Treinta y nueve

Febrero 2003

La chica se despertó confusa, con dolor de cabeza y dificultad en el respirar. Algo tiraba de su cuello produciéndole un dolor terrible. Estaba en una postura rara, de pie y con las rodillas flexionadas. Se enderezó, afianzó los pies y el dolor del cuello se mitigó pero le acosaron otros en el cuerpo y en la cara. Oyó ruidos extraños. Intentó abrir los ojos y consiguió que uno obedeciera. Apenas había claridad. Se llevó la mano a la garganta tratando de eliminar el sufrimiento. Sus dedos tropezaron con algo duro. Palpó. ¿Qué era eso? Hierro, un dogal. De repente recordó. Había sido golpeada por sus captores con superior ferocidad a otras veces porque la sorprendieron intentando escapar. Se tocó el rostro. La hinchazón engullía su ojo derecho y le prolongaba la cara hacia un lado. Notó piedrecillas en la boca. Dientes rotos. Miró la menguante luz y comprendió el horror de su situación. Estaba aprisionada del cuello por una argolla fijada a una pared y ellos tabicaban el lugar desconocido para dejarla dentro, emparedada. No podía gritar, desfallecida de quebrantos. Se debatió débilmente, intentando zafarse del férreo lazo. Veía unas manos a cierta distancia colocando los ladrillos, hasta que la luz se comprimió en una rendija y luego desapareció. Quedó en total oscuridad, oyendo aún ruidos fuera. Luego se hizo el silencio.