Un joven Apolo de pelo dorado,
allí soñando la víspera de la lucha
magníficamente no preparado
para la larga pequeñez de su vida.
FRANCES CORNFORD
Marzo 1937
Charles Sunshine, tumbado junto a la ametralladora Lewis 1914 de 7,7 milímetros, miró a través de los prismáticos desde su observatorio de la biblioteca de la parcialmente destruida facultad de Filosofía y Letras de la Ciudad Universitaria, por entre el parapeto de libros y cascotes formado en la ventana rota. La Lewis era un arma magnífica que habían traído consigo los brigadistas y había supuesto un importante factor en la defensa de ese frente, que antes sólo contaba con los viejos fusiles Mauser 1893. Pesaba doce kilos, se apoyaba en un bípode, tenía un cargador de plato de cuarenta y siete cartuchos y hacía cuatrocientos cincuenta disparos por minuto. Del edificio sólo quedaba en pie esa gran sala, un excelente mirador que dominaba un espacio amplio desde el Clínico hasta la carretera de La Coruña y todo el frente de la Casa de Campo. Los dos pisos superiores, que albergaron aulas, cátedras y despachos, estaban totalmente desmoronados. Salvo en los veranos siempre hacía mucho frío en esa parte de la ciudad, como si alguien hubiera dejado abierta una puerta imaginaria por la que entraban los vientos gélidos procedentes de la cercana sierra de Guadarrama. Pero ahora la biblioteca parecía un frigorífico, con la interminable corriente de aire helado cruzando por la gran sala sin cristales. Más allá de la desmoronada Casa de Velázquez y de la carretera a Galicia y Asturias, sobre el mar de árboles que bajaban hasta el río Manzanares intentando unirse a los de la Casa de Campo, vio el movimiento de los rebeldes tras las trincheras y las alambradas. Luego giró los binoculares hacia el sur. Ahí mismo, a este lado del río, estaba la cuña que los nacionales habían introducido en el área universitaria. Alcanzó a ver a algunos de los legionarios del general Varela que defendían el Hospital Clínico, impresionante mole a pesar de su parcial destrucción y donde los brigadistas de la XI y XII Internacional sostuvieron atroces combates cuerpo a cuerpo contra los moros y legionarios por cada planta, pasillo y habitación hasta la extenuación. El frente estaba detenido desde el 23 de noviembre, fecha en que Franco decidió ceder en su ofensiva. Hasta entonces los dos bandos habían peleado fieramente, con grandes pérdidas de hombres, y ambos ejércitos hubieran deseado disponer de los dos edificios predominantes, lo que les hubiera permitido tener el control de la zona y ampliar sus posiciones. Cada ejército había aprovechado la pausa para mejorar sus defensas. No faltaban las intentonas de infiltración a la ciudad por grupos decididos de rebeldes, la mayoría moros de Regulares, con la intención no tanto de adentrar el frente como de obtener el botín autorizado por sus mandos. Miró el Cerro de Garabitas contra el reflejo de un pálido sol declinante. Nubes de humo definían los disparos permanentes de las unidades artilleras alemanas allí instaladas desde su toma en noviembre por el coronel Asensio. Habían dejado de cañonear sobre el centro universitario, donde todavía quedaba en pie alguna facultad, para concentrar sus disparos en las zonas de Gran Vía y Argüelles. Pero, de vez en cuando, a algún mando legionario le daba por seguir gastando obuses en la ahora llamada «Ciudad de los Escombros».
Dejó los binoculares, apretó la manta contra su delgado cuerpo y miró a su hermano John, integrado también como todos los británicos en el batallón franco-belga Commune de Paris, que, al mando del coronel francés Jules Dumont, había llegado apresuradamente el día 7 de noviembre para consolidar el frente del Manzanares. Allí vieron que no había frente alguno sino una situación crítica, con grupos de milicianos desorganizados tratando de detener la ofensiva triunfante de un enemigo decidido. Formaba parte, junto a los batallones Edgar André y Dombrowsky, de la XI Brigada Internacional, la primera llegada a Madrid desde su base de Albacete tras una breve instrucción. Su hermano poseía una madurez envidiable a pesar de tener sólo veintitrés años, uno más que él, quizá por haberse licenciado en Filosofía en el Trinity College de la Universidad de Cambridge. Contemplaba la vida de forma distinta, inmune a los acontecimientos cercanos, que calificaba de anécdotas inevitables de la historia. Era un tipo largo como él, con el cabello de fuego, rapado. Hablaba poco pero, cuando lo hacía, largaba grandes parrafadas salpicadas de pensamientos filosóficos y naturalistas, analizando los hechos en perspectivas de largo alcance. Cuando el grueso de la XI Brigada se trasladó a otros frentes ya integrada en la XV Internacional, a ellos les ordenaron quedarse para fortalecer la posición tan duramente mantenida, ahora defendida por el Batallón 7.º de Milicias Confederales dé la 39 Brigada Mixta, toda de españoles. Había además tres brigadistas alemanes del Thäelmann, dos yugoslavos del Dombrowsky y tres belgas de su batallón, todos resguardados ahora en parapetos hechos también con libros y apenas confortados con pequeñas hogueras. Arrojado en el sufrido suelo y arrebujado en una manta, su hermano leía, como de continuo. Junto a él, su inseparable Michael Goodman, otro británico desgajado de su batallón y también licenciado en Letras por la misma institución. De edad pareja, con gruesas lentes de lector egoísta cabalgando sobre una fina nariz, leía tranquilamente a pesar de la declinante luz como si se encontrara en el salón de su casa.
—¿Qué tal si vigilas un poco y justificas la paga?
John Sunshine levantó sus ojos azules, una mirada que toda la familia definía como su inclinación natural a estar en las musarañas.
—Tengo la ligera sospecha de que cuestionas mis capacidades guerreras —dijo, como volviendo de la luna.
—No las pongo en duda, aunque creo que, como éste —señaló a Michael—, sólo las manifiestas cuando llegan situaciones de emergencia.
—¿Y bien?
—Que esas situaciones surgen en cualquier momento. Por eso hay que estar siempre vigilantes.
—Sabré hacerme cargo cuando me toque vigilar. Mientras, aprovecho el tiempo.
—Lo mismo digo —señaló Michael sin levantar los ojos del libro.
—¿Nunca os cansáis de leer?
—¿Cansarnos? ¿Sabes lo que dices? Esto es un milagro, un centro del Saber. —John movió la cabeza y recorrió con la vista las destrozadas estanterías con libros deshojados, rotos, quemados, llenos de agujeros de balas, entre cascotes. Pocos quedaban a salvo de tanta violencia—. Esta biblioteca habla de los hombres que la construyeron, de su amor a la cultura. Coleccionar estos volúmenes en tantas lenguas es una prueba de la gran sensibilidad humanística de este pueblo, lo que es una sorpresa para el concepto que tenemos de los españoles. Es un gozo poder leer a todos los filósofos y pensadores, vivos en estos libros, que la metralla y las bombas intentan destrozar.
—Y el fuego.
John miró las pequeñas hogueras que intentaban hacer frente a los escarchones.
—Siento que traiciono a mi propio ser profundo al consentir que se utilicen los libros como parapeto y combustible. Pero reconozco que hay gente poco predispuesta al frío. No son como nosotros.
—Esto es la guerra, John; es todo o nada. Estos hombres tienen necesidades concretas. La primera es no morir, sobrevivir. No luchan por los altos valores culturales que predicas sino por sus vidas y las de los suyos. Y luego, para comer todos los días y tener un trabajo. Y por eso hemos venido a luchar, para ayudarles a conseguirlo.
—Me opongo a aceptar esa generalización.
—¿Por qué vuelves al debate? Para mí no hay duda de que todos los brigadistas hemos venido a la llamada de solidaridad con este pueblo oprimido.
—Quizá los franceses, alemanes y centroeuropeos tengan esos sentimientos; pero no nosotros, los ingleses. ¿Qué tenemos que ver con los rusos y con los polacos?
—Tenemos que ver con la raza humana, no importa la nacionalidad. Todos somos voluntarios, en el más puro sentido. Nadie nos obligó a venir ni nos engañó. Hay en nosotros, en mayor o menor grado, una disposición especial a sacrificar nuestras ambiciones personales en aras de un ideal colectivo. No somos mercenarios. No vinimos por dinero. ¿Quién sacrificaría su vida por las seis pesetas que nos dan al día? Si así fuera estaríamos al otro lado percibiendo los quinientos marcos que se embolsan los alemanes.
—Puede que la mayoría hayamos actuado así, pero no todos. Tengo entendido que los pilotos americanos cobran un buen dinero.
—De los nuestros, todos los que cayeron lo hicieron en defensa de la libertad —insistió Charles.
—Eso queda bien para un epitafio, pero no para el autoengaño. ¿Te recuerdo que más de la tercera parte fueron abatidos sólo en los primeros días de combates? ¿Tengo que mencionarte los brigadistas que faltan desde entonces? Creo que si esos cientos de compañeros muertos pudieran hablar y elegir tomarían otras alternativas para sus vidas. Morir es la peor opción. Vamos, Charles, ¿qué hacemos aquí? Supongo que no ignoras que ahora mismo, en nuestro país, hay gente que vive muy mal, sin trabajo, incluso pasando hambre. ¿No recuerdas las colas permanentes ante las oficinas de empleo? ¿Qué dices de los dos millones de parados que hay en nuestro país? ¿Te olvidas de la Marcha del Hambre del año 32 en Londres? Hay otra Inglaterra que sufre muchas necesidades. ¿Y qué hace Chamberlain al respecto?
—Cuando los jóvenes podamos tomar el mando cambiaremos las cosas allá.
—¿Por qué esperar? ¿Por qué intentarlo aquí y no allí? ¿Qué tienes en común con España y los españoles?
—Eso mismo digo yo —se adhirió Michael, las gafas apuntando al libro.
—Es una pregunta estúpida. Allí no hay conflicto bélico. Cada cosa a su tiempo.
—¿Piensas que podremos lograr una Inglaterra socialista a estilo de la Unión Soviética? ¿Eso es lo que os aseguran en el Partido Comunista?
—¿Por qué no? Es el progreso. Si no optamos por esa nueva sociedad caeremos bajo el fanatismo de los nazis y el fascismo. ¿Qué prefieres?
—¿Crees que es tan fácil? Es cierto que las dictaduras derechistas están desarrollando una gran industria militar. Y si lo hacen es para usarla. Y puede que sea cierto que esta guerra es un ensayo. Pero las democracias tienen argumentos para neutralizar esos esfuerzos sin caer en el comunismo, que, por más que lo justifiques, es una dictadura.
—Quisiera que tuvieras las cosas claras de una vez. Creí que habíamos superado la etapa de buscar argumentos a las cosas. ¿Por qué estás aquí, John?
—Encuentro odioso que Franco quiera imponer el cristianismo con los moros, contra los que durante siglos lucharon los españoles. Pero te recuerdo que nuestras raíces son cristianas. No me hacen feliz las noticias que hablan de fusilamientos de sacerdotes, quema de iglesias y profanación de signos.
—Es el resultado de la incultura de las masas, que la propia Iglesia de Roma procuró durante toda la historia.
—Toda la Iglesia, no sólo la católica. La nuestra tampoco se ha distinguido por dar educación a las clases bajas. Pero el nivel de odios y venganzas alcanzado aquí es una barbaridad.
—No es por la religión por lo que dejaste tu tranquilo mundo para venir a este infierno —acusó Charles, sentándose junto a sus paisanos.
A la luz declinante de la tarde, John se arrebujó en la manta y miró a su hermano a los ojos.
—En casa y luego en Newhaven hice promesa a mamá de cuidar de ti. Estoy cumpliendo, si no te desmandas en esas peligrosas aventuras nocturnas.
Charles recordó su partida de la estación Victoria, su salida del puerto, la llegada a Dieppe en Francia, el recorrido en bus a París. Luego el viaje camuflado en camiones agrícolas hasta los Pirineos, la feroz escalada hasta llegar al lado español. Nunca antes había contemplado tan impresionante paisaje. España se abría ante sus ojos con todo su exotismo. A. la izquierda el ilimitado paisaje del Mediterráneo refulgiendo en la distancia. A la derecha la tierra seca disimulada de olivos y de viñas. ¡Qué lejos quedaba ahora todo aquello! En el grupo había belgas, alemanes, polacos. Todos llegaron a Albacete, aquella Babel desconcertante donde apenas recibieron ropas e instrucción. Y, sin pausa, el urgente bautismo de fuego en el frente del Manzanares. Nunca volvió a ver a los de aquel grupo ilusionado. Luego su herida, ella…
—Agradezco tu compañía y protección, pero es una verdad a medias.
—Sí. Inglaterra es el país más clasista de Europa. En el continente no existe la enorme diferencia que hay allí entre las clases altas y el pueblo llano. Es una herencia que está ahí y que costará cambiar. En España luchan ahora ingleses proletarios. Pero otros como nosotros no pueden negar su nivel. Entendemos esta guerra con un fondo de aventura, el deseo de participar en algo. Lo mismo te ocurre a ti, aunque lo has adornado con la mística de la solidaridad. Somos un pueblo aventurero y viajero, con una historia colmada de grandes hechos. Ya no quedan ocasiones donde conseguir un hueco en jornadas de gloria y conocimiento directo. Esta guerra es una de ellas.
—Totalmente de acuerdo —rezongó Michael.
—Me conmueve tu sinceridad. Es claro que no estás involucrado totalmente en esta guerra. Un simple dato: sigues fumando Lucky Strike mientras yo uso los Imperiales e Ideales de aquí.
—Yo no fumo —dijo Michael sin lograr que Charles le mirara.
—Asumes un riesgo añadido fumando ese tabaco tan áspero y crudo. Te recuerdo que los propios españoles los llaman «mataquintos». Si no te mata una bala lo harán esos cigarros.
—Los españoles los fuman y ahí los tienes.
—Ellos son diferentes.
Oyeron el silbido de un obús y la explosión del mismo. El proyectil había caído cerca, sobre el techo, y una nube de polvo se desprendió a un lado de la sala. No se inmutaron. El polvo desapareció rápido en la intensa corriente de aire. Michael escribió a toda prisa algo en su cuaderno.
—¿Qué escribes?
—¿No has oído a ese hombre jurar? —Charles negó con la cabeza—. Los españoles se cagan en todo lo habido y por haber, con los tacos más rotundos y floridos del mundo, ¿no te has fijado? Los colecciono así como las blasfemias, que indudablemente son las más explícitas y completas que puedan existir. —Le mostró lo que había escrito: «¡Me cago en Dios y en su puta madre!»—. ¿Eh, qué te parece? Y mira este otro: «Me cago en la madre que parió al padre, al hijo y al Espíritu Santo». ¿Escuchaste algo igual alguna vez? —Charles reconoció que no—. Cuando vuelva a casa haré un libro con estas expresiones y me haré rico —concluyó, y sus amigos entendieron que era sólo una baladronada desactivada de lucro.
—Convendrás conmigo, hermano —dijo John—, en que son harto limitadas las posibilidades de que consigamos salir con bien de este entrenamiento para nuestra revolución en Inglaterra.
—Amén —subrayó Michael.
—Reconozco que nos metimos en un buen lío, que no imaginaba. Ésta es una guerra dura, con un enemigo despiadado. Tenemos un ejército patibulario, con mucha moral pero sin medios ni entrenamientos y el Gobierno fuera de la capital, en clara señal de rendición. Pero no me arrepiento. Mientras se organizan, estaremos aquí. Nos necesitan.
—Ganará quien tenga mejor armamento. Y parece que los rebeldes lo tienen, al menos por ahora —opinó Michael.
—Saldremos de ésta, hermano —aseguró Charles visionando la imagen de la mujer que ocupaba su mente. Tendría que sobrevivir. No podría caer existiendo la posibilidad de un futuro con ella.
—¿Sabes? —dijo John, leyéndole el pensamiento—. Puede que en realidad no te hayan conmovido tanto las gentes que dices como esa misteriosa mujer. Tienes que hablarme de ella.
—Anochece —afirmó Charles al tiempo que se incorporaba—. Debo salir.
—Te juegas la vida en esas escapadas. Por ahí patrulla gente armada, todos con el gatillo fácil. Eso sin contar con que algún mando averigüe tu constante abandono de la posición. Pueden fusilarte.
—Y a vosotros también por ese lío que os traéis con los libros.
—Debemos hacerlo. Es un legado que debe salvaguardarse.
—No comprendo vuestras razones ni vosotros las mías. Amo a esa mujer, no sabes de qué forma.
John le miró con intensidad y luego se incorporó y le dio la mano.
—Ve con cuidado. Yo vigilaré tu puesto. Que no se te haga muy tarde.
Contempló a su hermano cambiar la manta por una guerrera caqui. Lo vio caminar hacia la salida, seguro de sí mismo, sin atisbos de imperfección en su alta figura, evidenciando su capacidad para encarar situaciones que precisaban de enormes dosis de atrevimiento. Se preguntó una vez más si él ofrecía la misma imagen de firmeza y confianza. Luego miró a Michael.
—Dentro de un rato, a lo nuestro.
—Sí —dijo su amigo tranquilamente.
Charles salió de las ruinas, desarmado. Cruzó el paraninfo de la universidad y caminó en la oscura noche por el campo enorme pinchado de árboles sufridos esquivando los espacios vigilados y las partidas armadas, nunca amistosas, aunque estaba en la zona gubernamental y llevaba su carné militar de brigadista internacional. También lucía en su gorra la estrella roja de tres puntas, emblema de las Brigadas Internacionales. Era un distintivo parecido al de la marca de coches Mercedes Benz, por lo que muchos hacían bromas sobre si en realidad el diseñador del símbolo del proletariado en lucha era en el fondo un capitalista frustrado. El aire trajo los ecos de unos cantos nostálgicos, comunes para todos los combatientes.
Si me quieres escribir
ya sabes mi paradero,
en el frente de Madrid,
primera línea de fuego.
Esquivó el estadio de fútbol Metropolitano por la izquierda y anduvo entre los edificios destruidos evitando la plaza de Cuatro Caminos, situada a la derecha. No había ninguna luz pero él sabía manejarse con el brillo de las estrellas. Pasó junto a los arcos del acueducto del Canal, que traía el agua a Madrid desde la sierra, y siguió el trazado del mismo. La obra de canalización, enterrada y en superficie alternativamente, parecía un gigantesco gusano descansando. Subió la loma. A la izquierda todo era campo, huertas y grandes chatarrerías al aire libre, mientras que por la derecha avanzaban las casuchas del barrio de Bellas Vistas. Se adentró en el municipio de Tetuán de las Victorias, plantado en medio del campo como cualquier pueblo de la Mancha. No se veía un alma pero extremó su precaución porque la cercana plaza de toros se había transformado en un cuartel de milicias y los anarquistas hacían batidas por la zona. El pueblo también había sufrido los bombardeos, y sus efectos se mostraban en las despanzurradas viviendas. En la calle de Luis Portones llamó con una señal convenida a la puerta de un tabuco de una planta, que se abrió en la oscuridad. Ya dentro, una llama surgió de un farol y su luz contorneó la figura de una mujer. Su abrazo fue tembloroso y apasionado, no por la luz tambaleante sino por sus esperanzas.