Enero 2003
La puerta se abrió y una mujer sobresaliente en atractivo se enmarcó en el hueco y entró con decisión. Por detrás, el rostro apesadumbrado de Sara expresaba la contrariedad por no haber impedido la intromisión.
—Soy Olga Melgar y supongo que hablo con Corazón Rodríguez.
—Debiste haber permitido que mi secretaria te dijera que no estoy. ¿Es que no ves las películas? —dije.
—Lo dijo. Y en las películas tampoco se les hace caso —matizó, caminando hasta el sillón situado frente a mi mesa y sentándose tangencialmente a ella. La abierta gabardina me permitió ver que llevaba una falda oscura. Al sentarse, el borde se colocó en la mitad de los muslos e hizo posible que el estudiado cruce de piernas resultara espectacular.
—Pasa y siéntate; ponte cómoda —invité ante el hecho consumado. Miré a mi secretaria—. Está bien, Sara. Me hago cargo.
Olga sacó una cajetilla Chesterfield.
—¿Puedo fumar?
—No.
Eligió un cigarrillo, lo encendió y se envolvió en una nube de humo. Miró en derredor, evaluando el despacho. Luego habló, sin mirarme.
—Quiero que aceptes trabajar en mi caso. Tu negativa telefónica no tiene consistencia. Necesito mejores argumentos. ¿Cuánto dinero quieres?
—Tus… Tu forma de actuar no ayuda a tomar otra decisión que la simple negativa.
—¿Mis modales? —Se volvió y me inundó con su mirada—. ¿Porque estoy fumando sin tu permiso? Olvídalo. No hay nada personal. Soy hipertensa y el médico me recomienda el tabaco como terapia. En cualquier caso lo que importa es el asunto, no mi comportamiento. Y creo que tiene ingredientes para captar el interés de un buen detective, como me han dicho que eres.
—Apaga el cigarrillo. Ahora.
Me miró fijamente y luego buscó un cenicero. No lo encontró.
—¿Dónde…?
—Dame —dije, moviendo una mano hacia el humo.
Se inclinó para pasarme la colilla y hubo un nuevo despliegue avasallador de piernas y escote. Eché el cigarrillo en una papelera; luego nos miramos, conscientes ambos de que ella estaba apostando con su belleza. Entendí el largo tiempo que empleó David en la primera visita. Era difícil no desear la contemplación prolongada de mujer tan atractiva.
—Olvida mi comportamiento. Dame una razón plausible para no aceptar mi caso.
—Tengo otros de mayor urgencia que reclaman todo mi tiempo.
—Tu ayudante me dijo que el asunto podía entrar de lleno en vuestras preferencias. Deja que él se encargue, si tú no puedes.
—Mi ayudante no puede atender nada por el momento. Está en coma.
Ella abrió la boca y la puso al tamaño de sus ojos.
—¿Puedo saber qué le ocurrió?
Decidí contarle cómo estaban las cosas. Al terminar, su boca seguía empatando con los ojos.
—¿Hay esperanzas de…?
Me miró fijamente un momento y luego desvió la mirada, como si ella hubiera sido la culpable de la agresión o, simplemente, porque vería en mis ojos demasiada tormenta.
—¿Crees que fue por mi caso?
—No.
—¿Por qué me preguntaste si había recibido agresiones o amenazas?
Sopesé el darle alguna explicación. Decidí que no podía simplemente insistir en mi negativa.
—Los que agredieron a mi ayudante y se llevaron los archivos buscaban interrumpir la investigación del caso que les afecta. De todos los que hay en curso o en inicio sólo tres inducían a considerar que fueron las causas de la agresión y el robo, el tuyo entre ellos. A los otros dos clientes les han agredido posteriormente con la misma dureza que a David. A ti no. Por tanto, es lógico creer que los culpables están comprometidos con uno de los otros dos casos, no con el tuyo. Comprenderás ahora que debo mi dedicación exclusiva a ellos. Tengo que encontrar a esos matones. Nada hay más importante ahora para mí.
—Es decir, deberían haberme dado una paliza para que mi caso motivara tu atención.
—Así es.
Descruzó y cruzó las piernas como la Stone en Instinto básico. No entré en el detalle de averiguar si llevaba ropa interior, además de que no pareció una pose sino un acto reflejo.
—¿Qué posibilidades hay de que cambies de criterio? Al fin, todavía pueden darme una paliza.
—¿A qué te dedicas, Olga?
—Soy diseñadora de moda. Trabajo para grandes firmas: Mango, Boss, Zara, El Corte…
—Veo que estás acostumbrada a rendir al adversario.
—No exactamente. Me gano bien la vida. Y cuando quiero algo, que nunca son caprichos, lucho por ello. Y entiendo que quienes colaboran conmigo tengan asegurada una buena minuta. —Siguió mirándome turbadoramente—. ¿Y bien?
—Estoy solo. Carezco de tiempo físico para iniciar ningún otro caso. Sin embargo, soy hombre agradecido y tu generosidad me da para hacer contigo unas reflexiones que pueden serte útiles.
—¿Generosidad? ¿A qué te refieres?
—Tus piernas. No sé cuánto hay de intento de seducción. Pero agradezco la contemplación directa de tanta maravilla.
—¿No afectan a tu serenidad?
—Tengo bien cubierto ese capítulo. No soy hombre de mojar en muchos platos.
—Me asombras. El primero que veo que no hace gala de donjuanismo.
—Que tú provocas. Pero veamos. ¿Por qué eres la receptora de tan importante mensaje? ¿No hay nadie en tu familia con igual o más capacidad? ¿Por qué tú?
—No lo sé. Quizá porque soy quien más adora a mi abuela, aparte de mi tío Carlos.
—Cuando hablas de tu abuela te refieres a la mujer del desaparecido.
—Sí. No tengo más abuelos que ella.
—¿Marido?
—Divorciada, un hijo. Mi vida sentimental es un desastre.
—Puede que sea por tu disposición a la agresividad, el componente machista del feminismo; la seguridad de que haces gala.
—¿Psicoanalista también?
—No. ¿Hermanos?
—Dos varones, a su bola.
—¿Ellos no quieren a tu abuela?
Se rebulló y sus piernas volvieron a refulgir.
—Sí, claro, pero… Bueno, es diferente. Soy la única niña de mis padres, su única nieta. Fui muy mimada por todos, en primer lugar por ella. Yo estoy más implicada en su vida. La disfruté más.
—¿Qué edad tiene la abuela?
—Cumplirá noventa y dos este año.
—Informaste a David que a tu abuelo se le dio oficialmente por ahogado y que el viaje obedeció a un encuentro particular con sus antiguos colegas. Pero no te crees esas versiones aunque nada aportas ni sugieres con relación a ambos hechos. Sólo tu escepticismo.
—¿Cómo sugerir algo? No hay un solo documento al respecto. Nadie de la familia lo hemos sabido nunca, ni tenemos idea. Al menos, eso es lo que dicen. Pero está la carta. Ella aporta algo más que sugerencias.
—¿Has recibido alguna otra?
—No.
—¿Seguiste las instrucciones?
—Sí.
—Es posible que el misterioso remitente se haya arrepentido. Habría que considerar quién puede saber algo de un hecho tan lejano. Me imagino que sería algo tremendo.
—Conmovió a toda la familia en su día, y a sus descendientes, en diferente medida. En concreto ha gravitado veladamente siempre sobre mí, posiblemente por mi mayor vinculación emocional con la abuela. Lo que dice la carta, eligiéndome como depositarla del dolor familiar, tiene sentido. Soy quien más deseó conocer qué ocurrió con mi pobre abuelo y si la rumorología ha magnificado o minimizado los hechos.
—Normalmente los hechos se agrandan y se desbordan, disociándose de la realidad.
—Es lo que quiero averiguar.
—Salvo que el misterioso remitente haya encontrado documentos explicatorios, lo que no cuadra con la lógica porque este tipo de tramas rara vez se reflejan en escritos, tendremos que pensar que esa persona informante vivió o fue contemporánea de esos hechos. Y lo que es más: que te conoce bien. Eso reduce la búsqueda.
Ella me miró y noté que asimilaba mi razonamiento.
—¿Sois muchos de familia?
—Mi abuela, mi padre, su hermano Carlos, mis dos hermanos con sus mujeres e hijos, y yo. Y por la otra…
—Un momento, ¿qué otra?
—Bueno, no es fácil de explicar. Como una segunda familia. La componen Blas, que es primo de mi abuelo, y sus hijos Jesús, Fernando y Rafael, mellizos estos últimos. Sus mujeres e hijos también, por supuesto.
—¿Quiénes viven de aquella etapa, hace casi cincuenta años? ¿Amigos?
—Mi padre, mi tío, Blas y sus tres hijos. Puede que algún viejo amigo por ahí. Y, bueno, la abuela, aunque en ese sentido es como si no existiera.
Levanté la vista del papel donde tomaba notas. Había percibido un quiebro en su habla.
—¿Por qué? ¿Qué le pasó?
Se levantó y caminó hasta el ventanal. Seguía siendo una mujer de bandera pero había perdido su aire provocativo.
—Según dijeron tuvo un desmayo —dijo con voz lamentada, de espaldas a mí—. Cuando se recobró vieron que miraba con extrañeza su habitación y luego a ellos mismos. Había perdido la memoria.
—¿Quiénes eran ellos?
—Mi abuelo el coronel y Leonor, la mujer de Blas. Ya no vive.
—¿En qué fecha ocurrió?
—En febrero del 56.
—El mismo mes en que desapareció el coronel —señalé.
—Sí, pero lo de ella fue antes. Cuando el coronel faltó la abuela ya estaba amnésica.
—Supongo que alguien habrá establecido una relación entre ambos hechos.
—No me ha llegado tal sugerencia. Y la nota misteriosa tampoco lo establece.
—¿Tu abuela no recobró nada de memoria en tanto tiempo?
—Vivió con normalidad a partir de aquello. No volvió a tener olvidos pero nunca se recobró de la amnesia. Fue como si hubiera nacido ese día.
Su voz volvió a mostrar cicatrices. A pesar de mi experiencia en el trato humano, siempre me sorprenden algunas personas. Empecé a ver a Olga como una mujer normal, su debilidad, eliminada su capa de triunfadora. Dejé que se prolongara una pausa.
—Estás aquí por tu abuelo pero es tu abuela quien te conmueve.
—A él no le conocí. Nací trece años después de que ella olvidara su vida anterior. Para mí fue más que una madre porque desde pequeña me cuidó, en ausencia de la que me trajo al mundo, llenando mi niñez con sus juegos y su presencia. Una persona distinta a todas, que no hablaba de su pasado pero que vivía el presente con una alegría desbordante. ¿Qué misterio habría en su vida primera? Cuando crecí era yo quien le hacía reír y la cuidaba. Bueno, también estaba Leonor, su mejor amiga, que se desvivía por atenderla. Fue doloroso sacarla de casa y enviarla a la residencia. Pero no hubo más remedio. De todas maneras ella no está Presa, puede salir adonde quiera aunque, en verdad, allí se encuentra mejor que en cualquier otro lugar.
—¿En qué residencia está?
—En una llamada Horizontes.
—Disculpa la observación. Conozco ese centro y, según mis informes, su tarifa es de unos tres mil euros al mes. Seis millones de pesetas al año. Hay residencias más baratas. Me congratula conocer a una familia de tantos posibles.
—No lo somos. Lo pagan entre Blas y su hijo mayor. Jesús. Ellos son ricos.
—Cuéntame eso.
Se despegó de la ventana y volvió a sentarse. Hice u esfuerzo para no mirar sus piernas.
—Cuando mi abuelo desapareció, su primo se hizo cargo de mi abuela y de mi padre, un niño entonces. Mi tío Carlos era oficial del Ejército y estaba destinado en Ceuta.
—¿Hubo alguna imposición testamentaria?
—Ninguna. Mi abuelo carecía de bienes, sólo tenía su sueldo. Blas lo hizo por propia iniciativa, sin que nadie ni nada le obligara. Más tarde Jesús se sumó a esa causa. Desde entonces corren con todos los gastos. En ese sentido ha sido, son, unos ángeles para la abuela.
—Lo que cuentas es extraordinario. Supongo que les tendrás en gran consideración.
—A fuer de sincera he de admitir que no, y no sé bien por qué. Quizás es su exceso de religiosidad. Cumplen con todos los preceptos que impone la religión católica.
—En general la gente religiosa no es peor que la que no lo es. Si es por sus actos, ellos están en el lado de los buenos.
—Sí. Lo que ocurre es que entre la Iglesia y yo hay un gran desencuentro. Y es posible que no sea ecuánime en mis juicios.
—En el informe consta que tu abuelo era militar. ¿Qué era su primo?
—Militar, también.
—Los militares no ganan tanto como para mantener a dos familias, salvo que hagan uso de trapacerías.
—El viejo Blas fue muy emprendedor. Tenías que verle incluso ahora, a los noventa y cinco años. Está pachucho pero menuda mente tiene el tío. Dejó el Ejército un año después de la desaparición de su primo. Se hizo socio de un alto cargo del Ministerio de Comercio, amigo suyo. Entonces, en aquellos años, lo que se importaba, que era casi todo, se hacía bajo licencias de importación, extremadamente difíciles de conseguir. Ellos lograron acaparar muchas: para maquinaria, automóviles, motores… Hicieron gran capital, con el que se introdujeron en el sector de la construcción creando inmobiliarias, algunas del mayor renombre hoy en el mercado. Ahí entró ya Jesús, que es arquitecto. Se hicieron ricos en pocos años.
Estuve reflexionando un rato, consciente de su mirada expectante.
—Dices que Blas empezó a subir económicamente a partir de la desaparición de tu abuelo y de que llegaran los policías a rebuscar, parece que tras el teórico dinero o pistas. ¿Ese dinero no apareció?
—No lo sé, ni siquiera sé si lo hubo y sólo fueron conjeturas ante el secretismo.
—Si todas esas fuerzas policiales estuvieron investigando, es de lógica considerar que buscaban algo más que documentos. Yo diría que el dinero existió.
—¿Crees que ahí podría estar el origen de la riqueza de Blas? —dijo, lanzándome una rápida mirada.
—Es una pregunta capciosa. Significa que subsiste en vosotros una sospecha en tal sentido.
—Para ser exactos, sólo yo albergo esa sospecha. Mi padre y mi tío nunca han sugerido tal cosa porque no hay ninguna evidencia, y los policías, en el supuesto de que barruntaran lo mismo, debieron de descartarlo después de las Pertinentes investigaciones. Pero aún sigue en mí esa sensación, tal vez injusta, quizá porque no es normal que las personas se hagan ricas trabajando.
—Si Blas tuvo a su cuidado a tu abuela y a tu padre, también de esa riqueza deberíais haber participado aunque de forma colateral.
—Una cosa es vivir bien y otra es hacerlo en la riqueza. Los negocios de Blas y Jesús han sido para ellos. Mi padre es ingeniero de Montes y mi tío se hizo periodista. Hemos vivido con cierta holgura, pero nada más.
—Has dicho que tu tío era oficial y que estuvo en África.
—Sí, en aquellas fechas. Abandonó el Ejército un año después de la desaparición del coronel.
—Como Blas.
—Sí, más o menos. —Me miró—. ¿Alguna duda?
—Curioso que ambos dejaran la milicia a la vez.
—Fue una coincidencia, sin relación. Cada uno llevó un camino distinto.
—Siempre dices Blas y su hijo Jesús. No mencionas a los mellizos, también sus hijos.
—Por causas nunca aclaradas, tanto Blas como Jesús dejaron de tener trato con ellos hace muchos años.
Estuve considerando el hecho. Se me ocurrían muchas preguntas, pero no era el momento adecuado.
—¿Tu abuela no estuvo con otro hombre después de la desaparición de tu abuelo?
—No. Nunca hubo más hombres.
—Al margen de la coincidencia en la atención a la abuela, debo entender que mantenéis buena relación entre la familias.
—Nos centramos en nuestros asuntos, salvo en ocasionales circunstancias. Ya sabes cómo es la vida. Además, no es conveniente rondar a los ricos. Siempre creen que hay un interés egoísta. —Sonrió sin alegría.
—Mucho debió de querer Blas a su primo para proteger a tu abuela y su entorno durante tantos años. A no ser que estuviera enamorado de ella secretamente.
Olga me hizo blanco de otra rápida mirada.
—No creo en ese amor aunque era muy atractiva. No hubiera sido lógico porque su mujer, Leonor, era bellísima y un corazón de oro. Esas mujeres de antes.
—En todas las épocas hubo mujeres bellas, tú eres un ejemplo.
—Gracias por el desmelene, pero no dije que la abuela fuera bella sino atractiva. La bella era Leonor. Una hermosura. Hay fotos que lo corroboran. Además, tenía el empaque de la gente adinerada porque procedía de buena familia. Era más cautivadora que mi abuela no tanto por su juventud, sólo dos años menos, sino por su temperamento y despreocupación. Decían que siempre estaba riendo.
—¿Cómo era Blas de joven?
—No muy favorecido, la verdad. No sé qué vería Leonor en él para casarse. Se parecía poco a mi abuelo, según indican las fotos. El abuelo sí era un tipazo.
—Háblame de tu abuelo.
—Mi padre y mi tío han sido poco explícitos en lo familiar. La verdad es que apenas vivieron con él porque estaban internos. Blas le pondera en el aspecto militar. En las dos guerras en las que participó, en la de África como teniente y en la de España como capitán, se distinguió por su arrojo y valentía. Iba siempre a la cabeza de sus hombres en los asaltos, indiferente al peligro, despectivo con las balas. Por naturaleza estaba inmunizado contra el miedo. Aunque fue herido muchas veces y le dieron la Medalla Militar individual y la Cruz de Guerra, nunca mantuvo diálogos con la muerte. Es un orgullo para la familia.
—Volviendo a Blas y Leonor. ¿Cómo se llevaban?
—Hasta la muerte de ella vivían en la misma casa.
—Eso no es decir nada.
Se removió en la silla.
—La verdad es que… ella apenas hablaba a su marido.
—Querrás decir que no se hablaban entre ellos.
—No, entendiste bien. Leonor es la que no le hablaba. Él siempre estuvo obsequioso con ella, buscando su atención.
—Dijiste antes que era la mejor amiga de tu abuela.
Me miró fijamente y luego desvió la mirada, cubriéndola con un punto de añoranza.
—Nunca vi a una mujer querer tanto a otra. Congeniaron de maravilla, como buenas hermanas. Debo recordarte que, aunque mi abuela tiene borrados de su memoria los primeros pasajes de su vida, es una persona totalmente normal. Cuando la ingresaron en la residencia, Leonor iba todos los días a cuidarla. Fue algo admirable, insólito incluso, teniendo en cuenta que ni siquiera eran cuñadas. Tenías que ver la dulzura con que la trataba, lo pendiente que estaba de ella.
—¿Cómo fue tu relación con esa mujer tan sorprendente?
—Muy buena. Nos veíamos mucho y, ya en la residencia de mi abuela, a diario. Era una mujer muy tierna de gestos, de grandes silencios. Como si una pena muy grande le rondara. Pasaba más tiempo en el centro que en su propia casa.
—Has dicho que reía siempre.
—En su juventud, contaban. A veces creí que se referían a otra persona porque nunca la vi alegre ni reír. Y las pocas sonrisas que mostraba eran apenas amagos que nacían de las expresiones de mi abuela.
—¿Cuándo murió?
—Hace dos meses. El corazón. Le había fallado anteriormente. Estaba convencida de que no superaría un nuevo ataque.
Algo se me enganchó de repente en la cabeza, como cuando tomamos un helado con rapidez y el frío nos sube como una cuchillada por un ojo hasta el cerebro. Repasé las notas que había ido tomando. Luego busqué en el expediente la carta que Olga había recibido. Se la puse delante de los ojos. Ella me miró con extrañeza.
—Mírala bien, con atención. ¿No reconoces la forma de escribir, algo que te suene en la redacción?
—Bueno… No… —dijo ella, tras un rato de observación—. ¿Qué es lo que…?
—Tráeme toda la documentación que tengas. Puede que acepte el caso.
—¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
—Una pista, una corazonada. De todos los testigos que estuvieron en las dos tragedias, una acaba de faltar. —Miré sus ojos alertados—. Creo que quien escribió la carta fue esa mujer. Leonor. Su muerte impidió su confesión.