Veintiocho

¿Adónde van esos locos,

camisa despechugada

donde un haz de cinco flechas

cinco sentidos traspasa,

o se abre la cruz sangrante

de las borgoñesas aspas…?

MANUEL DE GÓNGORA

Junio 1941

María llegó a la Secretaría General antes de la hora, como siempre, pero ya toda la zona de la calle de Alcalá estaba llena de una multitud enfervorizada y expectante. Hombres en su gran mayoría, muchos se subían a las farolas, verjas y ventanales en arriesgados equilibrios con tal de poder ver y escuchar. ¿Qué esperaban que sucediera? Apenas se podía dar un paso y desde Sol y Cibeles muchedumbres acudían ansiosas a engrosar el tumulto.

La sede falangista estaba vigilada estrechamente por refuerzo policial, y María tuvo que pasar una estricta verificación de sus documentos. Subió cruzándose con gente que iba de un lado a otro, todos con gran alborozo. Entró en su sala de trabajo. Nadie cumplía con su función.

—¿No lo sabes? Va a hablar el ministro.

—¿Qué ministro?

—¡Quién va a ser! Serrano Súñer.

Pero Serrano era ministro de Asuntos Exteriores y su despacho estaba en el Palacio de Santa Cruz. ¿Por qué iba a hablar allí? Claro que también era falangista de primer cuño, nada menos que presidente de la Junta Política de Falange. Por tanto no hablaría en calidad de miembro del Gobierno sino a título de alto jefe del Partido. Siendo así, ¿por qué ese cometido no lo realizaba José Luis Arrese, a la sazón Ministro Secretario General del Movimiento tras la salida de Muñoz Grandes o, incluso, el general Moscardó? El héroe del Alcázar toledano era jefe de las milicias de FET y de las JONS, cargo otorgado por Franco pese a la distancia del maduro general con los postulados de Falange. Sea como fuere allí estaba el cuñado del Dictador disponiéndose a hablar a la masa enardecida, cuyo griterío la intimidó. ¿Era eso lo que congregaba a semejante gentío? ¿Y quién dio la orden para tal concentración? ¿Tan importante era lo que esperaban que dijera que habían colapsado todo el centro? Se consideró un tanto estúpida porque, aun manteniendo una cautelosa relación con sus compañeros, podría haber detectado algo.

Más tarde, entre tanto falangista entusiasmado atisbó al ministro. Era bajito, delgado, elegante, cauto de movimientos. Iba rodeado de su guardia personal y fieles camaradas, todos de azul. Ni un solo uniforme de otro color, ni un solo traje de paisano. Le vio dirigirse al despacho de Arrese. De la calle subió un griterío ensordecedor cuando salió al balcón central y hubo una cerrada ovación que martirizó los oídos. Luego algunos comenzaron el «Cara al sol», que fue coreado, los brazos apuntando al frente, las manos abiertas como palomas preparadas para volar. María no podía ver al orador. Cuando se apaciguó el bullicio oyó su voz fina y educada, armada de ocasional potencia.

—¡Rusia es culpable! ¡Culpable de…!

Y así estuvo desgranando las maldades de Rusia entre vítores y exclamaciones. Y así María supo que, en apoyo a la invasión de la Unión Soviética por el Ejército alemán iniciada semanas atrás, España enviaría una fuerza expedicionaria para luchar contra el comunismo instigador de la guerra civil española y culpable de todo el mal que venía padeciendo el país incluso desde antes de la creación del Estado soviético.

Rusia sería derrotada, el comunismo borrado de las mentes y España volvería a participar en la dirección de Europa como antaño. Y, como entonces, su nombre estaría en la cima de las naciones recuperando, en el imperio de los mil años prometidos por Hitler, el que le arrebataron en el pasado los envidiosos de su gloria.

María pensó en sus hijos, en los «niños de Rusia». ¿Se verían obligados a luchar contra esa fuerza exultante, esa «División de voluntarios» que se anunciaba? ¿Habría otra confrontación entre españoles? Aun existiendo diferencia de edades podría darse el caso de que así ocurriera, porque en una guerra no hay más lógica que la de la fuerza y todo puede ocurrir cuando no existen límites. Vio a muchos compañeros bajar apresuradamente y salir a la calle.

—¿Adonde van con tanta prisa? —preguntó, mostrando su ignorancia de la gran ocasión que la Providencia le estaba ofreciendo a España.

—A apuntarse en los banderines de enganche. Serán tantos que no habrá sitio para todos.

Se asomó. La gente corría con entusiasmo calle arriba. Nadie quería estar fuera de la gloria cuando la invencible Alemania se hiciera dueña de Europa. Notó una mirada entre tanto barullo y un uniforme verdoso destacando. Blas, que se acercaba con sus ojos hipnóticos.

—Impresiona, ¿verdad?

—Sí —concedió María, aunque realmente estaba sobrecogida—. ¿Cómo sabía la gente que iba a hablar aquí el ministro?

—Nadie lo sabía, ni él mismo. Fue una concentración espontánea de Falange para reclamar a sus mandos un compromiso de España contra Rusia. Serrano se vio obligado a improvisar su intervención, aunque lo que dijo lo traía ya estudiado.

—¿Dónde está Ignacio?

—Ocupado en los trámites para integrarse en esa división. Quiere ir allí para ayudar a que desaparezcan los bolcheviques.

—¿Tú no le acompañas? —dijo María, tras un rato de meditación.

—No. Ésta no es mi guerra, aunque odio a los comunistas. —Desvió la mirada y añadió, como si estuviera hablando con otra persona—: Todavía quedan muchos de ellos emboscados aquí y hay que desenmascararlos.