Treinta y cinco

Febrero 2003

—¿Qué es la mente? —analizó el doctor Menéndez—. Es la inteligencia, la facultad de entendimiento, la posibilidad cognoscitiva. Cuando esas capacidades se anulan, la mente, infinito espacio, universo intangible, no existe.

Estábamos en el centro médico de Llanes propiedad de la familia de Rosa, donde los afortunados que consiguen plaza encuentran lo más parecido al edén soñado. Sólo con ver los apabullantes Picos de Europa ya se siente uno en él. Además tiene un valor añadido para mí: ahí está Rosa, mi puerto.

Habíamos salido de Madrid, días atrás, Yasunari Ishimi, Akira Takarada, Olga, su padre, su tío Carlos, la abuela María y yo. Aún tenía en la memoria los momentos que precedieron a la marcha. En el jardín de Horizontes esperaban los familiares. Yo había sido presentado a todos por Olga como un amigo y luego me situé algo apartado del grupo. Allí estaba Blas, el primo-abuelo y jefe del clan, largo, esmirriado, tratando de mantener a raya sus años. Se apoyaba armoniosamente en un bastón lleno de nudos, como si a la madera le hubiera salido un sarpullido. El rostro del hombre se enmascaraba en unas gafas grandes y oscuras. Tenía la nariz pendular y desacreditada, y los lóbulos de las orejas le colgaban como aderezos. Su hijo Jesús mantenía su oronda figura cerca de él, achicándole con su masa. Era un hijo desmesurado, sólo coincidente con el padre en la alta estatura, la copiada nariz y el rostro malcarado. También llevaba gafas y un rictus marcaba su boca. Quizás, y dado que Olga me había contado su entrevista con él, estuve influido en considerar que el gesto era de desaprobación. No estaban los mellizos. Era muy extraño. Toda la familia menos ellos. Me asigné la tarea de buscarle una explicación.

El padre de Olga es corregido de estatura, pelo cano abundante en las sienes, desalojado de kilos, gafas ópticas de cristales tintados. Su aspecto es grave, y el rostro, de facciones bien delineadas. Tenía indudable parecido con Olga, lo que sugería que fue un hombre guapo en su mocedad. Y estaba Carlos, al que veía por vez primera. Era tan notoriamente extraño como un oso en un concierto. Alto, rubio hermoso, de ojos verdes, admirable en su sesentena y muy considerado de cuerpo. Su parecido con John era notable por lo que me sorprendió que Olga, tan perspicaz e intuitiva, hubiera tardado en buscar la lógica relación. Lo vi saludar brevemente a Blas y a Jesús, a los hermanos de Olga y esposas, y a otras personas. Lo hizo con semblante serio del que no se desprendió en todo el acto, durante el que evitó prodigarse en el protocolo. Su personalidad me atrapó. Sabía ya su procedencia pero ¿quién era en realidad ese hombre?

Cuando el personaje central apareció, todo se borró de alrededor. La vi avanzar a pasos cautelosos sobre el camino de césped, Olga de su mano. María Marrón era una mujer de mediana estatura y ajustada de peso, pelo corto ondulado, rasgos nobles y casi ausencia de arrugas. Caminaba pasando la mirada de unos a otros, no ausente de voluntad, autonegada la capacidad de hablar. Olga me contó que se aseaba y alimentaba ella sola y que, aun pudiendo hacerlo en soledad, prefería que la acompañaran en los paseos para poder reír y charlar eventualmente, lo que significaba que su mudez era momentánea y voluntaria. Era evidente que le impresionaba el ver a tanta gente despidiéndola: médicos, enfermeras, cuidadores. Un silencio hechicero agobiaba el acto. Aunque tengo por cierto que el trabajo reiterado insensibiliza a los que tratan con enfermos o ancianos confieso que una vez más fallaron mis convicciones al ver cómo esa gente despedía con emoción a esa mujer ingrávida, quizá convencidos de que nunca más volverían a verla. Y no era, estuve seguro, por los muchos años de cuido. Había algo entrañable para ellos en aquella mujer.

Me moví por detrás de los asistentes en la misma dirección que la abuela mientras la besaban y abrazaban. Cuando llegó al coche nuestras miradas se cruzaron por primera vez. Tenía unos ojos negros, grandes, sorprendidos, que sugerían la entrada a otra dimensión. ¿Qué había más allá de esa interrogante mirada? Pasó junto a mí, apartó sus ojos y entró en el coche. Tuve la misma sensación que cinco años atrás cuando Rosa, la Xana admirable, se alejaba lentamente, diluyéndose en mi impotencia. Tan diferentes eran y sin embargo tan próximas.

Hicimos un cómodo viaje en un monovolumen Volkswagen, y nunca un recorrido fue tan extraño, con un silencio mantenido y expectante, a instancias de Akira, que no soltó la mano de la abuela en ningún momento, mientras la otra era acaparada por una mano de Olga. Conducía Carlos, el padre de Olga de copiloto. Detrás, Olga y Akira con María Marrón en medio de ambos. En la fila trasera, Yasunari y yo. Durante el recorrido estudié a mis compañeros. Veía las fuertes manos de Carlos atrapando el volante. Hombre tan extraño. A veces nos mirábamos por el retrovisor y notaba sus mudas preguntas. ¿Quién era yo para organizar esa expedición? Sus ojos eran de un azul tan diluido como una gota de añil en una botella de agua. El pelo rubio, cortado a cepillo, sin alopecia, brotaba tieso como alfileres. El padre de Olga mantenía un cuello delgado y la mollera desertada de pelos. De vez en cuando se volvía miraba a su madre. Del pequeño Akira apenas asomaba la mocha. No miró a la mujer ni cambió de posición en todo el trayecto. Era como una estatua. Al otro lado, Olga hablaba al oído de su abuela de vez en cuando y le acariciaba el rostro en ocasiones. Y Yasunari, a mi lado, me miraba a intervalos y sonreía con el misterio de siglos de su especial raza. Akira, un increíble hombrecito de poco más de metro medio, cuerpo ascético y mirada insostenible, era tan frugal de movimientos como en su alimentación. Desde la llegada al centro estuvo la mayor parte del tiempo junto a María Marrón, siempre cogido de una de sus manos. En los dos primeros días buscó distintos emplazamientos para la observación de la anciana. Al tercer día concretó el lugar frente a la cordillera. La sentó y la obligó a mirar hacia las cumbre a distintas horas, examinando su expresión cambiante y sus ojos. La muralla granítica presentaba diferentes imágenes según la hora y el clima. En las mañanas, hasta que el sol asomaba sobre las cúspides, las rocas mostraban su rostro oscuro y sin grandes contrastes en los relieves. En las tardes, cuando había cobertura de nubes, la vista se pintaba de la misma pátina grisácea como si fuera un lienzo monocolor Pero cuando el sol miraba, las oquedades y salientes se hacían presentes y todo adquiría el relieve tridimensional apabullante. No dejaba de ser una vista grandiosa por reiterada que fuera su contemplación. Allá el Pico Tesorero, la peña Vieja, el Naranjo de Bulnes y la Morra de Lechugales sobresaliendo de murallones, cabezas y peñas menores aderezadas de verde profundo. De vez en cuando bandadas de pájaros cruzaban y con frecuencia algún águila perfilaba su vuelo antes de mimetizarse en el gris rocoso. En todos los casos María seguía los movimientos mientras Akira anotaba sus reacciones. Ishimi dijo que el profesor estudiaba los movimientos de la anciana, sus reacciones a los estímulos, sus miradas, sus respuestas, sus risas, su conversación. Medía los tiempos del día, el clima, la luz, los sonidos, las palabras y los silencios buscando una conjunción favorable de todo ello para el momento propicio. Y cuando juzgó comenzó la preparación específica para su operación sin cirugía.

—Dice doctor Takarada que podemos marchar nuestros trabajos si queremos. Necesita tiempo establecer condiciones. Avisará cuando es momento.

—¿Cómo lo va a hacer? —pregunté a Yasunari, todo el grupo presente.

—Explorando la mente.

—Por lo que os oí a Takarada y a ti, ella tiene la mente calmada.

—A veces apagada. Él iluminará.

—Eso lo hacen, o intentan, los psiquiatras —dijo Olga.

—Nada que ver. Ya dije a Corazón. No tienen conocimiento de Akira cómo actuar en mentes confundidas.

—Me asombras. ¿Lo hace basado en los principios de la telepatía? —dijo el padre de Olga.

—No, porque telepatía es comunicación entre dos inteligencias. La señora, aunque sin duda tiene, no usa adecuadamente… ahora.

—¿Hipnosis? —sugirió Rosa.

—Frío. Porque hipnosis es procedimiento para provocar sueño y ella no va a dormir. Vamos a ver. Yo digo lo que él dice. Debéis entender, no discutir. Enfermo mental vive en mundo extraño, sin recuerdos, como nada. No exactamente caso de señora. A ella sólo falla el gran recuerdo, sólo tiene enferma esa parte. Mantiene todo lo demás. Imagina que estructura normal de la mente, como portadora de recuerdos, es como gran sala con muchas bombillas encendidas. Llega el mal y apaga todas de golpe. Ya no hay luz. Instalación destruida. Él trabaja cada bombilla por separado. Enciende una y hay un poco de luz. Enciende otra, más luz. A medida va encendiendo, más luz. Al final, todas encendidas, luz total Eso hace Akira. Enciende luces, enciende mente. ¿Me sigues?

Le miramos un rato deseando que la sencillez de su explicación fuera correspondida con la realidad.

—¿Qué probabilidades de éxito consigue?

—Depende grado destrucción de mente o bombilla por seguir ejemplo. Hay catástrofes no posible reconstrucción, otras sí.

El doctor Menéndez es el jefe del departamento de Neurología del centro. Nos había reunido a todos a iniciativa Rosa. El hombre, de unos sesenta años, se mostró jovial expresivo aunque se le notaba el esfuerzo en mostrarse cauteloso con su incredulidad de que alguien pudiera curar por procedimientos no ortodoxos y adoleció, en ocasiones, de la habitual propensión al corporativismo, dando la sensación de que marginaba a Akira de la profesión. Ya a nuestra llegada y en privado había expresado a Rosa su sorpresa de que se internara allí a un enfermo con el propósito de ser curado con métodos ajenos a los habituales y a manos de un extraño médico cuyas referencias eran contradictorias.

—¿Tenéis conocimiento respecto al mal que aqueja a la señora? —dijo, mirándonos como si fuéramos estudiantes en examen oral.

—Padece una profunda amnesia sobre sus primeros cuarenta y cinco años.

—No es sólo eso.

—Entonces lo mejor es que nos consideres legos en materia y que nos lo expliques de forma comprensible —invitó Rosa, sonriente.

—Bien. La clave de este proceso está en la situación del cerebro. Imaginemos que es un árbol. A las ramas altas, las más finas, con la edad no les llega sangre o no la suficiente según la persona. Se producen pequeños infartos que dan lugar a cicatrices reveladoras de que ha cesado el riego sanguíneo. Las delgadas arterias se han atrofiado. Nunca ya vuelven a regarse. Así se pierden millones de neuronas. Las ramas gruesas pueden experimentar calcificaciones por mal riego. Cuando una parte de esas arterias sufre una suspensión súbita de la acción craneal debido a hemorragia, embolia o trombosis, surge el ictus apoplético, que puede provocar la inmovilización de una parte del cuerpo o incluso la muerte. Cuando la calcificación de esas cañerías grandes es lenta pero progresiva aparecen nuevas lesiones isquémicas, la pérdida de neuronas se intensifica y deviene el Alzheimer, que no es curable hoy día por ningún médico del mundo. —Miró a Ishimi, que permaneció como una piedra—. ¿Qué tenemos con María? Le hicimos un tac del cráneo y un Doppler TSA. Añadimos al estudio un registro electroencefalográfico. Todo ello nos reveló que su encéfalo está sin lesiones y con riego adecuado en los principales vasos arteriales y venosos intracraneales. —Se tomó un tiempo, como el vendedor que tiene al cliente a punto de pedido—. Por tanto, si el cerebro le actúa dentro de la normalidad en lo físico, ¿por qué no se cura? Los psiquiatras y neurólogos que la estudiaron, visto el informe que habéis traído, son autoridades en la especialidad. Debo creer que si sus tratamientos no han alcanzado el éxito es porque el caso no tiene solución.

—Define ese punto —dijo Carlos, con gesto poco propicio al acuerdo.

—El ensimismamiento que le habéis detectado en los últimos tiempos puede ser debido a dos factores. Uno, que ha ido invadiéndole una tristeza progresiva cuyo origen puede estar en su convencimiento de que, a pesar de tantos años de tratamientos, no le será posible eliminar la amnesia que le afectó. Ello comporta una tendencia al aislamiento, lo que revierte en afección física. Ya sabéis, eso de que un órgano se atrofia si no se utiliza.

—¿Cuál es la otra causa?

—Algo que los médicos llamamos «inhibición a la normalidad». Significa que si lo olvidado es doloroso y trágico, subconscientemente, el enfermo procura no resucitarlo.

—¿Quieres decir —habló Olga— que ella está amnésica porque en el fondo lo desea o, mejor dicho, porque no quiere recordar?

—Podemos interpretarlo de esa manera. Igual que el cuerpo tiene mecanismos de defensa, los anticuerpos que destruyen las bacterias o cualquier agente extraño que amenaza el sistema, la mente puede proponerse a sí misma el rechazo a revivir tragedias, aunque no de forma consciente para la persona. De ese modo se aísla lo doloroso y se puede seguir viviendo con normalidad o, en muchos casos, se evita el suicidio. No es una reacción infrecuente.

—Vamos a ver. Según eso, uno de los dos factores, o los dos conjuntados, ha posibilitado que la amnesia transitoria pasara a progresiva y que puede haberse llegado al punto de la irreversibilidad, ¿es así?

—Yo no lo habría expresado mejor.

El silencio nos rodeó. Hubo un cruce de miradas que finalmente convergieron en Ishimi.

—El profesor Takarada curará —dijo sin casi mover los labios.

Una mañana, paseando Rosa, Olga y yo, la diseñadora dijo:

—Lo tenéis montado de madre. Este lugar es increíble Aquí viviría siempre.

—Puedes venir cuando quieras —dijo Rosa—. Te ayudaría a atemperar tus nervios.

Las miré. Era saludable verlas conversar con total compenetración y afecto, ya desde el primer día de conocerse en el centro dos semanas atrás, tiempo en el que me ausenté varias veces.

—¿Dónde está ahora tu padre? —le pregunté.

—En su despacho del Ministerio de Agricultura. Le quedan unos años para la jubilación. Vendrá al primer síntoma de la abuela.

—Te pareces a tu padre pero ningún rasgo físico te asocia a tu tío. En su rostro no hay muchas arrugas. Se ve que ríe poco.

—Muy observador. Sin embargo, es un hombre encantador.

—Háblanos de él.

—Tiene edad para jubilarse pero colabora en una revista de la naturaleza. Le recuerdo siempre al lado de su madre, solícito, cariñoso. Sólo se alejó de ella en sus obligados y frecuentes viajes de reportero. Tuvo una juventud muy intrépida, viajando por todo el mundo y metiéndose en muchos follones. Siempre volvió indemne, como si fuera invulnerable.

—Dijiste que es soltero.

—Sí. Nunca tuvo mujer u hombre con quien compartir su soledad, ni quiso tener descendencia.

—Es extraño, con lo guapo que es —dijo Rosa.

Olga la miró.

—Quizás es que, en el fondo, es una estrella errante —respondió.

—O puede que perdiera su propia estrella y la estuviera buscando, sin encontrarla —aventuró Rosa.

Tuve percepción de la sombra de dolor que oscureció el brillo de los ojos de Olga.

—He observado —añadí, para romper el hechizo— que, aunque se reúnan en grupo, tu padre siempre busca estar junto a Carlos.

—Sí, es su ídolo. Le adora. Me contó de sí mismo que no brillaba en los estudios pero que sacó la carrera gracias a Carlos. En los permisos y en las vacaciones, y luego estando en Madrid, ya fuera del Ejército, mi tío le ayudó con las asignaturas. Le enseñó mucho. Y no sólo eso. En el instituto y en la universidad tuvo problemas con los inevitables bravucones por su carácter reservado. Carlos llegó y les ajustó las cuentas a los más violentos, él solo contra todos. Nunca más volvieron a meterse con mi padre. Es sólo seis años mayor, pero siempre actuó como un padre para con su hermano.

Vimos acercarse a Akira llevando de la mano a María, Yasunari detrás. Olga y Rosa se acercaron a la abuela. La nieta la abrazó con la ternura de siempre y las tres conversaron sobre amenidades. Yasunari nos hizo una seña a Olga y a mí. Nos apartamos.

—Dice Takarada que quizá no ser posible curación. Ella tiene mente muy fugitiva —musitó.

Fue un momento especialmente duro para Olga. Había algo más que desolación en su gesto. Estuvo un rato en silencio y luego se invadió de resentimiento.

—Chinos farsantes —espetó—. Tanto rollo. Os llevaréis la pasta y mis ilusiones. Y si te he visto no me acuerdo.

Yasunari Ishimi le habló con suavidad.

—No somos chinos. Y no estar aquí por dinero. Tú has ofendido. Debes disculparte. Ahora.

Olga se sentó y se cubrió el rostro con las manos.

—Lo siento, disculpadme. Es que… tantas esperanzas.

—No perder fe —dijo Ishimi—. Él intenta. Buscará día, elegirá momento.