Febrero 2003
Fernando y Rafael vivían en las casas militares situadas al final de la calle de Santa Engracia, cerca de Cuatro Caminos. Pero no me recibieron allí sino en un pequeño parque situado muy cerca, en la calle de Raimundo Fernández Villaverde, donde los vecinos sacan a pasear a los ancianos, a los niños y a los perros, y donde a despecho del tráfico feroz se oye el piar de invisibles pájaros.
Los dos hombres exhibían facciones atractivas y sincronizadas, nariz discrepada de la familiar, estaturas envidiosas de la de Jesús y cuerpos en huelga de kilos. Había que tener gran imaginación para encontrar en ellos algo que los identificara con su hermano y su padre. Los mellizos no eran iguales entre ellos ni en la talla ni en el rostro, pero su parecido natural no estaba desvirtuado por el poder destructor del tiempo. Conservaban una delgadez envidiable, un porte distinguido y el resto de unos ojos bellos, ahora precavidos al mirarme.
—Así que en la Reserva, con todo el tiempo del mundo.
—Pasamos ese periodo. Ahora estamos en jubilación. Pero no crea que nos sobra el tiempo.
—Parece que dejaron el Tercio.
—¿El Tercio? —Fernando me miró y creí ver un punto de socarronería en sus ojos—. Dijo que es investigador.
—Sí.
—Pues no parece tener frescas las noticias. Hace muchos años de eso. Casi ni nos acordamos.
—Lo sé. Era una forma de preámbulo, mi deseo de que la conversación sea distendida.
—Ah, ya. Lo que ocurre es que estamos acostumbrad a ir al grano siempre.
—Y me imagino que hacen gala de decir la verdad.
—Así es.
—Pero no siempre se ajustan a ella. —Noté en ellos un envaramiento adicional—. Lo digo por lo de que apenas recuerdan el Tercio. Tengo entendido que un legionario nunca olvida su paso por ese cuerpo.
Se miraron como si fueran niños pillados en una travesura.
—Tiene usted razón. Estamos muy orgullosos de haber sido legionarios —dijo Rafael.
—Es un amor incesante, como el que tenemos por África, donde nacimos. Pero la vida se impone. Quisimos estar en algo cercano a nuestros padres. Lo encontramos en el Regimiento de Caballería Ligero Acorazado Villaviciosa Catorce, en Madrid.
—Insistió usted mucho en vernos —dijo el otro—. Quizá debería explicarnos lo que realmente desea. No logramos entenderle del todo.
—Me han contratado para tratar de averiguar lo que le ocurrió al coronel Ignacio Melgar.
Sus miradas se rozaron, como si hubiera sido una casualidad.
—¿Quién le hizo el encargo?
—Entiendan que no puedo decírselo. Secreto profesional.
—Venga, no sea ridículo. Seguro que es la misma persona que le facilitó nuestra dirección: Olga.
—Por qué negarlo. Debo añadir que los tiene en muy buen concepto.
—Es una chica simpática, diferente a los demás. Quería mucho a nuestra madre. No debería haberse metido en esta tontería.
—Supongo —dijo el otro— que ella le habrá explicado lo que está escrito en todos los informes: que el coronel se ahogó en el estrecho de Gibraltar. Entonces, ¿qué es lo que está investigando exactamente?
—En realidad, más que investigar es confirmar. Ustedes no fueron ajenos a su vida, tuvieron con él una gran vinculación. Su carrera militar se forjó por la decisión de él, no de su padre, de enviarles a la Academia Militar.
—Eso es irrelevante para su caso.
—Me gustaría saber cómo era el coronel desde su punto de vista.
—Fue un gran militar y un verdadero padre para nosotros —dijo Rafael levantando la barbilla como si estuviera jurando la Bandera—. Era el líder de la familia. Creo que debería ser suficiente para usted.
—¿Qué me dicen de su mujer? Sé que la han visitado en ocasiones.
—¿María? —Volvieron a mirarse. Me recordaron a esos tenistas compañeros en partido de dobles buscando la estrategia a seguir entre punto y punto. Fernando dijo—: Es una mujer que merece nuestro más profundo respeto.
—Sé que la visitaron en ocasiones. Me extrañó no verles en la despedida.
—¿Qué despedida? ¿Le ha ocurrido algo?
—La han trasladado a una residencia de Asturias.
—No sabíamos nada. Nadie nos informó.
—¿Por qué no tienen trato con su padre ni con su hermano Jesús? ¿Qué les distanció en tantos años?
—¿También sabe eso? —No contesté—. No es algo que le interese.
—Según parece no se hablan desde los tiempos en que el coronel desapareció.
—Verá usted, señor Corazón, si tanto interés tiene en saber esos datos de nuestra intimidad, llame a otra puerta. Vivimos una existencia tranquila. Considero que sus preguntas son inadmisibles.
—Deben disculparme. Trato de no ser inoportuno.
—Usted hace lo que debe y nosotros también. Así que estamos en paz.
—Todos guardamos cosas de nuestro pasado, buenas y malas —dijo su hermano—. A algunos les gusta airearlas, pero ése no es nuestro caso. El pasado está muerto; dejémoslo enterrado.
Se levantaron del banco y me tendieron sus manos. Los vi alejarse, acompasada la zancada como si estuvieran desfilando. Paso elástico, firme, sin prisa, subrayando su doble condición de mellizos y militares. Me los imaginé años atrás en plena faena legionaria. Seguro que fueron de los más bizarros. Sin embargo, no llegaron a generales, ni siquiera a coroneles. No culminaron sus carreras. Traté de entender su actitud de reserva, lo que en sí mismo no era extraño porque a nadie le gusta que escarben en sus heridas. Muy grande debió de ser la de ellos para tan largo distanciamiento de la familia.
—¿Sí? —dijo John Fisher a través del teléfono.
—¿Te gustaría visitar a tus amigos del hotel Bretón? —invité.
—Sería un placer.
Una hora después estábamos ambos en un vuelo tardío del puente aéreo a Barcelona. La gente de la agencia de alquiler de coches había accedido a darme los datos del fulano que alquiló el auto donde escaparon los que agredieron al inglés. Se llamaba José Luis Sala García y vivía en el 994 de la Gran Via de les Corts Catalanes. En el aeropuerto cogimos un taxi y nos llegamos al portal indicado. Pulsé el intercomunicador y obtuve una voz femenina. Pregunté por el hombre.
—No está.
—¿A qué hora regresa?
—No es seguro que venga.
—Éste es su domicilio, donde vive, ¿no es así?
—Sí, pero hay noches que no viene. ¿Quién pregunta por él?
—Un cliente. Le he hecho algunos encargos anteriormente.
—Llámale al móvil.
—Perdí su número. Por eso vengo personalmente. Dámelo.
Hubo un silencio.
—No te lo voy a dar.
—Vengo de Valladolid expresamente. Habré hecho el viaje en balde y él perderá un negocio. Tú decides —dije, echando mano de mi mayor seducción oral.
—¿Le conoces?
—Claro.
—Búscale por los bares de la Rambla. Si no está fuera de la ciudad, lo encontrarás.
Conseguimos habitación en el hotel Ramblas, en plena vorágine. Después de cenar avizores en un restaurante de la zona pasamos a deambular entre el torbellino de gente, buscando. John llevaba adosado un bigote grueso y gafas tintadas. Es un tipo de conversación remisa, largos silencios, como hombre que ha estado solo muchos años —supongo que con Olga sería diferente—; no obstante, con lo poco que hablamos trazamos las líneas de nuestro comportamiento para sentirnos cómodos ambos. No tuvimos suerte e hicimos noche, lo mismo que al día siguiente. En la tercera noche, en el café bar Zurich, John me tocó el brazo. Seguí su mirada. Todo el mundo parecía fumar y el humo difuminaba los contornos. Tres hombres fornidos hablaban y reían escabullidos entre el movimiento y el ruido del bar. Estaban en un grupo con otros hombres y mujeres. La gente no es tan feliz normalmente, sólo los que pasan de la vida. Allí todos parecían disfrutar en grande. Salimos detrás del grupo, que fue dispersándose en su visita a otros bares. Según lo convenido los seguimos por separado, uno a distancia del otro. Eran las cuatro de la madrugada pasadas cuando quedaron solos. Cruzaron la plaza Real, poco pululada, y caminaron por carrer Banys Nous. ¿Adónde iban a esas horas caminando por la nada? Sin duda se dirigían a la vía Layetana para subir a su guarida. Iban tranquilos, poderosos, sin temores, conscientes de sus posibilidades. Los escasos viandantes que nos cruzaban podían adscribirse en dos grupos definidos: unos parecían estar huyendo de alguien y otros buscando algo. No eran las horas más idóneas para caminar. Esperaba el momento adecuado para abordarles cuando antes de llegar a la plaza Nova se giraron de repente, moviéndose en círculo, y me enfrentaron. Ya sabía lo que les hacía caminar por ahí. Estuvieron dándome cuerda. Una añagaza para cazarme.
—¿Qué quieres, cabrón? ¿Por qué nos sigues?
Me detuve.
—¿Me oyes, tío mierda? Llevas la puta noche detrás de nosotros. ¿Eres ese de Valladolid que llamó? No te conozco. ¿Qué cojones quieres?
—Algo sencillo. Sólo saber quién os contrató para ese trabajo tan efectivo que hicisteis en Madrid el mes pasado.
—¿Qué trabajo? Hacemos muchos.
—Golpeasteis a un inglés en un hotel y a un tío en su casa de Colmenar Viejo delante de su familia. Robasteis documentos en una agencia de la Torre de Madrid.
Hicieron trueque de miradas.
—¿Qué se te perdió en ese entierro?
—Algo importante para mí.
Estaba rodeado. Ellos confiaban en sus fuerzas, mayoría y especialización en agresiones sin pago de peaje. El tipo hizo lucir sus dientes en la escasa luz de las farolas. Era alto y atractivo, bien puesto de cuerpo y ropas. Le iba bien. Y los otros no desmerecían de esas bondades.
—No vienes a ofrecer curro, como dijiste a la hermana. No es bueno eso de ir rondando por ahí. Me temo que escogiste la senda equivocada. La cagaste.
John se acercó sin bigote y sin gafas.
—¿Me recordáis?
Estaban muy predispuestos hacia sí mismos, acomodados de seguridad, pero tuvieron un momento de sorpresa y duda, lo que facilitó las cosas. «Como el rayo», dijo Ishimi en mi cerebro. Me ocupé de dos y el inglés esgrimió sus recursos con el tercero. Golpeé con la mano a uno en la yugular y al otro en el plexo y concluí con un taconazo a sus barbillas. El asunto no duró más de diez segundos. Se desplomaron sin la obligación de firmar el documento de aceptación para anestesia total. Tardarían en despertarse. Los arrastramos a un callejón y les registramos. Llevaban pistolas; se las quitamos y las echamos posteriormente en un buzón de Correos.
—Quedémonos con los documentos. Deja el dinero.
—¿Qué dices? —opuso el inglés—. Ni hablar. Con él atenuarás nuestros gastos.
—No lo quiero —dije. No quería ser como el comisario Barriga.
—Yo sí. Son escrúpulos estúpidos, porque no tiene nada que ver con la honradez. No es robar sino recuperar. Haz tres partes y nos lo abonas a Mariano, a Olga y a mí.
—Bien.
Nadie nos había interrumpido aunque desde lejos algunos viandantes esporádicos se eclipsaron rápidamente al ver la pelea. Volvimos al hotel. Lo más importante: teníamos la agenda que llevaba el jefe, llena de nombres, fechas, teléfonos, direcciones y notas. Y podría comprobar si mis sospechas coincidían con la verdad.