Enero 2003
Al abrir la puerta de la oficina, tres pares de ojos me miraron. Olga y un hombre de pelo claro ocupaban unas sillas frente a frente. Sara me hizo un guiño cómplice, que ellos no vieron.
—A la señora la conoces. Él es John Fisher.
—¿A quién…? —inicié, dando la mano al hombre y mirando los moratones de su cara.
—Él. —Señaló Olga.
—No, por favor. Puedo esperar.
—Te tomo la palabra. —Sonrió ella del modo provocativo qué acostumbraba. Ya en el despacho preguntó, intentando que su voz no pareciera demasiado interesada—. ¿Quién es ese tío?
—Te gusta.
—Tiene un buen diseño. Le conozco. Lo he visto en algún sitio y no recuerdo. —La miré como hacen los psiquiatras, dándole ocasión de que mostrara sus cartas—. Bueno. Tenemos el camino libre. He hablado con mi pariente, el potentado. Aunque a regañadientes, ha accedido a que llevemos a la abuela a Asturias. Ahora todo depende de ti.
—Hablaré con el centro. Nos propondrán una fecha.
—¿Funcionará?
Moví la cabeza.
—No lo sé. Soy escéptico al respecto. Lleva muchos años con esa amnesia. Pero mi confianza en Ishimi es firme, como la de él en Takarada. Es la única garantía que tenemos.
—Si no funciona, será terrible.
—¿Para quién?
—Para mí, para mis esperanzas.
—¿Qué perdemos? ¿Qué tienes ahora?
Buscó en su bolso y luego desistió.
—Me hubiera gustado echar un pito. Sara no me dejó. Llevo mucho tiempo en secano.
—¿Por qué no lo dejas?
—Si sana la abuela, lo dejaré.
—¿En tan poco estimas la salud de tu abuela? ¿Tanto valoras ese vicio tan absurdo que lo prometes como pago? Cualquiera creería que ofreces vaciarte un ojo.
—Sara me habló de David. Me alegra saber que ha superado el coma y que se está recuperando.
—Lo hace rápido. Es fuerte y ya echa de menos el trabajo.
Se levantó y paseó hasta la ventana. Estaba claro que no tenía mucha prisa.
—¿Qué quiere el hombre de antes?
—Busca ayuda, como tú. Estamos aquí para eso.
—¿Por qué no me lo presentaste? ¿Dónde está tu sentido de las buenas normas?
—No me digas que necesitas embajadores. Te vales bien por ti misma. Y esto no es una agencia matrimonial.
—Te veo —dijo.
Caminó hacia la puerta y salió. Al momento entró John, con paso decidido y mirada sin parpadeos. En el ojo izquierdo un moratón estaba disolviéndose y en su rostro curaban pequeñas heridas. Llevaba un terno oscuro de corte impecable y una corbata azul con una pequeña mancha como de tomate. Me fijé bien. No era una mancha, sino un pequeño escudo. Se sentó al otro lado de la mesa.
—Alguien vino a verme dándome tu nombre. Y me dieron algo más, como ves. Tu secretaria me explicó lo que les han hecho a ustedes. Lo siento. Pero yo sabía que no tuviste nada que ver con esos tipos.
—Me alegra que hayas vuelto y me tranquiliza lo que dices. Fui al Bretón, buscándote. Tu dirección de Providencia en Santiago no me era de gran ayuda. Tengo el propósito de aceptar el encargo que hiciste a mi ayudante.
—Te expreso mi agradecimiento. Ese es el objeto de mi visita. Saber si seguías interesado.
—No sabes cuánto. Por muchas razones.
—¿Averiguaste algo?
—El coche que utilizaron era de alquiler. La agencia dijo que lo recogieron en el aeropuerto de Barajas. Alguien lo reservó y lo pagó en Barcelona.
—¿Se le puede seguir la pista?
—Las agencias sólo cobran los servicios con tarjetas de crédito. Estoy intentando que me digan quién fue esa persona. Tienen los datos pero también muy arraigado el concepto de confidencialidad para sus clientes. Ya veremos. En cualquier caso debemos buscar lo que te trajo aquí.
—Sara también me habló de los otros dos casos que investigas. ¿Crees que el mío es el que abrió la caja de los truenos?
—No lo sé pero lo descubriremos.
—¿Qué propones?
—Buscas a una mujer que tal vez no exista.
—Existió. No es sólo su paradero lo que busco sino su destino. Qué fue de ella en estos años.
—Aquí dice que esa mujer fue compañera de un hermano de tu abuelo. Extraña misión para una relación tan lejana, que ni siquiera es filial. Los hermanos de nuestros abuelos son ramas familiares que el tiempo se encarga de conducir por otros caminos. En general los contactos acaban en los hijos. La generación siguiente ya no participa.
—Depende de las vivencias de las personas, del tiempo que les tocó, de cómo fueron sus relaciones.
Recordé el caso de Olga, que ofrecía alguna similitud pero que confirmaba mi teoría. El primo de su abuelo y su hijo mayor se ocuparon de su abuela e hijos. Primera y segunda generaciones. La tercera, Olga y los demás nietos de ambos, apenas tenían relación entre ellos. Desde luego parece que ninguno de los nietos del magnate Blas, salvo Olga, se preocupó nunca de esa vieja lejana que languidecía en una residencia indiferente. La abuela de Olga vivía aunque con parte de su memoria perdida. Pero sorprendentemente este inglés sí se preocupaba de otra mujer extraña, con toda probabilidad muerta, que había sido tragada por el misterio y a la que ni él ni su abuelo vieron nunca y con la que nada tenían en común salvo un amor apasionado durante una guerra en una tierra y un tiempo distantes.
—¿No había un familiar más directo para esta búsqueda? Tu padre o tus tíos, por ejemplo.
—Para la mayoría de los ingleses de cuna aquélla fue una guerra romántica, quizá la última que pueda calificarse como tal. Mi abuelo, a cambio del gozo aventurero, se dejó en ella una pierna y un ojo, lo que no le impidió casarse y tener tres hijos. De ellos nacieron un total de seis herederos, yo entre ellos. A estos nueve vástagos iniciales de esa rama familiar concreta, varones y hembras, mi abuelo nos animó a que buscáramos a esa mujer. Insistió en las poco frecuentes veladas, compartidas o a solas, sin éxito. Los que aún viven, más otros que nacieron después, están en Inglaterra, en América, repartidos por ahí. Casados, divorciados, solteros… Supongo que muchos habrán estado en España en las vacaciones. Que yo sepa ninguno se sintió tentado por ejercer de detective. Soy de los pocos solteros de mi tanda. Por mi profesión, ingeniero y geólogo, he viajado por muchos lugares, especialmente para empresas relacionadas con el cobre. Estuve en Zambia, en el Zaire; bueno, ahora se llama República Democrática del Congo. Y en Chile, por supuesto. Creo que soy el único de la familia que ha heredado aquel carácter aventurero que identificó a los ingleses de los tres últimos siglos.
—Consideras entonces el encargo como una aventura tardía.
—No. Esa predisposición a transitar por todas las veredas es solamente un factor de ayuda. Lo que me decidió fue una carta que pertenecía a mi abuelo y que mi madre me entregó después de su entierro. Era una carta que le mandó su madre, mi bisabuela, cuando él batallaba en el frente de Madrid. Te leeré un párrafo.
Sacó una funda de plástico de su chaqueta y de ella un sobre maltratado por el tiempo y las agresiones. Con delicadeza extrajo y desdobló un folio, tan sufrido como su envoltura, aunque se apreciaba una buena conservación del conjunto. Leyó, traduciendo con fluidez:
—«¿Cómo pude concebir hijos tan diferentes? Me conmueve ser madre de un ser como tu hermano, inexplicablemente predispuesto a involucrarse con la gente que sufre y pretender eliminar las injusticias del mundo. No es un caso característico de la familia, que abandonó los sentimentalismos cuando sus miembros masculinos pirateaban los mares hace tres siglos. Tú eres racional, seguro. Por eso te encomiendo la protección de Charles, que significa salvaguardar no sólo su cuerpo sino los compromisos que asumirá su alma cándida. Tendré así la tranquilidad de que estaréis juntos y que tu fuerte corazón protegerá el suyo para que no quede esparcido en los vientos de la indiferencia». —Guardó el documento con el mismo esmero y añadió—: Ya ves la sinceridad que manejaba aquella mujer y cómo responsabilizó a su hijo mayor, mi abuelo, del cuidado de su otro hijo. Esta carta logró de mí lo que nunca consiguió el abuelo en sus invitaciones a la búsqueda. Es como una llamada del más allá a esa solidaridad que tantos hombres tuvieron en ese pasado de España. Aunque tarde, quisiera imaginar el brillo de la victoria en el ojo sano de mi abuelo.
No quise sustraerme al encanto de su confesión. Dejé que pasaran los segundos adecuados antes de seguir.
—¿No tienes una fotografía mejor? —Señalé la de la mujer buscada.
—Es una copia. La original está prácticamente destruida. Fue rayada, doblada, rota. Las copias fueron conseguidas con muchos cuidados por parte del laboratorio.
—Puede que no tuviera ese rostro. Está muy retocada. Y tampoco tienes su nombre. Me sorprende que sepas dónde vivió y no cómo se llamaba.
—Ambas cosas debían de estar escritas al dorso de la foto pero sólo fue posible descifrar la calle de entre los rayajos y raspaduras.
—La agresión que sufriste evidencia que alguien quiere que algo relacionado con esa mujer permanezca oculto. ¿Te has parado a pensarlo?
—Sí, y no tengo la menor idea. Puede que sea una equivocación. Era una simple mujer en la vorágine de una guerra. Además, de clase humilde. No tiene sentido.
—Encontraremos ese sentido. ¿Estás localizable?
—Sí, en la casa de unos conocidos. —Me acercó un papel—. Preferí huir de los hoteles.
—Muy buena idea. —Me levanté pero él no me imitó.
—Hay algo más y de gran importancia que no dije a tu ayudante. —Volví a sentarme y le miré—. Se trata de libros.
—¿Libros? ¿Qué libros?
—De filosofía, de literatura, de poesía, incluso libros de derecho, arquitectura y medicina.
—No entiendo bien. ¿Qué les pasa a esos libros?
—Espero que no les ocurra nada.
—¿Dónde están?
—Es lo que también debes averiguar.
—No creo estar especializado en la búsqueda de libros desaparecidos —dije, tras una pausa.
—Siempre hay una primera vez.
—Será mejor que te expliques.
—Esos libros fueron sacados de la facultad de Filosofía y Letras a principios del 37, en plena guerra civil, con el fin de salvaguardarlos. Estaban siendo destruidos por las balas, la metralla y el fuego porque los defensores republicanos los usaban de parapeto. No imaginas la capacidad de anulación que tienen los libros sobre el poder de penetración de las balas. Más que los tabiques de panderete.
—¿Quiénes los sacaron?
—Mi abuelo y otro compañero de la universidad. Ambos amaban la cultura escrita por encima de todo. Y eran de esos ingleses muy dados a heroicidades insensatas.
—Eran momentos heroicos para todos.
—Lo de esos dos era diferente. No es lo mismo salvar libros que vidas.
—¿De cuántos libros hablas?
—De unos ocho mil.
Le miré intentando ver algún indicio de inverosimilitud pero su mirada era firme.
—No entiendo bien. Si los sacaron sería para depositarlos en lugar seguro en espera de poder reintegrarlos al final de la guerra.
—Sí, pero no los restituyeron. El amigo de mi abuelo murió en ese frente y él demoró informar del depósito. Puede que deseara personarse él mismo en Madrid para hacer la entrega o quizás esperaba que el régimen de Franco cayera.
—Una postura romántica y algo absurda. Se supone que en el ánimo de los legionarios estaría el abatir a los milicianos republicanos, no destruir los libros. Ellos no eran el enemigo. Entiendo que simplemente estuvieron en medio del conflicto.
—Es cierto lo que dices. Pero también lo es que en el 39, terminada la guerra, hubo quemas generalizadas de libros en muchos pueblos. Incluso en la Universidad Central de Madrid hubo un acto de quema pública como si la Inquisición hubiera renacido. Ardieron libros de historia, de sociales, anticatólicos, marxistas, libertarios, panfletos, separatistas, novelas sensuales y todo lo que les pareció. Mucho de lo publicado durante la República fue convertido en cenizas.
—Volvamos a tu abuelo. ¿Quieres decir que ellos dos solos sacaron tal cantidad de libros? ¿No prestaron su ayuda el Ministerio de Educación, el Servicio de Bibliotecas o algún otro organismo?
—En efecto. Según los cuentos del abuelo hubo instituciones y bibliotecarios en particular empeñados en salvar esos libros. Pero ya sabes que en las guerras los que mandan son los militares. El decano de la facultad, un tal Julián Besteiro, intentó sin éxito el concurso del comandante de la guarnición. No se permitía la entrada a la zona militarizada a personal civil salvo en casos muy especiales. Eran los peores momentos de la contienda. Buscaron del Estado Mayo de la Brigada los permisos y salvoconductos necesarios para tan idealista labor, pero no fueron concedidos o se perdieron. El comandante dijo que sus soldados sacarían los libros cuando se reemplazaran por sacos terreros, que nunca llegaron o lo hicieron en ínfima cantidad. Y mientras, los libros iban destruyéndose.
—¿Cómo consiguieron los permisos tus héroes?
—Actuaron sin ellos, ilegalmente. Y no es excesivo considerarlos héroes. Si los hubieran sorprendido podrían haber sido fusilados bajo un montón de cargos: robo, desobediencia, deserción, abandono de posición… En los frentes de guerra no hay lugar para justificaciones. Tuvieron suerte.
—¿Tanto amor tenían por los libros que se jugaban la vida en dos frentes, uno contra los rebeldes y otro contra su propio bando, de ser sorprendidos?
—Decían que era un legado para la humanidad. Ediciones antiguas de Kant, Voltaire, Descartes, Hegel, Cervantes… Todos esos. Y las Biblias de Derecho. No estoy muy versado en letras, pero parece que había obras irreemplazables, manuscritos, códices, incunables, textos del tiempo de los escribas…
—Sigo admirado de que pudieran hacerlo sin ayuda. Ocho mil libros no son mercancía fácil de transportar ni guardar.
—Pues lo hicieron. No tengo los detalles. Supongo que contarían con la ayuda de alguien y con algún coche. Fue una verdadera hazaña. Con razón mi abuelo me batallaba.
—Mencionaste libros de derecho, arquitectura y medicina. ¿Qué hacían en la facultad de Filosofía?
—Los trasladaron de las facultades correspondientes pensando que la de Filosofía era la más segura. Craso error. Ocurrió lo contrario, ya que más tarde el ejército de Franco se instaló justo enfrente y por eso fue la más dañada.
—¿Cómo sabes que esos libros no los devolvió alguien que estuviera en el secreto, esos que les prestaron ayuda, por ejemplo?
—Hice mis averiguaciones. No se sabe oficialmente cuántos se perdieron porque desaparecieron también los inventarios y las fichas. Pero con base a un catálogo llamado de Villamil y a fuentes verbales, los investigadores estimaron que faltan más de cincuenta mil volúmenes, entre ellos los de la Cámara del Tesoro, donde se guardaban los más valiosos ejemplares. No hubo ninguna entrega masiva desde la guerra por conductos no oficiales. Esos ocho mil libros están todavía escondidos.
—¿Tu abuelo no te indicó dónde buscar? ¿Te contó la historia y no el emplazamiento de la cueva de Alí Baba?
—Durante mucho tiempo él puso gran empeño en transmitir datos y testimonios, algo a lo que ni mis hermanos ni yo prestamos la atención debida por estar en otras dinámicas. Cuando me llegó el interés —movió la carta de la bisabuela—, era tarde. Pero aunque no hubiera muerto tampoco habría podido contrastar ningún dato porque en sus últimos años el Alzheimer lo había atrapado. Sólo tengo lo que recuerdo de sus narraciones en los años de mi desinterés.
—¿Y qué recuerdas?
—Poca cosa. Que en el lugar donde los ocultaron estarían seguros porque nunca se construiría allí nada.
—¿Por qué piensas que puedo descubrir el paradero?
—No será difícil. La mujer de la foto lo sabe. Encuéntrala y encontrarás los libros.
Le acompañé al exterior. Sara miraba la puerta por donde había salido. Luego me dedicó sus ojos y su sonrisa.
—¿Llevaban mucho tiempo de espera?
—Él, como media hora. Le expliqué lo que hicieron con David y los archivos. Ella llegó después. No cruzaron palabra. Olga intentó disimular el esfuerzo que hizo para camelarle. Empleó todas sus artimañas, ya sabes. Él se limitó a mirarla de vez en cuando. Eso fue todo.
—Son dos mundos distintos.
—Lástima. Harían una buena pareja.