A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
MIGUEL HERNÁNDEZ
Enero 1943
Ramiro tenía el sueño profundo, todo su cuerpo participando del descanso, el alma tranquila. Pero su despertar era instantáneo y sin desperezos. De golpe. Sin embargo, esa noche se despertó confuso y fuera de tiempo, ausente la viveza. Le dolía la cabeza, algo insólito en él. La noche anterior fue como las demás. Él, como siempre, apenas bebió. No lo entendía. Estuvo un rato intentando descifrar y calmar su malestar, que se tornó en inquietud. Abrió los ojos en la penumbra y miró las camas de los otros muchachos. De inmediato notó que las de Maxi, Pedro, Jaime y Jesús estaban vacías. Se levantó y bajó con torpeza a los lavabos. Las duchas estaban inservibles, el agua helada en las cañerías. Se lavó rápido en una de las pilas de piedra con agua contenida en bidones habilitados para tal fin. Estaba fría pero soportable. Su cabeza se despejó pero no pudo ahuyentar sus temores. Volvió al dormitorio compartido. Encendió la débil luz y despertó a los otros mientras se vestía. Hizo la cama y luego inspeccionó las taquillas de los cuatro ausentes. Estaban vacías de ropas y objetos.
Era noche profunda y la población mantenía la prohibición de iluminación exterior. La Gran Guerra Patria sacudía al país y todo el pueblo soviético debía trabajar para la derrota del enemigo, rechazando cuanto no contribuyera a ese fin, sin privilegios para nadie. Ahora, los mayores, y él lo era a sus dieciséis años, ya no perdían el tiempo en juegos. Veinte de ellos trabajaban desde hacía meses en las fábricas de armamento, trasladadas desde el oeste en una asombrosa mudanza realizada en sólo unos meses y que necesitó más de cuatro millones de vagones de tren para la carga de las máquinas y materiales de producción. Las fábricas, situadas a las afueras de Ufa, capital de la República Bashkiria, funcionaban ininterrumpidamente con ejércitos de obreros destajando y turnándose como hormigas en las inmensas naves, en funciones sistematizadas. Ramiro estaba en la sección de motores de una de ellas, donde se construían carros de combate, y con él sus cuatro amigos ausentados.
La ciudad, acostada en el río del mismo nombre y plantada al pie de la parte oeste de los Urales, en la Rusia europea, estaba al otro lado de una línea del tiempo, uno de los once husos horarios invisibles que dividían el inmenso país y que hacía que allí amaneciera dos horas antes que en Moscú y en Leningrado. Ufa era un gran centro industrial y de comunicaciones. Contaba con aeropuerto y de ella partían las rutas viales y ferroviarias principales que, cruzando los ciento sesenta kilómetros de anchura en ese punto de la tremenda espina dorsal pétrea, conectaban con Siberia occidental y la Rusia asiática. Cada día salían trenes para los frentes cargados de cañones, municiones, armas, alimentos y soldados.
Los niños habían llegado hacía un año desde Stalingrado en aquel interminable y penoso viaje de semanas. Fueron instalados en Birsk, un pueblo situado a cien kilómetros al norte de Ufa, surcado por el río Belaja, afluente del Volga, y también frente a los Urales. Les asignaron la Casa 15, confortable como todas, pero no era como antes. Los alimentos estaban racionados, faltaban combustibles para toda la población y había poco personal docente porque la mayoría de los que les acompañaron desde Stalingrado, hombres y mujeres, habían acudido a los frentes de lucha. Sin embargo todavía persistía alguna distinción entre ellos y los niños rusos, como en los tiempos de paz. En Birsk había también una casa para niños rusos huérfanos, unos noventa, que dormían dos en una cama y cuya alimentación incluía setecientos cincuenta gramos de pan al día. Los niños españoles, unos cuatrocientos, dormían uno en cada cama en su Casa 15, mejor en todos los sentidos, y recibían un kilo de pan al día.
Con el paso de los meses fueron entendiendo el gigantesco empeño que estaba haciendo el pueblo ruso con el único propósito de ganar la guerra. Significaba haber entrado en un sistema de pura muerte obligada para muchos y de estricta supervivencia para los demás. Los niños españoles captaron el mensaje. Por eso, cuando se pidieron voluntarios entre los mayores para trabajar en las fábricas de Ufa, los veinte se apuntaron aunque Ramiro, Jesús y otros no abandonaron sus estudios que, a falta de escuelas, seguían rigurosamente cada día en los mismos dormitorios con la asistencia de los pocos y esforzados profesores que no habían ido al frente. Las clases se impartían en español, como siempre desde que llegaron, aparte de la asignatura de Lengua Rusa. Pero habían terminado el cuarto curso y ahora todas las clases serían en ruso, sin olvidar la lengua española para que no se desvincularan nunca de su origen.
En Ufa vivían en una casa vulgar de dos plantas, con un dormitorio general en la de arriba y los servicios en la de abajo. Desde allí Ramiro veía las altas cumbres, siempre nevadas, que le recordaban los montes de su tierra natal. Al otro lado de los Urales seguía siendo Rusia. Quizás algún día podría viajar en el transiberiano hasta los confines de ese vasto país, el más grande del mundo… con Teresa. Nunca olvidaría el momento en que con su seriedad habitual y ante el regocijo de los demás amigos le dijo que se casaría con ella. La imaginaba siendo su mujer y compartiendo sus mismos sueños. Inició un acercamiento vacilante y se esperanzó ante lo que le respondían sus miradas. Pero un día tropezó con los ojos de Jesús, que no eran los azules de siempre sino pozos negros castigados de angustia.
—Quiero a Teresa desde que la vi en la colonia de Valencia. Llevo a su lado siete años. No podría vivir sin ella.
—Qué quieres de mí, Jesús.
—Que te apartes. No me robes la felicidad. Es lo que más quiero en este mundo.
—¿Ella sabe de tus sentimientos?
—Sí. Somos novios… Bueno, ya sabes. Prometimos serlo de mayores.
—Si es así, tranquilo. Aquí está mi mano. A partir de ahora no me inmiscuiré.
Ella, como muchas niñas de la guerra, trabajaba en un koljós de Birsk ayudando en las labores de la huerta, que se realizaban con idéntica sistematización que en las fábricas. Permanecía en la misma Casa 15 y sólo se encontraban los fines de semana cuando se reunían en Birsk todos los amigos. Él la veía pasear con Jesús y esos encuentros le recordaban los de Carmen Casas y Amelio en Krasnovidovo. Es curioso que en esa sociedad laica existiera el mismo recato que en la católica España. Teresa le miraba siempre, reclamando en silencio respuestas a su distanciamiento. Era notorio para todo el grupo que esas miradas hablaban de dolor y de amor y nadie entendía la razón de su alejamiento.
Ramiro bajó al comedor. Ni rastro de los cuatro. Cuando se evidenció que no estaban estalló la alarma entre los cuidadores, que no la sorpresa, porque llevaban tiempo hablando de que iban a luchar contra los alemanes. Se consideraban adultos y preparados para aportar su entusiasmo en las trincheras junto a los miles de rusos que combatían. Incluso habían ido al Comité militar con la voluntad de inscribirse en las unidades que se formaban para cubrir la demanda de soldados. A él mismo habían intentado convencerle para que se uniese a esa causa y no entendieron su rechazo ni la certeza de que ellos también estaban contribuyendo al esfuerzo de la guerra con su trabajo en las fábricas.
—Me decepcionas. Te he tenido como un modelo, pero no eres como estos paisanos tuyos —le dijo Jaime señalando a Maxi y a Pedro—. Nunca creí que te acojonara ir al frente.
—No tiene nada que ver con el valor. Es una idea insensata, simplemente. Además de que no nos lo permiten por nuestra edad. Ya nos lo han dicho.
—Hay niños españoles luchando en primera línea en Leningrado y en Stalingrado —dijo Maxi.
—Son los que no pudieron salir. Si a nosotros no nos hubieran sacado a tiempo de Stalingrado, ahora estaríamos en esa bolsa, quizá muertos. Pero a ninguno, una vez lejos, se nos ha permitido ir a los frentes.
—¿Y los niños rusos de nuestra edad? —habló Pedro.
—Con ellos no han tenido nunca los miramientos que con nosotros. Lo sabéis. Así que olvidadlo.
—No lo vamos a olvidar —dijo Maxi.
—Siempre fuiste alegre, la parte simpática que me acompañaba. ¿Dónde mandaste ese contento?
—Marchó en estos años ruines. —Ramiro vio en sus ojos celestes una mirada distanciada de la cuestión.
—No es sólo por eso, ¿verdad?
—Claro que no. Vives inmerso en tus estudios y en la inopia. No ves la realidad.
—¿Qué realidad? Vuelves a tu recurrente insatisfacción.
—No vuelvo. La tengo grabada a fuego. Llevamos seis años aquí. ¿Y qué somos? Unos asimilados a un sistema rígido e invariable. Números.
—No nos fue tan mal hasta que estalló la Guerra Patria.
—Aquello fue magnífico, como un sueño. Pero acabó. Nunca volveremos a ese paraíso. Vamos para diecisiete años pero nos siguen diciendo cuándo y cuánto tenemos que mear. Queremos romper con esa inercia, tener iniciativas, hacer algo que salga de nosotros mismos.
—¿Y buscáis la guerra para realizarlo? ¿No es mejor esperar a que termine? Se habla de que el Ejército alemán está asfixiado en Stalingrado y que es posible una rendición.
—¿Y qué? Seguiremos igual o quizá peor porque nuestros carceleros tendrán más tiempo para vigilarnos.
—No son carceleros. Son gente que se desvive por nosotros. Su modo de vivir no difiere del nuestro. No merecen que les apliquéis calificación tan negativa.
—Nos tratan mejor que a los rusos, ¿y qué? En realidad tienes razón: ellos son tan prisioneros como nosotros. Todos seguiremos sin poder ir adonde queramos. En Madrid yo campaba a mis anchas y nadie me marcaba el territorio —intervino Jaime—. Allí era libre como un pájaro a pesar del hambre y de mis pocos años. Y a éste le ocurría igual en Toledo.
—Te criaste conmigo —dijo Ramiro mirando a Maxi—. Allí tampoco teníamos libertad. No te compares con éstos. Apenas salíamos de la aldea.
—Porque éramos guajes. Pero los mayores sí salían a otros pueblos. Nadie les prohibía.
—Cuando pase la guerra todo mejorará.
—¿Lo crees realmente? A nadie le permiten salir de la Unión Soviética, haya guerra o no —remachó Jaime.
—Aún somos chicos. ¿Dónde quieres ir con dieciséis años? —dijo, mirando al madrileño—. ¿Y tú, Maxi? Formémonos. Desarrollemos nuestras capacidades. Podremos enfrentarnos a situaciones serias cuando seamos adultos capacitados.
—¿Crees que la barrera entre niño y adulto es fija y universal? —se impacientó Jaime—. Habrá muchos que tarden en ser adultos. Nosotros lo fuimos el mismo día en que nos raptaron de España.
La frase sonó tan rotunda como una sentencia. Se miraron. Ramiro reconoció para sí que Jaime tenía razón. Habían dejado de ser niños muchos años atrás.
—Ya veo que Maxi os ha convencido de su rebeldía, pero no aprecio un equilibrio con la madurez de que presumes.
—Tú quieres a Tere, ¿verdad? —dijo Jaime de sopetón.
La inoportuna pregunta de Jaime sorprendió a Ramiro, que lo miró con asombro.
—¿A qué viene esa…?
—Quiero que la cuides, si nos pasa algo a Jesús y a mí.
—Cuidaremos de ella los tres. No se te ocurra escaparte. No llegarías lejos y harías el ridículo. Los rusos esperan de nosotros un comportamiento lógico, no esa estupidez. Y vosotros —los miró—, espero que tengáis la cordura necesaria para que esto no siga adelante.
Jesús, que se había limitado a escuchar, le llamó en un aparte.
—Te relevo de tu juramento. Fue un rasgo de gran generosidad el tuyo. Ella me quiere pero a ti te ama. A tu lado será feliz.
—Tu discurso suena a despedida. No lo acepto. Os vigilaré día y noche. Evitaré la locura que proponéis.
—No tiene nada que ver con Teresa. No sé si nos iremos. En cualquier caso ella es tuya.
—No quiero hablar de eso. Tere no es una mercancía.
—Precisamente. Hablamos de sentimientos. Sabes que ella está colada por ti. Mi lucha es absurda. Ayer le dije que rompía esa pantomima de noviazgo que manteníamos.
—No es suficiente para mí. No rompo tan fácilmente mis compromisos. Ten paciencia. Nunca nada está perdido del todo.
Jesús le miró con intensidad. Ciertamente Ramiro no era como los demás.
Y ahora, días después, los insensatos habían pasado a la acción. Bien. No había por qué preocuparse demasiado. Para ir a Stalingrado sólo tenían un medio: el tren. Tratarían de subirse a uno de los que partían para los frentes. Los interceptarían y los devolverían con una dosis de sentido común.
Pero la búsqueda no dio frutos. ¿Dónde estarían? La inquietud de todos empezó a estar justificada. Y al tercer día llegó la noticia terrible. Los cuatro fueron hallados aunque sólo Maxi estaba vivo, con las piernas rotas y con zonas de congelación en sus miembros. Dieron con ellos a unos cuarenta kilómetros de la carretera general a Samara, mucho antes de Pokovka. Uno de los camiones militares no los vio haciendo señales hasta que estuvo encima. Nevaba abundantemente. Según decían, este invierno y el anterior fueron los más fríos de todo el siglo. Ramiro sintió un gran enojo hacia los amigos desaparecidos. Les daría de golpes si pudiera. Luego su rabia fue conducida hacia sí mismo: imaginaba el desmoronamiento de Teresa cuando lo supiera. Jaime era toda su familia, todo para ella en el más profundo sentido. Nunca se habían separado desde que salieron de Madrid en el lejano 1936. Comprendió la imposibilidad de imaginar, menos compartir, la magnitud del dolor que sufriría.
No se equivocaba. Cuando por fin le dieron la noticia ella se vino abajo. Tuvo que ponerse bajo vigilancia médica. No abandonaba la cama y siempre había alguien a su lado. Él había pedido permiso laboral y se había trasladado a Birsk. Pasaba horas junto a ella recibiendo sus silencios plagados de reproches, sus sentimientos alejados, su voz perdida para él. No había vuelto a hablarle. Por eso se estremeció cuando dos días después ella le miró desde los círculos negros de sus ojeras.
—Debiste protegerle, vigilarle. Y a Jesús, mi segundo hermano. Eran unos niños.
—Lo hice. No es posible hacerlo las veinticuatro horas. —¿De qué serviría decirle que aquella noche pusieron una sustancia en su bebida?
—Confiaba en ti —insistió ella, poniendo distancia en su mirada.
Maxi sólo pudo hablar tres días más tarde, su rostro ennegrecido sobresaliendo de las vendas blancas como un trozo de leña quemada.
—Nos deslizamos, esquivando a los vigilantes. Llevábamos reservas de alimentos, que habíamos ido reuniendo en secreto —dijo, la voz fatigada y salpicada de sollozos—. Sabíamos que nos buscarían en la estación, así que decidimos ir por la carretera, caminando. Pasaríamos desapercibidos entre la gente.
—¿Pensabais ir a Samara andando, quinientos kilómetros?
—No. Confiábamos en que alguien nos recogería. No todo el mundo tiene órdenes sobre nosotros. No fue malo al principio. Hacía bastante frío pero íbamos bien abrigados. Eso creíamos. No imaginábamos lo duro que es estar a la intemperie tantas horas, fuera de la población, en el campo deshabitado. Dejamos de ver gente circulando. Veíamos pasar los camiones del Ejército. Se desató una ventisca. —Guardó sus palabras y las sustituyó por lágrimas—. No se veía mucho, con la nieve cayendo sin parar. Pero la cosa cambió del todo cuando el agua de las cantimploras se heló, al igual que el pan y lo demás. Pasamos dos noches en viejas cabañas abandonadas, tiritando. Al tercer día nos rendimos. Decidimos interceptar un vehículo que nos llevara de vuelta a Ufa o adonde fuera. Nadie paraba, ni los del Ejército ni los civiles. Nos entró la desesperación y perdimos el cuidado. Nos pusimos en medio de la carretera agitando los brazos al ver los focos de los coches, apartándonos en el último momento. Pero al final fallamos. La pista estaba resbaladiza y nos escurrimos, llenos de torpeza por el congelamiento. El camión nos embistió, pero Pedro, Jaime y Jesús llevaron la peor parte. Y ahora ya no están…
El mundo estaba partiéndose en pedazos. Los muertos se contaban por miles, por millones. Se hablaba de ellos con la indiferencia de lo habitual. Pero ¿podría la frialdad estadística aminorar la desolación que sentía por el injusto destino de Jaime y los otros, la indefensión y sensación de culpa cuando los ojos de Teresa le miraban? ¿Podría no repugnarse a sí mismo por conseguir a Teresa como si fuera un aprovechamiento oportunista del camino libre que dejó la muerte de Jesús?
La miró, agitándose en el sueño, las sábanas como ligaduras. ¿Podría ella superar el drama? ¿Y podría aceptar que lo compartieran en el futuro que él anhelaba para los dos equilibrando lo mucho que el destino le había quitado?