Enero 2003
Su tío Jesús, en realidad hijo del primo de su abuelo, estaba atendiendo a unos contratistas, por lo que invitaron a Olga a pasar a la sala de visitas. Paneles de madera en todas las paredes; retratos enmarcados de Lorenzo, ya fallecido, de Jesús y de su padre, fundadores de la inmobiliaria; sillones Chester; fotografías de edificios singulares erigidos por la empresa en varios países, y a un lado una mesa con botellines de agua y bolsitas de frutos secos. Destacaba en la pared un gran cartel enmarcado que rezaba:
Alguaciles de la justicia, por orden del Santo Oficio, impondrán severo y ejemplar castigo de cepo o picota a todo aquel campesino, menesteroso o caballero que fuese sorprendido inhalando o expeliendo humos de la planta conocida por Nicotiana Tabacum malhallada en el Nuevo Mundo.
Que así sea y se cumpla.
Olga sacó un cigarrillo, lo encendió, se acercó al amplio ventanal y apartó los estores. Miró la enorme bandera de España flamear en el centro de la plaza del Descubrimiento y a la gente que paseaba o dejaba que el tiempo les escurriera sosegadamente sentados en los bancos. Se apartó y observó una vitrina donde se exhibían fotografías y trofeos de Jesús cuando en su juventud participó en los campeonatos federados de lucha grecorromana. Convino consigo misma, que estaba como un queso. A pesar de las continuas invitaciones, nunca había estado en esas oficinas. En la entrevista que tuvo con el detective Corazón mencionó su falta de estima hacia Blas, pero omitió que Jesús tampoco le caía bien a pesar del cariño con que la trataron siempre y de sus regalos desde que era pequeña en todos los aniversarios y por otros motivos. Sin saber exactamente la razón, no lograba conectar con lo que parecía una auténtica sinceridad en la disposición al afecto que ambos presentaban hacia ella. Algo había en la desmesura de ese cariño. No le pasaba lo mismo con Fernando y Rafael, los hijos mellizos de Blas, distanciados de su hermano y de su padre desde hacía años por razones que quizá jamás sabría; le caían muy bien esos hijos alejados, no sólo debido al trato sencillo y algo cohibido que expresaban cuando se veían sino porque no eran tan tremendamente ricos y ostentosos como los otros, por lo que relación con ellos era agradable.
Se sintió atraída por una foto grande en la que Jesús lucía un impresionante torso junto a otro luchador que le llegaba al hombro. Ambos miraban a la cámara sonriendo y el bajito tenía una copa en las manos. En ese momento se abrió una puerta lateral y apareció Jesús con una sonrisa inundando su rostro esférico.
—¡Olga, qué sorpresa y alegría!
Era un hombrón de dos metros y sobre los ciento veinte kilos. No podía imaginarle delgado y atlético, como mostraban las fotos de su juventud. La recibió en mangas de camisa y los anchos tirantes trataban de que los pantalones se ajustaran al dilatado vientre. Se acercó balanceándose como si estuviera en un barco y la besó en ambas mejillas Parecía realmente contento. Ella señaló la foto.
—¿Significa que él te ganó a pesar de tu tamaño?
—Ése es Vicente Robledo, un buen amigo que entrenaba conmigo en el Gimnasio Moscardó. Ese día consiguió el campeonato de Europa. Era un caso especial: por su envergadura debería haber militado en la cuarta categoría sénior, pero su poco peso le permitía estar en la séptima y allí no tenía rival. Con mis ochenta y seis kilos de entonces yo competía en la tercera categoría. Sólo conseguí algunos campeonatos nacionales.
Le indicó el despacho. Al entrar se quedó extasiada, no por el abrumador mobiliario, las estanterías repletas de trofeos de golf y la mesa auxiliar llena de legajos sino por el gran ventanal en ele que ocupaba dos lados de la habitación y la inundaba de luz. Se acercó: Los cristales estaban tan limpios que parecían no existir, por lo que tuvo una punzada de temor al vacío sugerido, catorce plantas hasta el lejano suelo.
—Impresiona la vista, ¿eh? —dijo el hombre colocándose a su lado. Ella no contestó, aún sobrecogida. No era lo mismo a ras de suelo que desde la altura—. Esta plaza de Colón nada tiene que ver con la que conocí, no hace tantos años. El espacio donde ves la bandera y la cascada, la manzana entera hasta Serrano, estaba ocupado por la antigua Casa de la Moneda, un notable conjunto cuya fachada la formaban dos edificios gemelos llamados Los Jareños, por el nombre del arquitecto autor. Sobre los setenta, el entonces alcalde destruyó esa obra y en su lugar tenemos ahora esa plaza.
Respetó el silencio de la mujer y trató de distanciarse de la curiosidad que le acuciaba por conocer los motivos de su visita. Señaló a la izquierda.
—Ésas son las Torres de Colón, construidas en 1976 a iniciativa de Ruiz Mateos, cuyo holding empresarial, no sé si recordarás, fue expropiado por Felipe González. Ahí había unas bellas casas, no tanto palacios, que pertenecieron a Benito Pérez Galdós y a la marquesa de Esquiladle. —Se subrogó en una nueva pausa, antes de continuar—: Y aquí donde estamos, en el Centro Colón, hubo un hermoso gran palacio, muy estilo francés, perteneciente a los duques de Medinaceli, gente de muy alta alcurnia entonces. Lo derribaron y en 1970 se construyó este edificio. Una pena. Hay fotos de ese palacio. Hoy nadie lo tiraría.
—No me digas que eso te afecta. ¿Cuántos edificios bellos no habréis destruido para levantar adefesios como éste?.
—Los promotores inmobiliarios no otorgamos las licencias de construcción. Son los Ayuntamientos y el Estado quienes tienen esas prerrogativas.
—Pero vosotros, los poderosos del ladrillo, presionáis para cambiar las ordenanzas y seguir haciendo y deshaciendo, no importa el sitio ni el dinero. ¿Fuiste tú o fue tu padre quien mencionó un proyecto para adquirir el Ministerio de Ejército, en la misma plaza de la Cibeles, y construir allí un rascacielos como la Torre de Valencia?
—Bah. Eso se habló precisamente cuando se construyó esa torre. Pero no hay que tomar en serio todo lo que se dice. En cualquier caso, si hay desaguisados urbanísticos la, culpa es de los políticos. Somos constructores. Es nuestro oficio y en todo el mundo es así. Te diré algo. Conoces Manhattan. Allí no hay suelo. ¿Qué crees que van a hace los contratistas neoyorquinos? ¿Van a dejar su oficio? Se quiera o no seguirán tirando edificios para hacer nuevos salvo los emblemáticos, en una espiral imparable. Y también en Brooklyn, Queens, en el Bronx y hasta en la isla Roosevelt. En todos los sitios, hasta que el mundo reviente. ¿Sabes que todo el estado de Nueva York era una selva?. Mira ahora esas ciudades, Rochester, Buffalo… Apenas unos domados jardines rodeando el ladrillo, la naturaleza destruida.
Olga terminó su cigarrillo y buscó un cenicero.
—Trae acá —dijo él, y luego la miró—. Estás arrebatadora, como siempre. Es la primera vez que vienes a este despacho; debe de ser algo muy importante. Me sentiría feliz de saber que puedo serte útil.
Ella se sentó y le miró a los ojos.
—Voy a sacar a la abuela de la residencia. Me la llevaré a otra, fuera de Madrid.
Él abrió la boca evidenciando la magnitud de su sorpresa. Luego entornó los ojos.
—¿Qué es eso de que vas a sacarla?
—Ni más ni menos lo que oyes.
—¿A quién se le ha ocurrido tamaño disparate?
—A mí. Y no es un disparate.
—Sí lo es. Es muy mayor. Puede tener un choque.
—Lo he hablado con el doctor Blanco. Un cambio de aires le sentará muy bien.
—¿Lo has hablado con él?
—Claro. Es su médico de cabecera en la residencia. Necesitaba su parecer.
—¿Es que no está bien donde está?
—Sí, y seguirá allí. Es sólo durante unas semanas. Una amiga me ha ofrecido un lugar tan bueno como el de ahora, pero con paisaje diferente.
—¿Dónde?
—En Asturias.
—¿En Asturias? Eso está donde Cristo dio las tres voces. ¿No crees que deberíamos consensuarlo antes?
—No, porque nos extenderíamos en argumentaciones. Cada uno porfiaría por sus razones.
—¿Qué crees que dirá tu padre?
—Está de acuerdo.
—Y a Carlos, ¿se lo has dicho?
—Claro, y lo aprueba.
—¿Lo sabe Blas?
—No. Cuento con tu ayuda para informarle.
—O sea, que lo has hablado con todos menos con nosotros.
—Lo estoy haciendo ahora.
—Sí, pero como un hecho consumado. —La miró y sus ojos asomó el brillo de su insatisfacción—. Dices que no quieres consenso pero ya lo tuviste con media familia.
—A ellos les informé, como a ti ahora. No les pedí su opinión. Sólo al doctor.
—¿Es que la nuestra no vale? Creo que somos los más indicados para decidir lo que conviene hacer con la abuela.
—El que sufraguéis los gastos no significa que tengáis los derechos sobre su vida.
—Espera un momento, jovencita. Antes de que tú nacieras, cuando tu padre era un crío y tu tío Carlos apenas tenía mayoría de edad, mi padre se hizo cargo de toda la familia justo desde el momento en que desapareció tu abuelo. ¿Y por qué? No por obligación sino por cariño. Y ese cariño lo volcó sobre la viuda y los huérfanos desvalidos. Así que háblame de amor y no de derechos.
Ella no contestó y se limitó a mirarle.
—¿Qué razones hay para una decisión tan repentina? —dijo él.
—No es el momento de hablar de ello. Pero las hay.
—Muy poderosas deben de ser para intentar algo tan innecesario como peligroso.
—¿Por qué peligroso?
—Romperá su equilibrio. La trastornará.
—¿Qué temes, en realidad?
—Temo por ella. Y por mi padre —dijo, inmóvil como una figura de Buda pero sin sonrisa. A contraluz sus ojos fulguraban como si dentro hubiera descargas eléctricas.
—Ella no tiene mucha vida.
—Ni Blas. —Se levantó y dio unos pasos con las manos a la espalda, intentando enlazarlas, pero sólo consiguió tocarse las puntas de los dedos. Desistió de ese esfuerzo ante la oposición de tanta carne—. Precisamente porque no tienen tanta vida es un disparate el interferir en su tranquilidad. ¿Ves infeliz a la abuela?
—No.
—Entonces, abandona ese capricho.
—No es un capricho. Está decidido.
—Me opongo a ese traslado. Hablaré con tu padre.
—Él ha firmado ya la autorización.
—¿Que ha…?
Nunca ella vio a nadie tan contrariado. Quiso entenderlo. Quizá debió haber sido menos agresiva en sus formas.
—Yo… Bueno. Quisiera que comprendieras mis razones.
—No las has expuesto. Te has limitado a ordenar, como si estuvieras en el Ejército. La herencia del coronel. —Olga no pudo evitar un ligero sobresalto, que él captó—. El coronel. —La miró con intensidad—. ¿No estarás enredando con ese hombre?
Ella trató de zafarse del azoramiento repentino.
—Ese hombre era mi abuelo.
—Vale. Pero ¿qué tiene que ver con interrumpir lo que ahora disfruta la abuela?
Olga se levantó y dio unos pasos hacia el ventanal, ocultando su rostro.
—Hay un médico japonés que cura casos de amnesia.
—¿Qué? —exclamó el hombre a sus espaldas—. No estarás hablando en serio.
—Totalmente en serio.
—¿Pretendes hacerme creer que alguien va a curar a María a estas alturas, tantos años después? Eso no es posible. ¿Quién te ha timado? ¡Y mírame!
Ella se volvió y le encaró.
—La trasladamos esta semana.
—Por Dios, vaya unas prisas. ¿Quién la va a atender allí, tan lejos?
—Ya te he dicho que serán unas semanas. Yo estaré con ella. Así que ayúdame y díselo a tu padre.
Él suspiró y el ruido sonó como un eructo.
—No será fácil convencerle. Se llevará un fuerte disgusto, aunque parece que te importa un bledo. —Hubo un choque de miradas y voluntades—. En última instancia, él podría estar con ella durante ese tiempo, ¿no?
—No. Una vez allí, nadie de su entorno puede estar con ella. Su mente estaría enlazada con lo conocido y eso es contrario a los fundamentos de la operación, según el doctor Todo tiene que ser nuevo para ella, nada que la relación con su mundo actual. Yo sólo estaré a su lado en los momentos que diagnostique el médico.
—¿Por qué crees tener más derechos a decidir aunque sea un desacierto? —No levantó la voz pero su tono le produjo un escalofrío—. Que seas su nieta no basta. Por un esperanza estúpida, pura verborrea, vais a separar a dos ancianos que están acostumbrados a verse a diario y que se quieren.
—¿Se quieren?
—¡Cómo lo dudas, mujer! —exclamó, desprendiendo una sensación tan intimidatoria que ella se notó atemorizada—. Lo pones muy difícil.
—Colabora para que no sea así —dijo, levantándose. Fue consciente de que buscó la salida con demasiada presteza.