Y hoy vuela mi tristeza en un suspiro,
y se arrasan mis ojos, cuando miro
la ribera feliz donde hubo un sueño.
MARÍA DEL PILAR SANDOVAL
Marzo 1940
María tecleaba un informe en su mesa, ajena al ruido general que se transmitía de piso a piso por el movimiento interminable de los funcionarios. El número 44 de la calle de Alcalá lo ocupaba un hermoso edificio que albergaba la sede de la Secretaría General del Movimiento y cuya fachada estaba cruzada de arriba abajo por una gigantesca aspa de hierro pintada extrañamente de rojo: el símbolo de Falange, yugo y flechas, expresión orgullosa del poder político e ideológico de la España nueva e imperial. Su despacho daba al gran jardín posterior que llegaba hasta la calle de Los Madrazo. A veces le quedaba extasiada viendo los altos árboles retar al cielo. La mayoría de las calles de Madrid carecían de ellos, cortados en los años de escasez y penurias durante la reciente guerra que afectó incluso a algunos de los del parque de El Retiro. Pero allí estaba ese pequeño bosque intocado donde su vista se perdía enmarañando su soledad con el verdor y poniendo Una brizna de gozo en su rendido ánimo.
Se encontraba en el corazón del Partido Nacional sindicalista, donde trabajaba desde enero. El ambiente de trabajo era bueno y todo estaba lleno de risas y vitalidad, la gente yendo de un lado a otro. Había muchas mujeres, todas solteras o viudas con y sin hijos, ninguna casada, y la mayoría profundamente incondicionales de Falange. Sin embargo, el trato que daban a las pocas procedentes de las izquierdas como ella, era amable y condescendiente. Se hablaba con entusiasmo de lo mucho que había que hacer y todos tenían grandes esperanzas en la reconstrucción patriótica del país. En general creían sinceramente que el rellenar tantos informes, cuyas copias se apilaban hasta el desbordamiento, era una aportación indispensable en la gran tarea comenzada y antes de la victoria sobre la horda. Donde sólo había lista de nombres en papeles ellos veían fábricas, viviendas, autopistas, buques, aviones, vías férreas y campos agrícolas en construcción. Sabían que «el alma tranquila no puede vencer», como citaba Montañas nevadas, la canción falangista de la fe en el esfuerzo. Pero también sabían que «Zamora no se tomó en una hora», lo que les eximía de echar el bofe de golpe. De ahí que tuvieran como natural el abandono reiterado de sus puestos de trabajo y que la cafetería fuera uno de los lugares más frecuentados. La guerra había acabad meses antes y tenían tiempo de sobra para desarrollar tan ingente labor. Además, había un acontecimiento de tal importancia que el protagonismo patrio quedaba en segundo lugar: Europa estaba en guerra, lo que concitaba en todo el país dos corrientes de ilusión. Los perdedores de la contienda civil, ahora perseguidos, se transmitían en voz baja la esperanza de una pronta liberación si los aliados ganaban. La frase repetida era: «Cuando lleguen los nuestros…». Por el contrario, los exultantes vencedores de la tragedia hablaban sin cautela del honor que se les presentaba. En todos los centros del Estado, en las calles, en los bares, se hacían apuestas no sobre si España debía entrar en el conflicto al lado de Alemania, sino sobre cuánto tardaría en hacerlo. Y la colmena falangista donde María trabajaba era el mayor hervidero de esos deseos de participación.
María recordó su entrevista con el alto administrativo que la recibió. Su impecable uniforme azul con los símbolos de su grado volvió a llenarla de insatisfacción o remordimiento, dónde estaba la diferencia, ante el signo de rendición que esa entrevista representaba. Pero había que comer y seguir adelante. Necesitaba el trabajo, y sólo ellos, los vencedores, podían darlo en ese hundimiento de la economía que había dejado en el paro a miles de hombres, sin contar los que colmaban las prisiones.
—Estás aquí por recomendación de un camarada, el comandante Ignacio Melgar —dijo el jefe de personal, manteniéndola de pie—. Eso permitió hacerte un examen del que has salido airosa.
El despacho era flamante, con banderas en las esquinas y retratos del Caudillo y de José Antonio. Uno de los trozos del emblema exterior cruzaba por un lado del amplio ventanal, pero no entorpecía la visión del magnífico edificio de la Unión y el Fénix en la confluencia de Alcalá con Gran Vía y, enfrente y junto al Ministerio de la Guerra, el no menos bello del Banco Central con sus enormes cariátides.
—Como decíamos en la carta, has sido aceptada en este Ministerio. Vienes a un buen lugar y aquí podrás ganarte la vida honradamente. —Ella sopesó si acaso era una acusación velada de no habérsela ganado antes de la misma forma honrada—. Ganarás doscientas setenta pesetas al mes más las pagas del 18 de julio y de Navidad. Te haremos del Partido y tendrás tu carné de afiliada, que te permitirá adquirir los artículos que necesites en nuestro economato. Llevarás, como todos, la camisa azul con el emblema durante las horas de trabajo y siempre que estés en las oficinas. Ahora ven conmigo. El ayudante del ministro tiene interés en verte.
El despacho del general Muñoz Grandes, ministro secretario General del Movimiento, era apabullante. Nunca vio nada así en los organismos de la República. El hombre se acercó a ella y le dio la mano.
—Soy el teniente coronel Reinosa, ayudante del general. Él no está. Siéntate por favor.
María lo hizo, escamada de que tan encumbrado personaje le distinguiera con su atención. Notó que el temor se anteponía al remordimiento.
—No te extrañes de que te haya hecho venir. Tenía ganas de conocerte. No sólo porque el comandante Melgar, compañero en las guerras de África y falangista como el general y yo, nos ha hablado mucho de ti, sino porque has hecho un examen magnífico, lo que te concede posibilidades de hacerte un porvenir con nosotros. Incluso has contestado a las preguntas concretas sobre los principios del Movimiento.
—Me he esforzado con el temario.
—Eres tenaz.
—Sí.
—Ya veo. —Tomó un papel de la mesa y leyó con amabilidad—: Estabas unida a Jaime Reneses, de las Juventudes Comunistas, que murió en el 34 dejándote dos hijos.
—Era de las Juventudes Socialistas.
—Tienes un hijo de tres años, que evidentemente no puede ser suyo. —Una sombra cruzó por el rostro de la mujer. ¿Qué era aquello? Él continuó, como un cura en el confesionario—: ¿Quién es el padre?
—Un muchacho sin nombre —mintió ella—, lleno de poesía y de amor. Murió en el frente de Madrid.
—Pertenecías a la Unión de Mujeres Antifascistas, organización del Partido Comunista y cuya presidencia ostentaba la Pasionaria.
María recordó que esa misma frase le fue dicha por aquel doctor del Hospital de Jornaleros en el lejano 1935. Parecía un baldón en vez de la hermosa idea que fue. Sintió un gran desánimo pero se sobrepuso. No ignoraba que muchas de aquellas compañeras fueron fusiladas y otras estaban en prisión.
—Así fue pero albergó a mujeres de todo signo político —dijo mirando con aplomo los ojos del militar—. Había republicanas, socialistas, anarquistas, católicas y otras. La labor desarrollada fue social y femenina. Les dábamos clases de lectura y matemáticas simples para que pudieran valerse, porque la mayoría eran analfabetas, y se les asesoraba sobre sus derechos para integrarse en la sociedad productiva al mismo nivel que los hombres. Aquello no era política sino labor social. La mayoría no pertenecía al Partido Comunista. Yo nunca he militado en ningún partido. He sido sindicalista de la CNT pero todo eso acabó. Ahora sólo soy una madre.
—Verás, María. Aunque te lo parezca, esto no es un interrogatorio sino una aclaración de posiciones. Los que ganamos la guerra queremos lo mejor para España, levantarla, repartir la riqueza, educar a la población. Algún día lo comprenderás. No nos mires como a gente alejada del pueblo. Nací en Carabanchel, como el general Muñoz Grandes, y como él fui herido grave en Marruecos y abracé la República con su mismo entusiasmo. De hecho, él creó la Guardia de Asalto. Pero aquello no fue lo esperado. Hubo que poner orden en aquel caos, no importa de quién fuera la culpa. Todos hemos sufrido. El general estuvo a punto de morir fusilado dos veces a manos de partidarios de la República en la que ambos creímos. Te diré algo sobre la CNT. La segunda vez le salvó Melchor Rodríguez, jefe de Prisiones, anarquista. —Hablaba sin emoción y por un momento ella olvidó su rutilante uniforme—. Los dos hijos que tuviste con Jaime están en la Unión Soviética, enviados allá en el 37 sin tu permiso. Consta tu escrito de reclamación a Jesús Hernández y a Azaña —dijo de repente provocando la sorpresa en los ojos de María—. Queremos traer a todos esos niños, pero el Gobierno soviético no permite su salida. Insistiremos, no vamos a dejarlos allí. Ya hemos repatriado varios miles que estaban en Francia, Bélgica e Inglaterra. Si las armas de los alemanes salen victoriosas, tendrás pronto a tus hijos contigo. ¿Qué años tienen?
—El niño, doce años; la niña, once. —Se revolvió en la silla—. No sé adónde quiere ir a parar, general. ¿Qué quiere de mí?
—Teniente coronel —corrigió él—. Te estamos dando la oportunidad de vivir en la paz deseada. No rechaces a quien te ayuda. Páganos con tu trabajo y tu lealtad. —La contempló durante unos instantes y luego escribió algo en un papel, que le tendió—. Toma. Ve a Caja y que te den un anticipo. Debes comprarte mejores ropas y el uniforme. Utiliza nuestro economato. Allí hay de todo y a buen precio.
Cuando salió, una súbita congoja se apoderó de su ánimo. Terminar debiendo su cambio de vida a quienes destruyeron sus ideales y casi su futuro… Pero las cosas ocurren así. El magnífico sueldo, que casi le provocó un mareo al oírlo, le permitiría sacar adelante a Carlos y quién sabe si conseguiría traer a Tere y a Jaime. Cruzó la calle de Alcalá. Casi todos los turismos que circulaban eran taxis, negros como el país. Los hombres iban colgados como racimos de los tranvías dejando al descubierto sólo la parte superior. Más adelante vio largas colas de gente esperando ante las zapaterías para adquirir calzado. Como delante de las panaderías y los despachos de aceite. Ella fue uno de ellos. Pero ahora había entrado en otra dimensión: la de los vencedores.
Suspiró y volvió a la máquina de escribir. Una sombra corporeizó una imagen. Levantó la cabeza. De paisano, Ignacio Melgar miró sus ojos.
—Comandante… —dijo, levantándose.
—No me llames así. Te lo dije en las cartas. Supongo que podré invitarte a comer.
—Termino dentro de una hora.
—Te espero en la cantina.
El bar-comedor, situado en la planta baja, estaba lleno de gente, la mayoría con uniformes variados aunque predominaba el azul de Falange. Tomaron una mesa algo apartada y pidieron el menú.
—¿Cómo te tratan? —dijo él, intentando hacerse oír sobre el guirigay.
—Bien… Yo, bueno, no sabes cuánto te agradezco…
—No me agradezcas nada. Si no valieras para el puesto mi recomendación no habría surtido efecto. ¿Y tu hijo?
—Bien, bien. ¿Cuándo has llegado?
—Ayer. Te daré una noticia. Me han ordenado dejar mi destino de Melilla para integrarme en el Estado Mayor del Ejército. Se avecinan momentos comprometidos con la guerra de Europa a nuestras puertas. Tendré una tarea nueva, ya como teniente coronel. Estaré aquí, en Madrid, justo en el edificio de enfrente, en el Ministerio del Ejército. Me gustaría que nos viéramos de ahora en adelante.
Ella lo miró fijamente sabiendo lo que él pretendía, si bien de una forma respetuosa y paciente. Era halagador y mortificante a la vez. No tenía intención de añadir más responsabilidades a su vida y menos de orden sentimental. El hombre que la miraba podría ser una oportunidad sólida en su futuro y en su soledad, pero no le producía estímulos amorosos: se le había acabado el amor. No creía que pudiera amarle, aunque el tiempo y el agradecimiento intentarían derribar sus barreras. Y él tendría que saberlo antes de que la situación llegara a más. Pero aunque siempre fue una mujer directa entendió que no era momento de dejar las cosas claras.
—Sí. Tienes que contarme cosas de África y cuál va a ser tu trabajo.
—Tengo ante mí una carrera que puede ser brillante. Y quisiera compartirla con alguien como tú. Olvidemos el pasado propio. Somos jóvenes y los dos hemos sufrido.
—Dejemos que el tiempo mitigue los recuerdos. Necesitamos sosegar nuestra vida sin prisas.
—Será lo que tú quieras.
—Tengo una curiosidad. Somos siete mujeres de… bueno, de izquierdas, que trabajamos aquí. Dos están conmigo de administrativas y las otras cuatro en limpieza. Hemos hablado. Me sorprendió saber que las siete tenemos hijos en Rusia.
—Supongo que es pura coincidencia —dijo él después de un silencio—. No creo que debas sacar ninguna conclusión equívoca de ese hecho.
—Es que es imposible creer que pueda darse tal casualidad.
—¿Conocías a esas mujeres?
Ella negó con la cabeza.
—Entonces debes aceptar que son cosas que pasan.
Un hombre de rostro desafortunado y uniforme de legionario se acercó a ellos, las dos estrellas de teniente en su pecho y en su gorrillo. El comandante le presentó.
—Mi primo Blas Melgar, inseparable en muchas aventuras bélicas. Ha estado conmigo acuartelado en el Tercio de Melilla. Vendrá también al Estado Mayor, ahora como capitán.
El hombre, larguirucho y más joven que el comandante pero sin su marcialidad ni su atractivo, se inclinó para estrechar su mano. Tenía ojos profundos que se aferraron a los de ella con una intensidad desmedida. Como una araña a su presa.