… hay más hermanos conmigo
que estrellas tras de la tarde,
ni ellos conocen mi nombre
ni yo sé cómo nombrarles.
ANÓNIMO
Agosto 1940
Hacía calor, aunque pronto llegaría de golpe el cambio de tiempo, como siempre.
—Mira —dijo Maxi dibujando una sonrisa no exenta de malicia.
Ramiro y Pedro García, sentados a su lado en un banco bajo la sombra, observaron a Carmen Casas, de dieciséis años y residente en la Casa 2, donde ahora se encontraban, que paseaba con Amelio por el borde del bosque. Él era sobrino de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, y estaba en la Casa 12, en Moscú, de donde cada verano llegaban grupos de niños a pasar periodos de quince días en tan acogedor lugar. Venía a verla con frecuencia los fines de semana y días festivos durante el verano. Y ese tímido noviazgo, sólo cumplido de miradas y sonrisas, ausentes los contactos, hacía reír a los pequeños. Ramiro cursaba una edad intermedia, como sus compañeros, pero no tenía burla hacia ellos. Su natural predisposición hacia la introspección se incrementaba al verlos, al igual que le ocurría con otras parejas. Sentía que le faltaba algo, no encontrado todavía. Esa emoción de hundirse en sensaciones desconocidas experimentadas y cantadas por otros. Ninguna de las chicas de la casa había suscitado en él tal ansiedad aunque había algunas notoriamente guapas, lo que le hacía sospechar que ese misterio no radicaba sólo en el atractivo físico.
La vida transcurría feliz en las dieciséis Casas de Niños españoles, distribuidas en distintos lugares de la Unión Soviética. Cuando tres años antes llegaron a Leningrado, y tras el recibimiento multitudinario, les tuvieron veinte días bajo examen médico y sanitario. Eran muchos, algunos desnutridos, todos llenos de parásitos. Fue un periodo necesario para habituarles, después del largo viaje y la traumática separación familiar, a su integración a la nueva vida sin padres y a enfrentar su futuro por sí mismos aunque ayudados en todo momento por los cuidadores españoles y rusos. Después los repartieron por diferentes casas. Cuatrocientos fueron asignados a la 2, Ramiro entre ellos, y, salvo quince mayores que el año anterior fueron enviados a los Hogares de Juventud en Leningrado, todos residían allí desde entonces. La casa se llamaba Krasnovidovo, cuya traducción sería «lugar bello», y estaba situada junto a la ciudad de Mozajsk, a unos ochenta kilómetros al oeste de Moscú. Era un lugar enorme, rodeado de bosques, con el río Moscova enriqueciendo el paisaje. Las anchas y limpias aguas llegaban calmosas como queriendo retrasar su encuentro con la gran ciudad capital donde perderían su condición montaraz. Había tres edificios diferenciados para niños menores, medianos y mayores. La educación era mixta, como los juegos, la gimnasia y las comidas. Sólo estaban separados los dormitorios. Las cocinas y comedores ocupaban los bajos de la casa de los mayores, el edificio más grande. También era grande el de la biblioteca y escuela, con una amplia sala de esparcimiento donde veían cine todas las semanas, lo que fascinaba a los niños y en concreto a Ramiro y a Maxi, que nunca lo vieron en Asturias.
La finca tenía campo de fútbol, pistas de tierra y espacios abiertos para el disfrute. Incluso había una pista de aterrizaje donde con frecuencia, en los veranos, venían a verles autoridades rusas, varones y mujeres, en pequeños aviones acompañados de periodistas. Muchos de los hombres lucían impecables uniformes repletos de medallas y llevaban gorras de plato grandes como tapas de alcantarilla. Les hacían preguntas y con los más pequeños se prodigaban en carantoñas. Y luego comían con gran empeño junto a los educadores de la casa entre largos tragos y risas sin fin, orondos, felices y colorados.
Varias veces cada año llegaban tres aviadores en un biplano, como los de la Primera Guerra Mundial. Estaba pintado de rojo salvo el morro, que lucía la cabeza y fauces de un cocodrilo. Los pilotos daban vueltas antes de aterrizar, les tiraban caramelos y siempre dos de ellos se lanzaban en paracaídas ante el entusiasmo de los chicos. Eran muy jóvenes, altos y simpáticos, con sus fascinantes cazadoras de cuero negro. La mayoría de los chicos ansiaba llegar a adultos para ser pilotos como ellos. Se quedaban toda la jornada contándoles aventuras hasta que el día declinaba. Entonces se despedían con alborozo, se colocaban su gorro de cuero marrón y las grandes gafas, se montaban en su aparato y se elevaban como si pertenecieran al cielo. Daban una vuelta, sus pañuelos del cuello flameando, y luego se alejaban lentamente guiados por hilos invisibles. Muchos niños se quedaban inmóviles mirando hasta que el avión se convertía en un punto y se desvanecía.
¿Por qué eran tan importantes para gentes tan importantes? También fueron a verles, no juntos y no una sola vez, prohombres uniformados del Partido Comunista español. Les dijeron que Enrique Líster, ese hombre de delgadez rechazada y grandes cejas, había sido jefe de un cuerpo de Ejército en la guerra de España y que había participado en grandes batallas. Estudiaba en la Academia Militar Frunze para conseguir el grado de general soviético, al igual que Juan Modesto Guilloto, otro héroe de aquella guerra perdida, jefe y conductor de hombres en la campaña del Ebro. A Ramiro le caía muy bien Juan Modesto, simpático y con nobleza en su rostro. Decían que fue el primer comandante del Quinto Regimiento, una unidad creada por el Partido Comunista y que cosechó muchos éxitos contra las fuerzas de Franco. Era el único que llegó a general de la República siendo de origen miliciano. También les visitó El Campesino, que mandaba una división del ejército republicano. Y no faltaron José Díaz Ramos, secretario general del Partido Comunista español, al que una extraña enfermedad le apaciguaba el entusiasmo, ni Jesús Hernández, ni la Pasionaria, ni Vicente Uribe, quienes constituían la cúpula del Partido. También estaban anunciadas las visitas de Krupskaya, viuda de Lenin, el forjador de la Unión Soviética junto al padrecito Stalin, y de otros notorios personajes soviéticos.
—¿Nos damos un baño? —invitó el espigado Maxi.
—Venga —dijo Pedro, que era de Llanes y nadaba como un pez.
—Id vosotros —declinó Ramiro.
Los vio saltar a la corriente y nadar con vigor entre otros chicos y chicas. Estaban sanos, fuertes, bien alimentados. Al principio todos echaron de menos su tierra y su familia. Pero el ambiente paradisiaco en que se desarrollaban fue eliminando los traumas. España y sus gentes abandonaron los pensamientos de la mayoría. Hacía tanto tiempo ya y la vida era tan relajada que pocos se paraban a pensar que eso era un milagro misterioso. Ramiro no era abusado de melancolía sino de soledad. Por eso albergaba tiempo y con frecuencia analizaba el fenómeno en que estaban. Pensaba en su padre. Tenía razón cuando le dijo: «Vas al mejor lugar». Eran tantas las cosas nuevas y buenas, que la Unión Soviética le pareció el mejor país del mundo desde el mismo momento de la llegada. ¿Acaso había otro en el que se pudieran tener cuatro comidas diarias garantizadas, vigilancia médico-sanitaria y escolarización permanentes? ¿Dónde otro lugar cumplido de juegos, diversión y cultura? ¿Dónde dormir a diario en cama blanda y entre blancas sábanas? Nunca se le olvidaría la impresión que le produjo la primera vez que durmió así. Fue en el buque Kooperatsija, aquel que los llevó a Leningrado desde España. En su no tan lejana niñez, él nunca había dormido en sábanas y nunca solo. Lo hacía en un jergón, en el suelo, con sus abuelos y Cuito, apretados en los inviernos unos contra otros, sepultados en el olor a ganado que entonces no notaba. A veces su madre le permitía dormir junto a ella en la única cama que había, también despojada de sábanas, al otro lado de su padre. Cuando sus abuelos, su madre y Cuito desaparecieron dormía con su padre en la cama, uno en cada esquina, sin rozarse. A él le hubiera gustado que su padre le abrazara, pero era algo que sólo hizo cuando le despidió en El Musel, y acaso en contra de su voluntad. Su padre…
El ritmo de vida era siempre igual pero no por ello aburrido. Se levantaban al toque de queda, se duchaban, hacían las camas, desayunaban e iban a clase; luego la comida, más clases y juegos hasta la cena. Tenían buenos profesores rusos y españoles. Seguían el sistema escolar elemental de Marenko, el gran pedagogo de la Revolución soviética. El titular de Geografía e Historia era el hermano del teniente Castillo Sáenz de Tejada, de la Guardia de Asalto de España, cuyo asesinato, junto al de Calvo Sotelo, decían que había sido la causa del comienzo de la guerra fratricida.
Aprendían música, canto y baile. Su profesor era un director de orquesta famoso del tiempo de los zares. Formaron una orquesta con orfeón que seducía a los visitantes y les aplaudían con entusiasmo como si fueran grandes artistas. Fueron honrados con las visitas de destacados compositores, como Dimitri Shostakovich, creador de la séptima sinfonía, titulada Leningrado.
Iban creciendo sin traumas, viviendo una existencia ordenada y con una disciplina tan soportable que se ejercitaba de forma natural. Claro que al principio no fue así para todos, sobre todo en el tema de los lavados. Viendo a muchos chapuzarse entre risas en el río, Ramiro recordó que, al llegar, la mayoría de ellos no sabía nadar y que manifestaban un terror animal al agua. Costó trabajo ahuyentarles el miedo y enseñarles. Ramiro, Maxi y otros chicos asturianos y vascos se encargaron de facilitar la labor de los profesores al formar un grupo de vigilancia y ayuda dentro del río durante las clases de natación. Tanto perdieron el miedo que en los deshielos primaverales se subían a los bloques como pingüinos y se deslizaban río abajo. Eran tantas las cosas no tenidas antes que ahora dudaba de poder prescindir de algunas. Como la ducha. Ése era uno de los inventos que más le había impresionado desde que llegara a Rusia; allá en su aldea no existía nada semejante. Conoció esa forma de lavado individual cuando llegó a Leningrado y aquello le fascinó: ¡poder controlar la lluvia a su antojo! Recordó que en aquella primera experiencia muchos niños de pueblo como él retrocedían temerosos, sus cuerpos desaconsejados de lavados. El agua cayendo les enceguecía y les hacía indefensos. Gritaban aterrados. Los educadores tuvieron mucha paciencia para convencer a esos obstinados enemigos de la higiene que el agua era el aliado natural contra las infecciones y los parásitos y que ésa era la forma más sana de aplicarla. Desde entonces el hábito de la ducha era para Ramiro como una terapia, incluso un refugio.
En los largos y fríos inviernos todo se cubría de blanco y las interminables aguas se helaban en las orillas, y ellos jugaban en esas placas resbaladizas y luego patinaban en los caminos descendentes, bien abrigados, llenos de energía y despreocupación. Entonces veían a los pájaros abandonar los árboles y dirigirse en formación hacia el sur. Eran tiempos de lecturas en la biblioteca o en los dormitorios. Leían la historia de Rusia, su raíz eslava y escandinava, sus avatares y lo que Alexander Nevski, Iván IV el Terrible, Pablo I y Catalina II hicieron por engrandecer territorial, cultural e industrialmente al país. Pero ninguno de ellos podía compararse con Lenin y Stalin, creadores de la gran Unión Soviética. Leyeron que el príncipe Vladimir adoptó el cristianismo ortodoxo tras enviar a sus ministros a las mezquitas y catedrales de otros países y escucharles que, al visitar Santa Sofía de Constantinopla, «no sabían si estaban en la tierra o en el cielo». Conocieron a los grandes de la literatura y apreciaron que el más ponderado entre los escritores era Máximo Gorki, muerto pocos años antes. Estaba conceptuado por los soviéticos como el iniciador del realismo socialista, y sus obras, calificadas como «arte al servicio del pueblo», fueron tan del agrado del Régimen que a la antigua y gran ciudad de Niznij Novgorod, situada en la confluencia del Oka con el Volga, le cambiaron el nombre y pusieron el suyo. Ahora se llamaba Gorki.
En los meses de estío, como ahora, hacían excursiones a pueblos cercanos, se relacionaban con niños rusos y veían que eran similares a ellos en sus conductas por lo que ya a esa edad intuyeron que todos los niños del mundo debían tenerse por iguales cuando las condiciones devenían propicias. Iban a museos y se impregnaban de la historia de Rusia, como en el de Borodino, donde se recuerda la famosa batalla que en septiembre de 1812 libró Napoleón I contra el ejército de Alejandro I comandado por el Príncipe Kutúzov y donde el emperador francés comprendió que los rusos eran intratables cuando se pretendía conquistarles. De entonces viene el proverbio «Ha llegado Kutúzov para acabar con Napoleón», que equivale a decir «se acabó la discusión». El museo exhibía grabados, banderas, armas, uniformes y cuadros, sobre todo el enorme lienzo circular de ciento quince metros de largo por quince de altura llamado Panorama de la batalla de Borodino. Ellos habían estado varias veces en ese lugar, en la aldea de Borodino, situado junto al Moscova unos pocos kilómetros aguas arriba de la Casa 2. Habían pisado aquellas lomas boscosas que se escurrían en pendiente hacia el valle y les era imposible imaginar que esa placentera estampa fuera atrapada por la brutalidad y que el verde tapiz se pintara de rojo en aquella lejana jornada. De la contemplación del cuadro tampoco se extraían sensaciones de verosimilitud. Parecía que la batalla fue imaginada y que los combatientes no eran tales sino modelos y figurantes posando para el pintor en una simulación teatral. Pero sí existió. Les explicaron que la exposición recuerda la mayor y más sangrienta de todas las Guerras Napoleónicas, con decenas de miles de muertos, y los guías señalaban que allí Napoleón perdió la batalla y, a la postre, la guerra contra la Santa Madre Rusia.
Maxi, reticente a cosas que no le cuadraban, pidió aclaración a don Manuel del Castillo en una de las clases de Historia posteriores.
—Muy observador —dijo el profesor—. En realidad la batalla fue ganada por los franceses, que una semana después se plantaron en Moscú. Lo relevante de Borodino es que murieron más de treinta mil irremplazables soldados de Napoleón. Kutúzov practicó a continuación la política de tierra quemada, como su antecesor el Príncipe Barclay de Tolly, y desabasteció la capital de víveres y combustibles. Los franceses encontraron Moscú ardiendo y ninguna posibilidad de avituallamiento. Las autoridades, fuerzas representativas y buena parte de los pobladores habían huido. Napoleón esperó en vano a los notables de la ciudad para que le entregaran las llaves, signo de reconocimiento a su victoria, pero nadie se presentó, en una clara trasgresión de las nobles reglas de la guerra. Era una ciudad fantasma. Sin comida, leña ni ayuda de la población poco podían hacer los invasores para sobrevivir al hambre y al frío. Así que tuvieron que volverse a casa. Y esa retirada, consecuencia de Borodino, marcó la ruina de Napoleón.
Estuvieron muchas veces en el mausoleo de Lenin, un sitio que no gustaba a la mayoría por la atmósfera tenebrosa y amedrentadora, con ese cadáver embalsamado y fantasmal ahí en medio que parecía podría levantarse de un momento a otro y llenarles de espanto. El lugar estaba escoltado por soldados armados con caras de pocos amigos. Decían que para protegerle y rendirle honores. En la segunda visita Maxi dijo al oído de Ramiro:
—¿Sabes qué creo? Que estos guardias están aquí para, si se levanta el Lenin ese, impedirle que salga y obligarle a tumbarse de nuevo.
Paseaban por la Plaza Roja, llamada así porque para los rusos el rojo es el color de la belleza, y siempre se admiraban de la grandiosidad del Kremlin y su recinto fortificado de piedra carmesí, así como de la catedral de San Basilio, que Iván el Terrible ordenó construir en conmemoración de la conquista de Kazan y a cuyos arquitectos dejó ciegos para que no pudieran repetir su excepcional obra. Navegaban por el ahora negro Moscova, que parecía querer escapar de su prisión de piedra y correr por los meandros hacia la llamada lejana del Oka, al que se uniría kilómetros adelante para luego rendirse juntos en el Volga. Ramiro pensaba en el agreste Navia de su tierra, un riachuelo comparado con ese enorme caudal civilizado, y tuvo dudas de que el progreso consistiera en domeñar lo silvestre para adecuarlo a la sociedad integradora que les mostraban y a la que eran conducidos.
Todos los años los llevaban a presenciar el desfile militar en los aniversarios del Primero de Mayo, día festivo en toda la Unión Soviética. La Plaza Roja, pintada de sol y colores y con todo el Gobierno soviético reunido en la tribuna erigida sobre el mausoleo de Lenin, era un espectáculo de enorme impresión para ellos, que aportaban su juvenil entusiasmo agitando manos y banderas mientras los carros hacían retemblar el pavimento y los aviones no querían ser menos en el estruendo. No iban al desfile de la Revolución de Octubre, cada 7 de noviembre, también festivo, porque Moscú se invadía de nieve y, según los profesores, la conjunción severa de frío, hierro, ausencia de sol y oscuros uniformes no homologaría el concepto que ya tenían de la belleza y su disfrute.
Los llevaron a fábricas y a granjas, las koljós cooperativas y las sovjós estatales, para que aprendieran el proceso productivo del pueblo soviético. En perfecto orden, casi en silencio, miles de hombres y mujeres entraban en las gigantescas instalaciones fabriles y laboraban en sus puestos de trabajo sin una queja, aparentemente satisfechos. La mayoría de los niños quedaban impresionados por ese despliegue de efectividad y orden. Un día, en la última visita unas semanas antes, Ramiro tuvo constancia de las sensaciones contrarias que vibraban dentro de su amigo y de la madurez a la que había llegado.
—¿Por qué nos traen tantas veces a ver fábricas? ¿Cuántas hemos visto ya?
—Hombre, querrán que veamos todos los aspectos de los trabajos en serie y nos familiaricemos con…
—No nos preparan sólo en los aspectos intelectuales sino que nos orientan hacia lo laboral desde un punto de vista de producción en masa. Para que nos vayamos acostumbrando a lo que será nuestro futuro trabajo.
—No lo creo. Pero si así fuera, no es malo.
—¿Que no? Es horrible —dijo Maxi.
—¿Cómo dices? —se extrañó Ramiro—. ¿Qué es horrible?
—Lo que vemos.
—Vemos lo mismo y para mí no hay nada horrible.
—¿No te das cuenta? Son inmensos hormigueros. Todos trabajando sin cesar. Van a mear y vuelven inmediatamente al tajo.
—Es lo que se espera de ellos. Ya disponen de periodos de descanso dentro de la jornada laboral. Es una cadena de producción razonada.
—Razonada, tú lo has dicho. ¿Y qué hay detrás, el trasfondo? La ausencia de libertad. ¿Es que no ves sus gestos cansinos, su actitud fatalista? Son como robots. ¿Ves risas, a la gente hablarse? Todos sus movimientos son medidos, hasta cuando se rascan. ¿Ves a alguien feliz?
—¿Cómo se manifiesta la felicidad? ¿Crees que una fábrica es un circo, todos riéndose? Yo los veo normales. Los habrá felices e infelices, como en todos los sitios. Lo que importa es la aceptación de un sistema que es bueno para millones de personas. Estamos viendo fábricas, donde se viene a trabajar sin perder el tiempo. Todos tienen luego muchas horas libres al día para el ocio, los deportes y el estudio.
—No hables por lo que tenemos los niños españoles. ¿Crees que esa gente de ahí abajo vive como nosotros?
—No lo sé. Quizá no tan bien pero…
—Pero qué. Mañana seremos unos de ésos y nuestros sueños se habrán acabado, como nuestra actual forma de vida.
—Mañana estaremos en España.
—¿Crees eso? Para mí que nunca saldremos de Rusia.
—Eres un predicador de infortunios. No va con tu natural carácter alegre.
—No puedo creer que no veas la realidad.
—¿Qué realidad?
—Que estamos en un sistema deshumanizado, que a esa gente la obligan a trabajar. No es posible que tantos miles, millones diría, lo hagan por convencimiento de esa teoría del todos para todos. Y otra cosa: ¿por qué casi todas las fábricas son de armamento?
—Supongo que les serán necesarias.
—¿Tantas? Se lo escribí a mi madre. Dice que es para que los rusos vuelvan a España y derroquen a Franco, que es lo que la gente habla a escondidas.
—¿Eso dice tu madre?
—Sí. Fíjate qué absurdo. ¿Cuál es tu opinión?
—Querrán tener un ejército moderno.
—Creo que habrá guerra entre Rusia y Alemania y que nos veremos envueltos en ella.
Ramiro era consciente de que estaban siendo preservados de la contaminación exterior, pero no vivían aislados del mundo. Por eso supieron que en Europa se había desencadenado una guerra feroz y que los alemanes dominaban el continente. Les habían tranquilizado al respecto. Existía un pacto de paz entre los nazis y los soviéticos. Alemania nunca se metería con Rusia, el país poderoso e invencible que siempre rechazó las invasiones. Pero la aseveración de Maxi podría tener base.
—Me sorprenden tu rebeldía y tus malos augurios, y más a tu edad. Quizá deberías darte tiempo para asimilar lo que ves y no sacar conclusiones aceleradas.
—No soy el único. Hay otros que piensan igual. ¿Y qué es eso de la edad? Tenemos los mismos años. Por cojones tienes que ver lo mismo que yo.
—¿Y qué crees que debo ver?
—La falta de futuro, la igualdad impuesta, la no iniciativa. ¿Crees que las hormigas ríen?
Ese verano llegaron por primera vez niños de la Casa 1, de Moscú, también llamada «la Pequeña España» por ser la primera que se abrió en la Unión Soviética. Decían que no era como la 2 sino un enorme palacio de la época de los zares, con un gran jardín interior, pero muy frío salvo en los cortos veranos de la capital. En años anteriores les habían llevado al sur a pasar las vacaciones. Pero alguien decidió que en esta ocasión debían veranear en ese lugar, más cercano y no menos atractivo. La mayoría eran madrileños, lo que les confería una atracción especial para quienes, como Ramiro, venían de tierras campesinas. Fueron los primeros que llegaron a la Unión Soviética, al balneario de Artek, en Crimea, lo que les daba cierta veteranía sobre los demás. Aparecieron bulliciosos, con gran desparpajo, sobre todo en los comedores donde su turno era el más ruidoso. Ramiro no les había prestado especial atención aunque pensó que a los vascos, los más extrovertidos y alegres de la casa, les había llegado una fuerte competencia.
Carmen Casas y su novio se perfilaron a lo lejos. De repente oyó un tumulto en el río. Un niño estaba tendido en la orilla boca arriba y un adulto le estaba haciendo la respiración artificial. Ramiro se abrió paso entre los chicos y se acercó a Maxi y a Pedro.
—¿Qué ha ocurrido? —murmuró.
—Parece que se ha ahogado.
El niño no respiraba. Tenía los ojos cerrados y los labios morados, casi negros. Ramiro lo reconoció aunque no había intimado con él. Era uno de los «mayores», un chico vasco siempre comprometido en el bromear. El médico de guardia apareció corriendo y, tras examinarle, ordenó que lo llevaran a la enfermería.
—¿Se salvará? —preguntó Ramiro al cuidador que había intentado reanimarle.
—No, está muerto.
—Pero ese chico era de los que nadaban bien.
—Puede haber sido un corte de digestión o una parada cardiaca.
—¿Qué van a hacer con él?
—Lo llevarán al hospital de Mozajsk y le harán la autopsia.
—¿Y luego?
El hombre le miró.
—Será enterrado en el cementerio de la ciudad.
Ramiro sintió un sentimiento nuevo. Desde que llegaron a Rusia no había visto a nadie morir. Era injusto. Ahora que tenían una existencia privilegiada, ese chico casi desconocido se les fue para siempre con todos sus sueños. ¿Tendría familia? ¿Quién le lloraría? ¿Alguien se acordaría de que existió? ¿Quién visitaría su tumba tan lejana al lugar donde nació? Miró a Maxi y a Pedro y supo que pensaban lo mismo que él.
Echó a caminar hacia su edificio acompañado por sus amigos. Al entrar oyó risas y canciones. Los madrileños. La vida seguía. De soslayo miró a un grupo de chicas y sus ojos tropezaron con otros desconocidos. Y sintió de pronto que algo le había alcanzado.