Febrero 2003
El Cerro de Alarcón I es una urbanización de chalés unifamiliares comenzada en los años cincuenta y situada junto al pantano del mismo nombre, en las afueras de Valdemorillo, al noroeste de Madrid. Son grandes casas construidas siguiendo los tradicionales diseños donde el granito y la pizarra constituyen los elementos comunes y primordiales. Las parcelas no son menores de dos mil metros y algunas están en montículos, todas con abrumadora presencia arbórea. En su día la urbanización era privada y contaba con una cabina de vigilante. El tiempo trajo Cerro de Alarcón II, con parcelas de menor superficie y chalés de ladrillo visto con techos de soluciones variadas.
Con el adecuado disfraz en su rostro, Jacinto, bombero de profesión, preguntó en el Club Social por Verde. No existía tal nombre pero había un Siempreverde y la ignorancia sobre su propietario podría corresponder con lo buscado.
Siempreverde es un predio cerrado con una alta valla de piedra. Altos y viejos árboles intentan ocultar la gran casa de granito situada en lo alto, a unos treinta metros de la entrada. El portalón es de hierro ciego y una cámara indica que desde dentro se controla el paso. Dimos la vuelta con discreción interpretando las parcelas anejas. En una calle posterior vimos una puerta sin nombre que no correspondía con las propiedades adyacentes. No nos cupo duda de que era una salida trasera de la finca. Llamé a la finca de la parcela situada enfrente. Ensordecido por los ladridos de los perros un hombre entrado en años abrió la mirilla situada en la sólida puerta metálica y me examinó con precaución. Como mis eventuales compañeros, también yo vestía un mono de trabajo, acolchado por dentro para simular gordura. El bigote postizo y las gafas oscuras completaban el camuflaje.
—Nunca los he visto. He oído que suelen venir de madrugada. No sé quién es el dueño. La verdad es que los vecinos apenas nos conocemos. Estos chalés son antiguos y sus propietarios murieron o vendieron. Hay gente nueva no es como antes, que todo el mundo se hablaba.
Sólo teníamos que aplicar la paciencia y luego la audacia. Mis compañeros eran cinco, todos hombres entrenados por Ishimi, quien no sabía de nuestro plan. Son decididos y mantienen un odio razonablemente profundo hacia los chulos, traficantes de mujeres, pederastas y demás especies. Esperamos en dos coches en lo que venía a ser una actuación no policial que yo dirigía por simple mandato de amistad.
—Espero que nuestra lógica funcione —dijo Antonio, otro bombero—. Se supone que la madrugada del lunes es el mejor día.
Antes de la amanecida cuatro faros aparecieron por una esquina. Dos coches se detuvieron ante la puerta, que empezó a abrirse por mando a distancia. Nos pusimos los pasamontañas y los guantes. Andrés y José, nuestros dos policías, se aproximaron y apuntaron sus armas a los dos conductores mientras se instalaban en los asientos del copiloto. Los coches pasaron a la explanada de la finca y detrás colamos uno de nuestros automóviles con las matrículas tapadas. En él íbamos Jacinto, Antonio y Javier, que es agente de seguridad, y yo. Aparcamos junto a otros tres lujosos turismos. No había más hombres en los coches interceptados, pero sí dos chicas en cada uno, a las que logramos convencer de que íbamos a ayudarlas. La casa estaba en silencio y el interior apagado. Dos perros dóberman se acercaron y uno de los hombres los ató.
—Ahora —dijo Andrés—, mutis total.
Jacinto se hizo con el maletín que portaba uno de los asaltados. Inmovilizamos sus manos por detrás con cinta adhesiva y entramos todos. La calefacción era excesiva. Les obligamos a tenderse boca abajo en el suelo de un enorme salón.
—¿Cuántos hay dentro? —susurró José.
—No sé.
José amartilló el arma y se la puso en la cabeza.
—Dos, más el jefe.
—¿Cómo se llama?
—Mendoza.
—¿Alguno más vigila la parte trasera?
—No.
Entramos en las habitaciones indicadas del fondo, sorprendiendo a los dos tipos en pleno sueño. Los maniatamos como a los otros, los metimos juntos en una de las piezas, quedando Andrés para vigilarlos mientras Javier se hacía cargo de las chicas y les urgía a que recogieran sus pertenencias. Jacinto, Antonio, José y yo subimos a la planta superior guiados por el que llegó con el maletín. Aunque nos señaló una habitación, verificamos todas las de la planta. Sólo estaba ocupada la indicada, de unos cincuenta metros cuadrados. En una cama redonda de unos tres metros y junto a una chica blanca dormía desnudo un adonis rubio, bello como un griego de Miguel Ángel, que se desperezó cuando encendimos las luces. Su maxilar inferior le sobresalía como un yunque, confiriéndole una imagen de gran poderío. Nuestra presencia armada no evacuó del todo sus sueños.
—¿Qué pasa, tío? —preguntó a su secuaz, incorporándose—. ¿Quiénes son estos capullos?
—No lo sé, jefe. Estaban esperando fuera. Nos sorprendieron.
—¿Os sorprendieron, inútiles? ¿Para qué cojones os pago? —Se volvió a nosotros—. ¿Qué coño queréis, cabrones? ¿Venís a chorizarnos? ¿Sabéis con quién tratáis?
José le dijo a la chica que se vistiera y bajara con las otras. Luego fue hacia el hombre, que, temerariamente, se lanzó hacia él sujetándole e intentando quitarle el arma. José ejercitó una llave y el musculado cayó al suelo con estrépito.
—Las llaves del sótano —dije, tras dejarlo bien amarrado.
—¿Qué llaves?
Antonio le dio una patada en los genitales. El macarra no soltó ningún sonido.
—Que os jodan, mamones —dijo, cuando el dolor lo dejó hablar.
Jacinto arrancó una sabana de la cama y le prendió fuego.
—¡Para eso, para! —gritó el mandibulero, repentinamente consciente de que la cosa iba en serio.
—Quemaremos la casa. Tú decides —insistió Antonio.
—¡En ese cajón! —señaló con la cabeza.
Fui al mueble mientras el bombero eliminaba las llamas. Bajé con Jacinto y localizamos la puerta de la bodega. Al encender la luz tres mujeres asustadas nos miraron envueltas en las sábanas de sus yacijas. Como las que venían en los coches, eran jóvenes, rubias y atractivas.
—¿Quién de vosotras es Tonia?
—No está aquí. Se la llevaron hace días.
Dejé que las chicas funcionaran bajo el cuidado de Jacinto, para llevarlas con las demás compañeras, y regresé al piso de arriba.
—¿Dónde está Tonia? —pregunté.
—¿Qué Tonia?
Antonio cogió la sabana y encendió el mechero.
—Vale, vale. ¿Hacéis todo esto por esa puta?
—Contesta —dijo Antonio, dándole un bofetón que le llenó la boca de sangre.
—La vendí.
El bombero prendió la sábana y Mendoza confesó.
—Dinos dónde está la caja fuerte y danos la clave.
—Y una mierda.
Antonio respondió con un golpe que le partió la nariz. Entre quejas el chulo hizo lo pedido. Arramblamos con todo lo que había: dinero, pasaportes y papeles.
—Lo pagaréis caro, hijoputas. Os buscaré, daré con vosotros.
—No lo harás. Acepta las cosas como son —aconsejó José—. Contabilízalo en pérdidas, como una mala gestión. No busques venganzas con otras chicas. Recuerda que podemos volver y quemar la casa con vosotros dentro. Créetelo, cerdo. Somos muchos más que los que ahora ves.
La casa no tenía red telefónica fija pero sí Internet. Borramos toda la información de los ordenadores. También les aliviamos de sus documentaciones y teléfonos móviles y, tras un registro minucioso, levantamos una apreciable cantidad de armas cortas y no menos de estupefacientes. Pensé en el inspector Barriga. Estábamos casi repitiendo lo mismo que él y sus compañeros hacían treinta años atrás. Pero había diferencias. Lo de aquella gente era habitual mientras que nuestra acción era inusual y no íbamos en busca de botín. Además, salvo dos ninguno de nosotros era policía. En cuanto a ellos, sabía que estaban sosegados de conciencia.
Encerramos en el sótano a todos, bien amarrados. Las chicas esperaban con sus escasas pertenencias. De entre los pasaportes confiscados cada una recogió el suyo entre exclamaciones de alegría. Andrés nos llamó aparte.
—¿Qué hacemos con el dinero?
Era mucho, sumando el de la caja y el del maletín.
—Repartámoslo entre las mujeres para compensar sus torturas. ¿Os parece?
—De acuerdo —dijo Andrés tras la total aquiescencia—. ¿Y qué haremos con ellas?
—Llevarlas al aeropuerto y que vuelvan a sus países. Con todo ese dinero les será fácil iniciar nuevas vidas —opinó José.
—Puede que algunas necesiten visados y tengan que ir a sus consulados.
—Eso es peligroso. Estos cabrones se desatarán en cuanto nos vayamos y se pondrán en marcha. Conectarán con otros de la banda o con otras afines. Buscarán a las chicas y, si no han escapado, volverán a atraparlas.
—Tampoco podemos dejar que ellas nos vean los rostros. Lo que decidamos tendrá que ser aquí y ahora.
José las llamó y examinó expertamente los pasaportes.
—Están en regla, los visados en fecha. Así que podéis volver a vuestras casas y con vuestras familias.
Hablaban mal el español, pero lo entendían.
—No sabemos cómo hacer. Siempre hemos sido conducidas —dijo una.
—Yo me encargo de llevaros al aeropuerto y sacaros los pasajes —se ofreció Javier—. Si hace falta dormiréis en un hotel cercano. Estaré con vosotras.
—Voy contigo —dijo Andrés—. No podrás llevarlas a todas.
Fueron a una habitación y volvieron sin pasamontañas pero con pelucas, bigotes y gafas negras. Andrés les entregó el dinero, que habíamos dividido en ocho partes iguales. Ellas no daban crédito a lo que veían y rompieron a llorar.
—Bien. Enviaremos todo lo demás a la policía. Les servirá para encontrar a otras chicas si no están muertas. También las documentaciones de Mendoza y acólitos junto a una nota explicando a qué se dedican.
—Mejor es destruirlo todo —apuntó José—. Podemos tener problemas si dejamos cabos sueltos.
—No pueden relacionarnos. Y si destruimos este material no habrá prueba de sus delitos.
—Venid a ver esto —llamó Jacinto desde una puerta.
Era una sala de unos doscientos metros. Entramos todos y miramos en silencio. Había toda una fauna de animales salvajes disecados: oso pardo, león, tigre, pantera negra, leopardo, rinoceronte, elefante, hipopótamo, oso panda rojo, lince… Algunas piezas estaban enteras, otras sólo eran cabezas y de algunos animales había doble representación. El museo estaba limpio y el taxidermista había hecho un buen trabajo al darles formas dinámicas, como captados en pleno movimiento. Parecían estar vivos y querer huir a la luz y a los sonidos de sus praderas. Estremecía ver aquella colección de animales salvajes sacrificados por un deseo incomprensible para nosotros. Nos miramos y vi la rabia haciéndose hueco en algunos de mis compañeros.
—Hay que quemar esto. Este tío es un hijoputa.
—Dejadlo para otra ocasión.
Salimos e inutilizamos los tres coches que encontramos aparcados al llegar. Las mujeres se acomodaron en los dos que llegaron, que se abandonarían en el aeropuerto al término de la misión. La luz del día nos permitió admirar el cuidado jardín, con enormes rocas redondeadas que parecían brotar del verdor para intentar impedirnos el paso. No vimos a nadie por las cercanías.
—¿Qué haremos en cuanto a la chica que buscas? —me preguntó José, a mi lado cuando volvíamos en uno de nuestros coches. En el otro regresaban Jacinto y Antonio.
—Vosotros nada. Habéis cumplido. Yo requeriré la presencia oficial de la policía para investigar el local que dijo el macarra. Allí no es posible hacer lo que hemos hecho aquí hoy.