Vienen igual que fantasmas,
saltando entre la neblina,
reculan como raposas
y avanzan como las fuinas;
no dejan granero, madre,
¡ni honra por donde caminan!
ANÓNIMO (Romance de Villafría)
Junio 1939
El sargento condujo por la empinada calzada de tierra de la calle Jaspe, en el barrio de Usera, flanqueada por solares y casuchas de una planta, muchas de ellas destruidas. Esquivó los escombros y salió al campo arrasado. Toda la zona estaba desierta de casas, árboles y vegetación. Una alambrada con pinchos serpeaba a lo largo del antiguo frente y varios carteles indicaban: Zona militar. Prohibido el paso. Al acercarse vieron a varios niños y mujeres salir corriendo de los bunkeres, atravesar los huecos entre los alambres y dispersarse por las chabolas cercanas. El sargento detuvo el coche militar y se apresuró para abrir la puerta trasera, por la que descendieron el capitán Ignacio Melgar y el teniente Vázquez, pertenecientes a la 57 compañía de fusileros de la XIV Bandera de la Legión. Luego quitó las cuerdas que unían una de las partes rotas de la barrera. El capitán caminó; hacia el cercano borde seguido por sus hombres. Se detuvo y miró allá abajo, hacia el sur, al inmenso espacio baldío en el que habían estado frenados desde finales del 36. Ahora estaban justo donde los rojos se habían atrincherado, impidiéndoles penetrar a la ciudad por ese punto. Aquellos cabrones se batieron bien, oponiendo heroísmo a la eficacia de las tropas profesionales bien entrenadas y armadas. Con la ayuda de las Brigadas Internacionales evitaron que la guerra acabara antes, y con ello el sufrimiento, lo que fue absurdo; y criminal, ya que prolongaron un conflicto que sólo los nacionales estaban llamados a ganar porque luchaban por España y contra el terror comunista.
El sol del atardecer parecía tener intenciones de no abandonar su posición. El capitán cogió los prismáticos checos, excelentes como casi todo el material recogido a los mandos comunistas, y miró el paisaje lunar, lleno de zanjas y cráteres, todavía tendida la doble y larga hilera de alambre. Observó soldados moros de Regulares deambular a lo lejos por la tierra antes de nadie y ya del ejército vencedor. A la derecha, al oeste, la escasa circulación de la carretera de Toledo ponía vida a ese páramo. Detrás de la vía, más al oeste, el campo desnudo conectaba con los Carabancheles. A la izquierda, muy alejada, estaba la carretera de Andalucía. Entre ambas carreteras, al frente, se perfilaban las lejanas casas del pueblo de Villaverde con el campanario de la iglesia destacando.
—Ningún centinela —exclamó el teniente—. ¿Cómo es posible?
—Supongo que debería bastar con el temor que inspira la palabra «militar».
—Pues ya ve que no, mi capitán.
Echaron a andar por el promontorio hacia el oeste. El borde estaba desmochado y negro por efecto de las bombas y los lanzallamas. Las últimas casuchas de Usera no quedaban lejos, ahora a su derecha. Cerca había una zona llena de detritus, usada como letrina por los soldados durante la guerra y donde los habitantes de las chabolas cercanas vaciaban sus orinales. Era un espacio grande en pendiente, asentado de años para esa función, donde pululaban millones de felices moscas de todos los colores y tamaños. El hedor y el zumbido de los insectos desaconsejaban acercarse. Apenas se veían personas caminar. Grupos de niños, alejados, seguían sus movimientos. Los militares habían llegado para inspeccionar la red de bunkeres de los rojos que, partiendo desde el sur del río Manzanares, se alineaban hasta la Casa de Campo. La mayoría de los parapetos era de los «sepultados», con el techo más bajo que el nivel del suelo. Se accedía a ellos descendiendo una rampa hasta el pequeño vano, al otro lado de las troneras para las armas defensivas. Fueron inspeccionando, tomando notas y progresando lentamente. De pronto oyeron gritos ahogados de mujer. Los entrecortados lamentos salían de un bunker cercano. Se miraron.
—Mira a ver —indicó el capitán al suboficial.
El sargento bajó a la casamata. Un momento después salió moviendo la cabeza y con un trazo de sonrisa en la boca.
—Nada importante, mi capitán. Dos moros están follando a una puta.
Los gritos, más débiles, seguían sonando.
—Si es una puta, ¿por qué grita pidiendo ayuda?
—Bueno… —dudó el sargento y se echó a temblar al mirar los ojos del superior—. En realidad dijeron que era una roja, una puta roja…
El capitán tenía treinta y seis años, cuerpo atlético y estatura mediana. Llevaba con bizarría su uniforme: pantalón de sarga verde; camisa del mismo color, manga corta y cuello abierto; botas relucientes de media caña y el verde chapiri de dos picos con borla roja y barboquejo negro ladeado sobre la cabeza de rapados cabellos oscuros. La pistola reglamentaria colgaba del lado izquierdo de su cintura. No tenía bigote y sus fibrosos brazos lucían diminutos tatuajes. Se agachó y entró en el bunker. La mujer, tendida en el suelo boca arriba, se debatía bajo el cuerpo de uno de los soldados mientras que el otro, de rodillas, le sujetaba los brazos por encima de la cabeza. La mirada de la mujer le atrapó. Quiso zafarse de ella pero no pudo. Por primera vez en muchos, años, él sintió un desasosiego. Era algo más que una mirada. Sintió una llamada a lo íntimo de su ser primero, cuando todo era sencillo y las cosas tenían valores fijos.
—¡En pie!
Los hombres se movieron lentamente al principio. Luego, al ver las tres refulgentes estrellas, se irguieron con rapidez y se abotonaron los zaragüelles mientras la mujer trataba de taparse con las ropas desgarradas.
—¿Qué es esto?
—Ser una puta.
—No es verdad —dijo la mujer—. Intentan violarme.
El capitán miró a los soldados.
—Bueno —masculló uno—, ser una roja, ser lo mismo.
—La guerra terminó hace cuatro meses. Ya no hay rojas ni azules. No hay enemigos ni botín que cobrar. —Los miró con dureza y se volvió al teniente, agachado en el hueco de entrada—. Esto es insubordinación. Tómales la filiación completa. Esperadme fuera todos.
Se acercó a la mujer y le brindó su mano, que ella rehuyó.
—No temas. No te haremos daño.
La mujer se levantó, cubriéndose lo mejor que pudo con la leve bata negra. El oficial se enfrentó a una mirada llena de acusaciones, sufrimiento y asco. Pero había algo más; algo que le había fascinado y que no supo discernir. Tragó saliva.
—Ven conmigo. Te acompañaré a casa.
Ella no contestó. Salió a la superficie y echó a caminar. Él se colocó a su lado y respetó su silencio. Llegaron a una línea de casas bajas situadas alrededor de un espacioso patio abierto; se trataba de chabolas, levantadas a trompicones con materiales de desecho en temerosos afanes nocturnos. Varias personas estaban mirando y rápidamente se guarecieron en sus tabucos. La mujer volvió la vista hacia el oficial.
—Necesito lavarme. Tengo ganas de vomitar.
—Me alegro de haber llegado a tiempo. ¿Cómo te cogieron esos hombres?
—¿Hombres, dice?
—Bueno…
—Buscaba chatarra de obuses. Pagan bien el hierro. Éramos varios; todos salieron corriendo al verlos llegar con las armas y, aunque yo también corrí, me acorralaron y me metieron en el bunker.
—Aquello es zona militar. ¿Por qué entraste?
—La necesidad obliga. Nunca creí que el castigo sería tan repugnante.
—Podía haber sido peor.
—¿Peor? ¿Tiene idea de lo que es una violación para una mujer?
Él intentó mantener su firmeza.
—Quiero decir que podían haberte dado un tiro o haber sido llevada al calabozo.
—Por coger chatarra… Mujeres y niños pueden ser matados por eso…
—Sí, lamentablemente. Son disposiciones militares. Lo siento.
—¿Por qué lo siente? Usted no fue el agresor.
—Entiendo tu alteración.
—Entonces lo siente por pertenecer a un ejército con mentalidad medieval que permite los saqueos, las vejaciones y los fusilamientos sumarios. Esos bestias que me atacaron estaban recogiendo todavía parte del botín autorizado por sus mandos.
—Ya sólo hay un Ejército, el de todos.
—¿Lo cree? ¿Cree que su Ejército está para defender a todos los españoles? —dijo ella, con una luz de amargura e su mirada.
—Siento que paguen inocentes. Lo que han hecho contigo no tiene justificación hoy.
—Hoy no, ¿y ayer?
El capitán era un hombre duro, insensible. Una luz de ira refulgió en sus ojos. ¿Quién se creía esa mujer para hablarle de esa manera? ¿Y por qué se lo consentía?
—Hubo cosas muy malas —dijo con suavidad—. Pero aquello acabó. Si durante la guerra se hizo, hoy, que no hay guerra, esas prácticas son delictivas y merecen el correspondiente castigo. Se ha restablecido el orden.
—¿Qué orden?
—Dame tu nombre y número de identificación —dijo él como si no hubiera oído la pregunta.
—¿Para qué lo quiere?
—Dame lo que te pido. —Su tono hacía estéril cualquier intento de oposición.
María Marrón miró las tres estrellas destacando de su gorra y en el lado izquierdo de la camisa, y supo que debía obedecer.
—¿Necesita alguna cosa más? —dijo después, tratando de dominar su impotencia.
—No. ¿Puedo hacer algo por ti?
—No. Quiero que se olvide de lo que pasó. Y de mí.
Él la observó sin contestar. La vio entrar en la casa y estuvo un rato mirando la puerta cerrada.