Trece

Enero 2003

Tercer caso. El informe de David era el siguiente:

Recibo la apabullante presencia de Olga Melgar, treinta y cuatro años, echando humo como una chimenea. Expone que su abuelo Ignacio Melgar, coronel del Ejército, desapareció en febrero de 1956 a los cincuenta y tres años. Cree que le habían encomendado una misión especial en Melilla. Parece que al día siguiente, ya cumplido el encargo, le vieron subir al barco de regreso a España. Los testimonios de los funcionarios de la Aduana de Málaga no constituían prueba. Ninguno recordaba haberle visto ni lo contrario. Eran muchos los militares de alta y media graduación que cruzaban diariamente y nunca se les verificaba en atención a su rango.

A continuación se transcribe la conversación que mantuvimos y que grabé:

—¿Por qué crees que su viaje obedecía a una misión oficial? O lo era o no lo era.

—Porque el caso fue investigado por las policías de las Brigadas Social y Criminal y por el Servicio Secreto del Ejército, sin resultado. Incluso, más tarde, por la Interpol, lo que significaba que el asunto era gordo y que buscaban algo más. A pesar del secretismo algo se filtró sobre la falta de un montón de dinero. Estuvieron en la casa y en su despacho del Ministerio varios días registrando muebles, armarios y se llevaron todos sus documentos, se supone que en busca de testimonios sobre la finalidad del viaje y del paradero del supuesto dinero o de algún dato que les dijera dónde hallarlos a él y al coronel. Ninguna pista. En un principio dijeron que, a falta de hipótesis plausibles, podrían haberlo secuestrado, lo que se descartó al no recibirse petición de rescate. Idea absurda, porque el coronel no era rico. Luego apuntaron que pudo haberse fugado de España y estaría viviendo con nombre falso en cualquier país sudamericano, lo que implicaba la creencia en la apropiación de ese hipotético dinero; idea tan absurda como la primera, dada su fama de hombre recto, cabal y coherente con su realidad familiar. Después de mucho tiempo de investigación rigurosa e intensidad decreciente, y ante la pertinaz ausencia de pistas, prevaleció la sospecha de que podía estar muerto. Las autoridades nunca dijeron a la familia por qué lo buscaban con tanta vehemencia al principio. Sospecharon que esa posible misión de alto secreto, por más que intentaran manipularla, fue una orden del Gobierno, no sólo del Ejército. De ahí la vinculación de todas esas instituciones en las investigaciones posteriores. El caso nunca salió a la luz en los medios, no sólo por la censura general sino por secreto militar. El coronel nunca apareció.

—¿Cuáles fueron las conclusiones finales de las investigaciones oficiales sobre la muerte de tu abuelo?

—A los cinco años señalaron en el informe castrense que probablemente se habría ahogado durante la travesía. A los diez años repitieron las mismas conclusiones pero quitaron lo de «probablemente».

—¿Qué hay sobre el presunto dinero?

—Nada. No se menciona en ningún documento.

—¿Y sobre el motivo del viaje?

—Sólo una escueta referencia indicando que volvía de una visita particular a Melilla, algo de celebrar efemérides con antiguos compañeros del Tercio. Nada de misión oficial. Nunca se modificó esa versión.

—Puede que esa versión oficial correspondiera con la realidad de lo que ocurrió. ¿Por qué no lo crees?

—¿No lo ves absurdo? No habrían estado investigando todas las policías del Estado por un accidente ocurrido a una persona que volvía de ver a unos amigos, por muy coronel que fuera. Por fuerza tuvo que ser un asunto de gran envergadura.

—El caso parece serio y lo presentas como pleno de connotaciones políticas, no sólo militares. Comprendo que diera lugar a dudas familiares en su momento. ¿Las expresaron en su día, intervinieron en busca de pruebas, investigaron, se opusieron?

—No.

—¿Porque finalmente aceptaron las tesis oficiales o por amenazas o consejos de que debían apartar las narices del asunto?

—Debió de ser un poco de todo, y algo por cansancio. Enfrentarse al Ejército y a la Policía es arduo en la actualidad pero en aquellos años era temerario, si no una locura. Yo no había nacido. Mi padre dijo que durante algún tiempo unos hombres grandes entraban y salían, mirando por todos los sitios y haciendo preguntas. Agradecieron que acabara el acoso y poder vivir con normalidad. Pero todo eso ha estado siempre ahí en medio y en cierto modo, si bien distante, ha sido como una sombra en la intimidad familiar.

—¿Por qué ahora decides hacer lo nunca intentado?

—Porque el momento no se elige, llega cuando llega.

—¿Qué te hizo creer que había llegado ahora?

—La recepción de una carta, cuya lectura sugiere la necesidad de investigar lo que en ella se expresa.

—¿Cómo recibiste esa carta?

—La trajo un mensajero a mi oficina. Sin remite. El emisario no dejó ningún recibo. No era de agencia oficial.

—¿La has traído?

—Sí. No la verás mientras no me digas que aceptáis el caso.

—Es al revés. Sin conocer los datos esenciales no podemos decidir. —Me miró. Finalmente accedió viendo que sus armas no prevalecerían. La leí. Le hice la pregunta obvia—: ¿Informaste a alguien de esta carta y de este deseo de investigación?

—No.

—¿Seguro?

—Bueno… Supongo…

—Vamos, ¿a quién?

—Necesitaba apoyarme en alguien. Es una bomba. Lo comenté con mi padre pero me prometió guardar el secreto.

—¿Qué quieres que investiguemos? ¿La muerte de tu abuelo o la misión secreta que crees que desarrolló?

—Ambas cosas.

Conclusión. Creo que el asunto podría ser de interés para investigarlo. La Carta sugiere que el desaparecido pudo no haber muerto de forma accidental. Ella dijo que no importaba el dinero y quiere que lo indaguemos nosotros.

Ahí terminaba el informe. David, como siempre, había hecho sus deberes. Me extrañó sin embargo el tiempo que dedicó a los preliminares del caso, en contraposición al breve concedido a los otros dos. La carta, escrita en ordenador, decía:

El tiempo se acaba y muchas cosas deben ser aclaradas. Creo que usted es la única de entre sus familiares que tiene carácter para creerse lo que aquí se afirma y para actuar con la diligencia, la discreción y el interés necesarios. Por eso la he escogido. Lo sé todo acerca del coronel Ignacio Melgar. También por qué su abuela perdió la memoria. No hable con nadie. Si está de acuerdo, ponga un anuncio en ABC, en la sección de Varios, indicando que busca compañero para un viaje a Tombuctú. Recibirá otra carta con el lugar de la cita y le contaré todo.

—¿Qué impresión tienes de esta mujer? —Miré a Sara.

—Creo que David se queda corto. La verdad es que su presencia causa sensación.

—¿Y del caso?

—El pasado, que vuelve a llamar a la puerta —dijo con los ojos chispeantes.

Estuve un rato dándole vueltas. Había una dirección y un teléfono móvil. Llamé. Una voz de mujer contestó, identificándose como Olga. Después de presentarme, y tras unos inocuos comentarios, le pregunté:

—¿Te encuentras bien?

—¿A qué te refieres?

—¿Has recibido amenazas o intentos de agresión? ¿Has notado si alguien te seguía?

—No, ¿por qué?

—Creo que no vamos a poder atender tu caso, al menos por ahora. Lo siento. Buenos días —dije, y colgué.