Febrero 2003
Olga salió de la ducha y se contempló en el gran espejo que cubría una pared del cuarto de baño. Lo que vio le agradó. Culo alto y duro, tetas erguidas, cintura breve, muslos torneados. Nada caído y ausencia de michelín. Un cuerpo magnífico diseñado para los placeres y la contemplación. No era enamoradiza pero, tras su divorcio, en sus primeros y no infrecuentes contactos sexuales con hombres, siempre guapos, todavía buscaba algo más que el simple formulismo carnal. El tiempo luego se encargó de que también superara la etapa de la desilusión y la ira cuando veía en los ojos de ellos la indiferencia amarga, el gesto machista de satisfacción y, a veces, el desprecio por la presa conseguida una vez consumado el coito. Finalmente los encuentros eran sólo para que el cuerpo siguiera funcionando y su mente se calmara. Creyó en el amor con todas sus defensas entregadas. Y ello la llevó al matrimonio, durante el que vio deshacerse todo el programa que había ido construyendo sobre la idea de la inalterabilidad de ese sentimiento. Llegada la madurez concluyó que el fracaso no estuvo en él ni en ella. El resultante fue la convicción de que el amor era un sentimiento efímero, un fuego devastador que sólo llegaba una vez y que dejaba pavesas atomizándose en el recuerdo. Era inútil buscar respuestas. No había un segundo amor porque el primero se lleva todo el combustible y nada resta por arder.
Se tocó las partes erógenas y pensó en John, que aplicaba sus dedos sacando sones de sus carnes decepcionadas e insatisfechas como si fuera un pianista virtuoso. Se estremeció. ¿Borraría él todas sus convicciones y le traería un nuevo amor, que sería el auténtico porque el primero no fue tal sino creencia de que lo era? En sus contactos él no mostraba prisa sino una calma embriagadora como el riego por goteo. Y tras la explosión paralizante, dolorosa de tan placentera, él dejaba que el tiempo se consumiera, ausente de relojes y obligaciones, integrado en los silencios convenidos de ella.
Se vistió y se dispuso a maquillarse. Miró el espejo. Veía el rostro de la niña que fue y que en el fondo seguía siendo a despecho de su voluntariedad. Como cuando iba con su tío Carlos a los parques, al zoológico, a las atracciones, siempre prendida de su mano para su infantil gozo. Le compraba chucherías y le descubría un mundo de bondad que luego comprobó que no existía. Su tío Carlos, su primer amor sin él saberlo. Nunca vio a un hombre tan atractivo. Incluso ahora algo la reclamaba hacia él cuando lo veía. Como esos actores de cine de la niñez cuyas fotografías conservamos durante toda la vida. Abatió los párpados y de pronto quedó pasmada, como si estuviese enjabonada en la ducha y se hubiera cortado el agua. No podía ser. Abrió los ojos y los vio desbordados en el espejo. Salió a toda prisa hacia el salón. Buscó en los cajones de la librería hasta encontrar los álbumes de fotos de su niñez. Miró los recuerdos plasmados y notó el estallido del descubrimiento insospechado. Allí estaba Carlos en la edad de John. Casi iguales Pero faltaba la comprobación final. Se terminó de arreglar salió rápidamente, como si la casa estuviera ardiendo.
Abrió la puerta del despacho con su desinhibición habitual, como si trabajara en la agencia. La dejó abierta y se sentó sin más preámbulo. Luego se levantó, cerró la puerta ante la boquiabierta Sara y regresó al asiento.
—Parece que traes algo importante —dije—. Estás muy sofocada, como si hubieras visto un fantasma.
—Lo he visto.
—Bien. Suelta lastre.
—Necesito ver la fotografía de la mujer que busca John Fisher.
La miré intentando adivinar lo que deseaba establecer. Busqué en el expediente y puse la foto en su mano ávida. Olga quedó absorta como un maniquí.
—Ésta es mi abuela —dijo, la voz temblada.
Me senté y analicé lo que significaba su descubrimiento.
—¿Cómo estableciste la relación?
—La tenía ante mis ojos y no la veía —dijo, pasando a explicar el proceso que le llevó a esa deducción—. Ahora sé quién fue el padre de mi tío: un brigadista —concluyó.
—Lo que nos conduce a consideraciones obvias. La primera, que tu padre y tu tío no son hermanos sino hermanastros; cosa que tú sabías —señalé.
Olga mantuvo el tipo.
—Sí, lo sabía. Aunque hasta ahora ignoraba quién puso la simiente de mi tío en mi abuela.
—Él y tu padre debían de saberlo de boca de tu abuela porque tuvieron edad suficiente para ser informados antes de acontecer lo de su amnesia.
—Ninguno me dijo nunca nada al respecto. Puedes creerme.
—La segunda lectura que se obtiene de tu revelación es que tu abuela estaba en el bando republicano cuando concibió a tu tío, algo sorprendente para una casada con un oficial franquista e instalada en una familia notablemente de derechas.
—Un momento. Yo cuando duermo me giro a todos lados. Quiero decir que no milito en ningún partido.
—Perteneces a una familia conservadora y tradicional. Es un hecho.
—Bien, y qué.
—Que me cuesta creer que ella abjurara de su ideología para cambiarse al otro bando egoístamente. No concuerda con la descripción que has hecho de ella. Tengo la sensación de que, al margen de que haya misterios en su vida por descubrir, tú sabes más de lo que me has contado hasta ahora.
Ella se levantó y volvió a sentarse.
—Bueno, hay cosas… —enmudeció. Esperé sin decir nada a que ella cambiara el chip—. Mi abuela debió de tener unas experiencias intensas. Mi padre y mi tío dicen no conocer nada de su pasado. Blas y Jesús algo deben de saber pero lo guardan a buen recaudo. —Seguí impávido, como un psicólogo haciendo sus deberes. Ella continuó—: En enero de 1957, doce años antes de nacer yo, se presentó en casa un matrimonio con un hijo. Dijeron que la mujer era hija de mi abuela y que en el 37 formó parte, junto a su hermano Jaime, que murió, de los miles de niños que la República envió al extranjero. Ellos venían de Rusia.
La miré, valorando esa información.
—¿Qué hizo tu abuela al verlos?
—Te conté que ella perdió la memoria en 1956. El ver a su hija le conmovió pero no al punto de que la amnesia fuera eliminada. De haber sido la niña que ella recordaría, quizá habría sido posible la curación. Pero Teresa, así se llama su hija, era una mujer adulta de veintiocho años, desconocida para la abuela.
—Dices que la conmovió.
—Le emocionó el saber que tenía una hija y que, al margen de la amnesia, había otro ser de su propia sangre con quien podría establecer un trato sostenido y enriquecido Pero una cosa era saberlo y otra sentirlo.
—¿Quién la recibió?
—Llegaron a la casa donde ella vivía en compañía de Blas y Leonor. Ellos se habían trasladado desde su propia casa para no dejarla sola en esas circunstancias de soledad y amnesia.
—No has mencionado a tu padre ni a tu tío.
—Mi padre tenía doce años y pudo verlos durante la comida. Recordaba haber estado muy callado y algo asustado al ver a ese tío enorme que decía ser su cuñado. Creía que era uno de esos comunistas que Franco había echado y que volvían a invadir España. Ya ves cómo funcionaba la educación y la propaganda. Mi tío tenía diecinueve o veinte y, como te dije, vivía en Ceuta. Vino a verlos al día siguiente y congeniaron.
—¿Qué ocurrió durante aquella visita a tu abuela?
—Blas era quien cortaba el bacalao y no fue receptivo en absoluto porque despreciaba todo lo que oliera a comunista. Y dado que mi abuela mantenía la amnesia, quedó palpable la falta de nexo entre ellos. Así que regresaron a Rusia.
—¿Qué me dices? Acabas de contar que tu abuela necesitaba esa hija surgida de repente para estrechar lazos e incluso como terapia que podría llegar a curarla. No tiene sentido que regresara a Rusia y le negara su ayuda.
—Mi abuela y Leonor insistieron en que se quedaran, pero no tenían el mando. Influyeron otras cosas también, según supe después.
—¿Quién te contó todo eso?
—Ellas, cada una por su lado.
—¿Por qué no asistieron a esa comida Jesús y sus hermanos? Lo lógico es que estuvieran con Leonor y Blas, sus Padres, y más ante un acontecimiento semejante, nada menos que ver en casa a unos de esos niños de Rusia.
—Jesús se había independizado y no debió de considerarlo de interés para él. Y los mellizos… —dudó—. Bueno, estaban en Ceuta. Eran tenientes de la Legión.
—Entonces estaban con Carlos.
—No. Carlos no era legionario. Además, no se hablaban.
—¿No se hablaban? ¿Y ahora?
—No volvieron a tener trato.
—¿Por qué?
—Lo ignoro.
—En tu visita anterior dijiste que los mellizos tampoco se hablan con Blas y Jesús. ¿Qué pasa con esos mellizos?
—No lo sé. Nunca nadie quiso explicármelo. —Sus ojos parecían sinceros.
—¿A qué se dedican?
—Ellos permanecieron en el Ejército. Ahora están en Reserva.
—¿Siguieron en la Legión?
—No. Consiguieron destino en Madrid, en Caballería No sé exactamente dónde, aunque creo recordar que estaban por Boadilla del Monte. Eran tenientes coroneles.
—Eso me lleva a cerrar el triángulo: ¿cómo se lleva tu tío con Blas y Jesús?
—Bien, aunque no tienen gran relación. Sólo se ven de higos a brevas.
Sostuve la necesaria cautela, pero ella no parecía querer dar más de sí.
—¿Teresa no volvió a ver a su madre?
—Mantuvieron correspondencia. En el 90 volvieron. Los reconoció a pesar de que habían pasado treinta y tres años desde su visita anterior, pero seguía sin recordar a Teresa en su niñez.
—Me hablaste de tu relación con tu abuela y de que estuvo contigo desde que naciste.
—Sí, fue magnífica siempre. Mi madre murió al nacer yo. Le habían advertido de no tener más hijos, después de los dos primeros. Se la jugaron al saber que sería una niña. Por eso mi abuela me crio como a una hija. Como ya te dije en mi anterior visita, desde las brumas del recuerdo me veo jugando y paseando con ella. Su bondad es proverbial. Calmaba todos mis berrinches. Al crecer hubo la necesaria separación por los estudios, el trabajo, el matrimonio… Pero ella siempre estuvo allí como una tabla de salvación. Así que tuve una madre siempre; dos en realidad porque Leonor, tan pendiente de ella, también participó en mi crianza. Cuando años después decidieron enviarla a una residencia no pude oponerme. ¿Quién la iba a cuidar si todos necesitábamos tiempo para nuestros problemas? Iba a verla todos los días, luego cada semana y luego una vez al mes. —Buscó el recurso de una pausa—. Allí estaba Leonor siempre con ella y eso me tranquilizaba. Un día, al despedirme, noté que no había lágrimas en los ojos de mi abuela. Me di cuenta de que también a mí empezaba a olvidarme. La estaba perdiendo. ¡Dios mío! ¿Le rondaba el Alzheimer? Dejé todo lo superfluo y empleé mucho de mi tiempo en estar con ella. Éramos dos para cuidarla hasta que Leonor nos dejó. ¡Qué buena fue Leonor, qué corazón! Lloré su muerte como si hubiera sido otra abuela. En realidad fue así pues estuvimos siempre juntas las tres. La echo de menos, y mucho más la abuela. —Movió la cabeza—. La abuela… Seguiré a su lado hasta que… ¿Sabes lo que es una residencia de ancianos? La gente joven busca olvidarse de que existen, pero es un mundo tan real como el de fuera. Quién sabe si todos acabaremos allí algún día.
Me miró a los ojos y puso el futuro en medio de los dos. Fui consciente de su participada emoción y dejé un tiempo de silencio para que le tornara el sosiego.
—En aquella visita que tus tíos hicieron en el 90, supongo que los verías. ¿Qué te parecieron?
—Mi tía era menuda, dulce y con lágrimas atentas al desbordamiento. Ramiro era un tío impresionante, superior a ti en peso y en estatura aunque debía de haber doblado los sesenta. Hombre frugal y cultivado, nunca hizo flaqueza de conocimiento y siempre despreció el atesorar lo material. Aunque se desarrolló en un régimen sin libertades es un espíritu libre y está muy involucrado en temas ecológicos y sociales. En 1963 le ofrecieron marchar a Cuba y dirigir una agencia. Lo rechazó porque le obligaban a hacerse del Partido y porque sospechó que realmente era una misión de espionaje a Estados Unidos.
—Parece que ese hombre te llegó. Hablas de él más que de tu tía. ¿Cómo puedes recordarle tan bien? Eras muy joven en esa fecha.
—Bueno, no tanto. Tenía veintiún años. Lo que pasa es que nos vimos en el 96, esa vez en Moscú.
—Estuviste allá.
—Sí, quería conocer el lugar donde mi tía pasó la mayor parte de su vida y también la ciudad. ¿Conoces Moscú? —Negué con la cabeza y la animé a seguir con la mirada—. Es una ciudad que te aplasta, con esas enormes plazas y anchas avenidas. Pero lo que me impresionó es el pueblo ruso, la gente. Es maravillosa, tanta bondad, tanta sencillez, su amabilidad con los extraños, el alto nivel cultural y de educación que posee la juventud rusa. Nunca tuve inseguridad en andar por las calles, como sí he te nido en muchas ciudades de Occidente.
—¿Viste a más niños?
—Sí, claro. Los que sobreviven se reúnen en grupos dispersos en fechas determinadas. Estaban pidiendo a las autoridades que les concedan un lugar donde crear su propio Centro Español, para no tener que depender de nadie y poder juntarse todos. Lo consiguieron. Y volviendo a Ramiro, es difícil no conmoverse cuando se le oye hablar. Su erudición, sobre todo en ciencias, historia y literatura, contrasta con su sencillez. Evidentemente la mayor parte de 1o que dice se refiere a su país de adopción, que ya no existe. Está jubilado con una pensión ridícula para un hombre que estuvo en la cumbre de la astronáutica, dentro de que las pensiones en Rusia son muy bajas. Creo que últimamente el Gobierno las subió aunque podemos imaginar a qué nivel. Pero no reniega de su pasado, quizá porque no vivieron en la explotación y el temor sino en lo mejor que supo dar ese régimen. Stalin fue un monstruo insensible para su pueblo en su afán de sacarlo del atraso y por su obsesión en ver enemigos por todas partes. Sin embargo, para los niños españoles fue más que un padre, lo que siempre constituirá un misterio. Es del todo incomprensible que un hombre que desde su llegada al poder hizo asesinar, según dicen, a diez millones de rusos entre oficiales del Ejército, políticos, agricultores, clérigos y propietarios de tierras, se deshiciera en atenciones hacia unos niños extranjeros. ¿Cómo un ser tan tiránico pudo albergar ese amor hacia los niños españoles? ¿Qué eran para él, siempre protegidos con diferencia? ¿Qué de la España que nunca visitó le sedujo tanto como para mantener esa generosidad con ellos durante toda su vida?
De nuevo se sintió transportada por la emoción ajena, como una médium transmitiendo. Miré los apuntes que había tomado durante la charla y mantuve un silencio que se hizo espeso para el temperamento de ella.
—No me tengas de espectadora.
—Esos chicos de Rusia obviamente no son hijos del coronel pero por su edad tampoco serían del brigadista inglés, llegado años más tarde. ¿Quién fue su padre?
—Tere me dijo que murió en esa revolución que hubo en España en octubre del 34. Ella fue quien me informó de que mi padre y mi tío son hermanastros.
—Y ella misma lo es respecto de ellos. —Asintió con los ojos—. ¿Por qué me ocultaste todo esto?
—Puede que pensara decírtelo en su momento. No creí que cosas tan íntimas de la familia tuvieran relación con la desaparición del coronel. No lo veía importante para la investigación.
—Todo lo es, hasta el más mínimo detalle. ¿Qué más me ocultas?
—Estoy abandonada de secretos.
Al salir del despacho, Olga se detuvo ante la mesa de Sara.
—Disculpa por mi indelicadeza de antes. Ya sabes cómo soy.
—Nada. Encuentro luces nuevas en tus ojos.
—¿De veras? Será porque he dejado el tabaco.
—No. Es John, ¿verdad?
—Bueno… Sí.
—Parece que al final a la agencia sí le van los arreglos matrimoniales —dije.
—Nada de matrimonios. Por ahora nos basta con estar juntos.
—Hacéis buena pareja —aseguró Sara.
—Volviendo a Tere y a Ramiro —dije—. Supongo que le has llamado para que vengan ahora que tu abuela podría…
—Sí. Les enviaré los pasajes. Excuso decirte lo esperanzados que se encuentran. Pero esa alegría está oscurecida. —Miró mi mirada—. Tienen una nieta que lleva semanas si dar señales de vida.
—Explica eso.
—Estudiaba en Alemania y desapareció durante unas vacaciones. Al principio no la echaron de menos ni amigos ni profesores a la vuelta a las clases porque algunos alumnos siempre se retrasan por diversas razones. Cuando sus padres escribieron al colegio descubrieron todos que la ausencia no era voluntaria.
La noticia empezó a deambular por mi cabeza como el vigilante de la hora por la acera.
—¿No hay indicios?
—Nada, sólo que vino a España. Parece que es una chica muy lista e intrépida. Estudiaba siempre con becas y viajó sola a muchos países europeos.
—¿Cómo es esa chica y dónde estudiaba? —dije, con todas las alertas encendidas y comprobando una vez más que lo increíble puede ocurrir.
—Rubia, guapa, veinte años. Se llama Tonia Kuznetsova y estudia en Karlsruhe.
—¿Cómo sabéis que vino a España?
—Siempre hablaba de que algún día viajaría a sus raíces para ver a su bisabuela María. Además, la policía alemana tiene constancia de que embarcó en Frankfurt en un vuelo de KLM con destino a Madrid. —Me miró—. Ya ves, ese sería un buen caso para ti.
Más tarde, solo en el despacho, estuve dándole vueltas a la noticia. Llamé a Sara. Entró y se sentó. No dije nada durante un tiempo.
—¿Qué ocurre, Corazón?
—¿Y Javier?
—¡Ah! —Sonrió—. Está en ese lugar secreto de Chile del que tanto habla[2]. Vendrá pronto. —Me miró—. Pero no es eso, ¿verdad?
—Nuestra Tonia es familia de Olga, concretamente biznieta de María Marrón. —Dejé que se tomara su tiempo de asombro—. No es sorprendente que este caso esté conexionado con los otros dos, sino que hayan coincidido en esta agencia. Pero la vida ofrece estas sorpresas.
—¿Qué piensas hacer?
—No diré nada a Olga. No ayudaría a su resolución. Ella y sus padres estarían encima, agobiando mis movimientos. Sólo lo sabrán si encuentro a Tonia. Creo que será lo mejor.