Cuarenta

¿Tú, ruiseñor, que solías

despertarme al quiebro del alba

por qué me dejas dormir

hasta la luz alta?

Pedro Salinas

Diciembre 1956

Teresa Reneses Marrón y Ramiro Vega de la Iglesia, con el hijo de ambos, de ocho años, cruzaron la plaza Tvercaja Zestava bajo los copos de nieve y entraron en la enorme Belorruskij Vokzal, la estación ferroviaria que conectaba Moscú con el sur de la Unión Soviética. Cientos de personas, casi todas con bultos, se movían en una mezcolanza de ruidos y voces. Eran las seis de la mañana, hora no temprana porque la amanecida acudía a las cuatro y anochecía a las tres de la tarde. Ramiro buscó su tren entre los muchos alineados, algunos de los cuales estaban con la locomotora encendida y lanzaban chorros de humo negro hacia la alta techumbre de hierro y cristal. Vio al grupo de «niños», con organizadores y acompañantes de la expedición, así como a miembros de la Cruz Roja con sus distintivos. Eran muchos, unos cuatrocientos. Esperaron hasta ver llegar a Maxi con Irina, una belleza rubia con ojos de esmeralda, y a los dos hijos surgidos de su unión.

—Esto parece que va en serio —dijo el recién llegado abarcando con la vista la emocionada fila.

—Sólo había que tener paciencia —respondió Ramiro.

Pasaron lista y ordenadamente fueron entrando a los departamentos asignados, todos coches cama, individuales para los padres con hijos y compartidos para los que no los tenían. Algunos habían decidido llevar electrodomésticos, bicicletas, muebles y un sinfín de cosas para dar alguna solidez a su nueva y esperanzada vida. Esos enseres viajarían aparte gratuitamente desde Moscú al lugar de España donde residirían sus propietarios. Ramiro y Teresa sólo llevaban unos pocos objetos y ropas que guardaban en dos maletas. No habían abandonado su casa por si no se cumplían sus sueños, cosa que Maxi ni se planteaba. Tiempo después el convoy salió bufando de la estación buscó los espacios abiertos. En el compartimiento, los tres miraron el paisaje que se deslizaba al otro lado de las ventanillas. A la derecha la ancha pradera del hipódromo, ahora nevada; a la izquierda el cementerio Vagan Kovskoe, el más grande de la ciudad. Y, ya más adelante, abajo, el río Moscova. Casas y casas, innumerables chimenea de fábricas coronadas de humo ahuyentando la luz, espacios arbolados de vez en cuando. Miraban todo como fuera la primera vez porque quizá sería la última en muchos años.

—¿Crees que sabremos algún día por qué permiten volver a españoles casados con rusas y no a españolas casadas con rusos? ¿Quién lo prohíbe, el Gobierno español o el soviético?

—Con el tiempo todo se sabe.

—No se me olvida el llanto de nuestras amigas —dijo Teresa—. No poder regresar a España por culpa de alguna mente malévola.

—Puede que más adelante se les permita. Ya ves lo que costó que autorizaran nuestro retorno.

Más tarde lo comentaron con Maxi e Irina.

—Algún cabrón tiene la culpa —dijo su amigo—. No les basta con habernos robado la niñez y la adolescencia. Siguen sin querer remediar del todo el doloroso exilio que nos impusieron y que nos hizo perder nuestros mejores años.

—No fueron perdidos. Lo comprobarás. Tu especialización, la disposición compulsiva al trabajo y tantas otras cosas te vendrán bien en tu nueva vida.

—Tú siempre tan conformista. Ojalá no te equivoques.

El viaje, con paradas en Smolensk, Minsk, Kiev y otras importantes estaciones del recorrido duró unas veinticuatro horas. Miembros del Comité organizador de la expedición, compuesto por afiliados de los partidos comunistas ruso y español, junto con personal de la Cruz Roja rusa, atendieron sus necesidades durante todo el viaje con un calor y simpatía que emocionaron a todos, en una amalgama de excitación por la vuelta al hogar y a la familia añorados, y la pena por abandonar una tierra y unas gentes que tanto les habían dado a cambio de nada. ¿No era, acaso, una ingratitud abandonar el país que no reparó en gastos en su formación, educación y salud? ¿Cómo conciliar ambas realidades en el crisol de unos sentimientos mezclados? Cuando Teresa y Ramiro se despidieron de sus amigos rusos, con los que compartieron tantas cosas y tantos días; cuando dijeron adiós a los compañeros de la fábrica, a los vecinos, a los viejos maestros, todos lloraron convencidos de que era una acción injusta por más que comprensible. Fue una muestra postrera del cariño de ese pueblo sufrido y amable al que pertenecerían para siempre aunque siguieran sintiéndose hijos del país que les vio nacer, tan desconocido y lejano como sus recuerdos de infancia. En su día fueron obligados a dejar a sus familias y ahora abandonaban voluntariamente el lugar donde se hicieron adultos y donde echaron raíces sus sentimientos conscientes. Eran dos diásporas diferentes que, a menudo, les hacían considerarse de ningún sitio definido. Pero tenían clara una realidad, incluso para los descreídos como Maxi: los años primeros de Rusia fueron los mejores de sus vidas. Y lo que encontraran en la España añorada era una incógnita.

—Nunca dejaré de agradecerte tu comprensión para aceptar este viaje —dijo Teresa, acariciando el rostro grave de Ramiro.

—Estaré siempre a tu lado. Nunca nada me impedirá amarte.

—Gracias, amor. Pero tuviste dudas sobre la necesidad de volver a España.

—No tanto dudas como el resultado de una reflexión. No tengo a nadie allá. Mi padre murió, mis tíos. Quizás unos primos en una tierra que siempre he recordado como desdichada. Y tú, sin madre esperándote; una madre que no sabemos si existe tras años sin cartas. Hemos dejado nuestra vida feliz e integrada por un sueño; mejor dicho, por un fantasma.

—Sé que está viva en algún lugar con mi hermano Carlos y que ignora mi existencia.

—Es posible. Pero son muchos años sin noticias.

Durante los primeros años, del 37 al 42, tuvieron correspondencia regular. Y un día dejaron de recibirse las cartas de la madre sin que llegaran devueltas las suyas. ¿Qué había ocurrido? Aunque ya no estaba Jaime, tenía que saber el motivo de tantos años de silencio. Nadie podría impedir que indagara por sus propios medios, ahora que los Gobiernos de España y de la Unión Soviética habían levantado las propias y absurdas barreras que impedían el retorno de los niños de Rusia.

Antes de romper el alba llegaron a Odesa. Caminaron en grupo hasta el muelle y, sin transición, subieron al navío ruso de pasajeros de nombre Crimea, allí fondeado y preparado. El buque era grande y estaba en muy buen estado. Ramiro y Teresa tuvieron un camarote para ellos solos y, como en el trayecto en tren, todas las ayudas posibles de los acompañantes. Horas después el vapor se despegó del malecón y navegó por el mar Negro al de Mármara. Acodada junto a Ramiro en la barandilla de cubierta, el aire frío sonrojando sus mejillas, Teresa no pudo impedir que sus ojos se llenaran de lágrimas. A sus propios sentimientos se les había pegado la sensibilidad de los rusos, prestos a dejar traslucir sus emociones.

—Una mañana de marzo crucé estas aguas siendo niña, sin saber exactamente qué ocurría, qué estaba pasando. Jaime apretaba mi mano, y no la soltó desde que salimos de España. Entonces no estaba asustada. Echaba de menos a mi madre pero iba feliz, segura, con mi hermano y con los demás niños y cuidadores. Era una aventura excitante. Hacía calor porque el sol de primavera salió a despedirnos. Ahora hace frío y estoy asustada, aunque me conforta que estés a mi lado.

Al día siguiente fondearon en Estambul, donde hubo gran trasiego de gente del barco a tierra y viceversa. A ninguno de ellos se les permitió bajar. Entre la gente que subía observaron a un grupo de seis hombres trajeados cuyo aspecto y apariencia delataban su condición de españoles, policías o funcionarios. Su presencia les había sido advertida, por lo que no les fue difícil catalogarlos. Tiempo después, ya de noche y el barco en marcha, fueron llamándoles a un camarote grande donde esos hombres estaban sentados detrás de unas mesas. Se identificaron como funcionarios del Gobierno de España y les pidieron sus papeles.

—No tenemos ningún papel. Todos nuestros documentos de identidad quedaron en Moscú.

—Vuestros nombres.

Se los dieron y los cotejaron con unas listas. Muchos los tenían cambiados y faltaban fechas y lugares de nacimiento, parentescos y otros datos. Consiguieron establecer la filiación auténtica de cada uno en folios mecanografiados, lo que les llevó varios días.

Ramiro y familia se pusieron delante de un hombre joven sonriente que les dio la mano.

—Mi nombre es Gutiérrez y soy miembro de la Organización Sindical. Mi misión es ver dónde se os puede acoplar. ¿A qué volvéis a España?

—Es nuestro país. Queremos ver a la madre de ella —dijo Ramiro.

—Aquí dice que ignoráis su paradero —matizó el hombre, después de examinar el legajo. ¿Tenéis casa adonde ir?

—No, al principio.

—¿Habéis pensado en cómo os las vais a arreglar mientras buscáis?

—Supongo que ustedes nos ayudarán en ese sentido.

Les dieron un documento, que era una especie de visado en el que se les identificaba con sus datos correctos.

—Cuando desembarquéis en España, mostradlo. —Los miró, la sonrisa ampliada—. Celebramos la vuelta a casa. Volvéis a un país cristiano, del que nunca debieron alejaros. Aquí olvidaréis el horror vivido, a vuestros guardianes y sus perversas enseñanzas.

¿Por qué esos hombres decían esas cosas absurdas? ¿Qué era eso del horror? ¿Podrían encontrar en España la generosidad, el cariño, la solidaridad que durante todos esos años les habían brindado no sólo las autoridades rusas sino el pueblo llano y corriente?

En la madrugada del sexto día divisaron las primeras luces de la costa española. Era el 28, día de los Inocentes. Desde la fría cubierta Teresa vio acercarse las casas dormidas de Castellón. El buque atracó en el muelle, donde una multitud esperaba. Llovía y la noche robaba los paisajes que hubiera querido ver ya mismo. Mal augurio para muchas sensibilidades. Tendrían que aguardar a que llegara el día para desembarcar. Ella casi no podía esperar esas horas tras los diecinueve años de alejamiento. Estaba en España, en la costa mediterránea de la que salió un día lleno de sol cuando su cuerpo se estaba haciendo. Ahora volvía casada y con un hijo. Otra persona, siendo la misma. No importaba. Mañana vería ese sol magnificado, esa luz inigualable. Las ciudades exhibirían cambios, como ocurrió en Moscú, porque nada se detiene. Pero lo fundamental seguiría y ello le permitiría ser niña de nuevo. Y más lo sería cuando encontrara a su madre y conociera a su hermano Carlos.

Pero la luz diurna que llegó fue gris. Seguía lloviendo y el sol no se aprestó a recibirles. Una desasosegante impresión se adueñó de la frágil mente de Teresa. En el puerto, un cordón de uniformados y policías de paisano retenía a la muchedumbre. Los guardias examinaron sus equipajes y no dudaron en quedarse con los libros, revistas y periódicos en ruso que llevaban. Impidieron que nadie se separara del grupo a pesar de los gritos de los que esperaban. Les condujeron en autocar a un balneario situado a unos veinte kilómetros, en Villavieja. Era un lugar de vacaciones, en activo, bien conservado, aunque en esas fechas no había clientes. El grupo lo controlaban guardias civiles y agentes, imprimiendo un carácter de reos a los impacientes repatriados. Pasaron a un salón grande donde funcionarios de ambos sexos les esperaban sentados tras unas mesas alineadas mirándoles como, a entender de Ramiro, se mira normalmente a gente poco recomendable. Había unas cincuenta mesas con sus correspondientes máquinas de escribir encima. Sin pausa empezaron las preguntas.

—Tu nombre.

—Ramiro Vega de la Iglesia.

—¿Tienes alguna relación con la Komintern?

—No.

—¿Y con la Lubianka?

—¿Qué preguntas son ésas? La Lubianka no es una organización. Es un edificio, la sede del KGB.

—Limítate a responder. ¿Perteneces al Partido Comunista ruso?

—No.

—¿Al Partido Comunista español?

—No.

—¿Perteneciste antes?

—No.

—¿Eres de algún Konsomol?

—No.

—¿Actúas en los sindicatos comunistas?

—No.

—¿Qué piensas hacer en España?

—Buscar a la familia de mi mujer y trabajar.

—¿En qué?

—Soy ingeniero aeronáutico. Pero puedo trabajar en lo que sea.

—¿Ingeniero aeronáutico? —El funcionario le miró de forma diferente.

—Sí.

—Pase allí —dijo, olvidando el tuteo—. Siguiente.

El ruido y el murmullo eran tremendos, con tantos preguntando y contestando a la vez y los teclados golpeando frenéticamente. Les colgaron un cartel de madera de los hombros, como si fuera un doble babero: su nombre en el de delante y un número en el posterior, y les tomaron fotografías de frente, de ambos perfiles y por detrás. Con esos datos confeccionaron un carné amarillo, que les fue entregado. Cumplimentados los requisitos, lo que les llevó todo el día con parada para almorzar por turnos, volvieron a pasar al gran comedor, donde les obsequiaron con una cena abundante, esta vez juntos. Fue una fiesta memorable donde hubo risas, canciones y lágrimas porque muchos de los niños eran de esas zonas y allí se quedarían, en su destino soñado. Había camas suficientes en el centro vacío y allí pasaron la noche tiritando de frío pues el balneario carecía de calefacción y de mantas al ser para uso vacacional veraniego. Por la mañana, tras el desayuno, se admitió la visita de los esforzados familiares, que llegaron muy temprano desde distintos puntos de las cercanas provincias. No hubo grandes despedidas, todos deseando rendir el viaje. Los de otros lejanos lugares fueron conducidos a la estación de ferrocarril y distribuidos en vagones de tercera clase. Ya en marcha el tren, Teresa apoyó su frente en la ventanilla helada, no para mirar el gris mortecino del otro lado sino para ocultar sus ojos. Volvían dos años después de los últimos repatriados de la División Azul, aquellos a quienes, como a ellos, les fueron negando el retorno como si fueran hijos de nadie, gentes de ningún sitio. Ramiro le puso una mano tranquilizadora en su hombro.

—¿Qué país es éste, que tanto añoramos durante años? —dijo ella, al rato y sin volverse—. ¿Cómo comparar la forma en que nos tratan con el recibimiento que nos hicieron en la Unión Soviética en 1937? ¿Cómo igualar este miserable tren con el que nos llevó de Moscú a Odesa la semana pasada?

Ramiro apretó su hombro. Sobre el traqueteo infame animó:

—Hemos venido a buscar a tu madre, no lo olvides. Debemos intentar comprender lo que vemos y sus recelos. Venimos de un país que no es amigo de este Gobierno porque consideraron que su presencia en España durante la guerra fue una invasión.

—Eso no justifica sus miradas inamistosas ni sus modales autoritarios. Nos tratan como a presos —opuso Maxi.

—En el fondo es así. Estamos en libertad vigilada. Pero las cosas se arreglarán.

De un bolso Maxi hizo aparecer una botella de vino tinto.

—¿De dónde la has sacado? —se admiró Teresa.

—De la cocina del balneario. Brindemos por nuestro regreso.

Los cuatro bebieron de la botella, pero Maxi se asignó la misión de acabarla. El tren estaba colmado y la alegría era manifiesta en los viajeros, sobre todo en los vocingleros vascos. Maxi sacó otra botella. Ramiro le miró de forma sombría.

—¿Cuántas más has birlado?

—Sólo la otra y ésta.

—Dijiste que lo dejabas.

—Claro que lo dejé. Esto es sólo para la celebración. ¡Eh, eh!, ¿qué os pasa? Todo el mundo ha cogido botellas. En los otros vagones está corriendo el vino español, y de Rioja, nada menos, ¿no os dais cuenta? Después de tantos años no podemos despreciar los productos de la patria.

Ramiro observó los ojos de Irina y la verdad habló sin palabras. Maxi fue consciente de esa mirada. Se obsequió con un buen trago y ofreció a los demás, que rechazaron.

—¿Qué coño os pasa? Es un momento grande, inolvidable, como pocos en nuestra vida, y andáis estreñidos.

—No es eso —dijo Tere—. No te hagas el tonto. No tiene nada que ver con la celebración.

Maxi se acercó a Irina y la abrazó.

—Te juro, amor, que se acabó en cuanto lleguemos a Madrid —dijo con voz solemne, y todos aceptaron que quizás esta vez decía la verdad.

Atardecía cuando el tren se acercaba a su destino. Miraron el desolado paisaje, sin árboles apenas. Sequedal con solitarias casuchas resignadas, esmirriados poblachos estremecidos de monotonía, carreteras estrechas, circulación escasa, coches no mejores que los de la Unión Soviética. Luego, a la derecha, desperdigadas colonias y barrios obreros mancillando el campo huero y pelado. Vallecas, casas humilladas de languidez. La estación de Atocha apareció de repente, al final, llegando, como si estuviera situada al final de la ciudad magnificada en sueños y lágrimas. Todo el tiempo la estepa y de pronto la estación, sin transición, a pesar de hallarse casi en el centro de la capital. Estaba muy animada de gente aunque era una miniatura en comparación con la de Moscú. Fueron separados por grupos, siendo mayoritarios los destinados a Bilbao, quienes se despidieron de ellos ruidosamente y con grandes promesas de amistad. Sólo unos pocos quedaban en Madrid. Algunos tenían domicilio al que acudir, como Maxi. Su madre había vendido la tierra y regentaba una portería en la calle Fernando el Católico de la capital. Lo estaba esperando con sus otros hermanos. Ramiro observó la emoción del grupo al abrazarse. Irina y los niños aguardaban apartados y supo que tenían el corazón encogido de temores ante la extraña tierra porque él tuvo el mismo sentimiento tantos años atrás. Luego la madre de Maxi vino hacia él. La hermosa y bella mujer que él recordaba se había desvanecido. Ahora soportaba un cuerpo rezongón coronado por un rostro transgredido, totalmente en desacuerdo con su nombre maravilloso.

—Qué grande te has hecho —dijo al abrazarle, prolongando el río de lágrimas—. Eres como tu padre.

—Nos vemos mañana en la Puerta del Sol —acordó Maxi, pugnando por mantener la serenidad—. Nos irá bien, ya lo verás.

—Es posible.

—Seguro. Olvida la posibilidad de volver a la Unión Soviética. Esa etapa ya pasó.

A Ramiro y a Teresa y a los que carecían de familiares los llevaron en taxis a la pensión Las Once, en el número 5 de la calle de Echegaray, en pleno centro de la ciudad. Era una vía estrecha, de casas de principio de siglo y anteriores, muy circulada y grandemente albergada de tascas, restaurantes y mesones. Más tarde supieron que era una zona de prostitución, aunque no creyeron que hubiera doble intencionalidad en instalarles allí.

—Aquí estaréis hasta que tengáis un lugar donde vivir por vuestra cuenta. Tanto el alojamiento como la manutención correrán a cargo del Gobierno español, por supuesto —dijo uno de los funcionarios, recalcando lo de «Gobierno español»—. Supongo que tendréis medios económicos para vuestras cosas.

—Por ahora algo tenemos. No se preocupe por eso —contestó Ramiro, ocultando la importante cantidad en dólares que el Gobierno soviético les dio en Moscú a cada uno. Tal y como se comportaban no estaba muy seguro de que siguieran ayudándoles si lo supieran o, incluso, que no les intervinieran el dinero.

El tipo de la recepción los miró sin curiosidad, lo que aseguró a Ramiro que estaba al tanto de quiénes eran. Al fin, ésa era la cuarta expedición de niños repatriados y seguramente algunos habrían dormido allí. Gutiérrez se encargó de los trámites. Luego dijo:

—Tenéis el día libre. Mañana os presentaréis en la Dirección General de Seguridad. Os estarán esperando. Mostrad el carné que os dieron en Castellón. Preguntad por el comisario Bermúdez. Después, a mi despacho de la Casa Sindical, en el paseo del Prado, frente al museo. Allí veremos si vuestros conocimientos nos permiten encontraros un trabajo. Ah, una cosa más. Si queréis seguir en España, y para poder percibir ayudas o conseguir un empleo, deberéis legalizar vuestra situación matrimonial casándoos por la Iglesia. Ahora estáis amancebados. —Otra sonrisa—. Pensadlo. No hay prisa pero no lo demoréis.

Subieron las desvencijadas escaleras de madera hasta el cuarto piso, el último. La habitación era pequeña y sombría, con dos camas, una mesa, dos sillas y un armario. La ventana de madera, que no cerraba bien, daba a un patio interior desconchado. Desde ella se veían las terrazas de tejas curvas de su niñez, las mismas por las que fulguraban los ojos hipnóticos de los gatos en las noches miserables. El retrete común, igual que en Moscú, estaba al fondo del pasillo. Tere se sentó en una cama junto a su hijo y le acarició la cabeza, una tenue sonrisa enmascarando su estado de ánimo. Ramiro los miró. Notó la vulnerabilidad de ella y los interrogantes de ese chico alto, disciplinado de silencios, fiel reflejo de lo que él fue. Su hijo se criaba sano y feliz. Y ahora rompían su mundo como hicieron con él veinte años atrás, casi a su misma edad. Sabía lo que sentía y que echaba de menos Moscú, donde nació, y a sus amigos. Sin embargo, había una diferencia positiva a favor del niño: tenía padres.

—Salgamos a cenar —les dijo, poniendo convicción en su gesto animoso—. No os recreéis en la desilusión. Estamos en Madrid, tu ciudad, Tere. Disfrutemos del buen ambiente reinante. Mañana vendrá con luces nuevas y florecerán las sonrisas. Y empezaremos a buscar a tu madre.