Siete

Enero 2003

John Fisher salió en la estación Ciudad Universitaria del metro de Madrid, situada en la plaza central, un gran espacio donde asoman las fachadas de las facultades de Farmacia, Medicina y Odontología. En el centro ajardinado de la misma contempló el grupo escultórico La Antorcha, que no parecía interesar a ninguno de los estudiantes que circulaban. Quizá sabían y habían olvidado lo que una placa indica en el pedestal: que el bello monumento fue creado por la artista norteamericana Anna Hyatt Huntington. Pero quizá pocos tenían conocimiento de que hay uno gemelo en la ciudad de La Habana donados ambos a las dos ciudades en 1956 por su marido, el hispanista y filántropo Archer Milton Huntington, consecuente con su admiración por el legado cultural español. John se detuvo y miró la escultura, pintada de un feo color gris en contraposición con el verde bronce que luce la situada en la capital cubana, que él había contemplado meses atrás. Y mientras que la habanera presentaba buen cuido, la madrileña servía de percha a telas y pancartas reivindicativas. Movió la cabeza, siempre en desacuerdo con ese tipo de agresión perpetrada por una minoría contra edificios y monumentos. Sabía que en tiempos no tan lejanos todo era diferente. Como los estudiantes. Había ahora más mujeres que hombres, todas con pantalones, muchas de ellas echando humo como si tuvieran complejo de locomotora.

Un sol húmedo le acompañó en su caminar por la avenida Complutense. Preguntó por la facultad de Filosofía y Letras y le dijeron que había tres edificios diferenciados. Finalmente le remitieron al A, un edificio de cuatro plantas situado en un altozano, fachada de ladrillo visto y amplios ventanales, construido exactamente igual, fiel a los planos, que el erigido en 1934 y destruido durante la guerra civil. Ascendió por entre la densa arboleda, subió las escalinatas y, tras seguir las indicaciones, anduvo a la derecha por el largo pasillo. Empujó una pequeña puerta y accedió a una sala rectangular, luminosa, de unos cincuenta metros por veinte con doble fila de blancas y delgadas columnas. Estaba en la biblioteca de Filología, que fue la de Filosofía antes de que años atrás la cambiaran. En los alargados bancos los estudiantes trabajaban en silencio. Caminó hacia la pared sur notando que su alta figura y su aspecto de extranjero atraían algunas miradas. Se aproximó a los ventanales y miró. Los abetos, pinos y otras especies, como una barrera verde, impedían ver más allá. Pero ése era el sitio. No tuvo dudas. Permaneció allí inmóvil y en silencio, sin que nadie le interpelara, impasible ante el tiempo derrochado, viendo el diferente paisaje que otros ojos contemplaron setenta años antes cuando el mundo se deshacía y los vientos traían y se llevaban las esperanzas.

Más tarde ascendió por las calles en pendiente buscando el distrito de Tetuán. El estadio Metropolitano había sido sustituido por altos y modernos edificios. En el puente acueducto de Amaniel una vieja placa de piedra llena de heridas decía que la obra se construyó bajo el reinado de Isabel II. Siguiendo el plano dibujado en su memoria llegó a la calle buscada, que domina un parque frondoso. Se detuvo para admirar el paisaje. Es una zona moderna, urbanizada, con casas de reciente construcción. Allá, a lo lejos, la sierra de Guadarrama tranquiliza los ojos de los madrileños.

Miró abajo. Una parte de la roja estructura del acueducto emergía de entre dos lomas y parecía un largo vagón del ferrocarril descansando en un apartadero. Se volvió y preguntó en varios portales, enseñando una borrosa fotografía. Toda la gente era nueva y nadie pudo darle pistas de la mujer que buscaba.