Catorce

… dame la escopeta, padre.

—Non, neñín, que te asesinan,

cuando cumplas quince años

ya saldrás de cacería.

ANÓNIMO (Romance de Villafría)

Septiembre 1937

Ramiro contempló el apretado paisaje de casas arracimadas, acostadas en la ladera que subía a los prados. Todavía no habían llegado los fríos que transformarían el rocío del verdor en escarcha. Al otro lado del valle, más allá, las montañas que huían hacia León estaban difuminadas por la neblina. Su padre le había dicho que allá, a lo lejos, estaba Madrid, la ciudad leyenda donde la gente moría por los bombardeos y el hambre pero que resistiría. Su viejo profesor le había hablado de resonantes sitios del pasado, como Sagunto, Numancia y Masada, donde las poblaciones resistieron hasta la muerte, como estaba ocurriendo ahora en aquel Madrid desconocido y épico. Bajó la vista a la dolorosa realidad y se despidió de los pocos vecinos que, aunque contrarios a las ideas políticas de su padre, mostraron hacia él un sentimiento mezclado de pena y conmiseración por su soledad. Sólo su amigo Maxi, el de la otra familia republicana y de su misma edad, haría con él el peregrinaje. Cruzaron por las pendientes de guijos y yerba hacia la casa de postas. Al poco llegó el autobús, fletado por el Gobierno sólo para esa misión. Venía mediado de niños y familiares recogidos de otros pueblos y estaba atendido por un maestro y una joven uniformada de blanco. Ramiro, Maxi y su madre, que les acompañaría hasta el barco, fueron recibidos con muestras de afecto. La madre de Maxi era muy joven y guapa y había sido muy amiga de la suya. Se llamaba Preciosa, un nombre raro pero que le hacía plena justicia. Tenía otros dos hijos más pequeños, que dejó con los abuelos. Vestía de luto por la reciente muerte de su marido en el frente y tenía el rostro concentrado. Ramiro no entendía por qué mandaba a su hijo tan lejos teniéndola a ella. Se lo preguntó.

—Era el deseo de su padre. Tengo que lo respetar.

—No quiero ir, madre —intervino Maxi, presente en la conversación—. Déjeme con usted.

—Debes cumplir la promesa a tu padre.

—No hiciera ninguna promesa.

—La hiciera yo. ¿Crees que no me cuesta? Pero vas con Ramiro. Él tampoco quiere ir, pero obedece.

—No ye lo mismo. Él no tien quien lo quedar. Yo la tengo a usted, a los abuelos y a los mis hermanos. ¿Por qué ellos no marchan conmigo?

—Son cativos. Tú ya te vales.

—Me quita de su lado como el que echa la mixina —dijo, sus celestes ojos llenos de oscuridad.

—Qué cosas dices, mío fiu; qué cosas…

Una hora después llegaron a Pola de Allande, la capital del Concejo. Frente al Ayuntamiento vieron a otros niños y padres esperando. Había pocos hombres jóvenes. Era temprano y el mundo se deshacía. Ya en marcha el vehículo, Ramiro giró la cabeza hacia atrás y vio desaparecer las casas entre las innumerables curvas de la carretera, una línea terrosa atemorizada por los tremendos montes verdosos.

Tres horas más tarde, tras parar en algunas localidades para recoger más niños y acompañantes, llegaron al puerto de El Musel, en las afueras de Gijón, que estaba lleno de tinglados nunca vistos: grúas enormes, galpones y depósitos cilíndricos. Unos barcos de carga se encontraban fondeados y había mucha gente deambulando, la mayoría portando sacos y bultos en carretillas o a hombros. Ramiro y los demás bajaron de su autobús viendo cómo otros se vaciaban también de niños y acompañantes. Unos hombres y mujeres pasaron lista y los integraron en colas formadas por otros cientos de niños delante de una nave grande habilitada como centro de recepción. Procedían con amabilidad y simpatía y eso calmaba a los niños y a sus familiares. Ramiro observó los extraños pájaros que graznaban y revoloteaban. «Gaviotas», le dijeron. Las siguió con la vista y su mirada se escapó al oscuro mar, más allá de los buques atracados. La línea del horizonte marino estaba nítida como si hubiera sido trazada por un delineante. Un grupo de médicos reconoció a los niños y más tarde les dieron de cenar en una sala grande llena de mesas. A los no residentes en Gijón los instalaron con sus acompañantes en diversas dependencias, donde permanecerían hasta la llegada del barco que había de llevarles.

A los dos días, exactamente el 23, un barco se despegó del horizonte y se acercó al muelle. Todos los niños, tanto los que durmieron en sus casas como los que lo hicieron en las fondas habilitadas, fueron agrupados por turnos. Ramiro buscó a su padre entre la gente. No estaba. Había mujeres jóvenes, voluntarias para acompañar a los niños en el viaje. Iban de blanco, sus cofias almidonadas, y estaban llenas de sonrisas animosas y confiables. Algunas eran maestras y otras sólo tenían su entusiasmo y disposición por ayudar en lo que estimaban como la ocasión más grande que pudiera ocurrir en sus vidas. Todas ellas tenían la convicción de que la Unión Soviética era la tierra prometida.

Los preparativos se llevaron velozmente las horas diurnas. Cuando la noche se desplomó, en el malecón antes inundado de gente fueron quedando sólo los familiares, todavía una muchedumbre borrosa a las escasas y macilentas luces de un puerto objetivo de acción de guerra. Algunos chigres estaban abiertos para atender en la larga despedida. Ramiro observó el buque, del que escapaban chorros blancos por sus chimeneas. Apenas se veía el contorno, disuelto en la oscuridad. Retemblaba y se oían apagadamente los motores de sus entrañas. Le pareció enorme, diferente a como lo viera de día. Ahora semejaba uno de esos monstruos que rondaban por los montes oscuros durante los inviernos y que, según aseguraba su abuelo en las noches atemorizadas de viento, devoraban a los hombres que sorprendían en horas altas fuera de sus casas; los monstruos de los que su inolvidable Cuito le protegió. Muchos niños llevaban bolsos o cajas de zapatos atadas con cuerdas, donde guardaban sus pequeños tesoros. Los más pequeños iban sin bultos, sus cosas en custodia de sus hermanos mayores o cuidadoras. Ramiro sólo portaba una pequeña caja. Dentro, su enciclopedia, cuaderno, lápiz y la foto de sus padres, todavía no arruinada de manoseos. Era el día 24 y la orden de embarque les llegó a las dos de la madrugada. Ramiro siguió su turno y ocupó su sitio en el muelle. Notó en su hombro la mano fuerte. Su padre. Se volvió a mirarle y los brillos de sus ojos se prendieron. Era un hombre recio y alto como un roble. Aunque sólo estaba en la treintena, a él le pareció muy mayor esa noche. Tenía las manos y las botas grandes. Llevaba chaqueta de uniforme sin correspondencia con el pantalón. En su cabeza, la gorra blanda Thäelmann con la divisa de sargento: estrella de cinco puntas bordada en rojo y tira horizontal del mismo color. Sus botas de cordones no estaban manchadas de la tierra de las huertas sino del polvo de porfías guerreras. Un ejemplar del semanario comunista Milicias le sobresalía de un bolsillo. Había llegado de permiso desde el frente, justo para despedirle.

—¿Cómo tas? —dijo, sus ojos reforzados de ojeras.

—Bien —contestó, sin dejar de mirarle.

Su padre abrazó a la madre de Maxi y ella apoyó la frente sobre su pecho. Ramiro bajó la cabeza. No hablaba mucho con él porque cuando salía de la mina iba al sindicato, de donde llegaba en las noches cerradas. Y cuando faenaba en la huerta y en el campo tampoco usaba de muchas palabras. En realidad, desde que muriera su madre, hacía ya cinco años, el silencio se había apoderado de la casa. Los abuelos se volvieron parcos y un día aparecieron muertos los dos, en la cama, cogidos de la mano, como cuando iban a la iglesia. No eran muy viejos pero habían muerto sin enfermedad causante, no como su madre, sucumbida por la tuberculosis muy joven, lo que impidió que pudiera darle algún hermano. Desde entonces, él y su padre solos en la casa, los mutismos de su progenitor se convirtieron en norma. Lo mismo ocurrió cuando marchó al frente al estallar la guerra, catorce meses atrás. No le dijo muchas cosas. Sólo que debía ir a luchar y que él quedaría solo cuidando de la huerta y las gallinas. Había vendido las vacas hacía tiempo, como si presintiera que tendría que dejarle solo, ya sin Cuito, y no quisiera abrumarle de trabajo. Lo trataba como un adulto ya desde pequeño, haciéndole trabajar en la huerta y con las vacas, nunca con dureza pero tampoco con ternura, lo que no le extrañaba porque los hombres de las otras casas eran igual de adustos con sus neñus. Sólo las visitas del maestro a la aldea, tres días por semana, permitían que él y los otros guajes tuvieran una corriente de diálogo y conocimiento. Aquel día recogió la maleta de cartón duro, le abrazó, se colgó una manta del cuello y luego, junto con el Padre de Maxi, echó a caminar cuesta abajo hacia la guerra. Fue la única vez que se sintió desguarnecido de afectos. Pero los días vinieron inmisericordes y supo que debía sobreponerse. Se apañó como siempre, afanoso. Y cuando desfallecía en los recuerdos, la familia de Maxi siempre acudía para echar una mano.

Y un día, un mes antes, su padre regresó con su amigo. Los vio hablar con la madre y abuelos de Maxi, los cinco mirándose y moviendo las cabezas como si alguien cercano hubiera fallecido. Más tarde en la casa, el caldero humanizando la cocina, él le habló.

—Vas a hacer un largo viaje.

—¿Adónde? ¿A Madrid?

—No. A Rusia.

—¿Dónde está Rusia?

—Muy lejos de España.

—¿Y por qué tengo que ir?

Su padre le miró de frente, como siempre hacía, sus ojos llenos del color de los prados.

—Ye necesario. Estás solo y no quiero te dejar desamparado, si pásame algo. Aquí hay peligros y necesidades. —Siguió mirándole—. Allá te cuidarán y estarás a salvo de la guerra. Comerás bien y te educarán. Los comisarios de la mi brigada dicen que en Rusia están ansiosos por os recibir. Ye el país del futuro.

—¿Por qué ye el país del futuro?

—Porque ye un Gobierno de obreros que ha eliminado las diferencias. No hay pobres ni ricos, todos lo mismo. Todos comen a diario y todos estudian. Aquí sólo estudian y comen los ricos. Algún día los demás países serán así, pero ahora ye el único que existe. En España será lo mismo cuando ganemos la guerra.

Nunca había oído a su padre hablar tanto y con tanta convicción.

—¿Qué pasará cuando ganemos la guerra?

—Entonces regresarás, fuerte y con estudios. Y serás uno de los que enseñarán a otros rapaces lo que el socialismo colectivo hace por los pueblos.

—¿Cómo ye Rusia?

—Me han dicho que ye el país más grande del mundo, mucho más grande que España, como veinte veces más; el más rico, con grandes fábricas que dan trabajo a todos y con unos campos agrícolas inmensos donde producen alimentos de todo tipo.

Él le creyó porque su padre nunca mentía. Intentaba entender el mensaje pero no aquilataba lo referido a la extensión porque nunca había salido del Concejo y las dimensiones de España le eran incomprensibles.

Y ahora había llegado el momento de la separación, del viaje a lo desconocido y lejano. Y notó que la mano fuerte de su padre atrapaba la suya como queriendo transmitirle algo. Era una presión distinta, bullente, como si fuera una ardilla queriendo escapar. Se volvió a mirarle. Él tenía diez años, era alto y desgarbado y todos decían que llegaría a ser como su progenitor. Nunca fue tan adulto como en ese momento y, sin embargo, sintió que su padre lo miraba como al niño que nunca fue para él. Algo en el rostro duro del hombre se había descompuesto y le permitió descubrir cosas que nunca viera antes.

—No me aleje de la nuestra tierra, padre. Lléveme a luchar con usted. No soy un guaje. Puedo empuñar un fusil o ayudarle en esas cosas de la guerra.

—Sí eres un guaje, aunque nuestra vida dura te haya quitado el disfrute de la neñez. —Miró las aguas mansas, como ajeno al ruido de la gente en despedida—. El frente norte está cercado por los fascistas. Si se derrumba, se lanzarán sobre Santander. Oviedo sigue en poder de los traidores. Les llegaron refuerzos, moros, batallones de la Legión Y columnas de soldados desde Galicia. Si el Gobierno no envía una fuerza, Gijón y el resto de Asturias caerá.

—Si todo ye tan malo, ¿por qué no viene conmigo?

—Sería desertar. Además, todavía no hemos perdido. Y si ocurre, quedará el monte. Resistiremos hasta la victoria final. —Se volvió a la algarabía. Los niños estaban subiendo al barco—. Me escribirás contándome cosas. Cuando vuelvas haremos un libro donde poner todo lo que allí vieres —dijo, echando las palabras para un lado.

Y en ese momento él supo que nunca volvería a verle. Algo dentro de sí rompió la norma y le impulsó hacia su padre, abrazándole. Sintió sus grandes manos acariciándole el crespo cabello y oyó su voz extrañamente enronquecida:

—Venga, muchacho. Demostremos quiénes somos. Que nunca te vean vacilar.

Se separaron y él notó el golpeteo de su pecho. Buscó en sí mismo el valor que necesitaba. Caminó hacia la fila seguido por Maxi, subió por la escalerilla del mercante francés y forcejeó fieramente por el mejor acomodo en cubierta, ensordecido por el clamor general y los llantos de tantos niños. Allá abajo distinguió a su padre junto a la madre de su amigo. Cuando más tarde el buque se alejaba del muelle y los perfiles de las gentes se diluyeron, un silencio salpicado de lloros apagados descendió sobre los niños que se agolpaban tras la barandilla como aves enjauladas. Maxi se había transformado en una sombra muda, los ojos secos, la mirada incrédula. Era muy de madrugada y el puerto estaba remiso de iluminación. Pero Ramiro aún veía o creía ver a aquel hombre taciturno entre la multitud agitada y distante. Su padre. Las aguas, como la noche, eran muy negras y en ellas cayeron sus primeras lágrimas desde el entierro de su madre.