Recorrer los senderos alfombrados
con el juvenil entusiasmo sin cautela;
caminar por terrenos de costumbre
que los años hicieron olvidados.
J.M.B.
Marzo 1937
Jesús Hernández Tomás, miembro del Buró Político del PCE y director del diario Mundo Obrero, era un hombre joven, como la mayoría de los políticos surgidos del radicalismo revolucionario. Tenía treinta años y ocupaba desde septiembre del año anterior la cartera de Instrucción Pública y Bellas Artes. Él y Vicente Uribe en Agricultura eran los dos únicos comunistas en el Gabinete de Largo Caballero. De mediana estatura, metido de carnes, rostro vertical y cabello largo, sus movimientos eran rápidos, como los de un ratón en descubierta. Dejó el teléfono y a través de los redondos cristales de las gafas posó su estrabismo sobre la mujer sentada al otro lado de su mesa.
—Confirmado. Tus hijos están entre los niños que salieron el día 21 a Rusia. Se evacuó a todos los de la colonia, salvo unos pocos que están enfermos.
María Marrón miró al hombre con intensidad.
—¿Qué piensas hacer al respecto?
—No me mires así. No soy responsable de lo sucedido.
—Tú has sido el impulsor, junto con José Díaz y tus amigos de la Komintern, de enviar niños a la Unión Soviética.
—Es una idea de enorme calado social. No es sólo el salvar vidas de niños, alimentarlos y educarlos sino darles un porvenir. Cientos de personas creen en ello y están realizando grandes esfuerzos personales dando lo mejor de sí mismos.
—Pero tú eres el responsable último.
—Te equivocas. Es un proyecto en marcha, ya fuera de mi control personal. Los que manejan las evacuaciones son directores de colegios, maestros, médicos.
—Politizados.
Él la miró. Ambos sabían que era un feroz ideólogo comunista y que gozaba de gran influencia política merced al poder que le otorgaba la dirección del órgano de prensa de su partido.
—No necesariamente, aunque no es malo que haya politización. Estamos en guerra. Pero, por encima de todo, esas personas son competentes y cumplen con su trabajo, como de ellos se espera.
—Ya veo cómo lo hicieron. Disponiendo de las vidas de niños ajenos, sin contar con los padres. A eso se le llama rapto.
—Escribieron a todos los padres y familiares para dar cuenta de la evacuación. Dieron plazos e instrucciones. No recibieron respuesta tuya.
—No me llegó ninguna carta. ¿Debo seguir repitiéndolo?
—Ellos lo ignoraban. Creían que habías muerto. Saben de los bombardeos fascistas, que tantas víctimas producen. Numerosos niños evacuados son huérfanos. Algunos de ellos no lo eran hace una semana. El director de la colonia lamenta lo ocurrido. Ya no hay remedio.
—¡Busca el remedio! ¡Quiero a mis hijos conmigo! ¡Quiero que me los devuelvan!
Él vio la desesperación batallar en los ojos de la notable mujer.
—¿Tienes idea de lo que pides? Es imposible. No hay forma de que ningún niño regrese, por ahora. —Hizo una medida pausa—. Pero ¿por qué ese sufrimiento? Tus niños están bien. Han sido vacunados y examinados por los médicos de la Consejería de Sanidad, como todos los demás. Su régimen de comidas era bueno en la colonia pero allí será mucho mejor, algo que aquí no tendrían. Van al mejor de los lugares, lejos de este horror, del peligro, del hambre. Estarán en casas habilitadas especialmente para los niños españoles, donde les cuidarán médicos, enfermeras, maestros y personal adecuado. Es el ideal para…
—¿Cómo hablas con esa convicción? ¿A cuántos habéis enviado antes?
—Todas las experiencias son positivas. En Francia, en Bélgica…
—¿Cuántos a la Unión Soviética?
—En Inglaterra…
—¡Cuántos! —gritó María.
Él volvió a admirarse de la falta de artificios en la mujer.
—Es la primera expedición que parte hacia allá.
—Es decir, usáis a los niños como cobayas. No importa si ellos sufren. Importa el experimento.
—En todos los sitios los recibieron con cariño y les dieron lo mejor. Allí no tiene por qué ser diferente. Al contrario.
—Me hablas de países libres, democráticos, con instituciones arraigadas. Y eso no es la Unión Soviética, un país asiático en su mayoría, incluso bárbaro, con un régimen tiránico.
—No sabes lo que dices. Es el modelo de Estado igualitario, lo que la sociedad humana necesita, la cuna del socialismo, el ejemplo de lo que aquí queremos ser. En España estamos luchando por la misma idea de sociedad.
—Palabras rimbombantes. Las mismas de siempre. Las vengo oyendo desde el 34. Muy bonitas pero sin contenido para las madres. —Incendió más sus ojos—. Quiero que mis hijos se críen conmigo, aquí.
—Será así cuando acabemos con el fascismo. Dentro de unos meses los tendrás de vuelta y felices, bien alimentados, bien instruidos. Un poco de paciencia. De todas maneras ya llevas un tiempo sin ellos.
—No tiene nada que ver. Estaban en España, a mi alcance, disfrutando en el Mediterráneo en una de las colonias propiciadas por el Comité de Refugiados creado por tu jefe de Gabinete. Iba a ser una separación corta. Aún recuerdo aquella mañana en el hotel Palace, la primera concentración, todas las familias angustiadas pero felices. Era una evacuación dolorosa pero necesaria para las que no teníamos a nadie con quien dejar a nuestros hijos.
—Por otro decreto del Ministerio de Sanidad, ese comité se llama ahora Oficina Central de Evacuación y Asistencia al Refugiado.
—Me dan igual vuestros cambios. Eso no debe suponer más dolor para la población. Esos traslados a la Unión Soviética son forzados.
—Estás equivocada. Todos los familiares de los niños dieron su aceptación, algunos con entusiasmo. Aunque es innegable que sus padres sufren por la separación, todos saben que es mejor ese alejamiento. Además de que van a lugares mejores, se quitan las preocupaciones sobre su bienestar y desaparecen los pesos muertos que impiden la dedicación total para ganar una guerra. Los niños y ancianos, lejos, son más útiles que en zonas de conflicto. Al fin de esta guerra surgirá un futuro mejor para esos niños.
—El mismo discurso de ese falangista, Onésimo Redondo. Que no haya esposas, ni madres, ni hijos en esta lucha; sólo la Patria.
—Hay una diferencia. Nosotros no bombardeamos sus ciudades ni matamos a su población civil.
Se estableció un silencio, que ella rompió.
—¿A qué lugar de la Unión Soviética van?
—En principio a Crimea, en el mar Caspio, al sur de Rusia.
—¿Cuándo llegarán?
—Se tarda siete u ocho días, si no hay contratiempos. Estarán allí —miró un calendario— en tres o cuatro días. Pero no te preocupes. Será una travesía tranquila por mares calmos. Cruzarán el Egeo, el de Mármara, pasarán los Dardanelos…
—¿Es una lección de geografía? Ya sé que tienen que cruzar esos mares y pasar el Bosforo. Sé dónde está Crimea, que no es de Rusia sino de Ucrania.
—Quise decir la URSS. En la práctica es lo mismo. Y lo será siempre.
—Te cuesta decir Unión Soviética, como si temieras que su mención espantara a algunas personas.
—Tonterías. La Unión Soviética es más de lo que era Rusia, tanto en territorialidad como en labor social. Ahora todos los ciudadanos son iguales. Todos se alimentan, tienen trabajo, atención médica y escuelas; antes no. El hambre y el analfabetismo quedarán erradicados allí en esta generación.
—¿Y las libertades?
Jesús Hernández no contestó. Ella lo miró y movió la cabeza.
—Si no me traes a mis hijos, iré a ver al presidente Azaña.
—Te creo capaz de llegar hasta él, como lo has sido para conseguir que te recibiera…
—A pesar de todos los impedimentos administrativos que ponéis. Una vez que alcanzáis el poder os protegéis con las mismas barreras distanciadoras que había en la Monarquía.
—No podemos tener la puerta abierta a todos los que quieren entrar. Estamos trabajando duro y hay poco margen para recibir visitas.
—Dímelo a mí. Apenas tengo tiempo libre. Cada vez más heridos.
—¿Lo ves? Con tus hijos no podrías desarrollar tu trabajo, tan necesario.
—¿Qué sabes de mí y de mi trabajo?
—Lo que dice tu expediente. Eres maestra titulada pero estás de enfermera en el Hospital de Sangre del hotel Palace. Una luchadora, sin familia. Tu marido murió en el 34. Estaba con mi compañero de partido, Tagüeña.
—¿Es así como funciona la cosa? ¿La NKVD que queréis establecer aquí?
—No te escandalices. Si queremos algo grande, necesitaremos los mayores controles sobre la ciudadanía. Sabes lo de la Quinta Columna. Por tu insistencia en que te recibiera, tenía que saber de ti.
—Un anticipo de la dictadura del proletariado por la que abogáis.
—No es tan malo como suena en tus labios. Ahí tenemos el ejemplo de la Unión Soviética. No hay otro país que haya conseguido tanto para sus ciudadanos en tan poco tiempo. Es la sociedad perfecta.
—Veré a Azaña.
—Aunque pudieras llegar hasta él, nada conseguirás. El presidente tiene sus poderes limitados por las circunstancias, igual que el jefe de Gobierno y que todos nosotros. La cuestión de las evacuaciones depende de mi Ministerio. Y yo nada puedo hacer. Estamos en guerra, te repito.
Ella se sentó y apoyó la barbilla en una mano. La cabellera cayó como una catarata ocultándole el rostro.
—Me habéis quitado a mis hijos —dijo con apenas voz, como si estuviera durmiendo a un bebé—. Os los confié pero los habéis mandado lejos. Quizá nunca vuelva a verlos.
Jesús Hernández sintió que la desolación de la mujer anulaba su pragmatismo. Una desazón lo poseyó. ¿Estaban haciendo lo correcto con los niños?
—Mujer, anímate. Ganaremos la guerra y los verás.
—¿Y si no la ganamos?
—La ganaremos.
—¿Y si la perdemos?
El hombre dio unos pasos por la habitación. Esa mujer…
—Si eso sucede, que Dios nos coja confesados.
—¿Dios? ¿Un furibundo comunista recurriendo a Dios?
—Es una frase hecha que nada tiene que ver con su significado.
—Claro.
María se levantó y salió sin decir nada. Todavía conservaba plano su vientre, pero las náuseas le llegaban cada vez con más frecuencia. Caminando luego por las calles atemorizadas, sobre escombros y ruidos, se mortificó una vez más. Si no hubiera enviado a los niños a la colonia… Pero ¿cómo imaginar algo así? Los envió antes de estallar la contienda por iniciativa de Socorro Rojo Internacional para que tuvieran la alimentación adecuada que ella no podía darles. Cuando estalló la guerra se felicitó de aquella decisión porque allí estaban lejos de las bombas además de que no hubiera tenido con quién dejarlos cuando estuviera en el Hospital de Sangre. Los heridos procedentes de los frentes se amontonaban y ella permanecía allí muchas horas, por lo que no hubiera sido justo seguir abusando de la ayuda de su vecina Eloísa.
El ruido de los aviones, los silbidos de las bombas y las cercanas explosiones la sacaron de sus pensamientos, pero no se alarmó. Tenía la culpa metida en su corazón. Apretó unas lágrimas dentro de sus ojos y siguió su camino. Llegó al hotel Palace y se integró en lo que parecía una interminable tarea, a la vista de tantos heridos como llegaban. Las horas fueron pasando y el cielo se invadió de sombras. Su turno culminó. Salió a la plaza de Neptuno, sólo iluminada Por las luces de las ambulancias. Subió por la carrera de San Jerónimo, esquivando los cráteres dejados por las bombas. La gente había puesto tiras de papel pegadas en los cristales para evitar su rotura por la onda expansiva de los obuses, y los comercios habían guarnecido sus puertas con sacos de tierra como protección. Vio a varias personas arrancando madera de los inmuebles destruidos para usarla como combustible: pilares, escaleras, vigas… todo desaparecía como tragado por termitas gigantes en aquel invierno de frío y metralla. Tomó el metro en Sevilla. Los andenes estaban abarrotados de gente tumbada en el suelo entre mantas bultos. El frío allí estaba mitigado por los cuerpos hacinados. Cuando los trenes pasaban, las personas cercanas a las vías retiraban sus pies desganadamente.
Salió en Cuatro Caminos y caminó con diligencia por la carretera de Francia. Los bares habían cerrado a las ocho de la noche por orden gubernativa y las calles estaban sin luz, totalmente a oscuras como en el principio de los tiempos. Con precaución para no tropezar con los cascotes de las casas desmoronadas, caminó por la acera de los impares, donde los edificios impedirían que la alcanzaran los ocasionales obuses nocturnos que siempre llegaban desde el oeste. Los faros de los coches abrían boquetes en la oscuridad y permitían entrever a la poca gente que circulaba a trompicones, con la urgencia y la angustia por llegar a sus hogares. De vez en cuando se oían sonidos secos de disparos. Dos hombres armados, fusiles en ristre, surgieron ante ella. Milicianos. O quién sabe. Su aspecto patibulario, chaquetones de paño sobre el mono azul, correajes con cartucheras, botas cortas de cordones, gorrillos isabelinos con distintivos borrosos y sin borlas, caras desdibujadas. El foco de una linterna estalló en sus ojos.
—Tú, ¿no sabes que hay toque de queda hasta las seis?
Ella les enseñó su credencial de enfermera y su pase a todo horario con el sello azul de la Junta. Los hombres manosearon los papeles a la luz de la linterna y luego volvieron a enfocarla, examinándola de arriba abajo. Vieron la bata blanca asomar bajo el abrigo de paño. Y sus ojos. Se miraron entre ellos y luego la dejaron marchar con gesto de frustración. Ella tuvo la desagradable impresión de que su carné de enfermera le había permitido salir indemne.
Agotada llegó a su casa, una chabola del pueblo de Tetuán de las Victorias. Preparó achicoria y luego se sentó en penumbra pensando en la que se le venía encima mientras a lo lejos sonaban de vez en cuando las explosiones de los obuses cayendo machaconamente sobre la Universitaria. Dijo el gerifalte que era una luchadora. En realidad era una mujer débil, necesitada de amor.
Tiempo después llamaron a la puerta. Era él. Abrió. Contempló su alta y distinguida figura, su cabello color trigo, su mirada amorosa. Se había prendado de él cuatro meses atrás cuando le llevaron lleno de heridas y casi vacío de vida al hospital desde el frente de la Universitaria, con otros brigadistas heridos. Cuando curó habían caído en sus mutuos hechizos, como si hubieran estado buscándose siempre. Y en esa vorágine él puso la semilla que germinaba en su cuerpo. Cerró los ojos y se entregó al abrazo necesitado. Desesperadamente.