Enero 2003
Paulino es un bar-restaurante de carretera, en la entrada del polígono industrial Campollano de Albacete, muy frecuentado por hombres de negocios y empresarios de la zona; vendedores de maquinaria, perfilería, chapa, vidrio plano, sistemas informáticos, materiales de construcción y vehículos; promotores y contratistas de viviendas y naves industriales. Todo un mundo para la industria y las inmobiliarias donde el dinero no siempre transparente circula con abundancia. Estaba atestado de ruido y humo. El fulano era un chisgarabís aunque bien trajeado y podría pasar por uno de los vocingleros negociantes si no fuera por su contrahechura. Tenía mirada y movimientos de ardilla, presto a la huida al menor atisbo de emboscada. Me miró a intervalos girando los ojos continuamente por la sala y las personas como si fuera una cámara de televisión en movimiento. Nunca una mirada fija más allá de cuatro segundos para todo el escenario. El hombre plagado de temores.
—La pasta.
—Dame algo. No voy a pagar por humo.
—Mi padre me dijo que te envía un antiguo poli. No serás de la pasma.
—No lo soy.
—No creas que voy a largar sin garantías de pago.
—Cuanto antes empieces a hablar, antes tendrás tu dinero.
—Esa chica, vaya quebradero con ella. ¿Tan importante es?
—Lo es, como todas. Para ella misma, para su familia, para sus amigos.
—¿Sabes de qué va esto de las putas?
—Algo sé, pero prefiero que empieces a ganarte el premio.
Se tocaba el cuello continuamente como si hubieran intentado ahorcarle y sintiese aún la presión de la soga.
—Las redes internacionales de prostitución funcionan sobre la base de mujeres con necesidades económicas que no ven futuro en sus países, prácticamente del este de Europa todas. Muchas aceptan esa vida que las sacará de la miseria. Los sufrimientos que pasan son consecuencia de su elección. Otras, hoy día la mayor parte, son captadas con ofrecimientos de trabajos normales. Todas se encandilan con la palabra «Occidente». Las engañadas, normalmente rubias, jóvenes y guapas, son secuestradas y vendidas, cayendo en la esclavitud sexual. Algunas de estas engañadas son débiles y se pliegan pronto. Las fuertes, aun sospechando durante el trato de que existen probabilidades de caer en las redes, creen, como el que prueba la droga por primera vez, que podrán salir airosas si las cosas se ponen feas. Son las que más sufren, pues aprenden a ser esclavas del sexo a base de palizas y violaciones continuadas. Cuando por fin aceptan impotentes el contacto con el primer cliente, su espíritu está quebrantado.
—¿No es posible escapar?
—De vez en cuando alguna lo consigue, casos raros porque viven encerradas las veinticuatro horas en sótanos o habitaciones interiores con ventanas enrejadas. No se les permite salir ni al médico; disponen de alguno que no puede ejercer legalmente por alguna infracción de su código. Cuando enferman de cuidado o se lesionan de gravedad, las hacen desaparecer. Retienen sus pasaportes y les suministran los alimentos y lo que necesiten, cargándoselo en su cuenta. Sólo se liberan cuando han pagado una deuda que ellas no han producido, a veces años después. La cosa empieza por un captador, que es el que las engaña y las vende a un intermediario. Éste las revende a un tratante, que es quien las entrega a proxenetas al mejor postor. Así, cuando la chica echa el primer polvo, debe miles de euros a los que se van sumando multas. Hay chicas que se hacen treinta pollas al día.
—¿Cuánto pagan por una de estas chicas?
—Depende, como todo. El captador conseguirá unos mil euros. Cuando la chica llega al último tramo puede valer hasta nueve mil. Y es a este último precio al que debe hacer frente.
—¿Qué ocurrió con Tonia?
—No es lo habitual. Estudiaba en la universidad alemana de Karlsruhe. No buscaba aventuras ni trabajo. Venía a ver a su abuela o algo así. Es nieta de españoles y nunca la había visto ni viajado a España.
—¿Cómo sabes tanto de esa chica? ¿Te informas siempre así de todas?
—Hubo mucho ruido con ésta. Vino un tipo y se encariñó con ella. Trajo a la Guardia Civil, pero ya había sido trasladada. Siempre hay una furgoneta preparada para estos casos. El tipo volvió con otro y de nuevo con los civiles, que cerraron el local durante un tiempo. Por fuerza tuve que saber de ella. —Movió la mano sobre la mesa—. La pasta.
—Has hablado sobre las redes pero apenas sobre la chica. Esfuérzate más. ¿Cómo la raptaron?
—Fue un barbián que va por libre, un captador solitario, un free lance. Simpático, aparentoso, mucha labia. No pertenece a redes aunque está en contacto con ellas. Se encaprichó con la chica en el avión desde Frankfurt, sorprendido porque una extranjera tan joven supiera español. La cameló y al llegar a Barajas le ofreció llevarla. Nunca llegó a su destino. Cuando se cansó de ella buscó un intermediario, que se la compró.
—Se supone que intentaría escapar.
—La tendrían en el sótano de algún chalé. El intermediario se la vendió a un tercerón, quien la alquiló a El Éxtasis.
—¿Dónde está ahora?
—Después de lo de la Guardia Civil se la revendió al alcahuete, quien se la pasó al Mendoza.
—¿Quién es Mendoza?
—La pasta. —Le pasé un billete de quinientos y lo hizo desaparecer tan rápido que tuve dudas de si se lo había dado o sólo lo pensé—. Es un tipo que se las gasta. Cruel, inhumano, no parece haber nacido de madre. Siempre va con dos o tres gorilas. Un macarra vicioso que busca toda clase de placeres raros, como el de la mosca. ¿Sabes qué es eso? —Negué con la cabeza—. El tipo se mete en la bañera boca arriba y saca la chorra del agua, como el periscopio de un submarino. Todo el cuerpo dentro del agua menos la cabeza y el pijo. Le dice entonces a una chica que le ponga en el capullo dos moscas sin alas. Los bichejos dan vueltas alrededor de la isla de carne y el tío se caga de gusto. Cuando está a punto de estallar la chica tiene que chupársela y tragárselo todo, las moscas también.
Durante unos momentos dejamos que el estrépito se nos colara por en medio.
—Y luego está lo del conejo que se come al ratón, ¿lo pillas? Obligan a una chica a abrirse de patas y le meten un ratón en el coño. Las pobres se vuelven locas de asco.
Le miré. El tipejo estaba embalado.
—Eso no es nuevo, ya lo he oído antes.
—Habrás oído que lo han intentado. Mendoza lo consigue. Mete el puto ratón entero en el agujero.
—Eso es imposible. El animal se resistiría a entrar.
—Claro, tío. Por eso lo mete muerto. —Se echó a reír muy satisfecho de su ingenio y sin dejar de espiar en todas direcciones. Tenía los dientes porfiados, a juego con su escarnecida anatomía—. El cabrón es un maniaco. A las chicas les come el negro. Es lo que más le gusta. Pero nunca les entra por ahí. Siempre por donde amargan los pepinos.
Ahí lo tenía, complacido de sí mismo como si hubiera inventado el Cubo de Rubik.
—Todas estas cosas te hacen mucha gracia, ¿verdad?
—¿Qué quieres? Ocurren y yo las cuento. Este juego no lo inventé yo.
—¿Cómo te ganas la vida exactamente?
—Soy informador y estoy en medio de todos, como un enlace. No me complico la vida.
—¿Dónde vive ese Mendoza?
—No veo el color del dinero. —Le di otro billete de quinientos—. Tiene un chalé en Valdemorillo, en la zona antigua. Lo llama Verde o algo así. —Me miró y tuve la sensación de que lo hacía como si viera a un cadáver—. Chamba, tío, la vas a necesitar. Ese Mendoza tiene toda la puta mala follá del mundo.
Se levantó y se deslizó entre la gente como si fuera un suspiro.