Había cosas que cambiábamos
por chapas de botella y canicas de colores
en un parque después de la merienda.
Aprendimos a ganar y a perder lo poco que teníamos.
CECILIA QUÍLEZ LUCAS
Enero 1942
Oyeron las explosiones, allá a lo lejos, al noreste. El lento, largo y desvencijado tren de mercancías se detuvo de pronto con el acompañamiento de chirridos y golpeteo de topes, arrojando al suelo en confuso montón a los niños y niñas españoles. Hubo gritos desaforados y todos saltaron de los vagones sabiendo que debían dispersarse rápidamente porque no era la primera vez. Corrieron y se diseminaron, cayendo y tropezando en el blanco manto mientras el ruido de los aviones se imponía sobre las voces y los bufidos de las dos máquinas. Varias bombas levantaron cráteres junto al convoy. Una bajó silbando hacia un vagón ya vacío como si fuera atraída por un imán. El estallido fue tremendo y el vagón se desintegró esparciendo hierros y maderas entre un colapso de ruido, humo y fuego. Una rueda subió al espacio, girando sibilante sobre su eje. Ramiro, tumbado sobre la nieve junto a otros, la vio alcanzar el punto más alto y quedarse allí sostenida por la conjunción de fuerzas físicas en disputa, vigilante como el águila culebrera. Luego, obediente a la gravedad, cayó a gran velocidad sin dejar de girar. Ramiro apreció que venía hacia él, haciéndose más y más grande como intentando cubrir el cielo. Cruzó un brazo encima de su cabeza y cerró los ojos. Sobre un lamento interrumpido, el ruido del impacto, a su lado, taponó sus oídos. Se levantó presto y miró. El pesado disco había aterrizado sobre el cuerpo de un niño, del que sólo se veía parte de sus brazos y piernas sobresaliendo como un aspa.
Los Junker alemanes pasaron por encima hacia el suroeste haciendo retemblar el aire precedidos por los surcos de las balas sobre la nieve. Los vieron alejarse y esperaron para ver si volvían, pero no lo hicieron. Hubo nuevas voces para el reagrupamiento. El niño y un profesor permanecieron tumbados en la nieve. El hombre había muerto alcanzado por las balas, que casi le habían partido en dos. Entre varios hombres levantaron la rueda caída sobre el menor. Debajo apareció una pulpa sanguinolenta en lugar de una cabeza. Tardaron en establecer su identificación.
—Entre unas cosas y otras ya van seis niños y dos cuidadores —dijo uno de los profesores—. A ver si acaba el maldito viaje.
Los envolvieron en lonas y los llevaron al primer vagón, detrás de la segunda locomotora. Ramiro volvió a sorprenderse de que ninguno de los niños y niñas llorara a pesar de que muchos no alcanzaban los diez años. Una vez organizados todos volvieron al tren. Quitaron los restos del vagón destruido, repararon los daños de los afectados por las llamas y se redistribuyeron por el resto de los atestados carruajes. Un rato después el convoy volvió a circular sobre la intacta vía.
—Qué raro que no hayan seguido bombardeándonos —dijo Maxi a Ramiro.
—Quizá se les acabaron las bombas.
Avanzaron viendo humo en la distancia. Llegaron y se detuvieron en una vía muerta. El pueblo había sido castigado duramente. Cascotes y hierros retorcidos lo cubrían todo mientras hombres y mujeres se afanaban en apagar las llamas que consumían las casas y almacenes. La estación estaba destruida. Sobre el barro pintado de sangre, los hombres apilaban a los muertos mutilados mientras las mujeres buscaban entre ellos a sus familiares. Camiones destrozados y animales reventados se mezclaban con brazos y piernas en los sitios más inverosímiles. Brigadas de obreros se esforzaban en restaurar la vía férrea principal y las oficinas de control ferroviario. Como hormigas, todos se movían ayudando en la hecatombe que les hermanaba. La montaña de cadáveres crecía mientras que niños y mujeres rusos lloraban en silencio junto a restos humanos que ellos reconocían. La mayoría había perdido la percepción del miedo o el dolor tras vivir experiencias semejantes. La muerte y la destrucción se habían instalado en el pueblo soviético y así seguiría mientras durara la Gran Guerra Patriótica. Ramiro y los demás niños españoles ayudaron como pudieron en la urgente tarea de socorro. Un tren militar procedente del este anunció su llegada con ruido de metales y soplidos de vapor; se detuvo y cientos de soldados bajaron para ayudar frenéticamente. Los fuegos se apagaron, los escombros fueron retirados de las zonas principales y los raíles rotos de la vía principal se sustituyeron por otros enteros arrancados de las vías secundarias. Sin más dilación el tren de guerra emprendió la marcha hacia su destino.
Más tarde el renqueante tren lleno de niños siguió camino hacia los Urales y el desastre vivido quedó lejos. Fiel a su horario la noche apareció temprano y de golpe. El tren pasó a una vía secundaria y allí se detuvo en medio de la nada con la brusquedad habitual, ruidoso de frenos, las máquinas resoplando. La de delante era una locomotora más grande y blindada, y apuntaba al frente con un cañón. Nunca supieron por qué les guiaba esa máquina armada cuando su viaje era hacia el este, donde nunca encontrarían a los alemanes. Pasaron la noche apretujados unos contra otros buscando su propio calor como remedio imposible ante los cuarenta grados bajo cero. El día llegó como siempre a las cuatro de la madrugada y trajo una luz mortecina y desanimada. No había dejado de nevar. Las locomotoras, cuyos fogones estaban encendidos permanentemente, arrancaron de un tirón y avanzaron con lentitud.
Ramiro se despertó cuando un compañero le cayó encima. Echó de menos el dormir en camas limpias y mullidas como había venido haciendo desde que llegó a Rusia y hasta hacía poco. Pero todo fue cambiando a raíz de la invasión alemana. Mientras observaba el miserable vagón y a sus compañeros, que dormían ateridos y agotados entre las mantas y la paja, recordó su viaje en coche cama de Leningrado a Krasnovidovo, al poco de llegar a Rusia, donde los instalaron en la Casa 2 y donde vivieron años inolvidables e irrepetibles. En realidad las dificultades empezaron en el viaje desde Krasnovidovo a Stalingrado, realizado en agosto del año anterior por el Volga en el vapor Josef Stalin, motivado por el deseo de las autoridades de apartarles del peligro de la guerra. Incomprensible decisión para los niños en aquellos momentos porque, aparte de que fueron bombardeados durante la semana que duró la travesía, tenían la convicción de que la Unión Soviética era invencible. Los nazis habían avanzado arrolladoramente desde el 22 de junio del año previo, a veces más de cuarenta kilómetros al día, dejando arrasadas las poblaciones. A finales de año habían ocupado todo el oeste del país desde el Neva al Don en una línea irregular cual mancha de aceite. Pero allí los habían frenado y serían expulsados en poco tiempo. Mas ese momento de la victoria nunca llegaba. Lo que vino fue la escasez de alimentos y la desaparición de un modo de vida que, como supieron después, sólo les alcanzaba a ellos. ¿Porqué les dieron tan diferenciado y magnífico trato? ¿Por qué les ausentaron de la auténtica vida de la Unión Soviética?
Ramiro volvió a pensar en el tremendo choque inimaginable y traumático, en cómo la realidad les había bajado de las nubes, en lo largo que se les hizo el tiempo transcurrido desde su salida de Moscú. Nada más llegar a Stalingrado los llevaron a un pueblo llamado Leninsk, a unos treinta kilómetros junto al río Atchuba, al comienzo del delta del Volga. Al principio todo pareció igual que en los años anteriores. Pero en la casa empezaron a faltar los cuidadores, los alimentos y las sábanas blancas. Luego, los de más edad tuvieron que ayudar en las fábricas cercanas, en el ferrocarril y en multitud de trabajos auxiliares. Sus ropas fueron deshaciéndose y sus manos encallecieron. Todos empezaron a sentir algo desconocido u olvidado, según sus edades: el sonido de sus tripas, la vuelta a las penurias de España o el descubrimiento de las mismas. Intentaron adaptarse a la nueva situación de alimentación insuficiente pero nunca pudieron habituarse a las bajas temperaturas desconocidas. Luego resultó que ni Stalingrado ni Leninsk eran seguras porque los alemanes habían llegado a Rostov, «la puerta del Cáucaso», y, aunque fue reconquistada en noviembre por el Ejército Rojo, se hablaba de una Operación Azul nazi para el verano, en coalición con ejércitos de Hungría, Rumania e Italia, cuyo objetivo sería la toma de Stalingrado. Estaban por tanto en puro teatro de guerra. Por eso esta segunda evacuación a las zonas seguras del este, convertida en algo alucinante e inacabable desde que se inició cuatro semanas atrás. Y en ese nuevo peregrinaje experimentaron lo que era el hambre y el frío en su grado máximo, imposible de sospechar. Nunca sabrían si los pequeños que murieron durante el espantoso viaje, sin contar los abatidos por las balas y metralla de los aviones nazis, tuvieron por causa la intensa desnutrición, el insoportable helor o extrañas enfermedades. Recibían al día escasas raciones de comida y pan negro que los cuidadores, tan hambrientos como ellos, procuraban endulzar con lo que parecía su inclinación natural al comportamiento bondadoso. Pero la simpatía no es un alimento para el cuerpo. Por eso, en las largas esperas en vías muertas, muchos de los niños hacían batidas por las huertas del entorno en busca de razones más concretas para calmar sus estómagos.
Por entre las tablas rotas del vagón, Ramiro observó los campos desolados atrapados de nieve en todo lo que alcanzaba la vista. La enorme cordillera de los Urales que separaba la Rusia europea del resto, y a cuyo entorno se dirigían, estaba aún muy lejos. Sabía que la cadena montañosa, frontera convencional entre la Rusia europea y la asiática, se extiende a lo largo de dos mil kilómetros desde orillas del mar de Kara, en el océano Glacial Ártico, hasta Kazakstán. Pero ya los pueblos se habían distanciado en las soledades inmensas. Las paradas eran obligadas para dejar paso a los trenes que, repletos de hombres, armamento y todo tipo de material militar, cruzaban hacia los frentes desde las fábricas instaladas en Siberia occidental, más allá de los Urales, adonde se decía que nunca podrían llegar los aviones nazis. También a los que, en sentido contrario, iban llenos de heridos y moribundos procedentes del frente.
Una hora después les sobrevolaron más aviones alemanes. Iban altos, de regreso de alguna misión, sin ganas de pelea, con prisas. No mucho después apareció otro grupo de aviones volando en la misma dirección. Eran cazas rusos Polikarpov I-16 tratando de alcanzar a los primeros. Los vieron perderse por el oeste en el cielo grisáceo salpicado de copos. Más tarde un pitido reiterado y un ruido machacón fueron acercándose. Otro tren para los frentes. Pasaron rápidamente a una vía de espera y pocos minutos después un largo convoy circuló por delante de Ramiro. Los vagones estaban llenos de soldados. Al otro lado de las ventanillas los pudo ver, algunos no mucho mayores que él, con gestos fatalistas y resignados de quienes saben el destino que les espera. Vio docenas de ojos mirando hacia los suyos, de tren a tren, saludándole y despidiéndose mudamente, con el traqueteo de las ruedas sonando como latidos de un corazón gigante. Ojos tiernos y asombrados, con tanto por descubrir y tan poco tiempo en sus vidas. El tren iba despacio y las miradas tardaron en despegarse. Y cuando pasó, él aún seguía viendo esas miradas resignadas y no la nieve ensuciada. ¿Olvidaría alguna vez los ojos de esos soldados? Sabía que iban a fortalecer Stalingrado para que no cayera porque era «la Madre de todas las batallas» y la que decidiría el destino del mundo, según el padrecito Stalin.
Ojos. Y los otros, los de esa chica, Teresa. Cuando la vio por primera vez en Krasnovidovo, año y medio antes y sólo durante los quince días que duraron sus vacaciones, se quedó sin habla. Nunca había visto nada parecido a esos ojos de azabache, rasgados como dátiles. Hizo preguntas, y averiguó su nombre y que vivía en la Casa 1. No volvió a verla porque al año siguiente nadie vino de vacaciones a Krasnovidovo desde otras Casas por el inicio de la guerra. Después de la agresión teutona la enviaron con su grupo a una de las Casas en Marx, cerca de la ciudad portuaria de Sarátov, donde permaneció hasta que fue evacuada hacia los Urales en ese mismo tren, una coincidencia que compensaba el largo desencuentro. Ella viajaba en un vagón de niñas y él sólo podía verla en las paradas, donde siempre iba cercada por dos chicos, uno moreno como ella y otro con pelo pajizo. Nunca se le ocurrió hablarle. Muchas veces vio sus ojos mirándole. Sentía tal ahogo entonces que su natural introversión derivó en timidez. Pero sabía lo que quería y esperaba que llegara el momento.
Se hizo un hueco entre los otros sintiendo el movimiento del tren al reanudar la cansina marcha, soplando nubes de humo negro. Notó los piojos correr por su cuerpo. ¡Qué hubiera dado por tomar una ducha como aquellas de las que gozaba en Krasnovidovo! Maxi pareció leerle el pensamiento.
—Llevamos un mes sin quitarnos la ropa, sucios, llenos de parásitos, con patatales en los pies. ¿Sabes qué te digo? Que viajaremos hasta China en este ergástulo porque los alemanes no serán vencidos nunca por estos soldados rusos tan inexpertos como nosotros.
—No te fíes de las apariencias. Ya sabes lo que le ocurrió a Napoleón.
—Napoleón no tenía aviones ni tanques —argumentó Maxi.
Varios kilómetros más adelante vieron una humareda. El convoy aminoró la marcha. Era un lugar en medio del páramo, ninguna población cerca. Estaba lleno de restos dejados por un bombardeo: maderas y hierros esparcidos, pero los raíles no habían sido dañados. Grupos de mujeres y hombres, todos de uniforme, iban de allá para acá despejando las vías y trasladando cuerpos muertos. Los llevaban a donde ya había muchos alineados a lo largo del camino férreo, docenas, todos de uniforme. El tren se detuvo y los hombres hablaron. Tenían heridos, que fueron acomodados en un vagón estimulando la capacidad de todos para soportar el apretujamiento asfixiante. El convoy reanudó la marcha con lentitud y Ramiro fue mirando a los muertos allá abajo, en la nevada tierra. No tenían cara, sólo sus cuerpos iguales cubriéndose de nieve. Muchos de ellos irían a su primer combate. Alguien dijo luego que habían sido bombardeados horas antes, por lo que establecieron que pertenecían al tren que les cruzó y que los causantes eran los aviones que vieron escapar hacia el oeste.
Anochecía muy temprano, de modo que llegaron a la estación de Kinel, al otro lado del Volga y junto al río Samara, ya con las sombras instaladas. El tren se detuvo en una vía secundaria y las locomotoras se pararon, lo que indicaba que al menos pasarían allí la noche. El pueblo era grande y había mucho movimiento. Ya estaban esperando los equipos médicos con camillas para atender a los heridos recogidos. Ramiro, Maxi y Pedro bajaron del vagón subrepticiamente y se escurrieron hasta las afueras.
—Vamos a las huertas —dijo Maxi.
—No, perderíamos mucho tiempo y no conseguiríamos gran cosa.
—Entonces entremos a uno de estos almacenes.
—Por aquí hay mucha vigilancia. Mejor buscamos uno más alejado.
Con la práctica adquirida durante sus batidas en los días anteriores, esquivaron las naves con guardas y se alejaron de la población. El frío era intenso. Llegaron a una zona solitaria. Ramiro rechazó las bodegas defendidas por perros, que ladraron al oírles. En la semipenumbra analizó una, rodeada de un cercado. Un cartel indicaba: CUIDADO. PERRO NO LADRA PERO MUERDE. En ese momento vio llegar a dos niños. Uno de ellos se subió a la cerca y saltó al interior. El perro apareció de repente, proyectando sus ojos como linternas: era una sombra grande como si la noche la hubiera expulsado. Se lanzó sobre el muchacho como un vendaval, arrollándole y clavándole las fauces en un brazo. Ramiro saltó al cercado y se colocó encima del perro. El animal soltó su presa y se revolvió fieramente, pero el astur logró meterle la cabeza en el saco y tiró de la cinta. El can intentó salir de la tela agitando las patas. Ramiro adivinó otros brillos centelleantes saliendo de las sombras. Cogió al animal por las patas traseras, lo volteó en círculo y lo impactó contra el segundo perro. El golpe dejó a los animales aturdidos. Ramiro volvió a golpearlos y ambos quedaron quietos, respirando entrecortadamente. Ramiro recuperó el saco y miró al niño agredido.
—¿Cómo te encuentras?
—Me duele mucho el brazo. Espero que no me lo haya roto.
—Menos mal que estabas bien cubierto con la ropa. ¿No viste el letrero?
—No me he fijado. Como no ladraban creí que no habría perros. La primera vez que veo uno que no ladra.
—Son más efectivos, como los lobos: verdaderos centinelas. A un perro ladrador lo ves. Al mudo sólo se le ve cuando está encima, que es lo que le enseñan. Nadie se arriesga a entrar cuando te advierten de uno de estos chuchos.
—¿Los has matado?
—Creo que no. Han quedado sin ganas de pelea por un rato.
—Mete uno en el saco. Lo llevaremos y nos lo comeremos.
—No.
—¿Cómo que no? Es comida.
—Es un perro —dijo Ramiro, sintiendo el eco lejano de Cuito.
—Claro, ¿y qué? No es el primero que comemos. Perros, gatos, ratas, burros, lo que sea. Debemos sobrevivir a esta hambre.
—Nadie comerá un perro al que yo haya atacado —sostuvo con firmeza el asturiano.
—¿Atacar? Fue él quien nos atacó.
—Defendía la hacienda. Estaba en su derecho. Así que olvídalo.
El otro le miró y concedió que tenía perdida la partida. Le dejó la iniciativa de hacer señales a los otros para que saltaran el cercado, lo que hicieron de inmediato.
—Dos quedaos aquí. ¿Quién me acompaña?
—Yo —dijo el agredido por el perro.
Buscaron una entrada a la nave. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas, y las paredes eran sólidas. Ramiro escaló una rugosa pared hasta un tragaluz. Miró adentro Estaba casi a oscuras. Forzó el cierre e hizo una seña al otro que subió a su lado. Ramiro se ató una cuerda a la cintura descendió al interior sin dejarse amedrentar por el silencioso almacén lleno de bultos. En la penumbra distinguió canastas: panochas y patatas. Llenó un saco y lo ató a la cuerda. Dio un tirón y la carga fue subida de inmediato. Llenó otro saco y lo mandó arriba por el mismo procedimiento. Cuando la cuerda volvió a bajar se izó hasta el tragaluz y bajó al suelo exterior. En ese momento un hombre corrió hacia ellos gritando. Saltaron ágilmente la valla y se alejaron a gran velocidad ayudando a Maxi, a Pedro y al otro chico con los sacos. El que fue atacado por el perro igualó su paso al de Ramiro.
—Gracias, macho. ¿Dónde aprendiste ese truco del talego?
—Es el mismo que para coger gatos.
—Nada de eso. Menuda diferencia.
—Me enseñó mi padre cuando tenía ocho años. Con lobos.
—Está claro que los de pueblo tenéis grandes recursos.
—Tú eres el hermano de Teresa Reneses, ¿verdad?
—Sí, me llamo Jaime. Y éste es Jesús —señaló al amigo, el del pelo rubio, su tenaz acompañante—. ¿Conoces a mi hermana?
—La he visto pero nunca hablé con ella. Dale uno de los talegos. Que reparta las cosas entre las chicas.
—Dáselo tú mismo.
—Es que…
—¿Te cortas? No me lo creo.
Él no contestó. Llegaron a la estación aplastados de frío, viendo a la gente pululando como fantasmas. Había pequeñas hogueras en algunos sitios al resguardo y gente calentándose alrededor. Se dirigieron a un gran local, que servía de comedor y cantina. Allí estaban todos los niños y los cuidadores saboreando el calorcito de las estufas y sintiendo sus tripas crujir por la falta de alimentos. Se llegaron al grupo buscado que, al ver el maíz, quiso devorarlo allí mismo.
—No se puede comer así. Está helado. Vamos fuera —propuso Ramiro—. Haremos un fuego y lo asaremos todo.
Salieron y buscaron trozos de leña. Luego, resguardados en un pequeño cobertizo, hicieron una fogata en la que pusieron una chapa metálica y sobre ella las patatas y las panochas. En la impaciente espera, Teresa y Ramiro se miraron a hurtadillas. Jaime contó lo ocurrido y ella lo miró con mayor intensidad. Nunca había hablado con ese chico alto y solitario que se quedó en sus sueños cuando lo vio por vez primera.
—Y fue él quien bajó y subió la cuerda como Tarzán. Y, a pesar de ello, no se atreve a hablar a mi hermana, ¿podéis creerlo? —rio Jaime—. Venga, di algo.
Las llamas dispersaron las miradas de admiración del grupo, menos la de Teresa, presa en los ojos de él. No tenía dudas de que era amor lo que sentía por esa chica, aunque no entendía bien por qué era un sentimiento tan estremecedor. Nunca nadie le había hablado de ello, de cómo dejaba a las personas. ¿Por qué a él le abatía y dejaba sin resuello? ¿Podría ser buena una cosa así? El hombre perdía la fuerza, como Sansón sin sus cabellos; se volvía inseguro, enmudecía. ¿O quizá no era el amor lo que causaba esa debilidad sino la incertidumbre de no ser correspondido? Debía de ser eso porque él veía a parejas enamoradas que se mostraban altamente felices. Así que resolvió afrontar el problema de una vez por todas.
—Bueno —dijo—. Te diré que vamos a ser cuñados porque voy a casarme con ella.