Veintiuno

Enero 2003

El 26 de la Gran Vía corresponde a un edificio modernista construido en el llamado primer tramo de esa avenida y situado entre las calles de Hortaleza y Fuencarral, junto a la Telefónica.

—Sí —afirmó el portero—. Aquí estaba la Casa de Antiguos Residentes en Marruecos, en el piso tercero. Tenían toda la planta para ellos y un cartelón que ocupaba toda la fachada. Se fueron en el 92 ó 93 después de muchos años.

—¿Qué era ese centro?

—Un club privado, como una casa regional. Había bar, comedor. Ellos venían a leer los periódicos, a charlar y a tomar café.

—¿Eran militares?

—Todos llegaban de paisano, aunque seguramente habría antiguos militares.

—¿Adónde fueron?

El conserje se asomó al portal y señaló una casa de fachada gris en la calle de la Montera, más allá de la ridícula fuente circular y al otro lado de la red de San Luis.

—Era un buen centro, al estilo de los clubes ingleses Victorianos, con la diferencia de que el nuestro no estaba prohibido a las mujeres. ¡Cómo hacerlo si ellas eran más numerosas! Teníamos una biblioteca muy nutrida y la comida era magnífica. Fue un intento de perpetuar la memoria de quienes habíamos vivido y nacido en Marruecos, tanto militares como civiles. Teníamos un carné y pagábamos una cuota. Pero el tiempo nos fue alcanzando. Era un empeño baldío. No había renovación de personas porque ningún español nacía ya en Marruecos. Con los años no quedaremos ninguno y nadie sabrá nunca de nuestra existencia. En el 92 la directora era doña Sara Arance, también regidora del Instituto Melchor de Jovellanos de la antigua Villa Sanjurjo. Nos dijo que estábamos en quiebra. Así que nos trasladamos al 41 de la calle Montera los pocos que éramos. Se permitió entonces la entrada al bar a todo el mundo, sin carné ni cuotas. Pero apenas llegó gente y eso que estaba en el primer piso. Al final no quedamos ni para hacer un concurso de mus. Yo era de los más jóvenes y tengo noventa y tres años. ¿Se da cuenta de lo que digo? Ah, aquellos amigos… el sueño extinguido.

El hombre, presentado a sí mismo como arquitecto militar, era alto, más que yo a pesar de estar algo encorvado. Estábamos solos en un salón que me llamó la atención por, su amplitud: había tres conjuntos de tresillos, varias mesas, con libros apilados y objetos artísticos de indudable calidad. Una de las paredes estaba tapizada de libros y numerosas fotografías enmarcadas mostraban imágenes de él, tanto en las paredes como en mesillas, saludando a Franco y a diversos generales de la Dictadura. Se respiraba una atmósfera de paz, como si el hombre viviera solo, aunque ya me había presentado a su mujer y a dos hijas.

—¿Quién dice que le dio mi dirección?

—En el 41 de Montera hay un salón de juegos abajo, pero la finca está vacía.

—Claro.

—Pregunté en el 39, en un estudio fotográfico. A ustedes les habían fotografiado. Ya buscaban situarse en la posteridad. No me negaron sus datos.

—¿Y qué es lo que busca?

—A principios de 1956 algo pasó en el Protectorado español. Me dijeron que en Melilla algunas altas autoridades militares esperaban una visita o delegación especial de la Península. Parece que tenían preparada una reunión con magrebíes notables, reunión que no sé si llegó a celebrarse.

—¿Quién le contó eso?

—Qué importa. Importa si es cierto y para qué era esa cita.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Investigo la desaparición de un coronel del Estado Mayor del Ejército, antiguo oficial de la Legión, según parece una de las partes esenciales de aquella reunión.

—¿Dice que desapareció un coronel del Ejército?

—Sí. ¿No recuerda nada al respecto?

—Ni idea. ¿Cuál fue la versión oficial?

—Que cayó al agua y se ahogó.

—Entonces, ¿para qué lo busca? Ya lo sabe.

—En realidad hay dudas de que eso sea lo que ocurrió. Oficialmente se dice que volvía de un viaje privado autorizado a su antigua unidad de Melilla. En todo caso mi interés también está en conocer el verdadero motivo del viaje, si era una misión o no y, de serlo, si tuvo que ver con aquella reunión hispano musulmana.

El anciano me miró durante largos segundos mientras el sonido de un carillón se imponía sobre el rumor de la calle de Capitán Haya, en la que se alzaba la vivienda.

—¿Por qué no busca en los canales normales?

—Estuve en la Biblioteca Nacional, examinando boletines de información de la antigua Dirección General de Marruecos y Colonias. Lo intenté en el Archivo de la Presidencia del Gobierno, en el palacio de la Moncloa, con el mismo resultado. También en el Servicio Histórico Militar y en el CESEDEN, donde estaba la Escuela Superior del Ejército. Incluso miré los Diarios Oficiales que se conservan en el Museo del Ejército. Encontré el nombre del coronel y su aparente ahogamiento en varios documentos pero ni el menor rastro de aquella fantasmal misión ni de la no menos misteriosa reunión. En algunos sitios se cita que estuvo en una celebración con antiguos miembros de la Legión. Así que pensé en gente que vivió en aquellos lugares y en esa fechas, como usted.

El hombre no me licenciaba de su mirada.

—Creo que algo puede decirme ya que, según mis informes, usted fue alguien notable en Villa Sanjurjo, donde vivió varios años.

Sus ojos se llenaron de seducción.

—¡Villa Sanjurjo! ¿La conoce? ¿Oyó hablar de ella?

—No mucho, la verdad.

—¡Oh, le hablaré, le hablaré! Al contrario de las ciudades de Marruecos, que ya estaban allí aunque las mejoramos, notablemente al añadir los barrios europeos, Villa Sanjurjo era una ciudad nueva fundada por España tras el triunfo de Alhucemas en 1925, como aquellas que fundamos en América. La única ciudad que construyó nuestro país en Marruecos, surgida como un milagro de un erial inhóspito donde no había agua y donde ninguna planta había arraigado. Estaba a doscientos kilómetros de Tetuán en un lugar llano a unos cien metros sobre el normalmente embravecido mar. Primero fue un campamento militar de tiendas de lona y barracones de madera llamado Cala Quemado; luego, cuando se empezaron a construir casas de mampostería, el poblado pasó a llamarse Monte Malmusi, hasta su denominación definitiva en honor del prestigioso general, que pudo llegar a jefe de Estado si no hubiera muerto en accidente de aviación. Se hizo con el afán de que perdurara. No sé si existe ya, ni me interesa; me quedé sin lágrimas. Se gastó mucho dinero y esfuerzo en hacerla, dotándola de las necesarias infraestructuras para que prosperara, como el puerto marítimo; el aeródromo; la traída y canalización de agua potable desde el río Guis, situado a doce kilómetros; calles pavimentadas; la red eléctrica y el plan de forestación para frenar las dunas que supuso la plantación de medio millón de árboles. Yo contribuí modestamente a su construcción. El Teatro Español, el hotel España, el Casino, el Gran Cinema, la iglesia de San José, el grupo escolar y el instituto de enseñanza media, el hospital de la Cruz Roja, el barrio obrero, matadero, mercado de abastos, bancos, comercios, fábricas, plaza de toros, estadio deportivo, emisora de radio, periódico local… —Se calló, agotada la respiración pero no el recuerdo. Dispuso de un largo silencio para acompasar sus latidos—. Fue una gran ciudad donde vivieron más de quince mil españoles. La eligieron para el rodaje de las películas Raza, ¡A mí la Legión!, y otras. Hasta Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia estuvieron allí en octubre de 1927, la única vez que un monarca español pisaba esas tierras. Treinta años después Villa Sanjurjo dejaba de ser española. Era allí donde debía celebrarse el encuentro, concretamente en la Comandancia Militar.

—¿Debía celebrarse, dice? ¿Es que no se hizo?

—Sí se hizo.

—¿Cuál fue el motivo de ese encuentro?

—¿Usted lo sabe? Pues yo tampoco. Nadie lo sabe a ciencia cierta.

—¿Qué personas importantes acudieron? Venga hombre, ¿por qué ocultarlo? Como usted dice, el tiempo se encargó de quitarle importancia a aquello, en el caso de que la tuviera.

—Sí que la tuvo, o pudo tenerla. En realidad todos llegaron de forma discreta, sin coches oficiales, y se escabulleron en el local. No había periodistas y toda el área estaba cercada. Pero vi llegar al general García Valiño, que era entonces el alto comisario de España, a un par de ayudantes… No vi a la parte marroquí, pero me dijeron que habían creído reconoce al gran visir y al mudir del jalifa Mulay Hassan ben Mehdí y a otros representantes del Majzen jerifiano; al bajá de Villa Sanjurjo y a caídes, jefes de tribus y de familias rifeñas. Es decir, parecía un acto oficial o puede que no lo fuera.

—¿De qué fecha habla?

—Del 10 de febrero de 1956. Lo recuerdo bien. Yo cumplía cuarenta y seis años.

—Disculpe, pero en esas fechas tuvo lugar la desaparición del coronel. Quizás es momento de que reconsidere su afirmación de no saber nada de ese hombre.

Me miró fijamente durante un rato.

—No me atosigue —espetó.

—De acuerdo, perdone. Le ruego que continúe. ¿Qué ocurrió en aquel acto?

—Los ayudantes no hacían más que mirar la carretera de Melilla, incluso con prismáticos. Supongo que esperando esa delegación que usted citó. Al fin aparecieron tres coche negros, aunque no se supo quién venía en ellos. Tras dos horas de reunión todos salieron y cada uno se fue por donde había venido. Tenían caras de frustración, como si ninguno hubiera conseguido su propósito. Aparentemente no completaron el acuerdo que fuera.

—¿Qué se trató en la reunión? ¿Qué acuerdo es el que iba a tomarse?

—¿Es usted sordo? ¿Es que no me oye? Ni puta idea.

—¿Por qué dijo antes que la reunión pudo tener importancia?

—Bueno —titubeó—. Se comentaron cosas, chismorreos.

—Qué cosas.

—No se las voy a decir. Esto no es un programa de televisión basura.

—Lo que llevamos hablado me confirma que usted ha sido un hombre importante en Villa Sanjurjo. No son cotilleos lo que pido a un buen ciudadano, sino alguna pista.

El hombre sopesó mis palabras. Luego dijo:

—Es curioso, pero un año después Franco reestructuró su Gabinete. Cambió a casi todos los ministros, entre ellos a los que se dice tuvieron relación con esos hechos: los de Exteriores, Ejército y Hacienda.

—Podrían esgrimirse varias razones para ese cambio. ¿Qué quiere usted decir realmente?

—No digo nada. Ya he dicho bastante. Así que le dispenso de seguir soportándome. Le acompaño a la salida.

Ya en la puerta le di mi tarjeta.

—Quizá recuerde algo y puede que quiera transmitirlo. No olvide que el motivo de mis pesquisas es fundamentalmente saber qué le pasó a aquel coronel que nunca llegó a su destino.

Sopesó mis palabras y por un largo momento pareció que se conmovía.

—Vaya con Dios —dijo, cerrando la puerta.