Dime,
si me frotabas
hasta romperme en hebras,
por qué nunca pasaste los dedos
a través.
Por qué no me agarraste.
VANESA PÉREZ-SAUQUILLO
Septiembre 1946
La Fábrica 45, antes 24, estaba en el centro-este de Moscú, a cuatro estaciones de metro de la Plaza Roja, cerca del río Jauza, en el distrito de Stalin, y ocupaba un área de ciento cincuenta mil metros cuadrados. Dentro de sus tapias, y entre cuidados jardines, el edificio central de administración y cincuenta grandes naves-talleres se repartían el enorme espacio donde también había almacenes, garajes con muelle para camiones y una terminal ferroviaria de carga. Allí cincuenta y cinco mil empleados, de los que cincuenta mil eran obreros, fabricaban motores, accesorios y mecanismos para la industria aeronáutica. La fábrica no interrumpía su fabricación, que se sostenía en tres turnos de ocho horas.
Teresa caminó con dos amigas hacia la entrada entre los miles de hombres y mujeres vomitados por la estación de metro de Stalin y los numerosos tranvías y autobuses que llegaban puntualmente en cortos espacios de tiempo. Eran las seis menos cuarto de la mañana. Se colocó en una de las ordenadas filas que rápidamente pasaban por los controles, dio su nombre y recogió el carné con fotografía que había de llevar prendido en el pecho durante la jornada de trabajo para entregarlo a la salida al final de la misma. Muchas mujeres estaban embarazadas y otras cargaban con sus niños. Las fábricas, como las granjas, disponían de jardines de infancia gratuitos donde los cientos de madres depositaban a sus hijos desde sólo unos meses hasta la edad de primaria para recogerles al término de la jornada.
El tiempo había cambiado de un día para otro y presagiaba lluvia. Teresa llegó al amplio Pabellón 23 y anduvo por entre las largas filas de tornos, fresadoras, sierras y mesas de trabajo en los que ya se iban situando los mil obreros en los ocho grupos que componía cada taller. Subió a la oficina de taller el primer piso, cruzándose con los ingenieros que se dirigía a la segunda planta, y llegó a su puesto de trabajo, desde el que distribuía y controlaba las tareas a los ciento veinticinco operarios de su grupo. Miró abajo a través del cristal. Ramiro no estaba en su puesto, algo extraño y fuera de lo normal ya que sólo faltaba por razones de exámenes, nunca por ningún otro motivo, incluidos los médicos por gozar de una magnífica salud. Tampoco vio a Maxi, lo que no era de extrañar pues últimamente acumulaba ausencias por causas no imprecisas para sus amigos. Pero era lunes y él siempre cumplía con ese día. Preguntó a los demás. Estaban igual de sorprendidos porque a ninguno les habían hecho partícipes de su intención de faltar. Así que bajó a hablar con el encargado de la sección. Le dijo que la noche anterior estuvieron en su casa para pedirle permiso por un asunto particular, no expresado. Teresa estuvo toda la mañana inmersa en una preocupación insoslayable mientras cumplía mecánicamente con sus tareas. ¿Qué sería? ¿Algo relacionado con Maxi y sus problemas?
Llevaban en Moscú desde octubre de 1944, cuando se dio orden de concentrar a todos los niños en la capital, en casas o barracones según las edades y el sexo. Los alemanes estaban siendo expulsados de la Unión Soviética pero había que seguir trabajando duro en las industrias de guerra para vencerlos en su propia tierra. Seguían los racionamientos y la escasez porque todo era para la guerra. Ramiro cambió la fábrica de Ufa por la 45 de Moscú, y Teresa, entonces de quince años, se concentró en estudiar como todos los menores. Ellos se veían a diario y salían con otros españoles, grupo al que fueron incorporándose chicos y chicas rusos. Y el tiempo fue pasando. Y un día ocurrió algo grandioso. Se paró el trabajo en las industrias y en los comercios y se interrumpieron los estudios en los colegios, institutos y universidades. Todo el mundo quedó expectante en las fábricas, en las calles y en las casas esperando que Molotov emitiese una noticia importante desde la emisora central del Kremlin. Y cuando la voz sonó al fin sobre el carraspeo de los altavoces no fue la del ministro sino la de Levitan, el famoso locutor. Consciente del momento histórico anunció vibrante que la guerra había terminado con la derrota total de Alemania. Fue un estallido general. La gente se abrazaba, gritaba, bailaba; había música y canciones y nadie olvidaría nunca ese 7 de mayo de 1945 tan diferente de aquel terrible 7 de junio de 1941 cuando Molotov informó que los nazis invadían la Unión Soviética.
Y el tiempo siguió corriendo. Ella entró en la fábrica con la formación adquirida para el puesto asignado, recién cumplidos los diecisiete. Podía ver a diario a Ramiro, el hombre que palpitaba en su interior en las noches de angustia. Cuando lo veía caminar hacia ella, tan alto y erguido como un faro, el corazón se le rompía de emoción, pero ahí estaba el freno terrible, invencible, de la muerte de Jaime que él no impidió. Aun sabiendo de su inocencia, ella no podía eliminar el rechazo por más que se esforzaba. Algo tendría que ocurrir para que ese freno fuera destruido; se obligaría a esperar. Al fin, el sistema arcaico le impedía constituirse en novia hasta no cumplir los dieciocho años. Tenía meses por delante para destruir la barrera.
Ramiro seguía compatibilizando el trabajo con los estudios de ingeniería, a diferencia de su inseparable Maxi, que prefirió olvidarse de los libros y especializarse como mecánico de motores, no sólo de aviones. En la fábrica, por convenio con el Ministerio de Educación, cumplía jornada de solo seis horas, lo que no le impedía ser el mejor estajanovista del taller, con valores del doscientos por ciento sobre la producción asignada. Podía haberse acogido a lo que el Gobierno ofrecía a quienes decidían cursar estudios superiores: además de la gratuidad de la enseñanza, libros, transportes, residencia y viajes, tendría un estipendio mensual incluso durante las vacaciones. Pero él quería contribuir, no vivir del esfuerzo ajeno. Estimaba que había estado viviendo del bote mucho tiempo y que había que pagar a esa gente por todo lo que hacía por ellos.
A la hora del almuerzo, Teresa fue con sus amigas y amigos al Combinado de Comidas, un enorme edificio situado enfrente de la fábrica y donde se albergaban el dispensario médico, la farmacia, la biblioteca-club, Correos el Gastronom, el inmenso almacén de comestibles y artículos para el personal de fábrica. El Combinado tenía tres plantas: abajo el bar; en el tercer piso un restaurante de nivel, y en el segundo piso el inmenso comedor de empleados con más de mil mesas grandes. Teresa recogió los cubiertos, que habían de devolver a la salida en el mismo sitio, y tomó el menú, cuyo costo era muy bajo.
—¿Les habrá ocurrido algo?
—Qué raro que no nos hayan dicho nada.
—Ramiro tiene exámenes de capacitación pronto, sabéis las exigencias. Sólo pasan curso los que muestran amplios y profundos conocimientos de los temas.
—Pero Maxi no tiene ese problema porque no estudia. No imagino adonde pueden haber ido juntos.
—Estamos hablando y a lo mejor están en el barracón.
—No lo creo, pero lo veremos cuando terminemos la jornada.
El barracón de hombres estaba perfectamente habilitado para vivienda. También ahí se manifestaba la preocupación de las autoridades por el bienestar de los niños españoles. Lo habían dividido en dormitorios de cuatro camas, con aseos y cocina comunes. La sala de estudio y lectura servía como pista de baile cuando invitaban a las chicas. Disponía de agua caliente, luz suficiente y calefacción de leña, todo gratuito, y en él vivían setenta españoles.
No estaban ni Ramiro ni Maxi. Teresa empezó a impacientarse y decidió volver a casa andando aunque llovía suavemente, mientras sus amigas iban al Gastronom. La noche llegó rápidamente. Imágenes brotaron de su memoria para incrementar el desasosiego. El día anterior fue domingo y soleado y todo el grupo se desplazó en tren fuera de Moscú a disfrutar del campo. Bajaron en Lenino, más allá del río Certanovka, en una zona de lagos. Aunque estaban en primavera el atardecer acudió pronto, por lo que empezaron a levantar el campamento. Y fue en ese momento cuando ella miró a Ramiro y le dijo:
—¿Me traerías las flores de aquellos nenúfares?
Ella descubrió el loto, la flor sagrada de los egipcios, cuando estaba en Marks. La traían del delta del Volga, donde había muchas de esas plantas acuáticas, y se enamoró de ella. En Moscú el loto era escaso pero no el nenúfar, más asequible en los lagos cercanos y de flor tan bella y aromática como la del Volga. Se convirtió en su flor preferida. Pero la petición sorprendió a todos por insensata y extemporánea; una más de las muchas a que le sometía para probarle y zaherirle aunque quien más sufría era ella misma por su injusto deseo de uncirle a su dolor aun sabiendo que él también lo padecía. Los nenúfares estaban en otra orilla distante, a la que no se podía acceder. Ramiro la miró en silencio, se desvistió y se echó al agua. Fue nadando mientras todos le miraban hacer. Antes de las plantas había una zona de lodos que una máquina de gran potencia limpiaba por absorción a través de un tubo de gran diámetro. Ramiro sorteó fácilmente el tubo y llegó a las hojas flotantes oyendo el jaleo y el aplauso lejano de los amigos. Hizo un rama con las flores blancas, amarillas y rojas sin tocar el suelo e ningún momento. Al volver, nadando con un solo brazo, se descuidó. La fuerte aspiración le atrapó y aunque intentó escapar la corriente le sumergió. Luchó desesperadamente entre burbujas y cieno consciente de que era cuestión d segundos el ser absorbido. Pudo bordear la boca del tubo cerca del fondo, se aferró a él y fue alejándose hasta notar que la succión era menor. Apoyó los pies en el conducto distendió las piernas. Salió como una bala a la superficie buscó y calmar su pecho. Ya se acercaban los amigos al rescate. Al salir del agua se dirigió a ella. No había reproche sino pena cuando le dijo: «Perdóname, Tere. No pude conservar las flores».
Ella sorteó la emoción y, refugiándose en las sombras acudidas, dijo cosas banales cuando tanto quería decirle, a la vuelta todos parecieron haber borrado un incidente que ella no podría olvidar. Y ahora todo se le echaba encima. Recordó lo que una amiga le había dicho recientemente. «Debes decidirte a enterrar ese rencor».
«No es rencor, es…». «Mierda. ¿Qué te pasa? ¿Qué más necesitas para aceptarle, que busque a otra? ¿Qué será de ti si él desaparece?».
Al llegar a casa, notó las risas y miradas de otras amigas. La casa pertenecía a la fábrica y era sólo para chicas españolas, incluidas también otras empleadas de una gran fábrica textil cercana. Tenía dos pisos y los dormitorios eran de seis camas. Ninguna chica echaba de menos una mayor intimidad porque era divertido y placentero comentar cada noche con las demás sus actividades y esperanzas hasta que el sueño les rendía. Cuando una se casaba se trasladaba a otra vivienda que normalmente se compartía con otros matrimonios. Teresa entró en su cuarto. Allí, en su mesilla, llenando de sol y esperanzas su vida, estaba el ramo de flores de nenúfar más grande y bello que jamás viera.
—¿Dónde… dónde está Ramiro?
—Salió con Maxi. No hace mucho.
Bajó y a despecho de la lluvia regresó deprisa al barracón de chicos por las animadas y seguras calles. No estaba en el salón de lectura. Sin preguntar pasó a su dormitorio. Lo encontró vacío y sintió una profunda soledad. Era una habitación austera, sin los adornos que alegraban las de las chicas. La ventana daba a una zona interior. Se acercó y vio su reflejo en el cristal imponiéndose sobre las tinieblas del otro lado. Tinieblas. Su vida sin él. Sintió un repentino terror. Salió y caminó deprisa hacia el Combinado. Buscó en el ruidoso bar. Allí estaba Maxi con Manuel Fernández, un chico de Bilbao, y otros cuatro amigos, colección de botellines de cerveza Bochkarev y Báltica vacíos y dos botellas de vodka Stolichnaya mediadas delante de ellos. Tenía los ojos tintados de alcohol y no se levantó al verla. Desde que ocurriera lo de su hermano se había vuelto esquivo y le daba a la botella en demasía. Ni con Ramiro parecía estar a gusto. Era un gran mecánico y también conseguía altas cotas de producción; quizá por ello le permitieran tener tan frecuentes ausencias. A pesar de ser buen mozo y tener los ojos más bellos del grupo no andaba con ninguna chica en especial. Pasaba muchas tardes con otros taciturnos en ese mismo bar, donde la bebida era muy barata. Teresa contuvo su urgencia al ver su rostro serio y sin atisbo de amabilidad. Las miradas de los otros la cohibieron.
—Quiero hablar contigo.
—Hazlo. Di lo que sea. Aquí.
—No me tienes bien ponderada, ¿verdad?
—No estás entre las personas que me agradan. En realidad soporto a pocas.
—Antes no eras así conmigo.
—Tú pusiste las diferencias cuando lo de Jaime. Te arrogaste el único sufrimiento. Aunque no podamos alcanzar tu dolor, Ramiro y yo también sufrimos. Parece que eso no lo quieres entender. Nos menosprecias a él y a mí. —La miró y ella vio sus ojos desbordados—. Las cosas pasan porque pasan. Yo estuve con Jaime, Jesús y Pedro en sus último momentos. Nunca te paraste a pensar lo mucho que me afectó. Eso tengo sobre ti. Tu actitud es una desdicha para ti misma.
—No pretendas hacerme creer que le das a la botella por lo que le ocurrió a mi hermano.
Él la miró arrebatadoramente.
—Desde luego que sí. —Bajó la cabeza y ella se desasió de su mirada—. Aunque no es sólo por eso, es cierto.
—¿Qué ha ocurrido con Ramiro?
—No me digas que te importa un rábano. No sé cómo no te manda a la mierda. —Ella soportó la afrenta escudándose en un silencio, que él rompió al cabo—. Estuvimos allí, en el maldito lago. Me pidió que le acompañara. Se metió en el agua y cogió las puñeteras flores mientras yo vigilaba. No hubo problemas. Regresamos tarde porque hubo un lío ce los trenes.
—¿Cómo… se encuentra?
—¿Él? Es el hombre de hierro al que nada afecta, incapaz de hacer el mal y de creer en la perversión humana.
—¿Qué dijo?
—Apenas hablamos durante el viaje. Estaba hermético, más o menos como en él es habitual.
—¿Dónde está?
—¿Dónde va a estar? En el instituto nocturno. Mañana tiene exámenes.
Teresa salió y tomó el autobús. Bajó seis paradas más allá y corrió desatada, asombrando a la gente de esa sociedad dirigida que parecía haber perdido, como ella hasta entonces, la rabia y el temperamento. Decían que al correr se pierde la dignidad, que no es serio ir corriendo por la calle, que sólo corren los americanos porque están locos. Ella no estaba loca sino clamada de desconsuelo. Iba recordando las canciones que Lolita Torres cantaba en la película mexicana En la edad del amor, que tantas veces habían visto antes en el cine Sokol. Cantaba «Las mañanitas» y «Corazón duele», todas tan románticas. Pero ahora le golpeaba las sienes una y otra vez la que decía:
Estás perdiendo el tiempo, pensando, pensando.
Por lo que tú más quieras hasta cuándo, hasta cuándo.
Y así pasan los días y yo desesperando,
Y tú, tú contestando…
Quizá ya fuera demasiado tarde. Corrió y corrió bajo la lluvia, vaciándose de lágrimas. Llegó al centro y subió los escalones de dos en dos. Cruzó corriendo los pasillos llenos de estudiantes silenciosos que la miraron maravillados e irrumpió en el aula donde un profesor explicaba cosas a una treintena de estudiantes, provocando una conmoción. Estaba exhausta, desbordada de amor y de culpa. Cayó de rodillas, ajena al mundo y a los convencionalismos y sólo vio a Ramiro correr hacia ella.