Treinta y seis

No mido el tiempo con el tiempo.

Mido lo que dura en mis ojos lo que miro.

GONZALO ESCARPA

Diciembre 1947

La cárcel se llamaba Taganka y estaba en el centro de Moscú. Era una prisión para rateros y delincuentes comunes de poca monta. El edificio de las celdas tenía dos plantas en forma de cruz. Había un patio de recreo grande y el recinto tenía unos muros altos sin torretas de vigilancia.

Ramiro exhibió su documentación y pasó los controles hasta llegar a la sala de visitas, un lugar sombrío con bancos desperdigados y guardias vigilando. Había ya visitantes, mujeres en su mayoría, hablando con los presos. Maxi entró por una puerta estrecha y se sentó frente a él. Era domingo, día de visita, y la temperatura se mostraba responsable mientras fuera batía el invierno. Estuvieron un rato sin hablarse. Luego Ramiro le entregó un paquete, inspeccionado en el control, que contenía chocolate y galletas Octubre Rojo.

—Me muero por un trago —dijo Maxi, pasándose la mano por los labios.

—Tienes que dejar la bebida.

—No estoy dominado por ella.

—Ninguno que bebe lo admite. Se te pondrá la cara roja y el cuerpo de esos rusos borrachines. —Parecía una broma pero su rostro estaba serio.

—¿Y qué más puedo esperar? Todos acabaremos de esa guisa.

Ramiro observó su hastío. Tenía mal aspecto, se había dejado la barba y sus uñas estaban sucias.

—No desesperes.

—Estoy hasta los huevos de esto.

—He oído que el juicio es la próxima semana.

—Sí, pero no me refiero a la cárcel sino a la Unión Soviética. —Lo dijo sin cautela, indiferente a quienes pudieran oírle y entenderle. Miró los altos ventanales por donde la sufriente luz se esforzaba en pasar—. ¿Sabes? Eres un amigo. Siempre en el lugar necesitado. Lo que más me conmueve es que no me has hecho ningún reproche.

—No es por falta de ganas. Bastante tienes con lo que tienes.

—¿Has visto a los otros?

—No me interesan. Lo que no entiendo es que no estéis los cuatro en la misma celda.

—Sí, es un fastidio estar compartiendo agujero con doce rusos malolientes. Son gente sufrida, no se meten con nadie pero… Joder, cómo echo de menos nuestro barracón. Fui un imbécil dejándome engaritar por Felipe. —Hizo una pausa—. ¿Qué dicen los amigos? Nadie salvo tú vino a verme.

—No des importancia a lo que hacen o dicen los demás.

—En realidad me importan un carajo. Para ser exacto todo me trae sin cuidado. —Se pasó la lengua por los labios tratando de humedecerlos—. Te diré algo que no ignoras. Tienes mi admiración permanente pero a veces reniego de ti —desafió los ojos de su amigo—. Te has acomodado a esta vida y nada parece alterarte.

—Me adapto a la situación. Como los otros miles.

—No quedamos miles, sólo cientos. Y no todos comulgan con esto.

Los hechos ocurrieron tres meses antes. Una noche, a las tres de la madrugada, aparecieron guardias de la Milicia en el barracón donde dormían y se llevaron a Maxi y a Manuel. No dijeron nada a pesar del alboroto. Los introdujeron en un furgón a medio vestir y sin cosas personales, y los llevaron a la comisaría, donde tras unas declaraciones los metieron en un calabozo. Ramiro averiguó más tarde que habían pasado allí tres noches incomunicados antes de que se los llevasen a Taganka. Hubo toda suerte de comentarios y teorías. Ramiro supo la verdad de lo ocurrido en la primera visita que hizo a su amigo.

—Fue Felipe, le conoces, ese que trabaja en la fábrica de ropas para el Ejército. Un día que tomaba copas con Manuel, al que ya había camelado, apareció con Míquel, otro del barracón 4. Me dijo que en los almacenes había cantidad de chaquetones, abrigos, cuellos, gorros, botas y guantes, todo de piel, y que no existía vigilancia ninguna. Proponía que podríamos aliviarles de tanta mercancía. Así que una noche a las dos de la madrugada, mientras todos dormíais, me escapé con Manuel y nos juntamos con Felipe y el otro. Hicimos los ochocientos metros caminando sobre la nieve. Saltamos la pequeña valla e hicimos un agujero en el muro de atrás, construido de bloques de vidrio. Cogimos una buena cantidad de cosas, las atamos con cuerdas y las llevamos arrastrando sobre la nieve mientras dos borraban las huellas. Pusimos las ropas en el desván que hay encima de nuestro barracón. Los domingos lo vendíamos en el mercado de Preobrasenskaia, lejos de la zona, para que no nos relacionaran. Es raro que tú, tan observador, no lo notaras.

—Sí lo noté. Creí que eran encargos.

—Y en el dinero que manejábamos, ¿también te fijaste?

—Sí.

—Pero, de acuerdo con tu carácter, nunca preguntaste.

—Pregunto ahora. ¿Por qué lo hiciste?

—Por qué va a ser, por dinero.

—¿Para qué necesitas el dinero?

—¿Para qué? Para vivir mejor, para tener más cosas.

—¿Por qué quieres tener más cosas?

—A veces no pareces normal —dijo Maxi mirándole admirativamente—. Todo el mundo aspira a algo más. Comer y vestir mejor… Joder, ¿es que no ves las películas?

—¿Qué películas?

—Esas mexicanas, indias y francesas tan distintas de las rusas. Hay otro mundo ahí fuera, gente que va libremente por todos los sitios, que tiene casas grandes, coches… Aquí siempre seremos obreros. Y tú, aunque llegues a ingeniero, serás un proletario más. ¿Recuerdas nuestras conversaciones cuando en el 40 visitábamos las fábricas? Te dije que seríamos como esas gentes sin rostro, aquellas hormigas. ¿Quién tenía razón? Nunca tendremos más que lo de ahora.

—No es poco. Tenemos cultura, sanidad, trabajo. Y la seguridad de que nunca nos faltará.

—¡Bah! Quiero volver a España. Recuerdo que allí había mucha pobreza pero también había ricos. Aquí tenemos lo que dices, ¿y qué? ¿Es eso todo en la vida? Yo quiero ser rico y aquí nunca podré lograrlo. Nadie puede. Incluso los gerifaltes del Partido Comunista ruso, que viven de forma superior al pueblo, no son ricos ni pueden salir del país sin autorización. ¿Qué dijo el tío ese del mausoleo, el Lenin de los cojones? «No habrá lugar para privilegio alguno ni para la menor opresión del hombre por el hombre». ¡Ja! Privilegios y opresión, dos cosas que están plenamente vigentes en este país.

—Te sales del guión. ¿Quieres decir que no te arrepientes de lo hecho? Hace un momento dijiste que te arrepentías de haberte dejado camelar por Felipe.

—Lo que quise decir es que Felipe me defraudó porque la pringó. El asunto era bueno, pero él no era el hombre adecuado.

—Vamos, has dicho que echas de menos el barracón.

—Claro, es un hotel comparado con esto. Pero ¿qué es en realidad? Un cuartel, sin intimidad, oyéndonos los pedos unos a otros. ¿Qué posibilidades tenemos de vivir en un lugar mejor, independiente? —Mostró un gesto inundado de frustración, como cuando se cierran las puertas del ascensor justo al llegar para abordarlo—. Si el cabrón no la hubiera metido…

—¿Cómo os relacionaron con el robo?

—Les fue fácil. Ese mierda de Felipe y el Míquel dejaron de trabajar. Ni se despidieron de la fábrica. Fue fácil relacionar el robo con su ausencia. Los vigilaron y los vieron manejar demasiado dinero. Los trincaron y cantaron, denunciándonos a Manuel y a mí. —Se mesó el cabello—. ¿Qué coño hacemos aquí, Ramiro? ¿Te has parado a pensarlo alguna vez? Nos mandaron para evitarnos una guerra y caímos en otra peor.

—No nos mandaron por eso.

—Es lo mismo. La realidad es que estamos aquí perdidos en la nada. Tú que tanto lees, ¿no te das cuenta? Docenas de niños que cayeron en frentes en los que no debieron estar. Otros que murieron de hambre y de ese frío que soportamos camino de los Urales y que todavía siento en los huesos. Pedro, Jaime y Jesús… ¿Sabes de qué hablo? Pude ser uno de ellos. Sus cuerpos se pudrieron en esta tierra que no es la nuestra.

—Creo que una vez muerto da lo mismo dónde te entierren. Y esta tierra es tan buena como la de Asturias.

—¡Asturias! Te diré algo que nunca confesé. Cuando partimos de El Musel madre me dijo que mis hermanos eran pequeños para venir conmigo. Pero con nosotros embarcaron muchos de cinco años. —Movió la cabeza con una carga de gran pesimismo—. ¿Sabes qué, Ramiro? Muchas veces pienso que mi madre no me quería con ella.

—Qué cosas dices. El no aceptar tu destino te hace pensar estupideces sin sentido. ¿Cómo no va a quererte tu madre? ¿No recuerdas la llantina que tenía?

—Era un momento emocionante para todos. No es un argumento irrefutable.

—Hablas de muchas cosas sin contexto. No busque justificaciones ajenas al hecho delictivo concreto en que ahora estás metido.

—No son justificaciones. Este episodio pasará pero las razones que te doy son permanentes. Cuatro mil razones, los días que llevamos fuera de España. Los cuento uno a uno, me ahogan.

—Te martirizas inútilmente. No hay solución para eso.

—¡No lo entiendes! Es que me niego a adaptarme como tú. Quiero volver a casa. —Cubrió sus ojos con las manos convulsionó su cuerpo en un sollozo inconsolable.

La vista se celebró un mes después en abierto en un juzgado de distrito donde tres magistrados resolvían casos desde el estrado. Había mucha gente y la mayoría de los reos ejemplarizaba el lado amargo de la sociedad. Cuando les llegó el turno, Maxi, Manuel, Míquel y Felipe se pusieron en pie y dieron sus nombres. Los flanqueaban dos policías pero no estaban esposados. Las preguntas fueron en ruso. Ellos no tenían abogado defensor. Ni siquiera apareció ese coronel español que decían comparecía en juicios similares con otros españoles para, indefectiblemente, sacarlos en libertad.

—¿Llevasteis a cabo lo que dice el sumario?

—Sí, señor.

—¿Por qué? Se os ha brindado una forma de vida sana honrada. Sois beneficiarios de un proyecto de integración y formación del que no hay precedentes. Se os cuidó y trató mucho mejor que a los niños rusos. La Unión Soviética gastó mucho dinero en que nada os faltara y habéis pagado de la forma más odiosa. Robar es quitar cosas al colectivo común. Es como si os robarais a vosotros mismos. Ellos asintieron con la cabeza.

—No es un delito de alta gravedad y vuestra condición de niños españoles, aunque ya sois adultos, os sigue amparando por ahora. ¿Juráis no volver a repetirlo?

—Lo juramos.

—Quedáis en libertad.

Ramiro estaba en la sala y dio la mano a sus dos amigos, pero no a Felipe ni a Míquel.

—No quiero veros rondando por donde nos movemos.

Salieron al exterior, lleno de ruido y gente que caminaba sobre la nieve inclinada por el frío. Maxi se hurgó los ojos con una mano.

—¿Qué va a pasar ahora en la fábrica? ¿Nos readmitirán?

—Sí. Hablé con la dirección. Presentaos mañana a vuestra hora, hablad con el ingeniero de planta y a seguir. Pero…

—No me lo pidas. No te prometo nada.

—Escucha. No es esto sólo. Tus constantes ausencias del trabajo preocupan a los ingenieros. No te han echado por la misma razón que hoy os dejaron libres: por ser niños españoles. Debes dejar la bebida y…

—Y someterme, ser un borrego más.

—La impunidad de que gozamos los niños puede acabarse algún día. Éste es un Estado policial. Te vigilarán. Si vuelves a fallar podrías pasarte muchos años en la cárcel. ¿Es eso lo que quieres? Y eso va también por ti —dijo, mirando a Manuel.

Maxi no contestó. Echó a caminar pateando furiosamente, con la cabeza gacha y sumido en un profundo rencor. Manuel le siguió. Luego, más despacio, les secundó Ramiro.