los nuestros míseros prados poco hay que sacar.

Ramiro admiró la contundencia del hombre y vio a los otros asentir con la cabeza.

—He visto el país muy atrasado y gente pidiendo en Madrid. Pero no la miseria que había cuando me fui. Además, en los pueblos se resiste mejor. No hay más que veros. No sois precisamente la representación del hambre —dijo Ramiro, ponderando sus anchas y recias anatomías.

—Pues hayla, y mucha, como siempre. ¿Acaso olvidaste cómo se vive acá? Si no fuera por la caza estaríamos como en esos países de África. Gracias a los jabalíes, corzos, liebres y urogallos podemos contarlo.

—Ye una mierda todo —expuso Félix con gesto espeluznado, como si tuviera hora con el dentista.

—Seguimos recogiendo los frutos de los árboles, como nuestros antepasados. Ni de la leche podemos vivir. Sabes que las nuestras roxas no son vaques lecheras sino para carne. La leche que dan ye sólo para uso casero y para hacer quesos, no para la vender fuera.

—Pero ye mejor que esa en polvo que traen los americanos —sentenció Avelino.

—Aquellos que tien gochus siguen cambiando los jamones por el tocino blanco, ese del barco que nadie sabe de dónde coño ye. Todos seguimos comiendo ese maldito tocino como si fuera una condena más que un alimento.

—Ye una mierda —sintetizó Félix.

—Hace diecisiete años que terminó la puta guerra de los nuestros padres. ¿Y qué ye de nuestra vida? Me cago en la puta Virgen. Ellos tuvieron la oportunidad de conseguir un futuro meyor. Sólo pudieron lo conseguir quienes ganaron, los de siempre, y no todos. Esa mierda ye un lastre que debemos lo romper y buscar otros paisajes.

—Ésta fue siempre tierra de emigrantes y Allande la que más —recordó Manolón—. A cientos marcharon a América, pero esos países están en quiebra. Pocos viajan allá. Ahora el destino es Australia y la Europa del norte. Éstos y yo partimos para Alemania en quince días.

—Marchamos sin contrato, a la buena de Dios, echándole pelotas —señaló Avelino.

—No podemos esperar los seis meses que tarda el puto contrato. El Gobierno ha creado el Instituto Español de Emigración en colaboración con la Organización Sindical. —Dicen que para conseguir contratos legales y subvencionar el viaje. Me cago en la puta subvención. La realidad es la venta de esclavos encubierta. Organizan el abandono de las nuestras tierras. ¿Qué moral es ésa? ¿Por qué en esos países tien trabayo para dar y en éste no?

—El capital de acá ye cobarde, como siempre. Con tanto por hacer… No haría falta que marcháramos ninguno por ahí a tomar por rasca.

—Los alemanes. Esa gente es la hostia. Aquí todo ye una mierda —reiteró Félix ampliando su argumentación.

—Pronto habrá una desbandada. Nosotros vamos de turistas —habló Manolón con nervosidad—. Así nos lo han aconsejado unos paisanos que están allá y que nos ayudarán. Ye tanta la demanda que esperan a los españoles en la misma estación. Luego dan un curso rápido en una fábrica y un sitio en un barracón acondicionado donde vivir al principio. Allá tien sueldos muy buenos, algunos consiguen más de mil marcos mensuales. Imagínate la pasta que ye si dan treinta pesetas por marco.

—Las nuestras familias, muyeres y fíos, quedarán acá. En cuanto asentemos mandaremos por ellos.

—De puta madre le viene al Régimen esta nueva emigración —señaló Avelino—. Ya acabaron con los maquis y ahora acabarán con el paro y el descontento. Sabemos que Rusia no ye un paraíso de libertades, pero aquí garrotazo y tentetieso al que se mueve. Como ves son muchas las razones para no quedar en España.

—Y allá, ¿también escasea el curro?

—No, en la Unión Soviética no existe eso del paro. Todo el mundo tiene trabajo.

—No jodas. Oí que llegáis varios cientos para quedaros, no de turistas.

—Sí, pero no tiene nada que ver con el trabajo. Volvimos para reencontrarnos con la familia perdida, con la tierra donde nacimos. Intentamos recuperar nuestras raíces. Mi mujer tiene madre y se ha pasado veinte años añorándola. Yo quiero saber si aún me queda algo o alguien en la aldea.

—Dudo que encuentres algo que te atraiga. ¿Qué hacías allí?

—Soy ingeniero aeronáutico.

Los otros eran hombres simples, sin estudios, apenas las nociones para esquivar el analfabetismo. Le miraron con admiración.

—Eso tiene que ver con los aviones, ¿no? ¿Sabes hacer aviones?

—No es difícil construir un monoplano. Hacer una aeronave de pasajeros es otra cosa. Se requieren estudios conjuntos. Yo diseño parte de esas aeronaves.

—¿De dónde sacaste la pasta para conseguir la carrera?

—El Estado soviético paga la enseñanza a todo el que quiera estudiar. Toda la educación es gratuita.

—Joder, qué suerte habéis tenido. Ojalá me hubieran enviado allá a mí también.

—Y a mí —dijeron los otros al unísono.

—No lo diréis en serio. Aquí estabais con la familia, con…

—Con mierda. ¿Qué serías ahora si no te hubieras ido? Un ignorante como nosotros —bufó Avelino—. La familia… ¿Para qué vale?

—¿Qué pregunta es ésa?

—La verdad. ¿Qué padres hemos tenido, haciéndonos trabayar desde neñus como burros? ¿Qué neñez tuvimos, me cago en Dios? ¿Era amor de padres las palizas, el no tener escuela, el cuerpo lleno de mataduras? —barbotó dando un puñetazo sobre la mesa y volcando los vasos.

El niño tuvo un respingo y miró al hombre con alarma. Nunca en su corta vida había presenciado tal arrebato. Luego miró a su padre y su quietud le confortó. Vio a Félix enderezar los vasos y a Manolón limpiar la mesa con la manga de su chaquetón en un gesto aún airado.

—¿Eso era así? —se admiró Teresa.

Manolón la miró casi con rencor.

—¿Que si era así? Pregúntaselo a tu hombre. —Movió la cabeza—. Puede que entonces aquello que os pasó fuera un drama, los niños lanzados a una aventura, todo eso. Pero hoy está claro que el drama fue el habernos quedado aquí. Debimos marchar todos los rapaces.

—¿Crees que habrá sitio para nosotros en Rusia? —se esperanzó Félix.

Ramiro esbozó una sonrisa.

—No es un lugar para hacer dinero. Es un concepto diferente. Creo que para vosotros lo de Alemania está bien.

—Así están las cosas —dijo Avelino—. Como dice Manolón, habrá una emigración masiva. Quizás algún día cambie el signo y pasemos de ser un país de emigrantes a uno de inmigrantes.

—¡Qué disparate! Eso es imposible. ¿Quién va a venir aquí? Ni los negros —dijo Manolón. Su voz tenía la convicción de un estornudo—. Estaremos aperreados toda la vida buscando un país mejor.

—Sí, todo ye una mierda —epilogó Félix.

Llegó el autocar y montaron. Aunque la cellisca había pasado, daba pereza abandonar la taberna para meterse en el helado vehículo. Ramiro intentó organizar sus pensamientos ante el encuentro inminente. Esforzó su mirada para penetrar la niebla contumaz. A veces se rasgaba y podía ver los montes y valles disputándose el horizonte. La carretera zigzagueaba en curvas suicidas. Parecía mentira que tan estrecha y mal cuidada cinta fuera la vía principal de comunicación con Galicia por esa zona. Manzanos, castaños bravos, avellanos, nogales, robles y texos inundaban las laderas sembradas de ganzo y argoma, todo uniformado de blanco. Pasaron el Puerto del Palo, una nívea cúspide pelada, y fueron descendiendo al otro lado del monte Panchón. Estaban llegando a Lago, su aldea, y Ramiro abarcó con la mirada el villorrio sepultado buscando ecos que lo enlazaran con la imagen. Parecía un pueblo fantasma, ajeno de vida. Sólo el humo de las pocas chimeneas sugería que alguien respiraba debajo. El autocar se detuvo delante de Casa Julián, posta y taberna a la vez. Bajaron y Ramiro se identificó. Se corrió la voz y en un momento los pocos vecinos se congregaron para verles, sus rostros expresando simpatía y sorpresa. Ramiro no vio a nadie conocido a primera vista aunque luego situó esas caras extrañas en la memoria que tenía de algunos.

La niebla seguía impidiendo ver el cielo, y la tierra reclamaba más nieve. Todo seguía igual: el templo de Santa María de Lago del siglo XVIII advirtiendo derrumbes, el pueblo sin cambios como veinte años atrás, el silencio de siglos gravitando inalterable. Como cuando era niño volvió a extasiarse ante el texo milenario, magnífico de altura y frondosidad, indestructible. Recordó a su madre: «Algún día serás tan alto como él». Luego siguió hasta el centro del camino y vio la derruida casa de la familia de Maxi. Buscó la suya, donde nació; su hogar, que de tanto anhelarlo se habían gastado los bordes de la realidad. Allí estaba, cruelmente real; sus muros más envejecidos; el hórreo igual; el hueco para el estiércol repleto de cagazón. La puerta de su casa se abrió y apareció una mujer en la cincuentena con el uniforme de pueblo. En eso no había diferencia con la gente de los koljoses, allá en Rusia. Las mismas ropas esclavizantes para una vida repetida. Ya sabía que la casa no era suya. Había sido confiscada tras el fusilamiento de su padre en 1938, «para hacer frente a las responsabilidades pecuniarias emanadas de sus actividades criminales». Años después fue puesta a la venta al no haber reclamación ni retracto. Qué importa. Él sabía que su vida no estaba en la aldea. Pidió permiso a la mujer para entrar. Todo estaba dolorosamente igual. Ningún cambio salvo platos de loza donde antes había de aluminio. Tuvo una punzada de añoranza, inmediatamente desechada. Les trajeron café y hablaron, las palabras escasas, el entusiasmo ausente, las miradas jugando al escondite.

Quiso ver la habitación donde murió su madre, la única de la casa. La cama, donde en noches tormentosas ella le permitía dormir a su lado y alejar los temores, ya no estaba. La punzada le golpeó de nuevo y algo subió a sus ojos, pero él lo domeñó con empeño. Fue al sitio sin señal donde tantos años atrás enterró a Cuito y puso una mano sobre la tierra inclemente, buscando un latir desvanecido. Nadie sabía que allí se ocultaba un poso de sí mismo. Luego salieron. Su hijo y unos guajes se mantenían apartados mirándose con recelo por entre los interminables copos, la desconfianza sumada de los años distantes, dos mundos que el destino decidió y que pudieron haber sido uno solo.

Tiempo después Ramiro dijo a Teresa que le esperara con el niño en la taberna. Cruzó la carretera y bajó al cementerio, tan pequeño que se abarcaba de una sola mirada. Como si hubiera habido un pacto fantasmal cesó de nevar. Quitó la nieve de la tumba de su madre y de sus abuelos. La tierra y el clima se habían apoderado de ella. No se podían leer las letras de la lápida arrasada por el tiempo. Buscó una pala y puso orden y limpieza en el sepulcro y en el entorno; luego lavó con la propia nieve la piedra hasta que, como un milagro, surgieron los nombres y las fechas ausentadas. Allí estaban, como cuando siendo niño los vio descender hacia el Cielo en el que ellos creyeron. Estuvo mucho tiempo sentado en soledad sin arredrarse ante el frío que campaba montado en el reiterado viento. La lápida había quedado limpia como los chorros del oro, frase que su madre repetía siempre. Quizá fuera ésa la última vez que alguien la limpiara. El tiempo y la tierra la cubrirían poco a poco y los nombres volverían a desvanecerse. Oyó el rumor de la eternidad entre los árboles de los inmutables montes de enfrente, más allá del río. Sabía ya que no volvería a ese lugar en muchos años, quizá nunca. No se entristeció. Era consciente de que la vida se alejaba cada día y que el recuerdo de los muertos, como él sería algún día, no debía suplantar la dedicación a los vivos queridos. Porque el amor y la bondad deben explicarse en vida. Pensó en su padre, en tumba desconocida y descreído del Cielo. Quizá su espíritu, a través de él, su hijo, estuviera sentado ahora a su lado mirando la tapa de piedra que ocultaba a quienes alguna vez fueron vivos amados y tuvieron un poco de la huyente felicidad.

Más tarde tomaron el autocar de vuelta. Las nubes dejaron caer el orbayu contenido y la niebla fue destruida. Llegaron a Cangas. Dormirían en la pensión y al día siguiente partirían a Madrid. Ramiro nada tenía allí y no quiso que le acompañara el recuerdo.