Enero 2003
Severiano Barriga se sentaba a la misma mesa de la vez anterior, con idéntica ropa, lo que reforzaba la sensación de que no se había movido del sitio desde entonces. Una de sus redondas manos estaba atrapada por el inevitable cigarrillo.
—He pedido cocido para los dos, ¿te gusta?
—Sí, gracias. Es un menú completo, dos platos.
—Ese es el error. En realidad son tres platos: la sopa, la legumbre y las carnes. Lo que ocurre es que el chorizo, las costillitas, el tocino, el morcillo y hasta la morcilla y los vegetales los ponen en el segundo plato para abreviar el servicio pero, y eso es lo malo, a expensas de los garbanzos, que son el centro y el alma del cocido. La gente se toma un platazo de sopa hinchada de fideos con lo que deja poco espacio en el estómago para el segundo plato, del que absurdamente se comen las insustanciales carnes porque la grasa y los minerales han pasado a la sopa y a la legumbre durante la cocción. Esa carne es ya una masa inútil que no favorece al organismo. Van de la sopa a la carne y apenas prueban los garbanzos, los grandes sacrificados. ¡Qué error! La sopa tiene que ser poca y sin fideos. Y los garbanzos, ¡ah, los garbanzos! Deben estar solos, si acaso con una pizca de tocino y de chorizo para adornar. Claro que hay que saber prepararlos, como hace la cocinera de este restaurante. El misterio está en que los garbanzos no deben ser pequeños ni muy grandes, ni secos ni con líquido, tiernos pero no pelados. En el punto. No puedo sufrir esos garbanzos con los pellejos blancos campando por el plato. ¡Uf! —Hizo un gesto para despejar la imagen—. Y el vino, nada de esos rojos espesos del poeta Berceo, de gran marca, que se vuelven protagonistas en la mesa. Un tinto suave, humilde, sólo para lubricar. Eso es el cocido.
Verle trastear en su plato para rendir homenaje a la legumbre fue un espectáculo. Ya en la sobremesa cogió un palillo y comenzó a merodearlo por los dientes. Luego reclamó su copa de coñac, requirió otro pitillo, que encendió con la colilla del anterior, y se concentró en hurgar en sus recuerdos.
—Así que Corazón, ¿eh? Vaya con el nombrecito. —Le miré y mis ojos me delataron—. Sé lo que piensas, que no estoy para dar clases a nadie con mi apellido, ¿verdad? Muchos creen que es un mote por la evidencia de mi tripa. Pero siempre llevé una barriga aun siendo flaco como tú. Esta de abajo me vino con el tiempo y la conservo porque me da la gana. —Ensayó una risa y traté de no desentonar. Luego eructó suave y largamente y me miró, buscando mi complicidad—. Joder, tengo que largar gases a escondidas por respeto al lugar cuando me apetece soltar el bramido.
Movió la cabeza, se acomodó y se introdujo en un silencio extraño. Luego habló. Sonó como si fuera otro quien lo hiciera a través suyo.
—Aquello empezó por un maldito mechero. Claro que no era un simple encendedor sino un Dupont de oro macizo y tenía dos pequeños diamantes en una esquina, algo muy raro porque lo normal era tener uno o ninguno. En aquellos años, los sesenta, todo el mundo fumaba y un chisme de ésos era un objeto muy apreciado. Sin duda que había costado una pasta y más con esa singularidad. Hoy valdría una fortuna porque tendría la doble consideración de antigüedad y objeto raro.
»Pues bien, ese tipo, un tal Celada, le contó a su amigo Montiel en la oficina que había estado de putas la noche anterior y que una de ellas se lo había mangado. El desgraciado estaba ojeroso y compungido. Era un regalo de su mujer y no quería ni pensar en la que armaría si llegaba a enterarse, aun suponiendo que creyera que lo había perdido. Así que el tal Montiel se ofreció a acompañarle en captura de la chica para recuperar la joya. —Tomó un ansioso sorbo de coñac como el ciclista que llega al puesto de avituallamiento. Se enjuagó las encías y lo tragó con satisfacción—. En aquellos años el puterío había subido desde Echegaray a Montera y Gran Vía, siendo esta calle de la Ballesta la más emblemática. Montiel había contado el problema a su mujer y su deseo de ayudar al amigo, cosa que ella no aceptó, pero él fue más fiel al amigo. Así que durante dos noches estuvieron por todos los locales de alterne: American Star, Camagüey, Harlem, Honolulú…
—Vaya memoria. ¿Es posible que te acuerdes de todos?
—Oh, sí, claro, qué coño. ¿Te digo la lista? No se me olvidan. Además de los mencionados tenemos a Piove, Caballo Rojo, Edimburgo, Don Carlos, Él y Eva, Chogui, Scorpios, Sí Señor, Pototeo, Mr. Chaplin, Pigalle, Amador…, ¿sigo? En Picnic tocaba el piano Manuel Alejandro. Jimmy’s era propiedad del marqués de Villaverde y de Luis Miguel Dominguín.
—¿Todos estaban en esta calle? —pregunté, admirado.
—Algunos en Desengaño, pero casi todos aquí. ¿No has visto las fachadas? Unos pegados a otros. Antiguamente eran pequeños comercios familiares: tiendas de coloniales, fruterías, panaderías, droguerías, mercerías, churrerías, carnicerías, bodegas de vino a granel, zapaterías de remiendo… Había viejos y niños, cagadas de perros, el vendedor de los Ciegos… Todas esas cosas que conforman un barrio de vecinos. Por si no lo sabes te diré que éstos son barrios antiguos con casas de más de un siglo. La Gran Vía impuso su modernidad pero a ambos lados, en las traseras, pervivieron las viejas callejuelas y el casticismo.
»Los empresarios del boom puteril fueron comprando esos comercios, no importaba la pasta. Una cosa así como en Lavapiés y Mesón de Paredes ahora con los chinos. Ninguno se resistió. Todo pasó a ser bares de alterne. La vida de los habitantes se alteró. No pudieron resistir el nuevo ambiente. Poco a poco desaparecieron las familias, los viejos y los niños… Y luego, años después y como una venganza, también esos bares. —Hablaba como si estuviera leyendo, sin nostalgia agazapada—. Por cierto, justo enfrente estaba el Cheval, que en francés significa «caballo», ¿sabías eso? Inicialmente se llamó Chevalier, o sea, caballero, pero los competidores de nombres galos lo denunciaron a Patentes. La marca estaba registrada y no podía emplearse. Fíjate qué mala leche. Pero el dueño fue muy listo: se limitó a quitar las letras «ier»; es decir, descabalgó al caballero pero no borró las huellas de la pared, así que podía seguir leyéndose el nombre Chevalier, que es como muchos siguieron llamándolo.
—¿Cómo era la clientela?
—De categoría. Industriales de Bilbao, empresarios de Barcelona, terratenientes de Andalucía, militares, políticos, artistas… Menudo nivel. Gente famosa que, de ser ahora, estarían en eso que llaman «del putón», digo, «del corazón».
—Es de suponer que el ambiente sería…
—De lujo. La calle estaba limpia, ni colillas había. Todas las mañanas venían los de las mangueras y los adoquines relucían. Ambas aceras estaban enmoquetadas en rojo casi en su totalidad y los porteros iban de librea y chistera. Dentro de los locales había poca luz y música suave y voluptuosa. Algunos tenían la barra de terciopelo verde, rojo y otros colores. Olía a rosas frescas, hierbabuena, jazmín, albahaca, todos los buenos aromas del mundo atrapándote al abrir las puertas y escapándose hacia la calle, llenándola de embrujo como en esos cuentos de hadas y de hechizos…
—Me sorprendes —interrumpí—. Hablas como un poeta.
—¿Qué te figurabas? Un buen policía es un vate en el fondo. Hasta las hostias necesitan su rima. —Me miró serio. Hubiera sido oportuno hacer un chiste fácil sobre el vate a que se refería y el «bate» que realmente serían. Pero no quise encabritarle, además de que parecía creer en lo que decía—. Y volviendo al asunto —continuó—, ellas estaban a lo largo de la barra o sentadas y vestían pulcramente, no como esas lumis de ahora que van medio desnudas. No les hacía falta para poner cachondos a los tíos. Eran mujeres espléndidas, la hostia, muchas de ellas funcionarías, oficinistas, enfermeras y estudiantes, solteras y casadas. Unas iban por vicio y todas por la buena pasta que ganaban. Casi todas eran españolas aunque había francesas y alemanas y hasta escandinavas que se pagaban de esa manera el viaje turístico. No como ahora, tiparracas venidas de todo el mundo al mogollón. Claro que había otro tipo de clientela en locales cercanos, los negros americanos de la base aérea de Torrejón de Ardoz, que arrasaban con sus dólares. Ellos trajeron lo de «bar de copas», denominación que no existía. En Leganitos abrieron Señorial Club y Cow Boy, que pasaron a ser sitios de alterne.
—Tenía entendido que Ballesta era sinónimo de puterío barato y macarra.
—¡Qué va! No en aquellos años. En el franquismo nadie se desmadraba. Eso llegó después con la droga y cuando ese mundo de lujo se trasladó a Costa Fleming. En los sesenta no había macarras en ostentación. Los secreta vigilábamos y cuando cogíamos a alguno se le aplicaba la Ley de Vagos y Maleantes, y al trullo. Muchos macarras se hicieron taxistas para poder rondar por lo legal. Las parejas salían y se metían rápidamente en los taxis, que esperaban en fila. Las llevaban a la calle Valverde, que está aquí al lado, pero así era el negocio. Todo el mundo ganaba. ¡Ah, qué tiempos! Entonces la Gran Vía era la hostia, como la Quinta Avenida o Broadway. Locales como Pasapoga, York Club, Teyma, que luego se llamó JJ; Morocco, J’Hay, Royal Bus, todos con atracciones internacionales. Y en los aledaños, Michelena, American Star, que cambió su nombre por Club Melodías, El Biombo Chino… Puede que se me olvide alguno. Estos últimos eran también salas de fiesta por la noche aunque discotecas para parejas normales por las tardes.
»Joder, cómo corría la pasta. Venía gente de todos los sitios como atraída por un imán. ¡La Gran Vía de Madrid…! Joder. Llena de personal como un río toda la noche. La hostia, qué ambientazo… Con sus trece cines de estreno, auténticos palacios de lujo donde el soñar estaba garantizado. De esas salas sólo quedan cuatro y desaparecerán también… Nunca volverá a ser lo mismo, nunca volverá esa elegancia ni aquellos olores. —Movió la cabeza y quedó abstraído como si se le hubiera muerto un ser querido. Había sucumbido a la nostalgia sin proponérselo. Al rato se echó a reír sin emitir sonido y tornaron los movimientos telúricos. Me apresuré a sujetar las copas—. Pero seguiré con la historia de esos dos cabrones. En esas noches de búsqueda, el pringao del Celada se mantenía al plato y a las tajadas, escurriéndose con alguna para volver al rato, ya cumplido el servicio, como si no hubiera roto un plato. Decididamente era un putero de mierda.
»Los dos gilís siguieron buscando pero con menos éxito que una huelga de abrecoches. En la cuarta noche en Only You una tía se les acercó muy alegremente y obsequió al Celada con dos besos. Era ella. Buscaron una mesa y hablaron. El Montiel quedó atónito al descubrir que el mechero no había sido robado sino que el pendejo se lo había regalado a la puta en el babeo. El Celada le pidió que se lo devolviera y ella dijo que naranjas de la China. Él se enfureció y le sacudió un par de hostias. Ya estaba montado el cipote. La pindonga subió las escaleras gritando mientras que a él lo sujetaban algunos hombres y lo echaban del local. El Montiel, mientras, alucinado sin saber qué hacer y con cara de gilipollas. Caminando hacia Callao en plena madrugada les asaltaron cuatro o cinco matones y les dieron soberana tunda. Tuvieron que ir a la casa de socorro. Y gracias, porque en aquellos años casi no se usaban pistolas, pero sí navajas y rompecocos.
Se terminó la copa y pidió otra, renovando el cigarrillo, que prendió del consumido.
—El Celada era un cagao, pero no el Montiel. Se daba la circunstancia de que un hermano de su mujer era el jefe de nuestro grupo. Te puedes imaginar cómo se las gastaba. Cinturón negro, un tipo duro como el pedernal y que odiaba a casi todo el mundo, especialmente a los chulos por algo que le ocurrió con ellos en el pasado, por lo que no perdía ocasión de amargarles la vida. Bueno. Él nos reunió a los colegas para montar un escarmiento particular. El asunto transcurrió sobre la base de mentiras. El Montiel ocultó a su cuñado que el encendedor no fue robado y él le ordenó no hacer denuncia de agresión porque entonces el asunto iría a jurisdicción general y no podría intervenir. —Nueva pausa—. El tipo había sido de la Social pero sus métodos eran demasiado expeditivos para los tiempos que venían, incluso en aquel cuerpo. Lo pasaron a la Brigada Criminal. No cedió en su odio hacia los de izquierdas, especialmente comunistas, pero su jurisdicción había variado: ahora sus enemigos eran ladrones de joyas, estafadores, alta delincuencia y el mundo de la prostitución, que ya empezaba a ser organizada. Tras unas noches de vigilancia trincamos a uno de los chulos y le apretamos las clavijas. Nos llevó a la guarida donde se reunían, un piso en la calle de la Luna. Era de madrugada y el mamón hizo contraseña al llamar a la puerta. Pillamos a casi toda la banda en pelota picada refocilándose con la música, las zorras y el alcohol. A punta de pistola metimos a las chicas en una habitación y a ellos les dimos una soba de órdago. Después hicimos un minucioso registro.
—¿Apareció el mechero del lío?
—Vaya si apareció. Y también relojes, sortijas, pulseras y mucho dinero. Arramblamos con todo. Además, les quitamos las documentaciones.
—¿Las documentaciones? ¿Por qué?
—Para joderles. Así tendrían que entretenerse haciéndose otras cuando se curaran de la paliza. Era la práctica habitual.
—¿No hubo venganzas posteriores de la banda? ¿No temisteis que las hubiera? Normalmente esa gente suele ser de cuidado.
—¡Qué dices! En aquella época los bandidos carecían de la impunidad, el poder y la decisión de ahora. Ya te dije. Para eso y para muchas otras cosas la Dictadura fue lo mejor. El capo de la banda, sangrando y con los huevos pateados, aún se puso farruco. «Lo pagaréis, chorizos. Largaré y os joderán», dijo. Y es que hay gente que no escarmienta. Mi jefe le estampanó el jetamen contra el suelo. Puedes imaginar cómo le quedó al hijoputa. La prótesis dental partida y las napias hacia dentro, más chato que un mono. Lo sentó en un sillón, sacó la pipa y se la puso en la sien. El silencio era total. Los heridos dejaron de gemir, los ojos espeluznados. Amartilló el arma y apretó el gatillo. El percutor hizo ruido metálico. No hubo disparo, el arma estaba descargada. Él dijo: «Si tengo que volver a verte, si esto trasciende, si os vais de la puta lengua a otra policía…». El pendón se cagó. No es una metáfora. La mierda se le escapó del puto culo. Ésos nunca más se salieron del tiesto.
—Parece que tu jefe tenía las ideas definidas.
—No hubo otro como él, aunque ninguno de nosotros era tibio entonces.
—¿Qué hicisteis con lo requisado?
—Supongo que mi jefe lo entregaría en comisaría.
Lo miré.
—Dijiste que era una acción personal, fuera de la actuación policial oficial. ¿Cómo iba a entregar el botín sin informar de dónde salió, descubriendo lo que pretendía ocultar?
—No sé qué hizo.
—¿Siempre actuabais advirtiendo a las víctimas de que debían guardar silencio?
—Unas veces sí y otras no.
—Debo suponer que en las que no, os quedabais con el botín. Destruíais los documentos pero no la pasta. —Severiano se encogió de hombros—. ¿Cuánto te embolsaste en aquella operación? ¿Cuánto durante todos esos años?
—Eh, eh, para un momento, cabrón. ¿Quién coño eres tú para venir con el alma cándida? No te jode. ¿Quién te da permiso para juzgarme? ¿Vienes a pedirme un favor y me tocas los cojones?
—No es eso. Sólo analizo la cuestión, como hace un historiador sobre hechos pasados.
—Las cosas funcionaban así. La vida es corta y las oportunidades pocas. Aligerar a esa chusma de lo que ellos obtenían con el sudor ajeno era un acto de justicia. Y entregarlo al cuerpo, una estupidez.
—Sólo por curiosidad. ¿Devolvisteis el mechero al tal Celada?
—¿Estás de coña? ¿A ese capullo? ¿Crees que se lo merecía?
—¿Quién se lo quedó?
—¿Qué cojones de pregunta es ésa? No te importa una mierda.
—¿Por qué me has contado eso, si te incomoda?
—Es una reflexión. Si ahora se pudiera hacer lo que hacíamos antes no tendrías problemas de chicas desaparecidas. Unas cuantas palizas y alguien cantaría como una cotorra. Por cierto, sabes que lo tienes crudo.
—¿Cuánto de crudo?
—Según la Organización Internacional de Migraciones y la propia Naciones Unidas hay más de medio millón de mujeres en esa situación en el continente. Será como buscar una aguja en el pajar.
—Para eso estoy aquí.
—Hay una organización, la Asociación para Prevención, Reinserción y Atención de la Mujer Prostituida. Allí acuden muchas de las que escapan.
—Estuve allí. No conocen a la chica que busco.
—Aquí hay un nombre, una dirección y un teléfono. —Me enseñó un papel—. Me lo ha facilitado alguien que me debe favores. Te costará mil euros.
—Vamos, ni que me dieras el paradero de la chica. Te has excedido.
—La mitad es para el tipo. Lo tomas o lo dejas.
—¿Qué garantías tengo de que esta información es aprovechable?
—Ese tío está en el pasillo de puterío que hay de Madrid a la costa mediterránea. Respondo de ello. Si te miento, sabes dónde encontrarme, pero que hable es cosa tuya. Supongo que sabrás cómo ordeñarle.
No se levantó ni me dio la mano. La colilla no humeaba. Se subordinó a otro cigarrillo y lo prendió con el encendedor dorado que le había visto en la visita anterior. Me fijé bien. Tenía dos diamantes pequeños en una esquina.