Búscame en la tierra,
con mis temblores apaciguados
de aquellas confiadas esperanzas
y las grandes promesas formuladas.
J.M.B.
Junio 1940
María salió de la Secretaría y anduvo hasta Cibeles. Aunque era temprano hacía mucho calor y los tranvías venían llenos. Decidió caminar hasta Atocha bajo la densa arboleda del paseo del Prado. La inmensa explanada sin árboles de la inevitable plaza, puerta del sur, empezaba a ser una tostadera implacable. Sabía que en tiempos hubo allí una puerta, como la de Alcalá, y que fue derruida para su armado y traslado a un lado de la glorieta, cosa que nunca se hizo desde entonces. Como madrileña le hubiera gustado que ese monumento se hubiera mantenido.
Al comienzo del paseo de las Delicias subió, no sin esfuerzo por la aglomeración, a un tranvía de la línea 37, uno de los llamados «canarios» por su color amarillo. Era un trasto antiestético, casi cuadrado, construido bajo licencia de la firma belga Charleroi y circulaba entre tirones, frenazos y el ruido machacón de la campanilla que el conductor accionaba con el pie de forma casi permanente porque los peatones transitaban por la calzada con total indiferencia. El coche llevaba las dos plataformas colmadas de pasajeros, muchos enganchados en los estribos, y otros, sobre todo niños, sentados en los topes traseros. Ella se obligó a pagar los quince céntimos del billete al cobrador, que se protegía de las avalanchas tras una barra de hierro. Apretada entre hombres María trataba de esquivar, como las otras mujeres, los roces y manoseos oportunistas en una lucha sorda e interminable. La ciudad pronto renunció a serlo y se resignó en los grandes solares, parte aún del campo inmenso que se extendía hacia el sur en suaves colinas huérfanas de vegetación.
El tranvía cruzó el puente sobre la vía férrea que, entrañas al aire por la calle del Ferrocarril, unía las estaciones de Príncipe Pío y Mediodía, bajó a Legazpi y pasó la frontera del Manzanares por el puente de la Princesa para subir renqueante por la empinada calle de Marcelo Usera. El vehículo se detenía en todas las paradas acosado de timbrazos porque cada viajero que bajaba hacía uso concienzudo de su privilegio de zarandear la cinta de cuero de llamada que colgaba a lo largo del techo.
María, asfixiada de calor, descendió y se encaminó por la calle de Nicolás Sánchez, una vía, como el barrio, paradigma de la infraciudad, lo más marginal del «otro lado del río», muy por debajo de los Carabancheles. Casas desperdigadas de una planta, algunas con míseros huertos; calles sin pavimentar despojadas de árboles, la realidad de un lugar sin redención y totalmente ajeno a la ciudad hermosa y envidiada instalada en el lado bueno del río. Pasó a la calle de Jaspe y buscó la casa de Amalia. La puerta de la chabola estaba cerrada. Algunas vecinas asomaron la cabeza por las puertas abiertas y al reconocerla salieron a saludarla.
—¡Qué gusto verte! —dijo una, inspeccionándola—. Estás muy bien.
Dentro de la alegría de las mujeres notó una ligera envidia, lo que consideró natural. Ellas seguían ancladas a la miseria en la que también ella habitó y ahora la veían con el aspecto de quien había superado esa etapa. Aceptó un vaso de agua y preguntó por su amiga.
—Apenas viene por aquí. Encontró un trabajo —dijo otra, intercambiando miradas cómplices con las demás.
—¿Sabéis dónde puedo encontrarla?
Amalia. No pudo disponer de tiempo para verla desde que se mudó a su barrio de Chamberí, una vez conseguido su empleo. Pero hasta entonces, y en los pocos ratos libres que le dejaba el estudio de las materias que le exigirían en los exámenes para entrar en Secretaría de Falange, siempre estuvieron juntas. Y más desde el día aciago en que Pedrito falleció. Recordó esa última vez que se vieron, en la despedida por su mudanza. Su amiga era una mujer muy guapa, de busto poderoso que no menoscababa su estatura limitada. Aquel día tenía los bellos ojos verdes desbordados de indiferencia.
—Vente a vivir conmigo. Es un piso pequeño pero tengo sitio para ti.
—No. Debes vivir tu propia vida sin cargas ajenas.
—No eres ajena a mí. Somos amigas.
—Sabes a qué me refiero.
—¿Qué harás aquí sola? ¿De qué vivirás?
—Me apañaré.
—No quiero que te dejes vencer.
Amalia la miró y esbozó una sonrisa que, aun secuestrada de tristeza, resaltaba el atractivo de su boca.
—La vida es una ruleta. Lo tuve todo: marido, hijo, felicidad. ¿Qué tengo ahora? El lado malo de la vida. Pero no creas que he perdido las esperanzas. Todo cambia. Fíjate en ti.
—Me alegro de que tengas esperanzas. Parece que tu fe en Dios…
—¿Dios? Dejamos de hablarnos. No quiso salvar a mi hijo. Fue una creencia estúpida producto de la desesperación. La piedad no existe.
—¿Y don Mariano?
—Él es real, una gota de bondad en el océano de la indiferencia.
Se dieron un abrazo y algo de cada una penetró en la otra. María colocó varios billetes en el bolsillo de su amiga sin que ella se diera cuenta.
Hizo el viaje a la inversa y se apeó del 37 en Legazpi. La plaza y aledaños estaban colmados de gente como cada mañana, todos al amparo del enorme negocio que ofrecía el Mercado Central de Frutas y Verduras. Miles de personas trabajaban, medraban y deambulaban por la lonja y el entorno. Aunque la mercancía llegaba principalmente en tren, eran muchos los camiones que se sumaban al transporte. Agricultores de Levante, Murcia, Andalucía y Extremadura aparcaban en largas filas en las calles de Maestro Arbós, Teniente Coronel Noreña, Embajadores y el paseo de los Molinos. Ofrecían y negociaban su mercancía en los corrillos de los asentadores, sobre la acera, y luego voceaban intentando conseguir carga para el retorno. Los numerosos bares y tabernas de la zona estaban atestados de gente vocinglera que consumía a diario grandes cantidades de comida y cientos de litros de vino, coñac, anís y cerveza. Oficinas bancadas, despachos de abogados, ferreterías, tiendas de neumáticos, talleres mecánicos, estancos, ultramarinos y otros comercios funcionaban a pleno rendimiento. Era un mundo aparte, como si fuera una ciudad acotada al borde de la ciudad. Con frecuencia surgían trifulcas y peleas que culminaban con la llegada de ambulancias y de los temidos «grises».
María anduvo hasta la calle de Manuel Aleixandre y entró en El Camionero, una taberna en pleno esquinazo tumultuoso repleta de hombres que la miraron con descaro. Pocas mujeres entraban solas en los bares y menos con su aspecto. Le costó llegar a la barra, atendida por féminas, y allí se encontró con los ojos verdes de su amiga, que se quedó boquiabierta al verla.
—¡María!
—He venido a verte.
—Dame cinco minutos. Espérame fuera.
En la sombreada calle y entre empellones se abrazaron. Luego se miraron y obtuvieron su mutua aprobación. Amalia no llevaba ropas de luto sino un vestido floreado y altos tacones para mayor gloria de sus bien torneadas piernas. Su cabello castaño le caía en ondas y subrayaba el gesto alegre de su rostro.
—Ven, vamos hasta el río.
Cogidas de la mano cruzaron la plaza y caminaron junto a los pilares del puente por el descampado situado entre los muros del Mercado y del Matadero y el borde del río. Protegidas por la sombra de un enorme chopo se sentaron en el pretil de piedra y miraron las escasas aguas. Era como estar en el campo, ausente la circulación rodada, lejos del ruido de la ciudad. Algún perro vagabundo ponía movimiento al sosiego y a lo lejos se perfilaban los altos árboles del parque de la Arganzuela.
—Me hace feliz verte tan feliz. Encontraste un trabajo. Tendrás tu cartilla de Seguro de Enfermedad —dijo imprudentemente, olvidándose de la prohibición interna que llevaba de no mencionar nada que recordara a Pedrito.
Amalia no pareció haber caído en la cuenta. Rio y su deslumbrante dentadura resaltó con fuerza del tostado rostro.
—Estoy de encargada y a veces echo una mano en la barra.
—¿Te gusta el trabajo? Parece agotador.
—Lo es, pero sólo por las mañanas. El resto del día es más tranquilo.
—¿Cómo conseguiste el puesto de encargada en un bar de hombres?
Amalia apartó la mirada y le ofreció su perfil.
—Sabes que yo no tengo estudios como tú. Pero tengo otras armas con las que enfrentar a la vida. ¿Por qué no usarlas? —Hizo una pausa—. Pateé el Mercado, llevé una carretilla. Luego conocí a un hombre con mucho dinero, un asentador, el dueño de la taberna. Sólo quiere camareras porque los tíos se emboban. Tiene razón. Es un gran negocio, siempre lleno. Gano dinero porque el bote de las propinas es una mina. ¿Cómo me encontraste?
—Me lo dijeron las del poblado. Pudiste haberme avisado.
—No quiero ser un incordio y menos para la gente que quiero. Pensaba visitarte en cualquier momento. ¿Cómo te va con los falangistas?
—Me tratan muy bien y no me salgo del tiesto. Son amistosos en su mayoría. Hoy me han dado permiso sin tener que decir los motivos. Y aquí estoy.
—He alquilado un piso en Madrid. Dejaré la chabola sus malos recuerdos.
María supo que debía esquivar esos recuerdos. No quería ver agredida la plácida estampa que tenía delante.
—Tuviste suerte de encontrar a ese hombre. Hoy poca gente ayuda al prójimo.
Ella volvió a regalarle sus grandes ojos y el nácar de su boca.
—Tiene sesenta años. Está casado, con hijos mayores. Es bueno conmigo y le hago feliz. Soy su amante. —Siguió mirándola, una súplica esbozándose—. Lo comprendes, ¿verdad? Tengo que hacerlo para no morir.